La Posada de Isabel - VI

Mi Ama, con ayuda de su amiga, me depila con cera caliente; luego me repasa con pinzas, ayudada por la aldeana que conocí en los establos, y me pone la jaula de pene, así como el dilatador en la uretra.

VI

Una vez entramos los tres en el patio, mi Ama se llevó los dos caballos a sus boxes, y su amiga me indicó con un gesto lo que yo ya me imaginaba: los dos postes. Hacia allí fui con resignación, y tras quitarme mis cadenas con la llave que ella me entregó, puse mis manos y mis pies en los lugares que ya tan bien conocía, siguiendo sus instrucciones. De inmediato me sujetó con los grilletes, y al volver mi Ama de las caballerizas se marcharon ambas hacia la casa, dejándome allí; seguramente para refrescarse. Durante una media hora no las volví a ver, pero pasado ese tiempo la amiga de mi Ama salió de nuevo al patio, llevando algo que parecía una barbacoa portátil; lo colocó justo al lado de donde yo estaba amarrado, y me dijo “Imbécil, a quién se le ocurre subirse a un árbol, y sobre todo dejar un rastro hasta su misma base. Así a lo mejor podías haberte partido la crisma; pero lo que es despistarnos, seguro que no. En fin, por algo no eres más que un animal estúpido” . Y, al ver que mis miradas se iban hacia el artefacto que había traído, se rio y me dijo: “No, no vamos a hacer una barbacoa, aunque ya sea la hora de comer. Esto es para calentar la cera, que ya es hora de quitarte todo ese pelo” .

Mientras tanto, Isabel había sacado a la mesa de la terraza diversas fuentes de comida, y unas cervezas; las dos dedicaron la siguiente hora a comer tranquilamente, hablando entre ellas de sus cosas, e ignorándome por completo. Al acabar, Isabel empezó a recoger la mesa, mientras su amiga se acercaba al infiernillo y lo encendía; algo que pudo hacer muy deprisa, pues era de gas. Y, cuando logró que funcionase a pleno rendimiento, se giró hacia mí, con aquella sonrisa que cada vez me daba más miedo, y me dijo “Son prácticos estos cacharros, verdad? Para calentar los hierros de marcar son perfectos… Por cierto, hemos decidido que ya comerás cuando acabemos de depilarte. No fuera a ser que el dolor te hiciera vomitar, y nos pusieras perdida la ropa, imbécil” .

Acababa de decirme esto cuando Isabel salió de la casa, llevando una olla de considerables dimensiones, que por el olor que desprendía solo podía contener la cera derretida; y un par de espátulas de madera. La colocó sobre el infiernillo, entregó una espátula a su amiga, y ésta al cogerla me dijo, con el mismo tono con el que me hablaría del tiempo, “Ya verás, imbécil, esto es muy divertido. Para nosotras, claro, no para ti. Cogemos un buen montón de cera con la espátula y, procurando que siga bien caliente, te la emplastamos en cualquier lugar del cuerpo. Luego esperamos a que se enfríe y, de un tirón, te la arrancamos. No solo la cera, claro, sino también los pelos que se le hayan enganchado, hasta su misma raíz. Que, si lo hacemos bien, serán todos los que allí haya. Por cierto, para que sufras más, hemos decidido ir haciéndolo de poco en poco. Así el dolor te durará más rato…” . Y, de inmediato, cogió con la espátula una buena porción de cera, la emplastó sobre mi bajo vientre, justo por encima del pene, y comenzó a extenderla.

El contacto me produjo cierta sensación de quemazón, intensa pero sin ser insoportable, que al tiempo de empezar a repartir la cera por mi vientre ya prácticamente no notaba. Pero ya me temía que esto no iba a ser lo más duro, pues empezaba a conocerlas; del mismo modo que, si hubiese tenido que apostar, no hubiera dudado en señalar mi sexo, o sus alrededores, como el primer objetivo de mis torturadoras. Así que de momento me quedé muy quieto, esperando su siguiente movimiento; aunque no fue el que yo esperaba: porque, en vez de tirar del emplasto que ya habían colocado, ambas continuaron untando cera por todo mi cuerpo, y repartiéndola bien. Hasta que, del cuello para abajo, no quedó un centímetro sin ella, descontando las plantas de mis pies, pero incluidos todos los rincones de mi ingle; en particular la hendidura entre mis nalgas y, cómo no, mi pene en toda su longitud. Lo que, la verdad, no sé por qué hicieron, pues yo solo tenía pelos, y muchos, en la base, pero no a lo largo del miembro; supongo que no querían desperdiciar una ocasión de sobarlo, y sobre todo de poder, luego, hacerle daño.

Al acabar apagaron el infiernillo, y se lo llevaron dentro de la casa; de donde salieron al poco con otro par de cervezas que, sentadas en los sillones de la terraza, se bebieron tranquilamente. Yo, la verdad, cada vez tenía más hambre, por lo que me hubiera gustado acabar cuanto antes, y poder comer; pero, si hubiera sabido lo que se me venía encima, seguro que no hubiese tenido tanta prisa. Al cabo de una media hora ambas se levantaron, llevando mi Ama en la mano una pequeña espátula de pintor; y se acercaron a mí, poniéndose una al lado de la otra. Después de que Isabel marcase un lienzo de cera de unos diez por veinte centímetros con la espátula, justo encima de mi tetilla izquierda, vi como ambas lo sujetaban por los bordes superiores del emplasto de cera recortado, ya sólido; y, de inmediato, como cada una tiraba de su extremo con todas sus fuerzas.

A diferencia de lo que sucede con el látigo, o con la vara, el dolor fue en este caso instantáneo, y desde luego horroroso; baste para entenderlo con pensar el que produce que te arranquen un pelo, pero multiplicado por mil. Por lo menos. Y el alarido que solté debió ser ensordecedor; porque de inmediato, y mientras yo jadeaba como un ahogado, con los ojos llenos de lágrimas, la amiga de mi Ama me dijo “No te pongas así, imbécil, que no es para tanto. Las mujeres nos depilamos con frecuencia, y no hacemos estos números. Además, con la de cera que aún nos queda por arrancar, si sigues gritando así vas a acabar agotado…” . Acto seguido se puso de nuevo a la tarea, orgullosa de su maldad; pues es obvio que sabía muy bien que no es lo mismo arrancar un fino vello, de escasísima longitud y recién aparecido, que hacerlo con los pelos del cuerpo de un hombre adulto, mucho más gruesos y abundantes. Y procedió, tirando de nuevo junto con Isabel, a hacer lo mismo sobre mi tetilla derecha, devolviéndome otra vez al infierno de dolor del que yo pugnaba por salir. Así siguieron las dos durante lo que a mí me parecieron horas, hasta que solo les quedaron por arrancar los emplastos que había sobre mi sexo, en el ano, y en el perineo; aunque ya me daba igual, porque hacía un buen rato que colgaba de los grilletes de mis muñecas, afónico y reventado por el dolor.

Pero me equivocaba, porque lo más humillante estaba aún por llegar. Isabel soltó el grillete que sujetaba mi tobillo derecho, y con una expresión profesional me dijo “Ahora vas a tener que ayudarnos un poco, porque en la postura en la que estás no llegamos bien a tus rincones. Levanta la pierna, y pon el pie tan arriba del poste como puedas. ¡Y no se te ocurra moverte!” . Yo la obedecí de inmediato, qué si no, adoptando una postura obscena; pues al levantar la pierna dejaba al descubierto no solo la parte inferior de mi sexo, sino el perineo y la juntura de mis nalgas, hasta el ano. Hacia allá se fueron las dos; primero arrancando la cera que había entre mis nalgas, en una tira que siguió todo el perineo y llegó hasta la base de mis testículos. Luego arrancando la que cubría desde allí hasta la base del pene, que incluía ambos testículos; quizás la que más me dolió. Y, por último, la cera que rodeaba mi pene por sus partes superior y lateral; lo que incluyó la que habían extendido en el propio miembro.

No sé de donde saqué la voz para seguir dando alaridos, pero vaya si los di; aunque, para mi propia sorpresa, no retiré el pie derecho del poste en ningún momento; lo cual, seguro, me evitó sufrir otro castigo. A un gesto de mi Ama, por fin bajé el pie al suelo; y por entre mis jadeos, gemidos, y sollozos pude oír como, mientras me quitaba los otros tres grilletes, me decía “No está mal, pero aún queda algún pelo aquí y allá. Luego te los quito con unas pinzas. Ahora te toca comer, y podrás descansar un poco antes de seguir sufriendo. Ponte tus cadenas, y ven” . Lo volví a hacer con cierta dificultad, pues estaba realmente agotado; y una vez puestas seguí a Isabel hasta la cocina, donde me dio otro cuenco lleno de estofado caliente. Con él en las manos la seguí hasta mi box, dejé que me encadenara a la pared y me comí el estofado, bebí agua y, antes de tumbarme a dormir en la paja, me unté tanta crema como pude en la piel enrojecida.

Una vez más, me despertaron las patadas de mi Ama, que seguía vestida de amazona; sobre todo la que impactó, precisamente, en el hematoma que la bala de goma había dejado en mi nalga. Me levanté tan deprisa como pude y, una vez que soltó la cadena de la pared, la seguí hasta el otro extremo de las caballerizas, para que pudiera someterme al proceso de limpieza que, esta vez, casi agradecí, pues la paja enganchada era muy incómoda; después de lo cual me condujo a la habitación donde estaba la silla ginecológica. Tras darme la llave, y hacer que me quitara mis cadenas, me hizo sentar en la silla, poniendo los pies en los soportes que mantenían mis piernas obscenamente separadas, y permitían así acceder a mis genitales con toda comodidad. Una vez me tuvo situado, Isabel se sentó justo frente a mi sexo en un taburete que acercó, llevando unas pequeñas pinzas en la mano; y me dijo “Ahora que te hemos depilado ya puedo instalarte la jaula en la polla, con la sonda para ensancharte. Pero antes voy a repasarte bien, porque todavía veo algunos pelos” . Y, armada de sus pinzas y una pequeña lupa que extrajo de un bolsillo, dedicó un rato muy prolongado a revisar, centímetro por centímetro, toda la piel de mi sexo y sus alrededores; arrancando aquí y allá algún pelo rebelde, que había escapado a la cera.

La verdad es que el dolor, comparado con el del depilado, era muy poca cosa, fácil de soportar; pero la postura en la que ahora estaba era realmente humillante, y el paso del tiempo no hacía sino aumentar mi sensación de vergüenza. Pero nada podía hacer, así que seguí quieto, esperando a que terminase; incluso cuando, para mi horror, la extraña mujer con aspecto de campesina entró en la habitación. Yo ya llevaba desnudo delante de mi Ama más de un día entero, a veces -como ahora- en posturas muy humillantes, y el paso del tiempo hace que uno se familiarice con todo; por lo que, como ya he dicho, estar frente a ella ya no me producía, ni de lejos, la sensación que sentí al desnudarme en el aparcamiento. Y, cada vez más, lo mismo me sucedía con su amiga. Pero con aquella aldeana era otra cosa; ni había tenido otro contacto con ella que el breve magreo al que me sometió, ni habíamos cruzado otra palabra que su “acércate”. Pero es que, además, su aspecto me provocaba una mezcla de temor y repugnancia; pues, a diferencia de mi Ama, no era guapa ni elegante. Era una mujer vulgar y corriente, de mediana edad, de esas que en los pueblos suelen llevar delantal, ropa vieja y sucia, y oler a coles; pero lo peor era la forma en que me miraba: como si yo fuera un animal de la granja. Por ejemplo, un cerdo al que se va a sacrificar…

Una vez más, a Isabel le daba igual lo que yo pensara; y aunque se dio perfecta cuenta, por mi inmediata cara de espanto, de cuánto me incomodaba la entrada de la mujer en la habitación, se limitó a seguir con lo suyo, hurgando en mi escroto. Yo me removía en la silla, pero sin atreverme a abandonar la posición, y no pensaba en otra cosa que en verla marcharse; pues, para mayor desgracia mía, se había puesto a buscar alguna cosa en un mueble que había justo delante de mis piernas abiertas. Y desde allí tenía, por encima de la cabeza de mi Ama, una visión directa de mi sexo obscenamente expuesto. El cual además no paraba de mirar, sin el menor disimulo. Finalmente, la mujer cerró el cajón donde rebuscaba hacía rato; y, con evidente fastidio, se dispuso a marcharse de la habitación. Pero, al ir hacia la puerta, un brazo de mi Ama la retuvo; y, para mi más absoluto horror, oí como al hacerlo le decía “Remedios, acérquese un momento aquí, que este perro tiene pelos por todas partes. Parece mentira que haga un par de horas que lo hemos depilado. Mire usted a ver si encuentra alguno más, que yo tengo que ir un momento a por una cosa” . Tras lo que se levantó y se fue, dejando a Remedios -ahora yo ya sabía su nombre- sentada en el taburete.

Yo estaba a punto de un ataque al corazón, de la vergüenza que estaba pasando; y la cosa aun fue a peor cuando Remedios, en vez de buscarme los pelos, se puso a masturbarme con gran energía. Ante lo cual hice lo único que, en mi posición, podía permitirme: cerré los ojos, y comencé de inmediato a pensar en algo asqueroso. Pero era peor, porque mis pensamientos se iban directos a aquella mujer, sin duda asquerosa; y, mientras tanto, mi pene ya empezaba a reaccionar con tanto bombeo. Así seguimos un buen rato, hasta que logró tenerme erecto como un poste, y soltando líquido preseminal en grandes cantidades; entonces detuvo sus manipulaciones y, tras hacer una extraña mueca, empezó a buscarme pelos, y a arrancarlos. Pero sin olvidarse, claro, de mi miembro; pues, cada vez que le parecía que estaba a punto de perder firmeza, lo masturbaba con fruición hasta verlo otra vez rampante. Y así seguimos hasta que, un buen rato después, se abrió la puerta y apareció mi Ama; la cual solo le dijo “Gracias, Remedios, ha sido usted muy amable. Si ya ha terminado de limpiar todos los caballos, y las caballerizas, puede marcharse a su casa” . Tras lo que se sentó, de nuevo, en el taburete que la aldeana había dejado vacante.

La marcha de Remedios fue para mi un alivio tan grande que, por una vez, el castigo que me iba a caer por mi erección no autorizada me parecía un precio incluso barato. Eso sí, Isabel no iba a dejarla pasar: “Perro, yo creo que te burlas de mí. Cada vez que me voy unos minutos, al volver te encuentro tieso como un poste. Tendrás otro castigo por eso, claro, pero además te voy a poner una cosa que te impedirá seguir haciendo cochinadas” . Al oírla, me fijé en que había traído una caja al volver a la habitación; la cual abrió frente a mí, revelando la misma jaula, y la misma sonda, que el día anterior había intentado ponerme sin éxito. La jaula de castidad era metálica, de unos diez centímetros de longitud y algo curvada hacia abajo; y se sujetaba a un aro, dentado en su interior, que de inmediato colocó en mi escroto, donde hacía una presión no dolorosa pero sí molesta. A continuación, y sin esperar a que mi erección cediese del todo, introdujo mi pene semierecto en la jaula, empujando hacia atrás el miembro hasta que logró, no sin hacerme bastante daño, que la base de la jaula llegase hasta un saliente del aro dentado, donde un candado pequeño lo unía a otro saliente similar en la base de la jaula. Y, una vez cerró el candado, atrapando mi miembro en el interior del artefacto, le llegó el turno a la sonda: ligeramente cónica y también un poco curvada hacia abajo, de unos diez centímetros de longitud y seis milímetros de diámetro en su punta, por casi diez en el extremo final. Un instrumento que se introducía en la uretra por una abertura en el extremo de la jaula; a la cual, una vez metida la sonda hasta el fondo, podía atornillarse, dejándolo bien fijado. Y que, una vez colocado, no era necesario extraer para poder orinar, pues era hueco.

Tan pronto como logró, a través de la abertura, colocar el extremo más fino en la entrada de mi uretra, Isabel me dijo “Ahora te voy a hacer daño, pero ni se te ocurra moverte” ; y empezó a empujar la sonda hacia mi interior. Al principio la sensación era extraña, pues yo notaba como el aparato progresaba dentro del miembro, aunque no dolorosa; pero la cosa cambió a partir de la mitad del recorrido previsto. Pues, como mi Ama ya había podido detectar, la entrada de mi uretra era pequeña, quizás de seis o siete milímetros nada más; pero para poder atornillar la sonda, y así fijarla a la jaula, había que meterla hasta el final. Y yo no tenía ninguna duda de que, una vez colocada la jaula, Isabel me iba a poner la sonda fuera como fuera; aunque he de reconocer que, seguramente porque no quería romperme la piel de un lugar tan delicado, se tomó su tiempo hasta que logró introducírmela toda. Quizás una media hora, durante la que fue avanzando poco a poco, pero sin detenerse nunca; mientras yo tenía la sensación de que mi prepucio iba a partirse por la mitad. Una sensación que, claro está, no me abandonó cuando mi Ama, con expresión de triunfo, logró llevar la sonda hasta el final de su recorrido y atornillarla a la jaula; pues la entrada de mi uretra aún no había cambiado de tamaño, simplemente se había dilatado, ante la presión del objeto que la forzaba. Pero lo importante, al menos para mí, era que mi prepucio se veía aún de una sola pieza.