La Posada de Isabel - V

Me visita en mi encierro unas extraña mujer campesina; y mi ama decide usarme como presa, en una cacería a caballo junto con su amiga...

V

Al cabo de lo que a mí me pareció muy poco tiempo, pero que a juzgar por la luz que entraba por las ventanas seguramente fueron varias horas, me despertó el relincho de un caballo. Tras desperezarme comprobé que tenía frio, y que me dolía todo el cuerpo; además, la paja sobre la que había dormido me picaba un montón, y se me había enganchado por todas partes, formando una especie de emplasto con la crema. Mientras pensaba todo esto, oí un ruido en el box contiguo, donde había visto que estaba estabulado uno de los caballos; me pareció como de algo que rastrillaba el suelo, pero el muro de obra que separaba los boxes no me permitía ver qué era. Al poco rato, oí el ruido inconfundible de la puerta del box al cerrarse y, casi de inmediato, me encontré de frente -aunque separados, claro, por la reja de la puerta de mi box- con una mujer de aspecto campesino. Ella me miró sin decir nada, como si lo que estaba viendo fuera lo más natural del mundo, y continuó su camino; hacia otro de los boxes ocupados por un caballo, seguro, pues volví a oír el ruido de una puerta, y luego el del rastrillo. Pero, cuando salió de allí -al menos eso deduje- una vez concluido su trabajo, regresó otra vez a mi box; se detuvo de nuevo frente a la puerta, y tras contemplarme un buen rato me dijo “Acércate” .

Lo cierto era que yo no sabía muy bien qué hacer, ya que se suponía que sólo mi Ama podía ordenarme lo que quisiera; pero, al recordar la trampa que me había tendido el día anterior, opté por obedecer, y haciendo sonar mis cadenas me acerqué hasta casi tocar la puerta. Sin decir ni una palabra más, la extraña mujer alargó sus dos brazos por entre los barrotes, y comenzó a magrear mis genitales con brutalidad, apretando con fuerza mis testículos, y masturbándome como quien ordeña a una vaca; me hacía daño, sobre todo en las heridas del miembro, pero yo no me atrevía a decirle nada, y menos aún a apartarme. Aunque, por encima del dolor, lo que me provocaba era una terrible sensación de vergüenza; pues no me importaba -en realidad, me gustaba- estar desnudo, encadenado y sometido ante mi Ama, pero con aquella tosca mujer me sentía profundamente humillado. Tanto, que si hubiese podido habría escapado de aquel lugar a la carrera. A ella le daba igual, claro: siguió con sus manoseos durante unos cinco o diez minutos, y de pronto me soltó; tras lo que se frotó las manos en el delantal que llevaba puesto, se dio la vuelta, y marchó de allí: Dejándome solo, avergonzado y, como diría mi Ama, casi “tieso”.

Al cabo de pocos minutos oí de nuevo la puerta de las caballerizas, y mi Ama apareció en todo su esplendor; volvía a llevar el cabello suelto, limpio, y de un negro reluciente, y se había vestido de amazona: botas de montar, pantalón hípico, blusa blanca, y chaquetilla de monta. Tras abrir la puerta del box y soltar, abriendo el candado, la cadena que sujetaba mi collar a la pared, solo me dijo “Estás hecho un asco, so guarro. Ven, vamos a limpiarte bien, que hoy tengo muchos planes para ti” ; y me guio hasta el lado de las caballerizas opuesto al que contenía los boxes. Allí pude ver que, en su centro, había una trampilla de desagüe, sobre la cual Isabel me detuvo; tras lo que procedió a quitarme el consolador, dejando mi ano libre, aunque -esa sensación tuve- completamente abierto. Pude ver que adosada a la pared contigua había una manguera, con un limpiador de agua a presión sujeto a su extremo que de inmediato cogió; para regarme con agua fría a toda presión, mientras me iba indicando las posturas en que debía ponerme, supuestamente para optimizar el proceso de limpieza.

Más que una ducha, aquello era una auténtica tortura, y no porque el agua estuviese demasiado fría sino por la presión; tan fuerte que, cuando el chorro daba en mis testículos -y ella se aseguraba de que pasara con mucha frecuencia, indicándome las poses que más lo facilitaban- me producía un dolor parecido al que se siente cuando alguien los aprieta. Pero la cosa no duró más allá de unos minutos; de pronto se detuvo, y me dijo “Si aún no has cagado o meado, hazlo ahora. Igual luego no te dejo…” . Afortunadamente para mí, en aquel momento no tenía ganas de defecar, seguramente porque el día anterior sólo había comido un plato de estofado y un sándwich; pero desde luego sí de orinar, pues no había ido al baño en toda la noche. Así que, no sin una cierta vergüenza, me dejé ir, procurando girarme un poco para que mi Ama no me viera hacerlo; pero ella no me dejó: “No, mea de cara a mí, que cuando acabes tengo que limpiarte bien” . Y, tan pronto como volví a estar cara a ella, encendió de nuevo el limpiador, apuntó con él de lleno a mi pene, y dedicó los siguientes cinco minutos a atormentar mis genitales aún con más detenimiento. Y, sobre todo, con su acostumbrada maldad: al cabo de un poco, y para que el chorro me hiciese aún más daño, me ordenó descapullar el miembro con las manos; es difícil explicar con palabras el dolor que, al golpear sobre mi sensible glande, provocaba la presión del agua.

Acabada su tarea, y supongo que para que me secase, me indicó que la siguiera al exterior; haciéndome parar en el centro del patio, donde el sol ya comenzaba a picar. Ella se marchó hacia la casa, y volvió al rato con lo que pareció una rosquilla, o algo similar, que tiró al suelo frente a mí indicándome que desayunara. La cogí y me la comí, claro está; sabía bien, y desde luego era alimenticia, pues estaba rellena de cabello de ángel. Al acabar, y viendo que ya estaba seco, Isabel me llevó hacia la terraza, haciéndome arrodillar de nuevo junto a su sillón; y a continuación me dijo “Perro, hoy vas a jugar a mi juego favorito, yo lo llamo la caza del animal. No sé si te fijaste ayer en que, detrás de la cantera, hay una zona boscosa. Si no, ya te lo digo yo; y un poco más allá está la laguna. Tu trabajo de hoy consiste en, sin ir más lejos de la laguna, esconderte de mí hasta el mediodía. Sabrás cuando lo sea porque el sol estará en todo lo alto, y entonces puedes volver aquí. Pero si te encuentro yo antes de eso te voy a castigar, ya sabes lo que te juegas. Ahora ve a tu cuadra, úntate bien de crema y vuelve” .

Cumplí la orden de inmediato, aunque lamentando no poder untarme por todas partes por culpa de mis cadenas, y aproveché para beber agua, por si acaso; aunque la mención a la laguna me hacía suponer que no me iba a pasar lo mismo del día anterior. Luego, volví al patio a la máxima velocidad que mis cadenas me permitían; allí seguía a mi Ama esperándome, mientras se tomaba una bebida fresca que -supuse- se habría ido a buscar a la cocina. Me hizo quedarme quieto y me revisó atentamente, repartiendo bien la crema que yo me había puesto -donde podía- para que cubriese todo mi cuerpo; una vez más noté el efecto que sentir sus manos sobre mí podía tener en mi pene. Pero, o ella no se fijó, o prefirió no darse por enterada. Acabada la friega me sujetó por el pezón izquierdo, pellizcándolo con bastante fuerza, y de esa guisa me hizo seguirla hasta la puerta del muro que daba al exterior; una vez allí la abrió, y me dijo “Te doy media hora” mientras me empujaba hacia fuera. Salí, ella me dio una fuerte palmada en una nalga, y cerró la puerta detrás mío.

Lo primero que me vino a la cabeza, cuando me quedé solo, es que el día anterior habíamos tardado casi media hora andando hasta la cantera, y al paso de carga con que Isabel me llevó; así que, o me apresuraba mucho, o cuando se acabase mi media hora de ventaja aún no habría llegado ni a las piedras. Y mi intención era superar la cantera, e intentar alcanzar el bosque que ella había mencionado; aunque en realidad había dicho “zona boscosa”, por lo que igual allí solo había unos cuantos matorrales. Por si acaso, aceleré mi paso tanto como pude, intentando hacer caso omiso a las laceraciones que, con frecuencia y por culpa de las piedras del camino, sufrían mis pies; aunque algunas veces el dolor me obligó a detenerme un minuto, para recuperar el resuello. Y, mientras me esforzaba, iba imaginando qué pensaría cualquiera que pudiera verme: un hombre hecho y derecho, desnudo, cargado de cadenas y andando descalzo, a toda prisa, por una trocha hacia ninguna parte. Pero lo más curioso es que ese pensamiento, en vez de deprimirme, me excitaba mucho; y por un momento llegué a desear que, como sucediera el día anterior, alguna mujer apareciera en mi camino. A poder ser, dispuesta a castigarme duramente por mi conducta reprobable…

No tuve esa suerte, pero para cuando llegué a la cantera aún no oía, ni veía, a mi perseguidora; así que me detuve un momento a recuperar el aliento, y a pensar mi próximo paso. Que no podía ser distinto de lo que de inmediato hice: rodear el desnivel de la cantera, subirlo, y desde allí observar el bosque prometido por mi Ama. Cuando lo hice comprobé, con gran alegría, que Isabel no me había mentido; pues, hasta donde alcanzaba la vista, el terreno tenía árboles, y parecían frondosos. Aunque, desde donde yo estaba, no se podía ver la laguna a la que también se había referido, y que yo conocía de las fotos de su página web. Eché, pues, a andar hacia el bosque, lo alcancé sin más contratiempos que alguna nueva herida en mis descalzos pies, y me interné en él; de inmediato tuve una idea: si lograse subirme a alguno de aquellos árboles, sobre todo a alguno lo bastante frondoso, podría mantenerme oculto allí el suficiente tiempo para engañar a mi perseguidora, y evitarme un nuevo castigo. Así que me puse a buscar el candidato ideal, que además de frondoso debía tener ramas bajas; pues no soy ningún gran escalador, y además las cadenas hacían aún más difícil la tarea. Al final, encontré uno que me pareció adecuado, y comencé a subir con la mayor precaución hacia su copa; pues comprobé que mis cadenas no me dejaban separar las manos del cuerpo más de unos cuarenta centímetros, lo suficiente para cualquier tarea ordinaria, pero no tanto a la hora de escalar. Y lo mismo pasaba con mis pies, pues no podía alejar uno de otro más allá de un metro; así que, en muchas fases de mi ascensión, tuve que utilizar el trasero como mi principal punto de apoyo. Con los consiguientes rasguños y arañazos, tanto en él como en todo el resto de mi cuerpo.

Cuando ya estaba llegando a una altura de cuatro o cinco metros oí un ruido a muy poca distancia, que en seguida identifiqué como el resoplar de un caballo; y me quedé inmóvil, agarrado a la rama del árbol sobre la que estaba tumbado, como si quisiera fundirme con ella. De hecho mi pene parecía haber decidido empezar ya esa integración, pues al tumbarme se me había quedado atrapado por una ramita de las que salían del tronco principal, y yo tenía la sensación de que se me estaba desgarrando. Pero me quedé quieto, sin casi respirar, y un minuto después vi pasar debajo de mí a dos amazonas a caballo; a las que identifiqué, sin ninguna dificultad, como mi Ama y su amiga del día  anterior.

Iban despacio, muy atentas a cualquier ruido, y lo que más me asustó fue ver que llevaban en sus sillas de montar lo que parecían escopetas; aunque por la distancia era difícil de decir, y yo esperaba que mi Ama no faltaría a su palabra de no mutilarme. Pero la otra nunca me había prometido nada, y sólo de pensar en eso un escalofrío me recorrió la espina dorsal entera. Mientras yo me atormentaba doblemente, tanto por mis pensamientos como por la dichosa rama que me estaba tratando de arrancar el pene, oí que Isabel le decía a su compañera “Es extraño, porque hasta este punto el rastro es bastante claro, y en cambio parece como si se terminara aquí” ; y, cuando yo ya presentía que iban a mirar las dos hacia arriba, su amiga le dijo “A lo mejor ha ido por esa parte donde hay tantas hojas, y por eso no lo vemos. Vamos a ir bajando hasta la laguna, a ver si el rastro reaparece” . Tras lo que pude observar con gran alivio como ambas seguían su camino, alejándose lentamente en la dirección contraria a la cantera.

Una vez que me convencí de que ya no había peligro, decidí que lo más seguro sería regresar hacia la casa mientras ellas me buscaban por la laguna; pues, aunque el terreno entre la cantera y el muro de la finca era tan plano, y con unos matorrales tan ralos que no había allí donde esconderse, era difícil que me buscaran en un sitio tan expuesto, que además ya habían cruzado en su camino de ida. Y, una vez llegado a la casa, seguro que su parte exterior ofrecería rincones donde esconderme hasta mediodía. Así que emprendí el descenso, después de liberar mi pene y comprobar que, aunque incluso más dolorido que la noche anterior, no tenía ninguna herida sangrante; después de muchos esfuerzos y arañazos logré bajar del árbol, e inicié mi regreso a la cantera. Lo que completé sin novedad, permitiéndome incluso el pequeño lujo de descansar un poco, en el mismo lugar tras las rocas donde el día anterior me había ocultado. Al cabo de unos pocos minutos, y con mis fuerzas y la confianza recuperadas, salí de mi cobijo y emprendí el camino hacia la casa, siempre atento a cualquier ruido. Y lo fui siguiendo, sin más inconvenientes que las frecuentes heridas en los pies, durante unos quince minutos; hasta que, de pronto, un ruido me hizo detenerme en seco, dejándome despavorido: pues era el inconfundible sonido de un caballo, o de más de uno, al galope.

Como ya no podía hacer otra cosa, apresuré mi paso cuanto pude, frenético por llegar a la casa antes que los caballos; algo que, en el fondo, ya sabía que no iba a ser posible. El ruido cada vez sonaba más cerca, y yo cada vez estaba más asustado; hasta que, de pronto, escuché dos detonaciones a menos de treinta metros, y al punto recibí dos fuertes golpes, el primero en la nalga izquierda y el segundo en la pantorrilla derecha. Caí al suelo aturdido por el dolor, similar al que provocaría una patada bien fuerte; y mientras ellas llegaban a mi altura comprendí por fin qué armas llevaban mis perseguidoras: unas escopetas de balas de goma. Cuando sus caballos se pararon a mi lado, yo estaba tocándome con cuidado los dos lugares donde sus balas me habían alcanzado, en los que se empezaban a formar dos hematomas; pero a ellas eso no les interesaba, y Isabel se limitó a decirme “Levántate, perro, y acércate aquí” ; lo que yo hice, no sin cierta dificultad. Una vez a su lado, mi Ama pasó una cuerda por un eslabón de la cadena que unía mis manos, la sujetó en el pomo de su silla de montar, y volvió a hablarme: “Ahora nos vamos a casa. Y espabila, que el caballo no te esperará. Tu verás lo que haces, pero piensa que, si te caes, irás todo lo que quede de camino arrastrándote por el suelo. Y, claro, ya sabes que al llegar te espera un castigo” .

Dicho lo cual reemprendieron las dos la marcha, aunque para suerte mía al paso; y yo no tuve más remedio que seguirlas, a los cuatro o cinco metros de distancia que la cuerda me permitía, y rezando para no dar un tropezón. Algo que, pese a que los impactos de bala hacían que cojease un poco, y a que las irregularidades del suelo me lo seguían poniendo difícil, logré evitar; aunque a mi llegada ante la puerta del muro estaba más cansado de lo que, hasta el momento, había estado nunca. Supongo que sería por la suma de la “escalada” al árbol, la caminata y, sobre todo, la tensión que me supuso andar el último cuarto de hora bajo la amenaza de ser arrastrado por el caballo. Pero lo peor era, en aquel momento, el dolor en mis tobillos: para tratar de evitar una caída, había dado unos pasos lo más largos posible; con lo que los grilletes habían lacerado la carne alrededor de ellos, que se veía en algunos puntos incluso ensangrentada.