La Posada de Isabel - IV

Mi Ama me tiende una trampa, y luego me castiga por haber caído en ella. Primero con el látigo largo, azotándome a dúo junto con una amiga suya, y luego golpeando mi pene con una vara.

IV

Me despertó de mi siesta un dolor en el trasero, y al abrir los ojos pude ver a mi Ama pateándolo, mientras me gritaba que me despertase de una vez; por lo que me incorporé enseguida, parándome frente a ella con los ojos bajos, mirando a sus pies. De inmediato me dijo “¡Ya era hora, perro! Separa los brazos del cuerpo y abre las piernas, que te voy a untar bien de crema. Vas a pasar un buen rato al sol, y no quiero que te quemes, ya te dije que aquí soy yo quien se ocupa de hacerte daño” ; y, dejando en el suelo un gran tarro que portaba, cogió de él una pasta densa y comenzó a untármela por todo el cuerpo. Lo que hizo a fondo, y sobre todo tomándose mucho más tiempo del necesario al untar mis genitales; en particular mi pene, al que puso crema al menos media docena de veces, con la evidente intención de que tuviera una erección sin su permiso, y así poder castigarme por ello. Pero esta vez no le di esa satisfacción, y no fue porque sus manipulaciones no me estuvieran excitando, que vaya si lo hacían; supongo que, recién acabado de despertar, mis funciones fisiológicas aún no trabajarían a pleno rendimiento. Aunque he de confesar que, si Isabel hubiera seguido sobándome algunos minutos más, seguro que al final hubiese logrado su malévolo propósito.

Por suerte para mí se cansó; y, tras untarme por enésima vez el pene, esta vez incluso descapullándolo para poder untar también el glande, se limpió las manos en un trapo que colgaba de la pared, dejando el bote de crema en un pequeño estante justo a su lado, soltó el candado que unía la cadena de la pared a mi collar, y me indicó que la siguiera. Lo que hice, saliendo con ella otra vez al patio, y cruzándolo hasta una pequeña puerta que había en el muro del fondo. Isabel la abrió con una llave, me hizo salir y, tras hacer ella lo mismo, volvió a cerrarla, empezando a andar campo a través alejándose del muro. Yo la seguí, claro, y al hacerlo me di cuenta de lo difícil que era andar descalzo por el campo, pues no hacía más que clavarme en las plantas de los pies piedras, ramas, o cualquier cosa lo bastante dura que hubiera en el suelo. Algo que, hasta entonces, no me había pasado, pues el patio de mi Ama tenía el suelo de tierra pero muy limpio, igual que el sótano o las cuadras; y en su casa había un pavimento de gres inmaculado.

Pero, por más que a cada poco me clavase algo en un pie, tenía que seguir, descalzo, desnudo y encadenado, el paso de mi Ama; quien, con deliberada crueldad, caminaba más vivo que de costumbre, y me apresuraba constantemente. Tras algo así como media hora de marcha, cruzando unos campos llanos, interminables, en los que caía un sol de justicia, llegamos a una especie de cantera; un roquedo al pie de un pequeño desnivel de unos diez metros de altura, ocupando la superficie aproximada de un campo de deporte pequeño, lleno de piedras de todos los tamaños y por todas partes. Isabel se detuvo, y me dijo “Tu tarea de esta tarde será limpiarme de piedras este campo. Las quiero todas bien apiladas en un lado, al pie del desnivel. Todas, ¿me oyes? Volveré a última hora; ¡ay de ti si no está todo esto perfectamente limpio!” ; para acto seguido dar media vuelta y, sin más, volverse por donde los dos habíamos venido.

Lo cierto es que, a simple vista, la tarea parecía imposible; y no solo por el gran número de piedras que allí habría -si incluía las minúsculas, puede que millones- sino, sobre todo, porque algunas eran realmente enormes. Pero no tenía otra que intentarlo; así que resolví empezar por la más grande, y ver si era capaz de moverla. Y resultó que sí, aunque lógicamente haciéndola rodar, no levantándola; pero, con grandes esfuerzos, logré apartarla hasta la base del desnivel, en el punto más próximo a donde comencé a moverla. Una maniobra que repetí una y otra vez con cada una de las, quizás, cincuenta o más piedras que, por su gran tamaño, me eran imposibles de levantar; hasta que, agotado y cubierto de sudor, tuve que hacer un primer descanso. Lo que me permitió, una vez más, constatar la crueldad de mi Ama, ya que en aquel lugar no había agua por ninguna parte, y ella no me había dejado ni que fuera una pequeña botella; además de que, por supuesto, había “olvidado” advertirme en el establo de que en la cantera no había agua, con lo que antes de salir tampoco había bebido yo un solo trago.

Mientras maldecía mi suerte oí, a escasa distancia, un ruido como de ramas quebradas, y de pronto fui consciente de que estaba desnudo, y cargado de cadenas, en un lugar en el que, en cualquier momento, podía aparecer otra persona. Sin pensarlo demasiado, corrí a esconderme tras las rocas grandes que había desplazado hasta entonces; donde me quedé muy quieto, y ahora sí -ya que mis cadenas eran cualquier cosa menos silenciosas- sin hacer ruido. Al poco, vi venir a una persona en dirección a la cantera, caminando por el mismo sendero por el que Isabel y yo habíamos llegado; era una mujer, pero seguro que no era mi Ama. Pues la que venía era rubia, de mediana edad y de mayor estatura que Isabel, e iba vestida con un vestido veraniego holgado, sandalias y un ancho sombrero de paja. La mujer siguió andando hasta llegar al pie de un árbol, situado justo frente a la cantera, desde el que se dominaba ésta en toda su extensión; y una vez allí, para mi horror, se sentó a su sombra, sacó un pequeño libro del bolso que llevaba, y se puso a leerlo. Apoyada en el tronco del árbol, y con ambos pies apuntando hacia la cantera; por lo que le bastaba con levantar la vista del libro para poder verla de punta a cabo.

El tiempo fue pasando, y yo cada vez estaba más nervioso, pues la mujer no hacía el menor ademán de marcharse; seguía leyendo tranquilamente, y cada vez era más obvio que, si no la reanudaba de inmediato, nunca podría completar mi tarea antes del atardecer. De hecho, en mi desesperación llegué a pensar en salir de mi escondite, y seguir apilando piedras como si no la viera; pero, por un lado, exhibirme desnudo y encadenado ante una desconocida me daba una enorme vergüenza. Y por otro temía que la mujer, asustada al verme, marchara corriendo del lugar para denunciar mi presencia a las autoridades; lo que, seguro, podría hacerme pasar aún más vergüenza. Entre una cosa y otra no llegué a decidirme, y me quedé donde estaba; allí seguía cuando, con el sol ya bajando, vi venir a mi Ama por el camino que nacía en el muro de su casa. Cuando llegó a la cantera, la vi dirigirse directamente hacia la mujer que estaba bajo el árbol, y darle dos besos; tras conversar ambas unos instantes, Isabel gritó en dirección a mí “Perro, ¿dónde coño estás? ¡Ven aquí inmediatamente!” . Comprendí al punto que las dos me habían tendido una trampa, pero saberlo no me evitó darme cuenta de que no me quedaba otro remedio que tragarme mi vergüenza, salir de mi escondite, y someterme, desnudo y encadenado, a la humillación de exhibirme ante la amiga de mi Ama. Por supuesto, así lo hice.

Al acercarme a ellas, vi que ambas se reían mientras me señalaban; pero, cuando me detuve justo enfrente, la cara de mi Ama cambió de golpe a una expresión seca, de desprecio, y me soltó con toda la rabia de que era capaz “Perro, ¿quién te has creído que eres? Los animales no tienen vergüenza. Si te ordeno hacer algo, como apartar las piedras, lo haces te mire quien te mire, y si no te gusta te aguantas, ¿vale? Te has ganado otro castigo” . Para de inmediato girarse a su amiga, quien desde el primer momento me escrutaba con toda atención, y ponerse a comentar con ella mis atributos físicos, como hubieran hecho con cualquier otro animal. De ahí pasaron a tocarme ambas por todo el cuerpo, una vez más con especial detenimiento en mi pene; el cual la intrusa se dedicó a descapullar una y otra vez, pellizcando aquí y allá, mientras mi Ama le explicaba la facilidad con la que yo me “ponía tieso” sin un motivo aparente. Para ellas, claro, que no para mí. Pero cuando ambas se cansaron de tocarme “eso” aún no había sucedido, para mi suerte; aunque, al hacerme Isabel un gesto para que las siguiera, la cosa estaba ya muy a punto. Aliviado, observé como ambas emprendían el camino de vuelta a la finca; y las seguí, con el ruido de mis cadenas como música de fondo.

Tan pronto como volvimos a entrar al patio Isabel me ordenó, haciendo un gesto, que me colocara de nuevo entre los dos postes; allí fui mientras lamentaba mi suerte, seguido de las dos mujeres, y una vez me hube quitado mis cadenas con la llave que mi Ama me pasó, ellas me ajustaron los grilletes de manos y pies, dejándome a punto para más golpes. Aunque de momento aún no iba a recibirlos, pues ellas prefirieron, como sugirió Isabel, ir a refrescarse; algo que en absoluto me extrañaba, pues aunque debían ser como las siete aún hacía bastante calor. Al cabo de un rato volvieron las dos, y pude observar que mi Ama se había cambiado de ropa: ahora llevaba un pantalón corto, que dejaba ver unas piernas bien torneadas, con unas sandalias ligeras y la misma blusa que antes, y me pareció -igual era mi excitación, que no hacía sino crecer y crecer- que se había quitado el sujetador. En todo caso, lo que más llamaba mi atención era que ambas llevaban sendos látigos de aspecto fiero, que aunque iban enroscados en sus manos se adivinaban bastante largos; lo que me hizo comprender cuál era mi destino próximo. Esta vez, fue la amiga de Isabel la que se dirigió a mí, para decirme muy sonriente: “Esclavo, me dice tu Ama que tienes dos castigos pendientes. Como soy muy mala le he pedido un favor, y así yo puedo también disfrutarte: vamos a azotarte las dos a la vez. Será mucho más doloroso para ti, eso seguro; sobre todo con estos látigos” . A continuación, cada una de ellas se situó a unos dos metros, en mis respectivos costados; y lo último que oí antes de sumergirme otra vez en la agonía fue a mi Ama decir: “Venga, a la de tres; uno, dos, … ¡tres!” .

Seguramente el primer latigazo de verdad es una experiencia que quien la sufre recordará por siempre jamás, pues es distinta a todo; lo más parecido es la sensación que provoca el látigo de montar, que yo asimilo a sufrir un corte con un instrumento no muy afilado en el que, de inmediato, alguien echa sal. Pero, a diferencia de aquel, el látigo largo -y el que usaban las dos era, seguro, de más de dos metros, quizás tres- no solo provoca esa sensación donde golpea, sino además otras dos: un impacto muy fuerte, como una coz, derivado de que al ser mucho más pesado que el de montar te desplaza, de un modo violento, hacia el lado contrario al que ha recibido el golpe. Y la peor: la sensación de que el impacto te envuelve y nunca termina; pues el extremo del látigo, si está bien manejado -y sin duda mis dos torturadoras sabían lo que se hacían- se enrosca alrededor del cuerpo, haciendo que en ocasiones la marca que deja lo rodee entero. Eso por no hablar del daño que causa su punta, pues en esos casos es la parte del instrumento que golpea el cuerpo a mayor velocidad; ya que se acelera más, mientras el resto del látigo va enroscándose alrededor de su objetivo. Tuve ocasión de comprobarlo cuando uno de los latigazos se enroscó en mi espalda, con tan mala fortuna -para mí- que la punta terminó golpeándome en un pezón. El dolor fue sencillamente indescriptible; porque, pese a las horas que ya habían pasado, mis pezones aún estaban muy sensibles.

Pero, obviamente, escribo todo esto mucho tiempo después, y una vez que el dolor ya se ha ido; pues en aquel momento lo único que yo podía hacer, y vaya si lo hice, era chillar, llorar y retorcerme en mis grilletes, mientras imploraba a gritos una clemencia… Que por supuesto no me fue otorgada; pues los latigazos siguieron cayendo sobre mí sin descanso hasta que, sudorosas ellas también, supongo que se cansaron de pegarme. Para entonces yo ya estaba próximo a perder el conocimiento, bañado en sudor y con cientos de heridas por todo el cuerpo; más largas y profundas que las de la mañana pero, para mi sorpresa, sin que brotara la sangre más que en algún lugar donde la punta del látigo se había ensañado conmigo. Pero, incluso allí donde había brotado, yo no llegaba a ver asomar más que una o pocas gotas. Con todo, recuerdo oír que comentaban entre ellas algo que me sorprendió por su falta de piedad, incluso siendo consciente de lo crueles que ambas eran: “La próxima vez hemos de buscar otro sitio mejor donde atarlo. No sé tú, pero muchos de mis latigazos le han dado más fuerte al poste que no a este imbécil” .

Allí me dejaron sujeto un buen rato, marchando al interior de la casa; de donde volvieron a salir cargadas de cosas, para dejarlas encima de la mesa de la terraza. Me pareció ver que eran platos con comida y algunas bebidas; y así era, pues ambas se sentaron en los sillones, justo allí donde mi Ama me había hecho arrodillar por la mañana mientras liberaba mis pezones, y comenzaron a disfrutar de su cena mientras charlaban. Al acabar tomaron café, también sin ninguna prisa, y cuando ya se estaba haciendo de noche ambas se levantaron de sus butacas y se me acercaron. Yo me agité en mis grilletes, temeroso de ellas; pero rieron, y la desconocida me dijo : “No te asustes, imbécil, solo venía a desearte buenas noches. Me lo he pasado muy bien contigo, ¿sabes? Espero que pronto podamos repetir…” . Lo que acompañó de unas palmaditas en mi pene, casi diría que afectuosas, antes de dar media vuelta y marchar con mi Ama hacia el interior de la casa.

Pasados como diez o quince minutos Isabel volvió a salir al patio sola, llevando esta vez un extraño aparato que parecía un trípode; con el que se acercó hasta donde yo estaba, clavando su extremo inferior en el suelo, justo debajo de mi sexo. Lo que siguió haciendo hasta que, por enterrar casi un metro de su longitud, la parte superior quedó justo a la altura de mis genitales. Entonces pude ver que en ella había una especie de cepo con tornillos, que ya imaginé sería para atrapar mi escroto por su base; una postura que dejaría -sin duda- tanto el miembro como los testículos aun más expuestos, si cabe, de lo que ya los tenía en mi actual posición. Mientras me lo colocaba bien apretado, girando los tornillos hasta que empezó a oírme gemir, mi Ama dijo “Perro, aún me debes un castigo, ¿recuerdas? Así que te voy a zurrar la polla, y si me apetece también los huevos. Recuerda que no puedes apartarte de los golpes; si lo intentas, te ataré más firme, y te pegaré más fuerte” . Dicho lo cual se fue hasta el baúl, de donde sacó una vara corta y fina; con la que regresó hacia mí mientras, sobre la misma palma de su mano, calculaba -eso me pareció- la intensidad exacta que debía dar a los azotes que iba a propinarme. Y luego, poniéndose justo a mi lado, descargó el primero de ellos sobre mi miembro; el cual, completamente expuesto, colgaba del borde exterior del cepo.

El impacto fue sencillamente brutal, y me causó un dolor instantáneo, como el que provocaría una pedrada pero mucho más intenso; pude ver, mientras me retorcía, como aparecía en la parte superior de mi pene una fina línea roja. Isabel esperó a que dejara de agitarme y descargó el segundo golpe, un poco más arriba del primero; obteniendo una segunda línea en mi miembro, y un primer alarido de dolor en mi garganta. Así continuó una y otra vez, hasta que la parte superior de mi pene tuvo un color más que rojo, violáceo; mientras yo no podía parar de berrear, y de retorcerme en mis grilletes. De pronto se paró y quedó pensativa, marchando al poco hacia la casa y volviendo con algo en la mano; era una abrazadera de plástico, y pronto pude ver para qué la quería. Ya que, provocándome un dolor terrible, procedió a descapullar mi miembro con una mano; y con la otra sujetó, usando la abrazadera, la piel del prepucio a la base del pene, dejándome así el glande al descubierto. Para a continuación, y como yo me temía, descargar su siguiente golpe en el centro de mi expuesto glande; lo que a punto estuvo de hacer que arrancara de cuajo los postes que me sujetaban, pues el dolor que sentí fue inhumano, y puso todos los nervios de mi cuerpo tensos como las cuerdas de un violín. Pero, claro está, los postes resistieron, y Isabel siguió dirigiendo, uno tras otro, sus golpes de vara justo allí; hasta que logró llenarlo de surcos violáceos, como si alguien hubiera estado arando sobre él.

Como si intuyera que yo ya no podía más, mi Ama se detuvo otra vez, me quitó la abrazadera -lo que me puso otra vez al borde de la histeria, pues el simple contacto de sus dedos con mi pene me hacía ver las estrellas- y se marchó de nuevo hacia la casa. Para volver, al rato, con un plato en el que había un sándwich; para mi sorpresa se acercó a mí y, sin pronunciar palabra, me lo puso en la boca para que me lo comiera. Lo que hice con cierta avidez, pues aparte del tremendo dolor tenía también bastante hambre. Una vez terminado Isabel se llevó el plato, y regresó con un consolador algo distinto del que ya me había colocado antes; pues este era de una forma cónica, también con unas correas y un cinturón para sujetarlo, y brillaba en su negrura, supongo que por estar untado de algún lubricante. Isabel me lo mostró, diciéndome “Esto hará que, durante la noche, tu culo se abra bien. Ahora no hagas fuerza, o te haré más daño” ; para, de inmediato, dirigirse a mi espalda, colocar la parte más estrecha del aparato en mi ano y empezar a apretar hacia dentro. No tuvo que introducirlo mucho, pues no tendría más de diez centímetros de largo, pero una vez todo metido la sensación en mi ano resultó realmente incómoda; pues estaba dilatado hasta un punto que, seguro, antes jamás había alcanzado.

Tras sujetar bien el consolador con las correas y el cinturón, Isabel me quitó el cepo de los genitales y lo desclavó, soltó los grilletes que me sujetaban a los dos postes y me señaló mis cadenas, que seguían apiladas a un lado. Me las puse, no sin algún gemido de dolor, y tan pronto como acabé me dijo que la siguiera, echando a andar hacia las caballerizas; donde entramos, fuimos hasta mi box y, a una nueva señal de ella, yo mismo sujeté a mi collar la cadena de la pared, usando el candado previsto para ello. Isabel comprobó el cierre, y luego dio media vuelta dispuesta a marcharse; pero cuando ya salía del box recordó algo, se giró y me dijo: “Perro, la crema que antes te he puesto sirve también para que las heridas del látigo, o de la vara, cicatricen más deprisa. Tienes un bote en el estante. ¡Y ni se te ocurra quitarte eso del culo!” . Se giró otra vez, salió, cerró la puerta y se fue. Como es lógico, sus palabras fueron para mí un auténtico bálsamo, más incluso de lo que iba a serlo la crema; y de inmediato cogí el bote, lo abrí y dediqué los siguientes minutos a untarla con generosidad en mi dolorido pene, y después por todo mi cuerpo. Allí donde alcancé, claro, pues aunque las cadenas me permitían bastante movilidad me hacían muy difícil, por no decir imposible, untarme la espalda. Y, cuando me convencí de que ya no llegaría a ningún otro rincón, bebí un buen trago de agua -la garrafa seguía en el box- y me tumbé en la paja, con cuidado de no forzar aún más mi esfínter al hacerlo; para quedarme, de inmediato, dormido.