La Posada de Isabel - III
Enculado por un enorme consolador, y con unas dolorosísimas pinzas en mis pezones, Isabel me hace limpiar los establos; y "atender" a un caballo muy excitado...
III
Pocos pasos me separaban del lugar de mi “encierro activo”: los boxes del establo; al menos habría una docena, y excepto uno, los demás tenían su respectivo caballo allí dentro. Cuando estuvimos frente al primero de ellos, mi Ama cogió de un gancho en la pared lo que, a primera vista, me pareció un arnés, hecho con correas de cuero; pero, al entregármelo ella, observé que, en realidad, era una especie de cinturón de castidad. Aunque, sorprendentemente, no tenía nada en lo que aprisionar mis genitales: consistía en una ancha correa horizontal, que se ajustaba a la cintura, y de la que salía otra más fina; la cual cruzaba por la hendidura de las nalgas, y al pasar por los genitales se bifurcaba en dos aún más finas, que una vez colocadas habrían de rodearlos antes de regresar hasta la principal. Mientras me abrochaba la horizontal, fuertemente apretada, yo no dejaba de preguntarme el propósito de aquello; pero cuando Isabel, que se había alejado un momento, regresó hasta donde yo estaba, lo comprendí de inmediato. Pues llevaba en sus manos dos cosas: un bote de vaselina, y un enorme consolador.
Tan pronto como me alargó el bote, y sin necesidad de que me dijese nada, comencé a untar grandes cantidades de vaselina en mi ano, sobre todo alrededor del esfínter, pero también tratando de introducirla lo más adentro posible del recto; lo que, por supuesto, tuve que hacer ante la atenta mirada de Isabel, y atendiendo a sus peticiones para que adoptara posturas cuanto más obscenas mejor, dentro de lo que mis cadenas permitían y mientras me iba untando. Provocándome así, de paso, un nuevo ataque de vergüenza; y ya llevaba unos cuantos desde que tuve que desnudarme en el aparcamiento. No sé si ella lo apreció, aunque por el rabioso color de mi cara era difícil entender otra cosa; pero en ningún caso hizo gestos que evidenciaran que se había dado por enterada, y menos aún que le importase. Supongo que no solo estaba acostumbrada, sino que sobre todo pensaba que un esclavo, como cualquier otro animal, ni puede ni debe tener vergüenza. Así que mi Ama se limitó, pasados unos minutos, a entregarme el consolador; para luego decirme “Pocas cosas humillan tanto a un hombre como el ser enculado; así que te voy a meter esto hasta el fondo de tu recto, son casi veinte centímetros, espero que los disfrutes todos. Tienes un minuto para untarlo; luego ponte a cuatro patas en el suelo, y separa bien las rodillas” .
En realidad, me lo quitó de las manos antes de eso, tan pronto como hube dado a aquel monstruo una primera capa de lubricante. Al instante me dejé caer al suelo de rodillas, me puse de cuatro patas y separé las piernas tanto como pude; Isabel fue hacia mi parte de atrás, y sentí poco después como lo que parecía una bala de cañón empujaba con insistencia mi esfínter, tratando de abrirse paso. Al principio mi reacción natural fue la de hacer fuerza, tratando de impedir el acceso al intruso; pero enseguida comprendí que, al final, el objeto vencería por su mayor dureza, aunque no sin antes hacerme daño, y opté por dejarme penetrar. Algo que el consolador hizo sin el menor escrúpulo, entrando hasta el fondo de mi recto y provocándome una sensación extraña; desde luego no de puro dolor, pero sí de incomodidad, y sin duda muy humillante. Sin más demora, mi Ama sujetó el extremo de la correa estrecha, que colgaba de la parte trasera de la principal, y la pasó por una hendidura que había en la base del consolador; luego colocó las dos cintas de la parte frontal alrededor de mi escroto, y tiró con fuerza de la correa. Hasta que, satisfecha con el grado de tensión, la sujetó a la horizontal.
Mientras sufría un cúmulo de sensaciones nuevas, algunas realmente dolorosas, no podía dejar de mirar a mi Ama; quien, tras apretar las correas y con los brazos en jarras, me había hecho alzar el tronco, hasta ponerme de rodillas, y me contemplaba con la misma expresión con la que miraría a un conejo de indias. Tanto es así que, de pronto y seguramente llevada por algún interés más o menos científico, se puso en cuclillas, agarró mi pene por su base y comenzó a masturbarme; lo que, para mi sorpresa, me llevó en menos de un minuto, desde mi permanente estado de semierección, a estar más tieso que un poste. Pero, pese a lo que de inmediato temí, mi Ama no pareció molestarse por ello, aunque detuvo en seco su manipulación cuando vio que mi pene empezaba a segregar líquido preseminal; dejándome, como es fácil suponer, en una situación de frustración peor que la incomodidad que me provocaba el enorme consolador.
Sin embargo, una vez más comprobé que no podía esperar de ella la más mínima compasión; ya que, sin alterar en absoluto su expresión de curiosidad, sacó de un bolsillo de su blusa dos pinzas para pezones de aspecto terrible: pequeñas -de no más de un par de centímetros de largo, por medio de ancho-, con dientes de sierra y con un resorte que, a simple vista, parecía el de una trampa para cazar animales, de tan reforzado que se veía. Diciendo mientras lo hacía, de un modo muy casual “Te dije antes que no quiero verte tieso sin mi permiso, pero ya veo que no me haces el menor caso. En fin, aquí tengo una cosa que seguro que te va a ayudar a recapacitar, mientras disfrutas lo que se siente al ser follado” ; para colocarme acto seguido una pinza en cada pezón, con la crueldad añadida de, para así maximizar el dolor, cuidar de que mordieran solo la punta, no la base.
Solo puedo decir que el dolor fue tan intenso, e inmediato, que la propia Isabel no pudo ocultar un pequeño gesto de sorpresa; pues la mordedura de las dos malditas pinzas era, de largo, muchísimo peor que nada a lo que yo me hubiera sometido antes. De hecho, tuvieron el sorprendente efecto de hacerme olvidar, instantáneamente, el consolador que me taladraba el ano; pues con aquellos demonios en mis pezones solo podía pensar en una cosa, y era en cómo quitármelos cuanto antes. Pero lo peor estaba por venir, porque mi Ama, tras dirigirme una última mirada llena de sadismo, me dio las instrucciones que debía seguir hasta su regreso: “Los boxes están llenos de estiércol, pues hace dos días que no se limpian; ponte ahora mismo a recogerlo. Con las manos, ¿eh?; nada de usar una pala. Cuando regrese quiero verlos todos inmaculados, y a ti sucio de mierda. Y ni se te ocurra quitarte las pinzas, o el consolador… El establo tiene cámaras de seguridad, y luego voy a revisar las cintas; como me hayas desobedecido, te arranco los huevos, perro” .
Dicho esto, dio media vuelta y salió del establo, dejándome a solas con mi dolor. Y, ¡qué dolor más terrible, que no permite a quien lo sufre ni un solo momento de respiro! No podía por menos que recordar que, la vez que más tiempo había resistido, había pasado casi una hora y media con unas pinzas en mis pezones mucho menos brutales que aquellas; y, al recordarlo, me acordé también de mis gemidos de dolor cuando, al quitarlas por fin, la sangre volvió a circular por mis pezones después de tanto rato aprisionados. Pero estas pinzas eran infinitamente más malvadas; hasta tal punto que no estaba muy seguro de si, conforme fuera pasando el tiempo y tal como me había sucedido en mis experimentos caseros, la progresiva tumefacción de mis pezones -por estar atrapados en sus fauces- los iría haciendo progresivamente insensibles. Y sobre todo me torturaba un pensamiento: ¿Cuando iba a volver mi Ama? ¿Tendría que esperarla más de una, de dos, de tres horas? El sufrimiento que me causaba no saberlo era casi peor que el dolor físico; y eso que el dolor en los pezones, de verdad, me estaba volviendo loco.
Lo principal, sin embargo, era obedecer sus órdenes; así que me puse de pie, y me encaminé al primer box. Enseguida me di cuenta de dos cosas; la primera, que el movimiento -incluso el mero hecho de incorporarme- hacía que el dolor en mis pezones se multiplicase. Y la segunda, que al consolador que invadía mi recto tampoco le gustaba que yo me moviese; sobre todo cuando hacía determinados gestos, como agacharme, tenía la sensación de que aquel monstruoso invasor iba a salírseme, literalmente, por la boca. Pero me resigné: cogí un cubo vacío, entré en el primer box y me puse a recoger las bolas de estiércol del suelo, con mucho cuidado; pues al caballo -un precioso ejemplar de raza árabe- no parecía hacerle mucha gracia que yo me paseara entre sus patas, y temía recibir una coz, o un pisotón. Pero logré acabar el primer box sin incidentes, y lo mismo hice con el segundo, el tercero y el cuarto.
El quinto, sin embargo, ya fue otra cosa; solo de entrar en su box me di cuenta de que el caballo estaba muy excitado, algo que era fácil de deducir, pues tenía su pene completamente erecto. Y era un miembro enorme; tanto, que yo no podía evitar, cada poco, rozarlo con mi espalda desnuda, lo que hacía que el animal se pusiera aún más nervioso. Pero poco a poco, y aún con mayores precauciones, logré ir recogiendo su estiércol. Al no tener reloj no puedo saber cuanto tiempo pasó, pero si había de creer a mi Ama fue como mínimo una hora; pues me había anunciado que iría al pueblo a por la cera, y yo ya había comprobado, viniendo de allí, que tanto en ir como en volver se empleaban unos quince o veinte minutos. Lo que sí sé, sin embargo, es que cuando oí de nuevo la puerta del establo aún no había acabado de retirar todo el estiércol del box de aquel semental; en ello estaba cuando escuché la voz de Isabel, que me decía “¿Sólo has limpiado cinco boxes? Eres un perfecto inútil; como castigo, vas a hacerle una paja a Relámpago, hasta que se corra. ¿Es que no ves que te lo está pidiendo? Y luego recoges todo con tus manos, no quiero ver semen de caballo en la paja, ha de estar impoluta siempre” .
En mi vida había hecho algo similar, y además mis cadenas me hacían difíciles los necesarios movimientos; pero, al final, logré sujetar con mis dos manos aquella enormidad -lo menos mediría un metro de largo, y mis manos lo abarcaban justo en anchura- y comenzar a masturbarlo. Como era de esperar, el animal aún se puso más nervioso; no solo me daba empujones cada poco, sino que con mis movimientos agitaba aún más las pinzas de mis pezones, cuya mordedura, aunque se había ido haciendo menos intensa con el paso del tiempo, me estaba volviendo literalmente loco. Así que cuando el caballo eyaculó por fin, soltando grandes cantidades de semen, me sentí muy aliviado; en cuanto terminó, el animal se quedó muy quieto, y yo aproveché para recoger parte de la paja que había impregnado con su eyaculación, meterla en el cubo y sacarla de allí. La tarea, por la mucha cantidad de semen, me llevó tres viajes; el primero de ellos con muy poca lefa, pues la mitad del cubo ya estaba ocupada con las últimas pellas de estiércol que yo había recogido del box.
Cuando salí de allí, poco faltó para que le pidiera que me quitase las pinzas de una vez; pero me acordé a tiempo de las consecuencias de hablar sin permiso y, además de seguir callado, miré de inmediato a sus pies. Isabel comprobó que el consolador siguiera firmemente introducido hasta el fondo de mi recto; luego comprobó la presión de las pinzas, arrancándome más de un gemido. Y, mientras empezaba otra vez a juguetear con mi pene, me dijo: “Aún no has limpiado ni la mitad de los boxes. Comprenderás que, hasta que acabes, no puedes esperar que te quite el consolador, ni las pinzas de tus pezones. Así que date prisa en acabar, que tengo otras muchas cosas que hacerte” . Supongo que mi cara debía de decirlo todo, pero a ella le dio igual; y sacando fuerzas de flaqueza me levanté, cogí el cubo, y me fui hacia el sexto box; aun tardé una hora larga en concluir mi tarea, y para cuando salí del último estaba agotado, sucio y, sobre todo, muy dolorido: mi vientre estaba duro como una piedra, y ya casi no me notaba los pezones.
Salí a duras penas del establo, y solo de llegar al exterior me encontré con mi Ama, armada con una manguera de agua a presión; antes de comenzar a regarme solo me dijo “¡Ya era hora, inútil! Límpiate bien, que estás hecho un guarro” . El agua estaba muy fría, y salía a mucha presión, pero me vino muy bien para refrescarme y limpiarme; Isabel me mantuvo bajo el chorro durante casi un cuarto de hora, y cuando lo cortó yo estaba ya completamente limpio. Y, además, durante la ducha había podido beber agua, lo que me había venido de maravilla; aunque no todo era positivo, claro, pues cada vez que el chorro de agua a presión alcanzaba una de las pinzas, que seguían torturando sin descanso mis pezones, el dolor me hacía ver las estrellas. Al acabar, yo no sabía hacia dónde ir, pero -sin esperar a que me secara un poco- Isabel volvió a guiarme hasta el mismo lugar donde me había arrodillado a mi llegada, y por el mismo procedimiento que entonces: clavando sus uñas en mi escroto, y tirando de él. Llegados me ordenó, como la vez anterior, que me arrodillara, recostándose ella en el sillón contiguo; y mientras hurgaba con uno de sus zapatos en mis genitales, me advirtió con expresión muy seria: “Voy a quitarte las pinzas. Quiero que, mientras lo hago, te quedes completamente inmóvil, por más que te duela; voy a disfrutar viendo tus gestos de dolor. Y, sobre todo, ni se te ocurra tocarte los pezones; o te las volveré a poner de inmediato, y las llevarás hasta la noche” .
Cuando, sin dejar de jugar con mi sexo, Isabel alargó su mano derecha hacia mi pezón izquierdo, me di cuenta de lo difícil que iba a ser quedarme quieto; pues, solo por el temor que me inspiraba el dolor brutal que veía venir, yo ya temblaba como una hoja. Pero, claro, ella no se detuvo por eso; sujetó con dos dedos delicados los extremos de la pinza y, con lentitud deliberada, me la sacó. El dolor me golpeó de inmediato, con igual fuerza que si alguien hubiese aplicado una llama directamente sobre mi pezón, y fue tan intenso que a punto estuve de morderme un brazo, a falta de alguna otra cosa en la que descargar mi rabia; pero, aún no sé cómo, logré controlar la urgente necesidad de frotar el pezón con la mano, para mitigar algo su sufrimiento. Mientras tanto, mi Ama me miraba con severidad y atención, sin dejar de hurgar mis genitales con la punta de su zapato; creo que también con algo de admiración, pues conseguir que mis manos se mantuviesen alejadas del pezón era, seguro, un esfuerzo digno de ser observado. Y aun inconcluso, pues cuando yo empezaba a calmarme ella alargó la mano hacia mi pezón derecho y, con igual lentitud que antes, me quitó la otra pinza. La llamarada de dolor no fue, por esperada, menos intensa, y esta vez ya no pude quedarme quieto del todo; desesperado en mi agonía, comencé a golpear mis piernas con los puños mientras gritaba a pleno pulmón, hasta hacer que los grilletes de mis muñecas me hicieran nuevas laceraciones en ambos muslos, de por sí ya muy castigados por los latigazos que horas antes habían recibido. Isabel esperó en silencio a que me serenase, y una vez lo hice se limitó, sin el menor asomo de emoción en su voz, a decirme “Qué lástima! Por un momento pensé que lo conseguirías, pero veo que no ha sido así. Te has ganado otro castigo. Ahora vamos a comer, ya es hora” .
Sin más, se levantó del sillón y me hizo un gesto para que la siguiera; lo que yo hice con cierta alegría, pues la verdad es que tenía hambre: no había comido nada desde el día anterior, y lo poco que ese día comí -un bocadillo en un bar cerca del hotel- estaba hacía tiempo digerido. Y eliminado, claro… Así que, cuando entramos en la cocina, el olor me hizo salivar; y recordé que mi Ama, en su página web, ya explicaba que en su casa se come muy bien. Pero, claro, primero come la señora, y luego los animales a su servicio; así que, siguiendo sus instrucciones, puse a calentar la olla que había sobre los fogones -contenía un estofado- mientras, desnudo y cargado de cadenas, preparaba para ella la mesa del comedor. Y, una vez caliente el guiso, le serví la mesa: primero el estofado, con un vaso de vino, y luego algo de fruta. Al terminar, Isabel me dijo que llenara de estofado un cuenco que me entregó, del tipo de los que usan los perros para comer, y que la siguiera con él; y así salí tras ella otra vez al patio, cruzándolo de nuevo hasta las caballerizas. Donde mi Ama me llevó hasta el único box vacío, abrió la alta puerta de acceso -que, a diferencia de lo que suele suceder en las cuadras, estaba enrejada hasta el suelo, no sólo en su mitad superior- y me dijo : “Esta será tu habitación mientras estés en mi casa. Aquí comerás, dormirás, y harás tus necesidades, como el miserable animal que eres” . Tras lo que me hizo entrar, tomando de la pared una larga y gruesa cadena que estaba sujeta allí con una argolla de hierro; y, cogiendo de un gancho próximo un candado, sujetó el extremo de la cadena a la argolla de mi collar. Para luego decirme que ya podía quitarme el consolador, cerrar con llave la puerta de mi box, y marcharse.
He de reconocer que lo primero que hice fue obedecer su sugerencia; cuando aflojé las correas que sujetaban el monstruo, pude ver que habían dejado un profundo surco en mi piel, de lo apretadas que estaban. Y, al retirar de mi recto el consolador, algo que mis cadenas no me pusieron precisamente fácil, tuve una sensación de alivio como pocas veces había sentido en mi vida; tanta que, pese al humillante ruido que hizo al salir, parecido al “plop” de una ventosa, me provocó un pequeño grito de alegría. Acto seguido me lancé sobre el estofado, a devorarlo -usando mis manos, pues no tenía otra forma- a toda velocidad; lo cierto es que estaba muy bueno, y a mi estómago le sentó de maravilla. Una vez comido me di cuenta de que tenía mucha sed; pero Isabel había previsto también eso, pues en un rincón de mi box había dejado un garrafón de plástico con agua.
Saciadas, pues, mis necesidades, empecé la inspección de la que iba a ser mi “habitación”, pues la cadena me permitía llegar a todos sus rincones; era un espacio de menos de dos metros de ancho por quizás tres de fondo, con el suelo cubierto de paja y una única concesión a la comodidad: un retrete en una de las dos esquinas entre paredes. Algo que, lo confieso, pese a que aún me dolía todo el cuerpo -en especial mis pezones, sensibles incluso ante una pequeña corriente de aire- me arrancó una sonrisa, pues nunca había visto un retrete en un box para caballos. Pero claro, pensé, este box es para otro tipo de animales… En cualquier caso, entre la digestión y el cansancio que había acumulado en mi dura mañana lo que más me apetecía era descansar; así que me tumbé sobre la paja y, mientras pensaba en lo incómodas que resultaban las briznas que se clavaban en mi cuerpo, y en la extraña sensación que, incluso una vez retirado el consolador, sentía en mis tripas, me quedé dormido como un niño.