La Posada de Isabel - II

Recibo mis primeros azotes, con diversos instrumentos, e Isabel decide ensancharme la uretra y depilarme

II

El camino hasta los dominios de mi Ama fue relativamente breve, quizás quince o veinte minutos; aunque poco o nada pude ver mientras circulábamos porque la situación en la que me encontraba, medio tumbado dentro de mi jaula y en el fondo del maletero, sólo me permitía ver algunos tejados de las casas que íbamos pasando. Cuando detuvo el vehículo, Isabel abrió maletero y jaula y pude ver que estábamos frente a la puerta de una casa de campo encalada, de una sola planta pero bastante extensa; al bajarme pude observar también que era un lugar aislado, pues a mi alrededor solo se veían campos y matorral. De inmediato Isabel se acercó, me cogió con fuerza de los genitales y, sin decir una palabra, me llevó tirando de ellos hasta la puerta de la casa; donde entramos, cruzando luego varias estancias hasta salir a una terraza que daba al gran patio trasero de la finca. Cerrado al fondo por un muro, de la suficiente altura como para no poder ver más allá de él. Y, con sus uñas clavadas en mis testículos, desnudo y encadenado, me llevó hasta un rincón de la terraza donde había una mesa y unos sillones; ordenándome, al llegar allí, que me arrodillase, y sentándose ella en una butaca frente a mí.

Mientras con uno de sus pies elegantemente calzados removía con brusquedad mis genitales, haciéndome temer que en cualquier momento los golpearía o aplastaría, me dijo “Vamos a empezar por hacer que me pagues tu deuda: me debes tres castigos. Normalmente sufrirás el látigo, la fusta o la vara, según me apetezca. Pero esta vez, por ser tres los castigos, probarás las tres cosas. Ven” . Sin más palabra, se levantó de la butaca y se dirigió a un lado del patio donde había dos gruesas estacas, de unos dos metros de alto y clavadas en el suelo a pleno sol, como a un metro y medio una de la otra. Yo la seguí, y tan pronto llegamos me alargó una llave, diciéndome que me quitase las cadenas; lo que hice de inmediato, dejándolas en el suelo. Y, sin necesidad de orden alguna, me coloqué entre ambos postes, acercando una mano a la parte superior de cada uno de ellos y mis pies a sus respectivas bases; pues me pareció evidente, por los grilletes que cada poste tenía sujetos en sus extremos superior e inferior, que esa era la posición en la que debía situarme.

Pero cometí un nuevo error. Isabel me miró con gran indignación, y me espetó: “Te he dicho que te quites las cadenas, pero nada más. ¿Quién te ha ordenado que te pongas ahí? Y mira al suelo, no me mires a mí. Ahora quédate quieto, que voy a sujetarte bien” . Dicho lo cual, procedió a cerrar los cuatro grilletes en mis muñecas y en mis tobillos, dejándome a merced del castigo. “Seguro que, en los vídeos con los que te masturbas, habrás visto a muchas Amas anunciar al esclavo cuántos golpes va a recibir. Yo no lo haré, pues sufrirás mucho más si no sabes cuándo terminará tu castigo. Por cierto, por mí puedes llorar, gemir, suplicar… gritar tan fuerte como quieras, que aquí nadie va a oírte. Y yo, desde luego, no voy a dejar de golpearte porque grites. Lo haré solo cuando las marcas en tu piel me dejen satisfecha” . Mientras me decía esto, mi Ama se acercó a un baúl adosado a la pared más próxima a los postes, y extrajo de él lo que me pareció una fusta de las de montar a caballo; con la que volvió donde yo estaba y, mientras dedicaba otra vez su atención a mis genitales, moviéndolos con la punta de la fusta de un lado para el otro, continuó hablando: “La fusta no se diseñó para atormentar al caballo, sabes? Sería absurdo, pues se trata de que corra más, y para eso hay que estimularlo, no lesionarlo. Pero, si se usa con inteligencia, puede causar dolor intenso…” .

En mi situación, yo no podía pensar en nada coherente. De hecho, solo me fijé en algo que, con lo que se me venía encima, no parecía ser demasiado importante: desde que me había desnudado en el aparcamiento estaba en un estado semierecto, y el “tratamiento” a que Isabel me estaba sometiendo en aquel momento no hacía sino empeorar las cosas. Ella se dio cuenta, claro, pues de inmediato volvió a hablar: “No quiero ver “eso” tieso sin mi permiso, ¿eh? ¡Nunca! ¡Ni se te ocurra! Y si te pillo masturbándote, por ejemplo cuando estés encerrado, te voy a dar tal manta de palos que se te quitarán las ganas para siempre… Por cierto, aún me rio con tu carta; ¿de veras te crees que voy a “ordeñarte”, como tú dices? ¿Te has creído que vienes aquí de fiesta?” . Lo que iba acompañado de un aumento progresivo en la brutalidad de sus toques con la fusta, hasta el punto de convertirlos en verdaderos golpes que dirigía sobre todo a mi pene; haciendo que -sin perder su estado de “atención”, antes al contrario- empezase a ponerse de un color rojo muy vivo.

Tras innumerables fustazos en mi pene, el dolor se volvió tan intenso que instintivamente moví el trasero hacia atrás, en un intento vano de huir de los golpes. De nada me sirvió; bueno, sí, para ser otra vez reprendido: “¡Jamás te apartes cuando te estoy golpeando! Tu cuerpo no es tuyo, es mío. Debes ofrecerme, siempre y sin titubeos, cualquier parte de tu cuerpo donde te esté haciendo daño, por más dolor que sientas. De lo contrario solo vas a conseguir que te amarre con más firmeza, y que el castigo sea mayor” . Aunque la orden me pareció francamente difícil de cumplir, me prometí a mí mismo intentar obedecerla; más que nada por la cuenta que me traía. Así que soporté como pude los siguientes golpes que descargó en mis genitales, ahora dirigidos a mis testículos; siempre gimiendo, y con los dientes apretados hasta casi romperlos, pues un extraño orgullo me impedía gritar, no digamos ya suplicar o llorar.

De pronto mi Ama se detuvo, desplazándose hasta una posición lateral, algo retrasada, en la que tenía acceso a mis nalgas; solo que no por haber terminado sino para, sin mediar aviso, descargar en ellas el golpe de fusta más fuerte de que era capaz. Y he de decir que, pese a ser una mujer menuda, era de brazos muy fuertes, bien musculados. El impacto logró el que, seguramente, era su objetivo: hacerme gritar como un poseso, pues el dolor que entonces sentí era algo que jamás había conocido antes. Pues yo me había castigado con una vara en ocasiones, incluso dejándome marcas; pero cuando uno se golpea a sí mismo el instinto le hace detenerse, siempre, en el umbral del dolor excesivo. Al ser la mano que golpea, y el cuerpo que recibe el golpe, dirigidos por un mismo pensamiento. Pero cuando es otro quien pega la cosa no es así, porque el verdugo no siente el dolor de la víctima, y por ello no tiene otro límite que su fuerza, ni más freno que su compasión; y esto era algo que mi Ama, en su correo, ya me había advertido que no esperase nunca.

Mientras me agitaba como si me hubiera vuelto loco, luchando contra los grilletes que me aprisionaban en un vano intento de soltarme y roto por el dolor, oí que Isabel me decía “¿Ves? Ya te dije que los golpes con esta fusta son mucho más suaves que los del látigo, o los de la vara… De hecho, usada en las nalgas solo sirve para prepararlas para el verdadero castigo. Pronto lo vas a comprobar…” . Al oírla comprendí porqué no admitía que sus esclavos utilizaran ninguna palabra de seguridad que les permitiera escapar, a su voluntad, del suplicio; pues estoy seguro de que, de haberla tenido, yo la habría usado de inmediato. Pero no era así, y mi pesadilla no había hecho más que empezar: Isabel, mientras yo me retorcía de dolor, había cambiado la fusta por lo que me pareció un látigo también de montar; de los que tienen una primera parte rígida, en forma de mango de como un metro de largo, y a partir de ahí un cordón o flagelo de longitud algo mayor, que es con el que se golpea a la víctima. Algo que, tras situarse a mi espalda, de inmediato comenzó a hacer; provocando con cada golpe un nuevo grito mío, pues la sensación era como si me hicieran cortes en las piernas, en las nalgas y en la espalda para, inmediatamente, verter algo de sal en las heridas causadas. Así, en el momento del impacto el dolor era muy agudo, aunque no desorbitado, pero instantes después crecía y crecía, hasta volverse intolerable; y mi Ama ya se cuidaba de esperar al menos un minuto entre golpe y golpe, para yo que pudiese “disfrutar” plenamente del dolor que cada uno de ellos me provocaba.

Tras lo que me parecieron un montón de latigazos, Isabel se detuvo, pero no para cambiar de instrumento, sino solo de sitio: pues, colocándose a mi lado, comenzó a descargar los golpes sobre mi pecho, mi vientre, mis muslos y mis genitales. Para entonces yo estaba ya afónico de tanto gritar, empapado en sudor y agotado, pero los impactos seguían produciendo en mí el mismo efecto; pues con cada uno de ellos me sacudía entero, tirando de mis grilletes como si creyera que podría arrancar los postes. No digamos ya cuando alguno de sus golpes alcanzaba mi pene, o mis testículos; y fue precisamente al recibir uno de esos, que sentí como si me cortara el miembro de un tajo, cuando abandonando todo resto de orgullo comencé a suplicar a mi Ama que no me pegara más, que ya no podía soportarlo. Pero, claro, lo único que logré de ella fue otra sonrisa sádica, y que redoblara la fuerza con la que me estaba azotando. Y así siguió por otra eternidad, hasta que -supongo- se le cansó el brazo; cuando por fin se detuvo, toda la parte delantera de mi cuerpo estaba surcada de finas líneas rojas, que en algunos puntos dejaban ver unas minúsculas gotas de sangre. Y, aunque yo no podía verlo, me imaginaba que mi espalda y mis nalgas estarían igual; pues me dolían tanto, o más, que las partes de mi cuerpo que podía ver.

Acto seguido, Isabel dejó el látigo en el baúl, se acercó a mí y soltó mis grilletes, diciéndome que me pusiera de rodillas, separándolas al máximo, y colocase las manos en los talones. No me fue fácil, pues el dolor me hacía difíciles los movimientos, pero la alegría por el fin de mi suplicio me dio fuerzas, y al final logré adoptar la postura; hecho lo cual mi Ama comenzó de nuevo a agitar, con uno de sus pies, mis genitales, y me dijo “Ya has probado dos de los instrumentos con los que voy a castigarte estos días. Los dos más suaves, pues el látigo largo y la vara hacen mucho más daño; de hecho, el látigo lo reservo para ocasiones especiales… Pero tenías pendientes tres castigos, y de momento solo llevamos dos, ¿verdad? Así que ven, que vas a probar la vara en el cepo” .

Al oír sus palabras me quedé descompuesto, y empecé a llorar. No era posible que, después de lo que había sufrido, aún me aguardasen más golpes; y, como ella misma decía, más dolorosos que los ya recibidos. Pero poco podía hacer para oponerme, pues para entonces ya había aprendido que resistirme a ella solo suponía sufrir más dolor; así que la seguí, a cuatro patas, hasta otro rincón del patio donde había un cepo de aspecto medieval, de esos que sujetan la cabeza y las manos de la víctima a un metro del suelo, dejando el resto del cuerpo doblado por la mitad y totalmente vulnerable, a merced del verdugo. Cuando ella abrió el cepo metí mis manos y mi cabeza, tras un gesto afirmativo suyo, en los huecos correspondientes; cerrando luego mi Ama la trampa, para colocarme a continuación grilletes en ambos tobillos. Los cuales estaban atornillados a las patas del cepo, y mantenían mis pies separados un metro, además de inmóviles. Así me dejó mientras volvía al baúl, del que extrajo una vara que parecía de madera, de como un metro de largo y un centímetro de grosor; con la que regresó donde yo estaba mientras simulaba dar golpes con ella, haciéndola silbar en el aire de un modo que me encogía el corazón.

Al llegar la puso frente a mi cara un por instante, para que pudiese contemplar cómo de amenazadora era, y luego se fue hacia la parte de atrás del cepo; donde se quedó unos instantes haciendo, otra vez, golpes de ensayo al aire. Y, cuando yo ya no sabía qué pensar, recibí el primer golpe: lo sentí como si un objeto mal afilado desgarrase la carne de mis nalgas, y comencé a sacudirme de nuevo de lado a lado, chillando de dolor, al borde de la histeria. Isabel esperó paciente a que me calmase un poco y repitió el golpe, esta vez algo más arriba, cerca de la grupa; aunque, la verdad, el dolor era tan intenso que no estaba muy seguro de saber dónde caían los varazos: solo me retorcía, y le suplicaba a gritos que parase. Pero no lo hizo, por supuesto, y continuó golpeándome varias veces; de hecho diez en total, lo que supe no porque yo contara los golpes -hubiera sido totalmente incapaz, en mi mente no había nada más que dolor y dolor- sino por sus palabras al terminar: “Perro, esta vez solo han sido diez, como la hora a la que tenías que haberme encontrado. A partir del próximo castigo serán más, tantos como yo decida que te mereces. Aprenderás a contarlos, y a dar las gracias por cada golpe. Y a no mear sin mi permiso, ¡guarro!” .

La vi marchar hacia el baúl desde mi agonía, a través de mis lágrimas, desdibujada, borrosa; agotado, dolorido, y sobre todo sorprendido por sus últimas palabras -pues ni siquiera había notado como se me escapaba la orina-pero con una extraña sensación de orgullo: había soportado mi primer castigo, aunque fuera llorando, suplicando piedad y retorciéndome de dolor. Claro que, bien mirado, nunca tuve otra opción que soportarlo…

Tal vez perdí el conocimiento, no lo sé, pero lo siguiente que recuerdo es que alguien -ella, claro- me regaba todo el cuerpo con una manguera de agua fría; y justo después su cara justo delante de la mía, mirándome con su sonrisa más cruel: “No quiero que el sol te haga daño, sabes; de hacértelo me encargo yo” . Al oírla, todo y estar medio inconsciente, me di cuenta de que el sol estaba en todo lo alto, y picaba muy fuerte; por lo que, pensé, aunque me parezca que han pasado siglos desde que llegué aquí, aun no puede ser mucho más tarde de mediodía. Mi Ama me lo confirmó: “Perro, pronto será la hora de darte de comer, aunque no te lo merezcas. Pero antes de eso tenemos aun un trabajo pendiente: tu miserable y ridícula polla tiene el agujero demasiado pequeño, y así no le caben mis juguetes. No te preocupes, que lo arreglaremos” . Sin más explicaciones, abrió el cepo, me ordenó volver a ponerme mis cadenas -lo que pude hacer deprisa, pues todo mi sufrimiento se concentraba ahora en las nalgas- y, una vez encadenado, me hizo seguirla hacia las caballerizas; donde pasamos a una habitación pequeña, en un lateral junto a la entrada, que me pareció un consultorio médico por las cosas que allí pude ver.

Entre ellas destacaba, en el centro, un sillón de ginecólogo; con sus extensiones para mantener las piernas separadas, facilitando así el acceso a los genitales del paciente.   Cuando, resignado, ya iba a sentarme en el sillón mi Ama me hizo un gesto tajante, ordenándome que no me moviera; y se dirigió a uno de los cajones del mueble que ocupaba toda una pared de la habitación, de donde sacó una cámara de fotos profesional. Algo que provocó en mí una reacción de rechazo, tan evidente como para que Isabel, seguramente consciente del porqué, me tranquilizara diciendo “No te apures, ya sabrás por mi página web que el anonimato de mis esclavos es para mí algo sagrado. Así que, antes de publicarla, pixelaré tu cara. Pero ahora mismo tu cuerpo merece ser fotografiado; me gustan los hombres cubiertos de estrías” . Como es obvio poco podía yo decir, desnudo, encadenado y con todo el cuerpo marcado por sus instrumentos de tortura; así que, durante los siguientes minutos, fui modelo de fotografía para mi Ama, adoptando las poses más obscenas que mis cadenas me permitían. Y recibí de ella algún pequeño castigo -le encantaba pellizcarme los pezones- cuando mis cadenas no me dejaban exhibir los genitales de un modo lo bastante provocativo como para que ella estuviera satisfecha; pero sobre todo me dejé llevar por sus manos, que me tocaban sin el menor recato por todo el cuerpo, resiguiendo mis heridas. Hasta que la excitación me puso a punto de estallar; empecé a temer que, si no paraba ya, me iba a provocar una erección digna de un caballo….

Pero ella se cansó, por suerte mía, del juego, y alargándome otra vez la llave de mis cadenas, me dijo que me las quitase; aprovechando la ocasión para recordarme el porqué de tanto quitarlas y ponerlas: “Perro, tú me pediste estar encadenado siempre, y a poco que pueda voy a complacerte. Aunque, a veces, tengas que ponértelas y quitártelas con pocos minutos de diferencia, porque el siguiente castigo necesite que no las lleves puestas. Pero el placer de ver cómo te humillas cada vez que te las colocas me compensa, de sobras, el tiempo que perdemos” .

La sesión de fotos, lo admito, y sobre todo su manoseo, me habían excitado como nada de lo que hasta entonces había sufrido. Hasta tal punto que, aún tan dolorido y agotado como estaba por el castigo recibido, tenía que luchar, poniendo toda mi voluntad en ello, contra una creciente erección que, en mi permanente estado de desnudez, me era sin duda imposible de ocultar; y que solo podía traerme más sufrimiento. Algo que mi Ama no pudo dejar de apreciar; aunque, por motivos que si no comprendí desde luego agradecí, no quiso darse entonces por enterada, tal vez para no tener que perder el tiempo castigándome por ello. Con una media sonrisa me ordenó que me colocara en el sillón, en la vergonzosa postura que eso implicaba: sentado a media altura con ambas piernas abiertas, apartadas a cada lado tanto como fuera posible, y ofreciéndole al hacerlo la mejor vista imaginable de mis genitales. Y, una vez sentado y expuesto, me hizo una sola pregunta: “¿Voy a tener que atarte, o por fin serás capaz de dejarme hacer lo que yo quiera sin chistar?” .

Reconozco que hice que sí con la cabeza por puro miedo, pues en realidad no sabía qué era lo que iba a hacerme, y menos aún si sería capaz de soportarlo; pero ella pareció creerme, y sin más empezó a manipular mi pene con la mayor brusquedad. Primero lo descapulló varias veces como si quisiera arrancarme la piel, con auténtico salvajismo; y luego introdujo en mi uretra una sonda similar a la que usó en el aparcamiento, que eligió de entre un surtido que sacó de otro cajón del mueble. Solo que, esta vez, la empujó hasta que comencé a gemir del dolor, e incluso algún centímetro más; para sacarla solo después de haber medido, usando un pie de rey, cuál era el diámetro máximo que podía introducir sin romperla, ni hacer sangre.

Aparentemente satisfecha, Isabel dijo con su sonrisa cruel: “Perro, está claro que tengo que ensancharte, porque tienes la uretra tan pequeña como la polla; en proporción, incluso más. No sufras, que tengo un aparato ideal para hacerlo” . Y lógicamente sin esperar respuesta de mi parte -a estas alturas yo ya había entendido que mi papel era callar y obedecer- comenzó a colocarme en los genitales una jaula de castidad que, a diferencia de las que yo conocía y había usado, no tenía una sonda de diámetro uniforme, sino ligeramente cónica hacia la base y curvada hacia abajo, de unos 10 centímetros de longitud y que en su parte inicial haría unos 6 milímetros de diámetro, por casi diez en el otro extremo. Provocando así que, cuanto más avanzaba mi pene dentro de la jaula -y de la sonda-, mayor fuera el diámetro que presionaba la abertura de mi uretra; lo que me causaba un permanente dolor, que era consecuencia natural del paulatino ensanchamiento de la abertura. Y lo cierto es que la excitación cada vez me hacía más difícil frenar, o retrasar, mi creciente erección; pues, a estas alturas, el mero contacto de las manos de mi Ama con mi pene ya me provocaba una sensación de auténtico éxtasis. Pero, para mi sorpresa, el artefacto no llegó a romper los bordes del orificio de salida de mi uretra, aunque me hacía temer un dolor insoportable si tenía, o mejor dicho si intentaba tener, una erección completa.

Tras intentar varias veces colocarme bien la base de la jaula -sin éxito- mi Ama estaba enfadada; conmigo, claro, pues soy bastante velludo, e incluso para alguien tan experimentado como Isabel no resulta fácil manipular unos genitales masculinos cubiertos de vello. Y al final renunció a colocármela; pero enseguida encontró una solución al problema, y me la anunció: “Realmente eres un animal muy desagradable, lleno de pelo por todas partes, y yo no tengo porqué soportarlo; así que voy a depilarte por completo del cuello para abajo, usando la cera caliente. Pero aquí no tengo la suficiente, así que la iré a buscar mientras estás en tu encierro activo; y más tarde solucionaremos ese problema de raíz” . Un discurso que por el momento me tranquilizó, pues al menos de inmediato no implicaba más dolor para mi pene; pero por otro lado me inquietó, ya que no sabía qué era un “encierro activo”, y además temía que la depilación a base de cera iba a ser, en mi caso, muy dolorosa. Pues sus últimas palabras, hablando de solucionar el problema “de raíz”, dejaban bastante claras sus intenciones… Sin embargo, a mi Ama le era del todo igual lo que yo pensara; por lo que, tras pellizcarme de nuevo ambos pezones con cierta saña -y es también difícil describir el dolor que eso causa- me mandó bajar del sillón, y me hizo volver a ponerme todas mis cadenas. Para, una vez puestas, ordenarme que la siguiera hacia el que ya imaginaba que iba a ser mi siguiente suplicio.