La Posada de Isabel - I
Este es un relato que ya publicó mi amigo Alcagrx, y que escribió basándose en lo que yo le conté. Ahora, con algunos recuerdos y detalles más, y con su permiso, lo vuelvo a colgar: mis aventuras con la primera dómina de mi vida. Un relato que empieza suave, pero que se va volviendo más y más duro.
I
He de confesar que no descubrí mi pasión por la dominación femenina hasta hace algunos años. En realidad, desde la adolescencia ya me atraía ser sometido, pero aún no me había dado cuenta de que, en el fondo, deseaba que mi verdugo fuese una mujer, preferiblemente esbelta y hermosa; pues, con solo catorce o quince años, ya aprovechaba cada ocasión en que me quedaba solo en casa -era una casa con jardín, en un pueblo pequeño- para desnudarme y encadenarme, usando las cadenas que había en el garaje para sujetar las bicicletas a la pared. Y sus correspondientes candados; una vez cargado con ellas, durante unas horas experimentaba, a mi pequeña escala, un poco de lo que los esclavos de la antigüedad debían sentir. Incluido el castigo físico, pues solía cortar -y limpiar de hojas- una rama de árbol fina, y con ella me azotaba lo que las cadenas me permitían; algo que, indefectiblemente, me llevaba a largas y muy gratificantes sesiones de masturbación.
Con el tiempo, y siendo aún adolescente, comencé a experimentar con otras cosas más excitantes; por ejemplo, me iba en la bicicleta hasta un bosque próximo, donde ocultaba las llaves de los candados en algún lugar. Luego pedaleaba hasta su extremo contrario, donde me desnudaba, ocultaba mi ropa entre los matorrales y, con el corazón latiendo a cien por minuto -y mi pene ya bastante tieso- me colocaba las cadenas. He de decir que el sonido de los candados al cerrarse sigue siendo, aún hoy día, uno de mis mejores recuerdos de juventud; la emoción que sentía al aprisionarme sin remedio, o mejor dicho sin otro remedio que cruzar el bosque desnudo y encadenado, en busca de las llaves, era casi mejor que un orgasmo. Y la cosa no se acababa aquí, pues aún me faltaban muchas aventuras: cruzar todo el bosque, ocultándome cada vez que se acercaba alguien; recuperar las llaves, y regresar hasta donde estaba mi ropa. Por supuesto desnudo; y he de confesar que, muchas veces y aunque para entonces ya hubiese podido soltarme, con mis cadenas todavía puestas.
Pero, más allá de algún arañazo en mi piel desnuda -a veces tenía que ocultarme apresuradamente- y de algunas heridas en mis pies descalzos, mis aventuras de adolescencia nunca me provocaron dolor; emociones muchas, sí, pero nada más. Fue ya siendo veinteañero cuando descubrí, para mi sorpresa, que el porno de dominación femenina me excitaba una barbaridad; mucho más que cualquier otra cosa. A partir de ahí, por supuesto sin dejar de encadenarme desnudo, comencé a someterme a cosas más dolorosas que mis excitantes juegos juveniles: golpearme con el látigo o con la vara hasta dejar marca, e incluso hacer sangre; introducirme sondas, a veces electrificadas, en la uretra, y ponerme pinzas en los pezones. Esto último es, quizá, una de las prácticas más dolorosas a las que uno mismo puede someterse; sobre todo si se utilizan unas pinzas dentadas, con la suficiente fuerza y diseñadas -las de mariposa, o japonesas, son perfectas- para que no dejen de apretar nunca. Parece poca cosa, pero aguantar más de una hora con ellas puestas se convierte en un auténtico suplicio; que, además, aumenta al quitarlas, pues el retorno de la sangre a la carne antes atrapada produce un dolor intensísimo.
Como es lógico, todo ello me acercó cada vez más hacia la conclusión inevitable: tenía que someterme a una mujer dominante. Pero, aunque no me frenaba el miedo al dolor, ya que cada vez necesitaba más para excitarme, sí me detenía el miedo a las consecuencias; por mi profesión, socialmente muy relevante. Por lo que la sola posibilidad de que mis “aficiones” llegaran a los oídos de mi familia, o de mis compañeros de trabajo, me producía pavor. No digamos si, en vez de a sus oídos, llegaba a sus ojos; en forma, por ejemplo, de fotos o vídeos comprometedores. O si, peor aún, ese material se usaba para hacerme algún tipo de chantaje. Ese temor me llevó a descartar, de raíz, mi primera idea: visitar a una dómina profesional en mi ciudad; y empecé a fantasear con la idea de buscar alguna que estuviese lo bastante lejos como para evitar aquellos peligros. O, al menos, reducirlos. Además de que acudir a la “consulta” de una profesional, como quien va al médico, no me resultaba nada excitante; lo que realmente me apetecía era ser sometido como los antiguos esclavos de las plantaciones: estar desnudo al aire libre, cargado de cadenas, haciendo todo lo que una mujer cruel me ordenase, y siendo castigado por ella a menudo, con la máxima severidad.
Un día, navegando por internet, encontré una página web que me hizo tomar una decisión. Era la de Dómina Isabel, una mujer de quizás cuarenta años, más bien pequeña pero morena y esbelta, que recibía en una finca de La Mancha a la que llamaba su Posada; era un lugar inmenso, por lo que se veía en las fotografías y en los vídeos, hasta el punto de incluir una pequeña laguna. Y equipado con todo lo que yo estaba buscando: caballerizas -también tenía caballos-, una mazmorra, todo tipo de instrumentos para torturar a los esclavos y suficiente terreno como para llevar a cabo cualquier actividad al aire libre, sin temor a la aparición de un tercero inesperado. Pero, sobre todo, gobernado todo ello por una mujer severa, cruel, inflexible, que trataba a sus esclavos como -eso seguro- merecían y querían: como simples bestias destinadas a sufrir, por ella y para ella. Así que me armé de valor, y le escribí este correo:
“Dómina Isabel,
He encontrado Su página web en internet, y pienso que Su Posada es justo lo que desde hace años vengo buscando.
Quisiera pasar unos días sometido totalmente a Usted, siempre desnudo y encadenado, obligado a permanecer al aire libre como Su esclavo; como un animal que Usted use a su antojo, destinado a sufrir todos los castigos que me imponga, cuanto más injustos mejor. Me excita la idea de recibir de Usted golpes por todo el cuerpo con el látigo, con la fusta o con la vara, y sufrir la mordedura de las pinzas para los pezones o de la cera caliente; también la de ser sometido por Usted a cualquier forma de tortura genital; y, si es que llegara a merecerlo, ser ordeñado del modo más brutal. Pero siempre sin poder correrme; por temor al terrible castigo que, si me atreviese a hacerlo sin Su permiso, tendría más que merecido.
He de decirle que hasta hoy no me he sometido a ninguna Ama, y siempre he optado por castigarme mí mismo cuando lo he necesitado; pero creo llegado el momento de probar algo más, y Su Posada me provoca una mezcla de temor y deseo que me resulta muy excitante. Sobre todo, por la posibilidad de estar desnudo, encadenado y sometido a los castigos de una mujer hermosa en algún lugar abierto, y más o menos público; en el campo, por ejemplo, aunque seguro que con Usted también sufriré, y gozaré, en cualquier mazmorra donde decida encerrarme, si es que ese es Su deseo. Y llegaré, con el mayor placer, hasta el límite de mi capacidad de sufrimiento, esté donde esté; sé que Usted me hará descubrirlo.
Si me acepta, me organizaré para visitarla tan pronto pueda, pues vivo lejos de Su Posada; siempre, no hace falta decirlo, en aquella fecha -de las que me atreva a someter a Su consideración- que a Usted le resulte conveniente.
Su esclavo, Juan”
Es fácil comprender que, desde que le di a la tecla de “Enviar” hasta que recibí la respuesta, pasé unas horas tan inquietas como nunca en mi vida; pero Isabel no tardó en contestarme:
“Esclavo, puedo ofrecerte el fin de semana más intenso de tu vida. Serás encadenado, torturado, azotado y humillado hasta que me supliques clemencia; pero eso es lo único que, puedes estar seguro, nunca recibirás de mí. Y ya te aviso que no acepto “safewords”: serás mi perro, mi sucia bestia, sirviendo en mi casa, y aquí no hay otra voluntad que valga que la mía. De hecho, no quiero oír siquiera tu voz, salvo que yo te autorice expresamente a hablar; recuerda que a mi Posada solo vienes a sufrir y a obedecer.
Si sigues interesado en arrastrarte a mis pies, aquí te espero el primer fin de semana de julio; te recogeré en la plaza Mayor del pueblo a las 10 horas del viernes, y allí te volveré a dejar el domingo a última hora.
Isabel
PD- No te asustes más de la cuenta. Nunca he mutilado a nadie, ni le he dejado marcas permanentes sin que, primero, él me lo hubiese suplicado. Y todos mis esclavos se marchan con ganas de volver, te lo aseguro”.
La verdad es que no me fue fácil inventar una excusa para poder irme de casa aquel fin de semana en concreto; pero al final la encontré, con la ayuda de mis compañeros de bicicleta: una -inexistente- excursión de fin de semana por no recuerdo qué montes, en la que, por supuesto, nuestros móviles casi nunca iban a tener cobertura. Poco imaginaban ellos para qué quería yo poder escaparme de casa unos días… Además, era un fin de semana largo, porque tenía que salir el jueves, ya que había casi seis horas de coche hasta el pueblo donde estaba la finca de mi Ama; y el domingo tampoco podría regresar de noche, pues seguramente estaría cansado y dolorido. Por ello, decidí alojarme en un hotel del pueblo las dos noches, la del jueves y la del domingo; porque además así tendría un lugar donde dejar tanto el coche, como mis cosas. Entre otras la bicicleta, claro…
A mi llegada al hotel, el jueves por la tarde, los nervios se me estaban comiendo, y de hecho lo venían haciendo desde que salí de casa; fue la suerte, seguramente, la que impidió que sufriera algún accidente en el camino, pues no lograba pensar en otra cosa que en mi próximo destino de esclavo. Y con tantos nervios no había comido nada en toda la ruta, pero aun así poca hambre tenía; por lo que, una vez registrado, cené algo en un bar próximo y, tras tomar un laxante -aunque la idea me producía pavor, imaginaba que Isabel tendría planes para mi “puerta trasera”-, me metí en la cama. A dar vueltas, desde luego, porque dormir, lo que se dice dormir, era imposible; entre los efectos de la medicina, y que por mi cabeza pasaban muchas cosas, casi no pegué ojo en toda la noche. Y tan pronto como se hizo de día -lo que, en julio, es decir muy pronto- me levanté, me duché, me vestí, y fui a dar una vuelta por el pueblo; que, a esa hora, estaba desierto y frío. Sobre todo frío, aunque el termómetro de la farmacia vecina marcaba 15 grados; pero, seguramente por comparación con el calor habitual de los mediodías, la sensación era algo más que fresca. Lo que, una vez más, me hizo pensar en mis tormentos ya tan próximos, pues estar desnudo a esa temperatura iba a ser, seguro, un castigo adicional.
Después de dar mil vueltas, pues el tiempo pasaba muy despacio, volví al hotel, pagué la cuenta, guardé mis cosas en el coche -la bici seguía en la baca- y me dirigí a la plaza Mayor; donde entré en un bar a tomar un café, y a esperar a mi Ama. De pronto, caí en la cuenta de que ella no me conocía, y yo solo había visto algunas fotos y vídeos suyos, en los que aparecía con la cara tapada; con lo que me asaltó la duda, absurda, de que quizás no lograríamos reconocernos, y tendría que volver a casa sin haberla visitado. Pero tuve poco tiempo para dudar, pues a las diez en punto ella entró en la plaza por una de las calles que allí desembocan; y, con paso firme y decidido, se dirigió hacia la puerta del ayuntamiento, parándose diez metros antes. Iba poco maquillada, y vestía de un modo sencillo pero muy elegante: zapatos de medio tacón negros, a juego con un bolso de mediano tamaño, pantalón de cuero negro ceñido, y una blusa blanca muy holgada; metida por dentro del pantalón y desabrochada un botón más de lo que la modestia aconseja, para así dejar ver el sujetador y una generosa porción de su escote. Llevaba, además, su larga melena negra suelta; recuerdo que el poco viento que a aquella hora -ya de calor- corría por la plaza se la agitaba un poco, haciéndola especialmente atractiva.
Creo que, de todo lo que hice durante los siguientes tres días, nada me costó tanto como el sencillo trámite de pagar mi café, abandonar la relativa seguridad del bar, y andar los escasos metros que me separaban de ella. Pero logré reunir suficientes fuerzas, tras oír como un campanario próximo daba las diez; supongo que sería mi costumbre de ser puntual. Salí, pues, caminé hasta donde ella esperaba y, al llegar a su lado, solo acerté a decirle “Buenos días, Ama, soy Juan” . Isabel me miró de arriba abajo, sin mover un solo músculo de su cara; luego comprobó su reloj de pulsera, y me dijo “Llegas tarde, perro, pasan dos minutos de las diez; serás castigado por eso. Y mira al suelo, no me mires a la cara, ni digas una sola palabra más sin que antes te dé mi permiso” . Sus palabras, pronunciadas de un modo seco, firme, tajante, con una voz que se adivinaba acostumbrada a mandar sin ser nunca discutida, me produjeron el mismo efecto que una corriente eléctrica; me sentía excitado como jamás lo había estado, así que cuando me dijo “ ¡Sígueme! ” y empezó a andar hacia la calle por la que había llegado, no pude más que, efectivamente, seguirla como un manso corderito.
Así caminamos un rato, hasta que llegamos a un aparcamiento en las afueras del pueblo; donde se dirigió a un todoterreno, y abrió su maletero. Al hacerlo, pude ver que dentro había una jaula para perros, de dimensiones lo bastante grandes como para que una persona, incluso siendo de mi tamaño -yo mido 1,85 cm, y peso más de 90 kg- cupiera en ella. Como es lógico imaginé que era donde yo viajaría, pero la siguiente orden de mi Ama me pilló del todo por sorpresa: alargándome una bolsa de plástico corriente, como las de los supermercados, me dijo -sin inmutarse lo más mínimo, como si se tratase de algo normal- “Desnúdate completamente, incluso los zapatos, y pon todas tus cosas en esta bolsa” . Estupefacto, solo acerté a decirle “Pero, Ama, ¿aquí, en medio del aparcamiento?” ; lo que no sólo supuso un error por mi parte, sino acumular más castigo. Pues Isabel, mirándome con una frialdad aún mayor, me soltó de inmediato un bofetón con el dorso de su mano, aunque no demasiado fuerte; y, agarrando mi pezón izquierdo a través de la fina camiseta que yo llevaba, lo pellizcó hasta hacerme gemir de dolor, mientras me decía: “¡Perro, esta es la segunda vez que me desobedeces! No hables sin permiso, no me mires a la cara, y haz lo que te digo de inmediato, sin titubeos ni preguntas. Recibirás otro castigo por tu insolencia” .
La advertencia de mi Ama cayó, por el momento, en saco roto, pues yo estaba como paralizado; y eso pese a que le había pedido expresamente, en mi carta, permanecer desnudo todo el fin de semana. Pero, claro, una cosa era imaginarme desnudo a solas con ella, en la inmensidad de su finca, y otra muy distinta desnudarme en un aparcamiento público; aunque, después de mirar en una y otra dirección, no alcancé a ver a nadie más en aquel lugar. Con todo, no lograba empezar a quitarme nada, era como si me hubiera vuelto de piedra; hasta que unas palabras de mi Ama me sacaron de la inmovilidad: “¡Perro, por dudar acabas de ganarte un tercer castigo! Y si me haces esperar un solo minuto más, me marcho…” . Ante esta amenaza, algo dentro de mí me empujó a actuar; y, no sin antes volver a mirar varias veces en todas las direcciones posibles, me quité la camiseta, los mocasines y el tejano, quedándome solo en mis calzoncillos. Por poco tiempo, pues un resoplido de impaciencia de mi Ama me obligó a acabar lo que había empezado; y, aunque con cierta indecisión, me quité también el calzoncillo, lo metí junto con mis otras prendas en la bolsa, se la entregué a Isabel, y ella la arrojó al interior del vehículo.
Es difícil que quien no lo ha probado nunca entienda la sensación de vulnerabilidad, y de vergüenza, que produce estar desnudo en un lugar público; sobre todo cuando, como era mi caso, tú no puedes ponerle remedio, pues tu desnudez depende de la voluntad de otra persona. A la que, además, acabas de conocer, y sin embargo tiene el poder de decidir dónde, cuándo y cómo exhibirte. O a quien hacerlo. Pues lo que produce una terrible sensación de incomodidad es no tener posibilidad alguna de cubrirse; ya que todo el mundo está desnudo en público en alguna ocasión, en las duchas de un gimnasio o en el médico, por ejemplo. Pero, en esos casos, siempre tiene a mano algo con lo que cubrirse. Y, sobre todo, sabe que puede taparse cuando quiera, sin que nadie pueda impedírselo; mientras que a mí no me quedaba más remedio que permanecer desnudo, pasara lo que pasara y viniera quien viniera.
Pensando estas cosas, es fácil comprender que yo sólo quería meterme cuanto antes en la jaula del maletero, para así desaparecer de la vista del público potencial, aunque de momento no lo hubiera; y, de hecho, me acerqué al todoterreno y traté de abrir la jaula. Pero era imposible, porque tenía puesto un candado; y además mi Ama me detuvo en seco: “No tengas tanta prisa, que primero quiero verte bien. Separa las piernas, y pon las dos manos sobre la cabeza” . Algo que, rojo de vergüenza, hice de inmediato, pues ya llevaba tres castigos acumulados, y sin aún saber cómo de dolorosos iban a ser, prefería evitarme acumular un cuarto. Isabel, sin ninguna prisa, se puso a inspeccionar mi cuerpo con todo detalle, tocándome por todas partes y pellizcando aquí y allá: en pantorrillas, muslos, nalgas, espalda, pezones, bíceps, cintura, …; para terminar en mis genitales, donde se entretuvo algo más. Primero comprobando que yo descapullaba con facilidad, para lo que me masturbó, con brutalidad, una media docena de veces; luego sopesando mis testículos, y apretándolos de vez en cuando, cada vez con más fuerza, hasta lograr que se me escapara un gemido de dolor.
A continuación, extrajo de su bolso una varilla metálica fina, de forma un poco cónica -por irse ensanchando de la punta hacia su base- y la introdujo en mi uretra hasta casi su mitad; al comprobar que no avanzaba más, y escuchar mis gemidos de dolor, concluyó diciendo para sí “Vamos a tener que hacer más grande este agujero. Y, por supuesto, habrá que esquilarte bien; pareces un oso, con tanto pelo” . Tras lo que me hizo girar, dándole la espalda, y me dijo “Separa las piernas, inclínate y ábrete bien el culo” ; y, tan pronto hube sujetado mis nalgas con ambas manos, separándolas, me introdujo algo que no pude ver en el ano, donde lo estuvo moviendo unos instantes. Para luego decirme “Tampoco es suficientemente ancho, aunque el recto es bastante profundo; bastará con dilatar el ano. Y ahora incorpórate, y vuelve a tu posición” .
Para cuando terminó su meticulosa inspección yo ya no podía más de la vergüenza, y habría dado lo que fuese por poder entrar en la jaula de una vez. Pero aún no me había llegado el momento; ya que mi Ama, dejándome en la misma posición -desnudo, abierto de piernas y con las manos en la cabeza- en el centro de la vía de circulación del aparcamiento, delante de la puerta abierta del maletero, se dirigió al lateral del vehículo y cogió del asiento trasero unas cadenas, y unos grilletes, que parecían salir de una película de piratas, de tan grandes y pesados como eran. Y, arrojándolos al suelo delante de mí, me ordenó que me los pusiera. Lo que hice comenzando por el collar, de unos tres centímetros de altura y otro de grueso; cerrándolo, como después haría con los grilletes, por el simple mecanismo de juntar los dos extremos de un cierre tipo candado. Me coloqué después, en las muñecas y en los tobillos, los grilletes correspondientes, de igual espesor y unidos por una gruesa cadena entre sí, con los restantes y con el collar; una cadena que, por su longitud, me permitía andar -sin correr- y mover los brazos, sin más obstáculo que el derivado de su considerable peso.
Acto seguido, mi Ama comprobó con cuidado que los cierres estuvieran bien asegurados; pero, cuando yo ya creía que podría subir al vehículo, pareció recordar algo. Me dejó allí, y se fue a hurgar a la parte delantera del vehículo; al menos se pasó cinco minutos buscando, con lo que me llevó al borde del ataque de nervios, pues empezaba a ser ya mucho tiempo sin que apareciese nadie. Suerte que, a aquella hora, la gente trabajaba o desayunaba; pero mi mente no dejaba de pensar en una idea realmente terrorífica: un nutrido grupo de chicas adolescentes, vestidas con sus uniformes de colegio, que pasaban, asombradas, frente a mi desnudez, riéndose y haciendo entre ellas toda clase de comentarios humillantes. Mientras las monjas que las acompañaban me cubrían de improperios, claro…
Pero finalmente Isabel regresó, antes de que mi profecía llegase a cumplirse, y después de abrir el candado de la jaula me dijo, con cara de fastidio y mientras una de sus finas y pequeñas manos jugueteaba con mi sexo, “Me he dejado en casa la mordaza, y lo que es peor: la jaula de pene. Una lástima, porque con estas cadenas es justo el detalle que te falta. Pero ya tendrás ocasión de probarla; me la he hecho fabricar especialmente, con una sonda más larga de lo normal, y todos mis esclavos me dicen que es muy humillante: según te muevas, te obliga a mearte encima. En fin, ¡entra ya en la jaula, perro!” . Una orden que cumplí de inmediato, y con el alivio que cabe suponer; acto seguido Isabel cerró el candado, y poco después la puerta del maletero.