La portera que escobaba el portal y me ponía a cie
La portera de un edificio de apartamentos, mujer de unos sesenta años, es acosada por un joven treintañero y ambos terminan follando como locos.
Nadelina ya había escobado el portal y ahora le pasaba una fregona. Era la portera de mi bloque de apartamentos. Me acerqué a ella como hacía de vez en cuando, y no esperó ni a que abriera la boca:
—¿Otra vez, Fran? ¡No seas pesado, joder! Te he dicho un montón de veces que no voy a follar contigo, que me dejes en paz, que te haga pajas o que te busques a una de tu quinta con la que desahogarte.
Ni buenos días ni hola. Lo suyo era cantarme las cuarenta a las primeras de cambio en tono de verdulera. Siempre lo mismo desde hacía dos meses largos, sólo que esta vez yo me salí del guion y no traté de convencerla de nada, sino que fui más directo:
—Mañana es sábado, y usted sólo trabaja hasta mediodía. Dado que me pasaré a visitarla, no salga y espéreme en su apartamento.
No me hizo ni puto caso, y se marchó a su portería. Nadelina me duplicaba la edad: 61 o 62 años ella, 31 yo. Era una veterana que me encantaba. Se mantenía tiposa, ni alta ni baja, ni gorda ni flaca, sin arrugas feas, y encima tenía un culo bastante apañado y unas tetas grandecitas algo caídas, pero no pellejas. Su marido, ex portero de aquellos mismos apartamentos, salió del armario años ha y la abandonó para irse a vivir con un cocinero belga. Mujer de campo, bastorra, de hablar barriobajero, se me antojaba una maravilla exótica para alguien como yo, follador confeso (y empedernido) de maduritas cincuentonas y de viejas sesentonas.
Al día siguiente, sábado, desde la cafetería de enfrente observé que su hija salía temprano con una bolsa de viaje y se subía al coche de un guaperas. Otra vez se iba de finde al campo o a la playa. Era mi ocasión de oro. Sobre las tres de la tarde, cuando los vecinos dormían la siesta, me fui al único apartamento existente en la planta baja, el de Nadelina, justo al lado de la portería y del cuarto de contadores. Toqué el timbre y, antes de abrir la puerta, ella preguntó qué quién llamaba. Disimulé mi voz y dije que era el dueño del local comercial. Nadelina se tragó la bola y abrió. Nada más verme intentó cerrar, pero se lo impedí...
—O me dejas que cierre, Fran, o empiezo a gritar ahora mismo.
—Grite todo lo que quiera… Ya escuchará luego lo que grito yo y verá cómo se le cae la cara de vergüenza.
Dudó en cómo proceder, y aproveché para empujar la puerta y entrar. Yo mismo la cerré por dentro, pero sin enganchar la cadena de seguridad. Su apartamento era más o menos como que el mío. Nadelina no parecía nada nerviosa, aunque paradójicamente no sabía qué hacer ni qué decir. Tomé la iniciativa y empecé a relajar el ambiente:
—Tranquila, mujer, que aquí no va a pasar nada que usted no quiera que pase, y tenga por seguro que no le haré ningún daño.
—Has entrado en contra de mi voluntad y eso ya es un delito; creo que lo llaman «allanamiento de morada». Puedo denunciarte…
—Diré que usted me invitó a pasar y que me metió mano porque le gusta la carne joven y porque hace tiempo que anda necesitada.
—¡Qué cabrón eres, Fran!
Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo. Ella sabía que yo no buscaba violarla ni nada por el estilo, sino que quería ganármela. Por eso no opuso demasiada resistencia a que entrara en su apartamento, y por eso insistí en que siguiera haciendo lo que fuera que estuviera haciendo antes de que yo la visitara. Se quedó pensativa, y me lo soltó de sopetón:
—Iba a tumbarme en la cama a dormir la siesta… Tal vez quieras apuntarte y así acabamos de una vez con esta mierda.
Aluciné en colores con la inesperada actitud de Nadelina. Jamás pensé en ir tan rápido. Lo de la siesta me molaba, claro, pero lo de acabar pronto no entraba en mis planes. Yo aspiraba al finde completo, noche y día, aunque por algo había que empezar…
—Bueno, vale, me apunto a esa siesta.
Flipé de nuevo cuando veo que Nadelina se quita la bata que llevaba con una tranquilidad pasmosa, luego el sujetador y las bragas, y acto seguido se mete en la cama en pelota picada y se tapa con una sábana estampada de vivos colores. Actuaba como lo haría una robot parlante:
—¿Y ahora a qué coño esperas, Fran? ¡No me haga perder el tiempo, cojones!
Me tenía desconcertado, pero no cohibido. Así que me desnudé en un pispás procurando mostrarle mi polla que, ya burra, apuntaba al techo tiesa como un misil. Después me eché en la cama bajo la sábana; yo de perfil, ella bocarriba. Podía colocarme entres sus piernas, cabalgarla y correrme, pero soy de los que gustan hacer disfrutar a la hembra. Así que primero le chupé y le mordisqueé la oreja, el cuello, la cara, la boca; luego la besé suave, pespunteando sus labios con mi lengua, ensalivándolos, y después la besé abrasadoramente, con entrelazado de lenguas y con lengua hasta la campanilla, una y otra vez. Excitada, Nadelina temblaba y respiraba entrecortadamente pero no le di tregua. Al poco rato me ensañé con sus pezones. No cesé de mordisquearlos, chuparlos y lengüetearlos hasta dejárselos empitonados, mientras mi mano izquierda le provocaba humedades calientes en su coño a base de frotarle y palmearle el clítoris o de meterle y sacarle dos y tres dedos. La vieja estaba en un sinvivir…
—Fóllame ya cabrón hijo puta, métemela, métela mucho, toda entera, me importa una mierda que sea grande, quiero que se grande y gorda, que crezca dentro de mí, ensártamela mamón…
Hablaba como una posesa y no era cuestión de hacerla esperar. Le enfilé la verga al coño y se la clavé toda de un par de golpes de cadera. Veinte centímetros de polla gorda penetrándola con firmeza, primero suavecito, despacio, y después al galope, a un lado y a otro, constante, fuerte, duro, llegándole muy adentro. La vieja aguantaba divinamente mis embestidas. Pronto los ojos se les pusieron como en blanco, desorbitados, y parecía que fuera a asfixiarse, pero en realidad se estaba corriendo por segunda o tercera vez mientras sentía cómo mi polla le anegaba el coño de lefa espesa y caliente fruto de una copiosa y soberbia corrida.
Reposo post polvo… Nadelina estaba trasportada, ni despierta ni dormida, mirando a un punto equis del techo. Tal vez revivía en su coco lo sucedido, el polvo desenfrenado que ansiaba su cuerpo y que ella acababa de echar de improviso, cuando menos lo esperaba. Supuso que iba a follar conmigo rutinariamente, rapidito, pero ocurrió que disfrutó de lo lindo y que me hizo disfrutar al límite. Genial.
Cuando volvió en sí de su trasporte me dijo que no quería que me fuera, bromeó con que ya no me denunciaría por allanamiento de morada, y de buenas a primeras propuso que nos diéramos una ducha para recuperar fuerzas, lo cual acepté de inmediato porque me pareció una gran idea... Y efectivamente, el agua hizo milagros en nuestros cuerpos. El de ella de repente me pareció más prieto y más rico. Cuando intentaba enjabonarle la espalda, la verga se me empalmó y trató de instalarse la rajada de su culo. Nadelina se volvió y puso cara de asombro:
—Jo, Fran, cómo tienes otra vez la polla. ¡Qué bestia eres tío!
—Usted me la pone así. No se quite méritos.
Contenta con mis palabras, a la vieja le dio por toquetearme los huevos con su mano izquierda y por recorrerme la polla de abajo arriba y de arriba abajo con los nudillos de la derecha. La jodida tenía estilo. Sabía muy bien cómo ponerme en órbita.
—¡Qué bonita es tu nabo! ¿Me dejas que lo chupe un poquito?
Se sentó en una banqueta de plástico que había por allí, me agarró la polla y se la metió en la boca. Empezaba así una mamada magistral. Nadelina quiso brindarme todo su repertorio al completo, pero con esmero, bien ejecutado: chupetones, chupadas, lamidas, lametones, engullidas, sorbidas de glande, succiones, flemones a un lado y a otro, lengüetazos a los huevos… Si la de antes fue una corrida tremenda, ésta sería cum laude, el no va más. La pobre vieja tragó lefa hasta casi ahogarse, y todavía me quedó suficiente para pringarle la cara, la nariz, el pelo, los ojos y las tetas. Nunca una ducha fue tan oportuna. Salimos de allí laxos y limpios, ella envuelta en un albornoz y yo en una toalla. La sonrisa pícara de Nadelina me recordaba a la una niña que acabara de hacer una travesura…
Poco después nos quedamos fritos en el sofá viendo la tele y vinimos a despertarnos a las siete y pico de la tarde. Gracias a esa sobada recuperé todas mis energías y quise meterle mano a la vieja, pero ésta insistió en que viéramos la peli que daban en uno de los canales y al final yo también me quedé enganchado. Cuando acabó la película, sobre las nueve de la noche, Nadelina preparó una cena rápida pero abundante, porque ambos estábamos hambrientos, y media hora después de cenar nos fuimos a la cama. Le comí el coño durante un ratillo y echamos dos polvos cojonudos. La vieja gozó a lo grande y, al igual que yo, se corrió dos veces. Natural que durmiéramos como benditos toda la noche y parte de la mañana.
Nos levantamos de la cama casi al mismo tiempo y, la verdad, no se me apetecía nada follármela pese a que me había despertado con la típica empalmada morcillona de por las mañanas. Después de tres polvos y una mamada ya me había empachado de la buena mujer y hasta sentía cierto hartazgo. Sin embargo, mientras desayunábamos caí en la cuenta de que no le había catado el culo, cosa desde luego imperdonable. Así que me la camelé y volví a llevármela al catre. La puse y me puso a cien a base de morreos y tocamientos por todas partes, pero yo le sobé el culo con más insistencia que nunca, ya fuera con apretujones y amasadas a las nalgas o recorriéndole la rajada con la mano y llegándole a meter uno y dos dedos en el ojete. Nadelina, que ya me veía venir, tomó medidas preventivas:
—Me da que quieres follarme el culo, ¿no, Fran?
—Tiene un culo de primera y, sí, me gustaría disfrutarlo.
—No hay problema— dijo mientras sacaba una pomada del cajón de la mesilla de noche — pero tienes que embadurnarte la polla con este lubricante y untarme bien el ojete.
—¿Seguro que no le va a doler?— pregunté para quedar bien.
—Creo que podré aguantarlo y, si no, te lo haré saber.
No es normal que una sesentona se preste tan dócil a que la enculen, ya que suele ser un tormento que la mayoría rechaza de plano, pero pasaba que a Nadelina le iba el sexo anal. Me confesó que tiempo atrás lo había practicado con frecuencia, generalmente con su marido, y que le gustaba en gordo. Claro que entonces ella era joven y las pollas que le entraron, según me dijo, eran de menor calibre que la mía; para colmo de males, la larga inactividad de su culo no ayudaría a la penetración... Aun sabiendo de todos esos inconvenientes, Nadelina no se echó para atrás ni se puso tiquismiquis. Así que siguiendo lo previsto me unté lubricante en la polla y a ella le empantané el ano; después hice que se colocara a cuatro, pero con las piernas fuera de la cama, y, yo de pie, aprovechando mi estatura (1.85 centímetros) se le metí toda de cuatro o cinco arreones. Los chillidos de la vieja se debieron oír en otros apartamentos, pero no me pidió que aflojara y lógicamente seguí dándole polla a barullo. No me pareció un gran culo, la verdad, pero me la embutía aceptablemente y poco a poco me fui sintiendo a gusto. La posición era tan cómoda para mí que podía juguetear fácilmente con su clítoris y con los pezones. Al final ella se corrió un par de veces, y que yo le anegué el culo con chorros de lefa.
Cuando le saqué la polla y me la limpiaba en sus nalgas, sentí la presencia de alguien y al darme la vuelta observé que era la hija de la vieja, Margot, que era más o menos de mi edad y estaba buena. No sé cuánto tiempo llevaba contemplando la enculada, pero sí sé cómo reaccionó. Tal vez lo cuente algún día…