La porra del segurata
Manolo es un guardia de seguridad arisco y solitario; lleva una vida anodina y sin emociones. Hasta que un día su rutina se rompa con una excitante experiencia.
Una mañana más, la rampa mecánica del centro comercial ascendía lentamente. En ella iba Manolo, uno de los vigilantes. Llevaba casi toda su vida como guardia de seguridad, y hacía siete años que estaba destinado por su empresa en este centro. ¿O eran ocho? La verdad es que desde el divorcio el tiempo había pasado muy rápido. Esa mala pécora de su mujer… En fin, Manolo desechó esos pensamientos; bastante tenía con aguantar otra jornada más los caretos de sus compañeros guardias de seguridad. Y de las cajeras, todas unas rancias. Y del cabrón de su jefe. Y de la odiosa gentuza que va cada día a comprar. Y de las irritantes limpiadoras, que siempre estaban fregando los w.c. cuando no podía aguantar las ganas de mear. Vaya, que el día prometía (como todos los días durante los últimos años).
Ya habían dado las doce de la mañana, con lo cual Manolo salió ansioso a fumar su cigarrillo. Sabía que tenía que dejar el hábito, pero qué coño, le gustaba. Se quedó él solo, como siempre. No le apetecía ser parte de los corros que formaban otros trabajadores del centro comercial. No soportaba las conversaciones, ni las risas, ni los aburridos problemas de otros; y sospechaba que tampoco lo aguantaban a él. De modo que cuando terminó, entró de nuevo a seguir la ronda; esperaba que ningún desgraciado hurtara alguna botella de whisky o algún bote de colonia, porque no tenía ganas de tonterías. De todas formas, poco le importaba si algún joven se llevaba un móvil o un tablet bajo la chaqueta, porque pensando en lo que cobraba, por lo que a él respecta podían robar la tienda entera.
Cuando avanzaba por el pasillo de la planta -1, se cruzó con la limpiadora esa rubia delgaducha, fea pero no tan fea como sus compañeras. Ella le sonrió (¡santo cielo!) al tiempo que le dedicaba un “buenos días”. Él apenas balbuceó un “buenas…”; no se esperaba ser saludado. Bueno, por lo menos la tía escuálida esta no era tan antipática como las bordes de sus compañeras fregasuelos.
El día siguiente transcurrió igual que el anterior; rondas, leer en el As en el móvil durante el café de máquina, vigilar mangantes por los pasillos, cigarro en la calle. Y volvió a cruzarse con la rubia flaca, y ella le volvió a saludar amablemente.
- ¿Qué tal, Manolo? Esperando la hora de salir, ¿eh?
Coño. Eso sí que no se lo esperaba. Sabía su nombre, y no era por el cartel identificativo del traje porque los nuevos uniformes no lo llevaban. Joder, al final la chupada le iba a caer bien y todo.
Sí, jeje… qué ganas… -atinó a decir.
Jajaja yo también, no te canses.
Vaya con la delgaducha. Resulta que era simpática. Pero ahora tenía un problema: no sabía cómo se llamaba. Por eso apenas pudo reaccionar. ¿Valía la pena enterarse? La verdad es que no, ¿o sí? Bueno, si surgía el tema con algún compi le preguntaría a ver si lo sabía.
Por la noche le vinieron a la mente tales pensamientos, junto con la idea inevitable que tiene todo hombre cuando una mujer se muestra amable y simpática: ¿querrá ligar conmigo? Bah, imposible… Por cierto, ¿cuánto hacía que no echaba un casquete? Sin contar las rumanas del Crazy Horse, esas no valen… Desde antes del divorcio. Sin pagar, desde antes de divorciarse. O sea, que su mujer fue la última que quiso follar con él sin recibir nada a cambio.
Por eso, cuando por la mañana se encontraba haciendo la ronda, decidió enterarse del nombre de la muchacha (no tan muchacha, tendría unos cincuenta como él), y hablarle. ¿Qué le diría? Reflexionaba sobre eso mientras meaba en el váter, cuando alguien entró en los baños.
- ¡Que paso…! –exclamó una conocida voz femenina.
Joder era ella; casi se le corta la meada. Pero escuchó pasos que se acercaban al váter en el que se encontraba -sin pestillo, ni siquiera había cerrado la puerta-, y aún iba por mitad de la micción.
¡Uy perdón! –oyó a sus espaldas.
Nada tranquila, en seguida acabo… -contestó Manolo.
Miró por encima del hombro y la rubia flacucha estaba en pie, sin moverse, mirando hacia él. Terminó y se abrochó; al salir, como ella estaba en el umbral, pasó de lado rozándose con ella. Eso le excitó, pero pensó “joder, podría haber empezado a limpiar en el váter de al lado”. Ella comenzó a fregar el w.c. en el que acababa de orinar; él se lavaba las manos (por vergüenza, ya que si los baños estuvieran vacíos, ni de coña se las lavaba). Mientras lo hacía pensaba en el encontronazo, en que ella no se había ido mientras meaba, y en que no se apartó al salir del váter. Más bien todo lo contrario, parecía buscar el roce. Así que volvió al w.c., se la encontró medio agachada, con el culo en pompa, y allí le puso la mano y apretó. “Vaya, no es tan huesudo como pensaba”. Ella se dio la vuelta de un respingo, sorprendida.
¡Ay! Jajaja pero Manolo, qué haces! –dijo ella, intentando aparentar normalidad.
Tú qué crees, si lo estás deseando…
No no, me parece que te has equivocad… -pero un beso y un lametón en el cuello la interrumpieron-. Mmmmhhh… Manolo…
Entonces juntaron las bocas y las lenguas, y él, anhelante, sobó las tetas y el culo. Siempre le había parecido flaca, pero ahora le gustaban sus pequeños pechos y su culo delgado y redondo. Le subió el vestido de trabajo y se lo quitó por arriba, quedando ella en ropa interior. Llevaba unas bragas blancas de algodón, y un sujetador sin muchas pretensiones. Ella se agachó y le desabrochó cinturón y bragueta, y asomó el miembro erecto que ella metió ávida en la boca.
- ¡Espera! ¡La puerta! –dijo ella interrumpiendo la mamada.
Salió del váter tal como estaba, en bragas y sujetador, y rápidamente cerró con las llaves que se encontraban en el carro de la fregona. Manolo estaba completamente desnudo cuando ella regresó al w.c. Le quitó el sujetador mientras ella se bajaba las bragas, dejando al descubierto una mata de pelo negro; se dio la vuelta y le metió la polla desde atrás. “Ufff, qué poco voy a aguantar”, pensaba Manolo. Ella gemía sin ningún pudor, acariciándose los ya duros pezones. No les importaba el olor a orín imperante en el lugar, ni el sospechoso charco amarillento del suelo. Simplemente disfrutaban del morbo del momento. Pero poco les duró, porque Manolo, acostumbrado a masturbarse de vez en cuando, y a irse de putas una vez cada dos o tres meses, se corrió en seguida.
La polla aún goteaba húmeda cuando la sacó, algo encogida ya. La flaca limpiadora se giró, sonriente; el sudor brillaba en su rostro.
Me llamó Mariví –confesó, al tiempo que le daba un beso en la comisura.
Mariví… -repitió Manolo. El nombre le gustaba, y parecía traer una promesa, la promesa de otra vida, de un futuro mejor, de una compañera.