La playa -VIII-
Continuación de la historia de dos amigas adolescentes que se inician en el nudismo en unas vacaciones de playa.
Cuando llegamos encontramos a Roser dormida en el sofá, en pijama y con el mando a distancia de la tele en la mano. Tenía puesto un canal de videoclips, con el volumen muy bajito. En la mesilla de en frente había un cenicero con colillas, y una botella de vino y una copa medio llena. Intentamos no hacer ruido pero se despertó y nos miró inexpresiva, amodorrada. Elsa se sacó las bailarinas y se tumbó en el sofá, apoyando la cabeza en el regazo de su tía.
-Nos hemos bañado en bolas –anunció.
-Ya veo, traéis el pelo mojado.
-El tío la tiene muy pequeñita –observó Elsa con regodeo, juntando los índices de las manos hasta que casi se tocaron.
-Sí, siempre se lo digo –corroboró jovialmente Roser.
-Eso, confabulaos contra mí –protestó Guille. Pero se inclinó sobre Roser y le dio un beso en los labios, guiñándole un ojo-. ¿Cómo están los niños? –preguntó.
-Nada, crisis superada. Se han quedado roque y me he bajado a beber una copa.
-Pues si hay ginebra yo me voy a hacer la penúltima –dijo Guille-. ¿Queréis tomar algo, niñas?
Le pedimos agua fría, porque con tanto alcohol nos sentíamos deshidratadas. Roser siguió con el vino. Me quité las sandalias y me acurruqué en el sillón. Pusieron un clip de reggaeton y Elsa, que aún tenía cuerda, salto como un resorte lanzando un gritito y se puso a bailar frente a la tele. Aunque no sé si algo tan golfo se puede calificar de baile. Abría las piernas, se agachaba sacando culo, lo movía adelante y atrás con los brazos en alto… En la tele cantaba un tipo macizo con gafas de sol y gorra para atrás, con un medallón y un reloj enorme, y tres mulatas se desgañitaban detrás, en camiseta, short mínimo y zapatillas de baloncesto. Guille volvió con las bebidas y se sentó junto a su mujer, que estaba contemplando el arrebato de mi amiga. Elsa subía y bajaba la pierna, llevando la rodilla a la altura de la barbilla. Y luego movía el culo adelante y atrás, adelante y atrás, como si tuviera una bisagra en la columna. Era una exhibición claramente sexual, innegablemente obscena, aunque hay que reconocer que ejecutaba cada movimiento con un asombroso sentido del ritmo, lo cual parecía redimirla, allí ajena a todo, abandonada a sí misma. Pero yo no podía dejar de pensar que la toalla que llevaba enrollada bajo los brazos estaba cada vez más baja y acabaría cayendo. Tras agacharse tres veces con violencia, abriendo y cerrando las piernas, los pezones ya le sobresalían por el borde. Cuando adelantó un pie al otro y empezó a arquear el tronco, metiendo y sacando el abdomen a la vez que subía y bajaba los brazos flexionados con los puños cerrados, como si levantara pesas, la toalla se soltó y cayó al suelo, dejando a la vista sus pechos firmes y tiesos, relucientes por el sudor. Elsa la cogió sin dejar de bailar y se la volvió a enrollar en el cuerpo, pero mucho menos apretada que antes y a los diez segundos volvió a caer. La iba a recuperar de nuevo pero Roser la agarró y la escondió bajo los cojines del sofá.
-¡No te tapes, si ya lo hemos visto todo! –le aconsejó.
Elsa no le contestó y siguió con su danza hipnótica. Meneaba el culo convulsivamente y sus pechitos se agitaban como dos flanes puntiagudos. Descalza, con el pantalón tan ajustado y tan bajo dejando asomar los huesos de las caderas, con el botón de la cintura desabrochado y los pechos al aire, no podía parecer más desnuda sin estarlo del todo. Su culo, que se dibujaba nítidamente bajo el fino denim, daba ahora sacudidas diagonales, como si despejara balones hacia las esquinas de la habitación. Luego cruzaba los brazos y asentía desafiante con la cabeza y las piernas abiertas, su torso brillando con el reflejo pálido de las lámparas del salón. Movía las caderas a derecha e izquierda y bajaba una mano desde el hombro, como si fuera a tocarse los genitales, donde, con la costura del pantalón entremetiéndose en sus piernas, se adivinaban los labios de la vulva. Nosotros la mirábamos fascinados y ella parecía no vernos ni ver nada. Despeinada, desatada, revolvía el culo haciendo círculos y luego elevaba los brazos y ondulaba todo el cuerpo como si lo recorriera una ola… Pensaba que se iba a quitar el tejano en cualquier momento.
Pero de pronto el clip terminó y ella paró, aunque ahora sí nos miraba, alborozada, balanceando ligeramente las caderas, como diciendo “que siga la fiesta”. Después de una cortinilla empezó a sonar otro tema latino, no sé si un merengue, y Elsa le ofreció la mano a Guille, que se levantó y se unió al baile. Él no tenía mucha idea pero ella lo dirigía decidida. Le hizo colocar una mano en su espalda y ella apoyó la suya en el hombro de él, se cogieron de la otra con el brazo medio extendido y Elsa empezó a mover el culo como un péndulo y a dar pasitos cortos, laterales, con su tío intentando seguirla. Luego ella se separó sin soltarse y con las manos cogidas en alto giró sobre sí misma, sin detener las caderas, y luego volvió a juntarse con él. Yo recordaba la escena de la playa, a Elsa sujetándole el falo a su tío. Pero mi tía, que los observaba con cara de cachondeo, se levantó y me tendió la mano para que fuera su pareja. Imitamos sus pasos, mirándolos de reojo, y a pesar de no bailar como Elsa no quedaba mal del todo. Cuando me estaba concentrando en no pisar a Roser, aunque íbamos descalzas, apareció Elsa, le pasó su partenaire a su tía y se puso a bailar conmigo. Con ella resultaba mucho más fácil. Casi me sentía flotar mientras veía al matrimonio ejecutar su triste remedo, pero mirándose el uno al otro y riendo despreocupados. El siguiente clip era una balada suave y cadenciosa, el tema de Bagdad Café , y, nada más empezar, Elsa me atrajo hacia sí y cruzó sus brazos tras mi cuello, juntando su cara a la mía. Yo la ceñí por la cintura, sintiendo su piel resbaladiza por el sudor de su baile salvaje. Notaba su cuerpo untuoso y suave adherido al mío, sus pechos desnudos contra los míos sólo protegidos por una fina tela, y nuestros vientres y nuestros muslos moverse pegados al compás de la canción. Entonces fue ella la que bajó sus manos a mi cintura y después las noté acariciando mi culo bajo el vestido, sin recato.
-¡Elsa, tus tíos! –le susurré al oído, quizá dando a entender que si no fuera por ellos yo no pondría ninguna objeción. Pero ella contestó, tranquilamente:
-Se han ido.
Miré en derredor y, efectivamente, nos habían dejado solas. Elsa me apretó aún más contra sí y subió una mano por mi espalda, remangándome el vestido, e introdujo la otra profundamente entre mis nalgas, rozando ya el principio de mi sexo enardecido. Sacó la mano de mi espalda y me sujetó la cabeza por la nuca, provocándome un escalofrío y atrayendo lentamente mi boca a la suya con los labios entreabiertos, mirándome fijamente con sus ojazos verdes y rasgados. Nunca había besado a una chica y nunca olvidaré aquella primera vez. Sus labios tantearon los míos, mordisqueándolos. Introdujo la punta de la lengua con cautela y yo respondí ofreciéndole la mía. Pronto nuestras lenguas bailaban voluptuosas a la par que nuestros cuerpos bailaban fundidos en un abrazo de serpiente. Su dedo se estaba deslizando desde detrás por mi húmedo coño y yo estaba buscando el suyo sobre la tela del pantalón. Elsa retiró su cara, me apartó las manos de su culo y, sujetándomelas con las suyas, se alejó un paso atrás, diciendo con naturalidad:
-¿Vamos a la cama?
Sobreentendí el “a continuar enrollándonos”, por lo que le dije que sí con timidez. No obstante, al ver la mesa con todas las copas y el tabaco maloliente le propuse recogerlo, no sé muy bien por qué, como si aún estuviera irresoluta.
-¿Ahora? –exclamó ella, frunciendo el ceño.
Pero en seguida se puso a coger vasos y botellas. Al inclinarse sobre la mesa vi asomarle la hucha por la cintura del tejano y recordé que había vuelto de la playa sin bragas, lo que me puso cardíaca. Como el verla entrar y salir de la cocina, mientras guardábamos todo, descalza y en topless, con el botón del pantalón abierto y la cremallera algo bajada.