La playa -VII-

Continuación de la historia de dos amigas adolescentes que se inician en el nudismo en unas vacaciones de playa.

Elsa, que parecía la más entera, propuso bajar a la playa y dar un paseo para despejarnos. Allí nos quitamos los zapatos y anduvimos por la orilla arriba y abajo, porque era una cala muy pequeña. La arena, gruesa como en toda la Costa Brava, estaba fría a esas horas. Las olas, bajitas, nos lamían los pies. La luna estaba casi llena y el cielo raso.  En el restaurante aún había alguna luz encendida. Elsa se quitó el tejano, lo tiró a un lado y se metió en el agua casi hasta las ingles. Llevaba un tanga de hilo, un triangulito blanco por delante y una cinta en la que apenas cabía el logo de Calvin Klein por detrás, que se introducía  en seguida entre sus nalgas. “¡Está caliente!”, dijo. Guille, que estaba de bajón, caminaba como un zombi, salpicándose sin darse cuenta.

-Te estás mojando los pantalones, tío, quítatelos, como yo –le dijo Elsa. Él obedeció mansamente y descubrió un bóxer de cuadros escoceses bastante hortera.

La brisa nocturna me levantaba la falda y acariciaba mi cuerpo, desnudo bajo el vestido. Mi melena se agitaba y me embebía el olor salado del mar. Mi cabeza volvía a ponerse en su sitio. Me tumbé en la arena y miré el firmamento, espléndido en aquel rincón escondido de la costa, a través del cielo diáfano de agosto. Un chillido de Elsa me hizo incorporar. Una ola traicionera le había empapado todo el cuerpo. Correteaba por la orilla riendo y sacudiéndose el agua de la ropa, mostrando los pechos, que saltaban traviesos debajo del top. Su braguita blanca transparentaba claramente el mechón negro del vello púbico. El eco de sus carcajadas resonaba en los peñascos que bajaban hasta el mar. Guille la contemplaba risueño.

Me volví a tumbar y estiré los miembros, desperezándome. No sé si me quedé dormida unos minutos. Oí unos chapoteos y vi que Elsa y Guille se habían metido del todo en el agua.   Cuando me vio mirar, Elsa gritó:

-¡Ven a bañarte, está buenísima!

Vi las bragas y el top de Elsa tirados en la arena y otro montón que debía ser la ropa de Guille. La verdad es que me apetecía bañarme pero no me decidía a hacer un striptease allí en medio, delante de su tío. Y en el restaurante aún debían estar recogiendo.

Elsa salió al poco tiempo, tiritando y con los pezones duros, resplandeciendo plateada a la luz de la luna, como una sirena. Corrió hacia mí y dijo:

-¡Abrázame, que me congelo!

Me levanté, la abracé y le froté la espalda y los brazos para que entrara en calor.

-Te estoy empapando el vestido.

-No importa -le dije. De hecho, apretarme contra su cuerpo tembloroso resultaba muy placentero. La estrechaba contra mí y notaba sus pechos, con los pezones enhiestos, contra los míos. Pero en ese momento Guille venía del agua y Elsa se volvió y se soltó, y gritó, señalando su pene:

-¡Mira qué cosa más ridícula!

-Es por el frío –adujo Guille.

-Sí, eso dicen todos… -repuso ella.

Su tío se tumbó boca arriba, con los brazos y las piernas abiertas, como el Hombre de Vitruvio y exclamó:

-¡Qué bien me he quedado!

Elsa se puso en cuclillas a su lado y, levantándole el pene con dos dedos por el extremo del prepucio, dijo con sorna:

-Pues esto no está muy bien. Mira qué cosita, Laia.

Yo sabía que Elsa podía desfasar y le gustaba el coqueteo pero aquello empezaba a parecerme excesivo.

-¡Oh, está creciendo! –prorrumpió. Elsa había agarrado el cuerpo del pene de su tío y el glande brotaba hinchado entre su índice y pulgar, que lo abrazaban por su base. Desde donde estaba él, además, debía ver la vulva de Elsa sobresalir entre sus piernas dobladas, abierta como una flor-. Ven, cógelo –me decía-, ¡está cada vez más grande!

Efectivamente, la verga de Guille lucía ya en todo su esplendor en la mano pequeñita de su sobrina, que seguía estirando el prepucio hacia abajo. Pero yo ya tenía suficiente. Me bajé los tirantes del vestido, que cayó dócil al suelo, y me dirigí hacia la orilla. Me giré y vi cómo Guille me miraba el culo. Elsa ya no sujetaba su pene pero observaba intrigada cómo esa especie de animalillo con vida propia estaba empezando a cabecear, suplicando el alivio. “¡Laia!” oí pero hice caso omiso. Me metí en el agua que, era cierto, no estaba muy fría y me adentré en el mar. Al cabo de unos minutos ya me había adaptado a la temperatura y bracear con parsimonia sin un hilo de ropa en aquellas aguas negras, tranquilas, era realmente deleitoso.

Cuando, después de un buen rato, nadé hacia la orilla vi que Elsa me estaba esperando con una toalla en las manos. Ella también llevaba una enrollada al cuerpo. Al salir me envolvió y me frotó como yo le había hecho antes.

-¿Y estas toallas? –interrogué.

-Son de Guille, las llevaba en una maleta.

Me sequé bien y me puse el vestido. Elsa me cogió de la mano, me dio un piquito y me dijo que fuéramos al coche.

-¿Le has hecho una paja? –no pude evitar preguntarle.

-¡Nooo, si es mi tío! –contestó indignada.

Al llegar, Elsa recogió el tanga y el top, que había dejado en el capó, sobre el motor encendido, para que se secaran. Pero seguían muy mojados, por lo que se puso el tejano directamente y se dejó la toalla enrollada como si fuera una blusa palabra de honor. Nos calzamos y nos metimos en el auto. Guille estaba durmiendo sentado al volante. Elsa le dio un beso en la mejilla para despertarlo y él abrió los ojos. Respiró hondo, giró la llave de contacto y quitó el freno de mano.

-¿Llegaremos enteras? –preguntó Elsa.

-Ya estoy bien –aseguró Guille, arrancando. Y volvimos a la casa.