La playa -V-
Continuación de la historia de dos amigas adolescentes que se inician en el nudismo en unas vacaciones de playa.
Sucedieron entonces muchas cosas a la vez o en un intervalo de tiempo muy corto, pero no sabría determinar el orden. De alguna manera, las manos de Elsa se retiraron de mi sexo en un movimiento eléctrico, yo cerré las piernas, vi la cabeza de un hombre asomar por encima del seto, Elsa se levantó, yo tanteé la toalla a mi alrededor, cogí el bikini y me lo puse no sé cómo, unas voces de niño gritaban “Elsa abre, Elsa abre”, otra de mujer decía “callad, pesados”, Elsa se alejaba hacia la verja del jardín, yo me moría de vergüenza…
Sentada en mi toalla vi cómo Elsa abría la puerta y entraban una pareja y dos niños. El hombre, el que se había encaramado a la verja, era de unos cuarenta y pico, delgado, con el pelo largo y gafas, y llevaba unas bermudas y un niqui. La mujer era más joven y algo gruesa, iba con coleta y también llevaba gafas, y vestía ropas holgadas, algo chillonas. Los niños, chico y chica, tendrían seis o siete años y no paraban de brincar. Todos sonreían y besaban a Elsa, que estaba tan tranquila, allí en medio, completamente desnuda.
Vinieron hacia mí, que me levanté con mi mini-bikini. Me ajusté la braga, pensando en lo que decía mi madre sobre el vello que me sobresalía.
-Mi tío Guille, ésta es mi amiga Laia. Mi tía Roser, mis sobrinos Natalia y Marcel –explicó Elsa señalando a unos y a otros. Me plantaron todos dos besos en las mejillas mientras me readaptaba a la situación. -Laia es hija de Bruna, la amiga de mamá.
-¡Ostras, Bruna!, ¿aún se ven? –dijo Guille-. ¿Eres su hija? Tu madre era muy guapa. Tú también lo eres.
-Gracias –respondí tontamente.
-¿Y no está mi hermana? –preguntó Guille.
Elsa les explicó que estaba de viaje con el resto de la familia y con la mía y que nosotras nos habíamos quedado para estudiar los exámenes de septiembre. Les invitó a tomar algo en la casa pero prefirieron quedarse en la mesa de la terraza. Me hizo un gesto para que la acompañara y fuimos a buscar refrescos a la cocina y a preparar un café para su tío.
-Vaya pillada, ¿no? –le comenté en la cocina.
-De fuera no se ve nada. Y no hacíamos nada malo.
-Tu tío estaba encaramado por encima de la valla. No sé desde cuándo.
-¿Sí? Bueno, él no es un carca como mis padres.
-Ya he visto que te da igual que te vean en pelotas.
-No le dan importancia. Para ellos aún soy una niña y en su piscina me han visto así toda la vida. Me voy a poner algo, de todos modos.
-Sí, yo también.
Bajé de mi habitación y Elsa estaba llevando el café y las bebidas. Yo me había puesto un short, una camiseta de manga corta sobre el bikini y unas sandalias. Elsa, en su onda, iba descalza y llevaba sólo una camiseta imperio blanca, finita, que apenas le cubría el culo y le marcaba los pezones. Por el movimiento suelto de sus nalgas bajo la tela intuía que tampoco se había puesto bragas. Estuvimos charlando animados mientras los niños jugaban a pelota. Guille era simpático y su mujer también, aunque más seria. Iban de vacaciones a la Bretaña, desde Barcelona, y habían pensado en parar en casa de su hermana, de camino, y saludar a la familia.
La tarde avanzó sin darnos cuenta. Guille era divertido, nos tomaba el pelo a su sobrina y a mí y Roser miraba al cielo, disculpándose. Guille preguntó si había alguna birra y Elsa se levantó a buscarla y trajo también una botella de vino para Roser, que no bebía cerveza.
-He encontrado este vino blanco, fresquito, no sé si es bueno –le ofreció.
Roser dijo que era bueno pero que no valía la pena abrirlo por ella porque tenía que conducir y no tomaría mucho. Pero Elsa le dijo que ella también bebería y me ofreció igualmente a mí. No me gustaba mucho el vino pero di un sorbo y me pareció fresco y sabroso.
-Invítame a un cigarrillo –le pidió a su tía. Roser le dio un pitillo y me acercó el paquete a mí pero yo lo rehusé porque no fumaba.
-¿Tú madre ya sabe que fumas y bebes vino o te estás aprovechando de tus inocentes tiitos? –preguntó Guille.
-Me estoy vengando porque me han dejado castigada sin viaje, para estudiar.
-No te creo. Tus padres no harían eso.
-Es verdad. Realmente no me apetecía ir, ni a Laia, y estamos muy bien juntas, a nuestro aire.
Y pensé en cuánta razón tenía, en lo bien que estábamos, conviviendo sin horario ni normas, las dos solas… Nos tomamos otra copa y Guille otra cerveza. Estábamos callados, a gusto, en medio de un completo silencio apenas rasgado por el gorjeo de las golondrinas, que delataba que la tarde iba cayendo. A través de la atmósfera húmeda llegaba el olor de la pinaza. Los niños estaban tumbados en el césped, dibujando en medio de mil juguetes. Elsa había puesto los pies sobre el asiento de la silla y se agarraba las rodillas con un brazo, fumando pensativa. Desde donde yo estaba, en la silla de en frente, veía los labios comprimidos de su sexo asomar abultados entre sus muslos.
-Guille, me acabo el pitillo y nos vamos, que nos queda mucha carretera aún –dijo Roser.
-¿No pensaréis llegar hoy a Bretaña? –preguntó Elsa.
-No, pero sí avanzar un trecho y ya dormir en Francia –precisó Guille.
-Es muy tarde, ¿no? Dormid aquí y salís por la mañana –propuso.
-Pero no pensábamos dar la vara, además creíamos que estaría la casa llena.
Todo el mundo calló. Yo estaba considerando que si se quedaban tenía que irme a dormir a la otra casa. Guille y Roser se miraron y se entendieron sin hablar, como hacen a veces las parejas.
-Vale, nos quedamos pero con una condición –dictaminó Guille–: os invitamos a cenar esta noche, a algún sitio que esté bien.
Quedamos así. Aprovechando que Roser ya no tenía que conducir tomamos una ronda más. Me sentía algo aturdida. Dije:
-Voy a casa a ducharme, que estoy pringosa.
Aunque en realidad lo que quería era despejarme. Roser se inclinó sobre mi brazo para olerlo y dijo:
-Disculpa pero hueles de fábula, llevo todo el rato pensándolo.
-Son los aceites esenciales de Elsa.
-Le estaba dando un masaje cuando llegasteis –aclaró ella.
-¿Das masajes, como mi hermana? Ella es muy buena –apuntó Guille.
-Pues yo soy mejor, que lo diga Laia.
-Elsa es muy buena pero no puedo comparar, su madre no me ha dado ninguno.
-Me tienes que dar uno a mí –añadió Guille- y yo dictaré sentencia.
-Cuando quieras.
Me levanté imaginando que, a su tío, Elsa no le iba a dar un masaje como a mí o su mujer los mataría. Guille dijo a los niños, que llevaban un rato muy tranquilos:
-Recoged los trastos y llevadlos donde os diga la prima, que tenemos que ir a cenar.
-Espera que subo y quito mis cosas de en medio –le dije a Elsa, pensando que colocaría a sus primos en el dormitorio de su hermano pequeño, que era el que ocupaba yo esos días. Roser captó la situación en el acto y dijo:
-Oye, no queremos causar molestias, no sabíamos que dormías aquí.
-No pasa nada, mi casa es la contigua, se ve desde aquí. Dormiré en mi habitación, divinamente.
-No te traslades, podemos dormir nosotros en el sofá, que he visto que es grande –dijo Guille.
-Hey, ¿qué pasa?, ¡que la anfitriona soy yo!, ¿no? –protestó Elsa–. Vosotros vais al dormitorio de mis padres, los niños al de mi hermano y Laia puede dormir en el mío, que por una noche no nos pelearemos.
Me quedé callada, ridículamente azorada, porque dormir en la habitación de Elsa era dormir en la cama de Elsa, ya que no había otra, y era dormir con Elsa… Aunque dos amigas durmiendo juntas no era nada excepcional y se suponía que no me tendría que inquietar… Pero ella tomó la iniciativa, como siempre, me cogió de la mano y dijo:
-Venga, vamos a mover tus cosas.
Al entrar en la casa me soltó la mano y al subir las escaleras, detrás de ella, veía asomar el final de su culo, con los pliegues glúteos apareciendo y desapareciendo bajo su corta camiseta, como dos sonrisas burlonas.
Lo que tenía en casa de Elsa eran, sobre todo, libros, fotocopias y apuntes para estudiar. De ropa sólo había llevado algún bañador, bragas y poca cosa más. Por eso ella me dijo que lo trasladáramos todo y lo recolocamos rápidamente, en silencio. Elsa se sacó la camiseta y cogió una toalla.
-¿Te vienes a duchar? –me preguntó. Volvió a descolocarme. Siempre hacíamos turnos en el cuarto de baño, por lo que no sé si me estaba proponiendo que nos ducháramos juntas. Le dije:
-No, ya voy a la otra casa. Tengo que ir igualmente porque aquí no tengo ropa.
Dijo “vale” y se alejó desnudita por el pasillo, con la toalla en la mano. Y yo me fui a mi casa con el omnipresente cuerpo de Elsa invadiendo y nublando mi mente.
Me duché en diez minutos y me puse un vestido corto de viscosa que aún no había estrenado. Era beige, casi blanco, de tirantes, con encaje en la parte superior y la cintura entallada. Me calcé unas sandalias planas, de tiras trenzadas muy estrechas, que dejaban todo el pie descubierto. Me miré en el espejo de cuerpo entero, dando varias vueltas sobre mí misma. Llevaba el pelo suelto, lacio, dorado por el sol, y el vestido claro, que quedaba por la mitad del muslo, resaltaba la piel bronceada de mis hombros, brazos y piernas. Me sentía atractiva y lanzada. No dejaba de pensar en Elsa y en el torbellino de sensaciones que había sido todo el día. Me quité el sujetador por debajo del vestido y vi que se marcaba el pecho pero sin resultar escandaloso. Me apreté el vestido a las piernas y se dibujaban las bragas contra la tela. “¿Me atrevo?”, pensé. Y me las saqué también. Giré otra vez como una peonza para ver si se vislumbraba el vello púbico pero parecía que no porque la falda no era tan corta. Sería mi secreto. Pero el saberlo me resultaba excitante. Me acaricié los pezones bajo el vestido. Me introduje un dedo en la vagina, ahora libre, y noté lo húmeda que me había puesto. Me hubiera gustado acariciarme pero debían estar esperándome.
Crucé de jardín a jardín, saltando, como siempre, una cancela que los separaba sobre la caseta de los contadores y entré en el salón. Elsa y Guille estaban sentados serios y callados, ella en el sillón y él en el sofá.
-¿Ocurre algo malo? –pregunté, viendo sus semblantes.
-No es nada grave –respondió Guille-. Los niños se han puesto mal de la barriga. No podremos ir a cenar.
-De eso nada –exclamó Roser, que en ese momento bajaba por la escalera-. Me quedo yo con ellos y os vais vosotros.
-¿Cómo están? –inquirió Elsa.
-Pues les ha sentado mal algo de la comida. Hemos ido a un self-service en la autopista y habrán pillado algo en mal estado o se han empachado.
-Me quedo con ellos, llévalas tú a un sitio chulo, que conduces mejor –dijo Guille.
-Ni hablar, cuando están así quieren a su mami con ellos y, además, tú eres muy impaciente. Lleva tú el coche pero ve con cuidado. Y no bebas nada.
-Pero si no salimos no pasa nada. Tenemos comida y de todo… -dijo Elsa.
-Claro, tampoco pensábamos salir –añadí yo.
Pero Roser insistió: ¿por qué quedarnos todos velando si tampoco era nada serio? Elsa la acompañó a la cocina y le explicó dónde estaban las cosas, para que picara algo. Guille estaba con su tablet buscando algún restaurante porque nosotras no conocíamos ninguno que no fuera de batalla .
-Hay un par de sitios en la carretera que va hacia Malgrat. Si tenéis seguro de vida podéis montaros conmigo y os llevo –bromeó. Siempre conducía Roser porque él era muy despistado y no le gustaba nada coger el volante. Pero lo cierto es que nos apetecía mucho salir y, además, él estaba exagerando. Elsa se despidió de sus primos y salimos. Mientras Guille iba por el coche, que habían dejado algo lejos, Elsa me miró de arriba a abajo y, ahora sí, me dijo:
-Estás guapísima.
-Tú también –repliqué.
Y no tuve que mentir. Elsa iba sencilla pero estaba arrebatadora. Vestía un top calado de punto, más corto por delante que por detrás, color crudo, con tirantes y un gran escote, unos tejanos oscuros ceñidísimos, de cintura baja, y unas bailarinas negras muy abiertas. Todo su abdomen, bien tostado, quedaba al descubierto. Llevaba el pelo recogido en una coleta pero le caía un mechón ondulado por un lado y se había delineado el contorno de los ojos. De súbito, me puso una mano en cada teta y, oprimiéndolas suavemente, exclamó:
-¿No llevas sujetador?, ¡así me gusta! –Y añadió–: Yo tampoco.-Y mientras lo decía se levantaba el top mostrando sus pequeños pechos perfectos.
-¡Para, va a aparecer tu tío!
Guille, no obstante, aún tardó un rato, quizá porque se hizo un lío con las estrechas calles de la urbanización. Llegó, por fin, nos espetó un “¡niñas, al lío!”para que montáramos y nos fuimos.