La playa -IV-

Continuación de la historia de dos amigas adolescentes que se inician en el nudismo en unas vacaciones de playa.

Al llegar a la casa Elsa se quitó la toalla y la tendió en una cuerda del jardín. Entró desnuda en la cocina, donde yo estaba empezando a hacer una ensalada y me preguntó si me importaba que se fuera duchando. Le dije que no. Preparé la comida y la mesa que había afuera, en el césped. Elsa vino fresquita y radiante, descalza y con las tetas al aire, con una braguita blanca muy pequeña, que destacaba su piel especialmente bronceada en el vientre. Había oído cómo se secaba el pelo y ahora lucía su melena negra, espesa, un poco ensortijada, que le caía algo por debajo de los hombros.

-¿Te importa que coma así? ¡Hace tanto calor! –preguntó.

-Claro que no me importa. Ve picando algo que me ducho en un segundo.

Al volver al jardín Elsa estaba escribiendo algo en el móvil. Yo también me había secado el pelo y puesto guapa. Llevaba un bikini negro minúsculo, que mi madre no me dejaba lucir en la playa porque decía que me asomaban los pelillos del pubis. No sé por qué, esperaba un cumplido pero no dijo nada. Comimos la ensalada y unos trocitos de salmón a la plancha. Le dije a Elsa que estaba un poco agobiada porque llevábamos tres días sin coger los apuntes.

-Pues esta tarde vamos a darle caña –proclamó-. Ve por las cosas mientras friego los platos.

-Ya te ayudo.

-No, tú has hecho la comida. Y es un momento.

-¿Estudiamos aquí?

-Por mí, sí.

La casa no era muy grande ni muy lujosa pero tenía dos plantas y un pequeño jardín en la parte frontal, un parterre de unos treinta metros cuadrados con algunos rosales, y un cerezo y una palmera que daban algo de sombra, ideal para esos días de mucho calor. Era un rincón agradable, protegido por un seto de los curiosos, y siempre hacíamos vida allí.

Volví de mi habitación con las carpetas, uno bolis y mi portátil. Elsa se había puesto con el suyo, tumbada en una toalla de playa y me había preparado una al lado. Se había quitado las bragas.

-¿Seguimos con el nudismo? –le pregunté, divertida.

-Me he puesto al sol, a ver si se me va quitando la marca del bikini.

Me tumbé en la toalla y le di una palmada en el culo, añadiendo:

-Me parece muy bien.

Estuvimos un buen rato calladas, cada una absorta en sus apuntes. Sólo se oía el zumbar de algún insecto y el tecleo en el portátil, cuando consultábamos algo. Yo tenía dos exámenes, de lengua e historia. A Elsa también le habían quedado un par, pero no eran las mismas asignaturas.  De vez en cuando me hacía gracia mirarla, tan concentrada. Estaba tumbada boca abajo y apoyada sobre los codos, chupando el boli y doblando a veces una pierna, con la sombra del cerezo cayendo sobre su cuerpo desnudo, estampándolo a manchas, como si fuera un felino.

-Voy por un zumo, ¿quieres uno? La vitamina C va bien para la memoria –apuntó.

No sé de dónde había sacado eso pero le dije que “vale”. Fue hacia la casa, sin calzarse y subiendo los tres escalones con saltitos ligeros, con su culito prieto dando una leve sacudida a cada paso… Volvió con el zumo y dos vasos en una bandeja. Me senté, arqueé la espalda y estiré los brazos, desanquilosándome. Elsa se puso de rodillas detrás de mí, sin decir nada, y empezó a masajearme las cervicales. Apretaba fuerte pero sabía dónde poner los dedos. Me hizo sentir escalofríos, como en la playa.

-¡Dios, qué gusto! ¿Cómo se te da esto tan bien? –pregunté.

-Mi madre hizo un curso de quiromasaje cuando se quedó en el paro y como practicaba conmigo yo también aprendí bastante. ¿Quieres que siga?

-¡Sí, porfa!

Volví a sentir sus manos sobre mí, ahora haciendo pases más largos, hacia la zona lumbar. Noté cómo me desataba la parte de arriba del bikini. Le ayudé a quitármelo. Pasaba sus pulgares a lo largo de mi columna, subía y bajaba, a veces con la mano extendida y a veces con el puño cerrado.

-Estás muy tensa… ¿Quieres tumbarte y que te dé un masaje completo, en todo el cuerpo?

-Qué matada para ti, ¿no?, con este calor…

-No, me gustaría hacerlo, hace tiempo que no doy uno.

¿Quién hubiera podido rechazar esa propuesta? Sólo con el de la espalda ya estaba flotando. Y lo de “todo el cuerpo” sonaba tan prometedor, sobre todo recordando lo que había pasado por la mañana… Pensé “no hagas como antes, déjate ir y que llegue donde quiera”. Le dije:

-Bueno, venga.

-¡Qué guay! Espera que traigo unas cosas.

Se levantó y se metió en la casa a toda prisa, su culito otra vez boing, boing, boing . Yo me sentía expectante y excitada. El corazón me latía a toda marcha. No sabía si quería alcanzar un estado de total relajación o todo lo contrario. Intenté volver a los apuntes pero se me mezclaba la Restauración con el predicativo. Empecé a deambular por el jardín mirando hacia la casa, deseando que apareciera Elsa. ¿Qué “cosas” había ido a buscar?, ¿ropa? Esperaba que no se hubiera puesto nada, para que me diera el masaje tan desnuda como había ido todo el día.

Pero en seguida volvió, con unas toallas blancas y un tubo en una mano y una estera enrollada bajo el brazo. No se había vestido. En un instante lo montó todo: extendió la estera, puso la toalla de playa encima y dobló las otras más pequeñas en la parte de la cabeza y las caderas.

-¿Qué es ese líquido? –le pregunté.

-Es un aceite esencial. Lleva jazmín, lavanda, sándalo… Te dejará hidratada, suave y perfumada, lista para el amor.

No podía creer que hubiera dicho eso. Repliqué:

-Entonces tendremos que salir a ligar.

-Claro. O igual no.

¿Cómo? Cada vez estaba más perpleja. No sé qué cara debía estar poniendo. Elsa sonrió, desenfadada, mientras se crujía los dedos de las manos.

-Túmbate boca abajo –me indicó.

Acomodé la cabeza y el cuerpo sobre las toallas.

-Sube el culo un momento –dijo. Al hacerlo me despojó de la braga del bikini y quedé desnuda como ella. Se sentó sobre mí a horcajadas y me puso aceite en toda la espalda. Notaba sus nalgas suaves oprimir las mías y sus muslos pegados a mis caderas.

-Ahora relájate y no pienses en nada –añadió.

Empezó de nuevo con las cervicales y fue bajando por la espalda. Cuando me posó la mano en la nuca volví a estremecerme. Siguió con mis manos, primero las palmas, luego los dedos, estirándolos uno a uno. Al masajearme cada brazo lo apoyaba extendido en su esternón, para sujetar la extremidad y trabajarla con sus dos manos. En la parte baja de mi palma notaba la piel sedosa del nacimiento de sus senos y eso me ponía a mil. Cuando acabó con ellos me los hizo doblar hacia arriba y volvió a dar pases largos en la espalda, sin descuidar los costados, sin evitar acariciarme la parte lateral de los pechos apoyados contra la toalla. Se echó hacia atrás y me separó las piernas. Dejó caer el aceite por todo mi culo, también por la hendidura. Notaba como el reguero iba resbalando hacia mi sexo. Pero no dejó que cayera del todo porque empezó a extenderlo con pasadas fuertes, circulares, estrujándome las nalgas con las manos abiertas y deslizándome los dedos por la vulva, sin disimulo. Ya me tenía inflamada de placer, cuando me dobló una pierna y empezó con un pie. Lo hacía fuerte, clavando sus dedos, produciéndome una mezcla de cosquillas, dolor y alivio. Tras hacer el otro dejó caer el aceite sobre mis dos piernas y empezó a subir por ellas, haciendo movimientos transversales inversos con las dos manos. Mientras subía por los muslos esperaba con inquietud que llegara a rozarme el sexo. Pero ella no lo rozaba sino que lo acariciaba de pleno con el costado de su mano. Luego hizo pasadas largas desde los tobillos hasta la cintura, arriba y abajo, por fuera y por dentro. Cuando las hacía por dentro juntaba los pulgares, los introducía entre mis nalgas y los hincaba entre los labios de mi vulva, siguiendo luego por los muslos. Yo respiraba con intensidad y esperaba ansiosa la repetición del movimiento al revés, cuando subía las manos al cabo de unos segundos. Estaba completamente húmeda y deseando que aquello no acabara nunca. Me pareció oír  “date la vuelta” pero me sentía tan lánguida que no me decidí a moverme.

-¿Te das la vuelta, cariño? –repitió.

Giré sobre mí misma. Elsa recolocó las toallas y se arrodilló entre mis piernas.

-¿Te gusta, va todo bien? –preguntó.

Asentí con la cabeza. Sin más, empezó a derramarme aceite por el tronco, sin omitir los pechos. Luego echó dos chorritos en mis pezones, que empezaron a desparramarse desde la cúspide. Mi corazón estaba martilleando desbocado.

-Esta parte es la que se saltaba mi madre, cuando practicaba conmigo. Pero creo que es la más importante.

Empezó a deslizar las manos dulcemente, desde mis hombros hasta el abdomen pero sin tocarme los pechos, sólo contorneándolos. Luego con un dedo, como señalando, los rodeó dibujando los bordes de un bikini. Entonces me rozó los pezones, que ya estaban muy duros, con las yemas de los índices y por fin extendió sus manos por cada seno, muy lentamente, muy levemente, casi sin contacto. Ninguna chica me había tocado los pechos. Y ningún chico me los había tocado así. Después los acarició con más fuerza y los amasó con movimientos circulares, delicadamente. Bajó al vientre y subió hasta los hombros varias veces, ya sin eludir ninguna zona. Insistió con los pechos y me acarició los pezones con dos dedos y me los pellizcó suavemente. Me miraba seria, concentrada, con sus pezones también erectos, y yo me sentía derretir del gusto. A continuación se corrió hacia atrás, me puso aceite en una pierna y lo esparció con las dos manos. Luego hizo lo mismo con la otra, se añadió aceite a las manos y empezó a moverlas como antes por detrás, una contra la otra, desde los tobillos hasta las ingles. Me agarraba un muslo desde la rodilla y lo frotaba con las dos manos hasta la nalga, metiéndolas entre el culo y la toalla, como si lo estuviera modelando, pasando el lado de una mano y las puntas de los dedos de la otra por mi sexo, con desvergüenza.  Entonces me abrió aún más las piernas, cogió el aceite y dejó caer un chorrito sobre mi vulva. “Ya no hay marcha atrás”, pensé asombrada. Me separó los labios con una mano y con la otra extendió el líquido minuciosamente, morosamente, sin descuidar ni un milímetro. Mi respiración era pesada y se iba acelerando. Sentía ondas deliciosas recorriendo los nervios por mi entrepierna y por la columna. Introdujo el dedo corazón en mi vagina y fue subiendo poco a poco hasta alcanzar el clítoris. Noté cómo se tensaba cada músculo de mis piernas. Repitió el movimiento aún más lentamente y gemí.

-¡Elsa, abre! –se oyó de repente.