La playa inolvidable

Me hundió su sexo hasta que sus ingles se adhirieron fuertemente a mí y luego se derrumbó en la corriente lenta del mar que nos rodeaba.

LA PLAYA INOLVIDABLE

Ulises, Juan y yo habíamos salido de campamento el fin de semana en la playa. Temprano por la mañana armamos nuestras dos casas de campaña, la grande para Ulises y para mí, donde también almacenaríamos la comida, y la más pequeña para Juan. Luego disfrutamos el oleaje del mar y jugamos un rato. En un mar de tonalidades esmeraldas las olas iban y venían, en un rítmico vaivén, acariciándonos el cuerpo. Eramos jóvenes en plenitud, entre 18 y 19 años, ávidos de aventura y experiencias. Estábamos seguros de que la vida nos deparaba cosas gratas.

Recuerdo que ese día en la playa llevaba un short corto, Juan un bermudas, y Ulises un bañador azul brillante que le quedaba muy bien. Sus pectorales, los músculos abdominales y las piernas gruesas destacaban con la prenda que apenas cubría sus partes pudendas. Estaba orgulloso de su cuerpo, y le gustaba mostrarlo a quien se quedara absorto en la playa viendo su escultural figura, semejante a un dios griego. Su pelo crespo le daba un aspecto leonado al óvalo perfecto del rostro. Sus labios, ni finos ni gruesos, la nariz recta, los ojos color miel, resultaban el imán perfecto de las miradas y los más íntimos deseos.

Después de comer, por la tarde descansamos un poco y conseguimos madera para prender una fogata. Estábamos en un extremo de una bahía hermosa, casi desierta, a dos kilómetros de un pequeño poblado de pescadores. A nuestras espaldas cientos de palmeras se movían cadenciosamente con el viento que las sacudía. Una música increíble excitaba nuestros sentidos, sazonada con gritos de pájaros y lejanas voces de pescadores.

La tarde pardeaba cuando Ulises propuso una nueva zambullida en la fresca corriente marina. Pero entonces, agregó un nuevo e interesante juego: se trataba de lanzarse al agua completamente desnudos. No hay nadie que nos vea, dijo, la gente ya se fue, y el pueblo está muy lejos. Juan y yo nos sorprendimos pero terminamos aceptando. Fuera ropa. Nos quitamos todo y nos miramos, un poco cohibidos. Ulises era el que tenía mejor cuerpo, con ese tórax musculoso, unos pectorales y abdominales bien definidos, los muslos gruesos y las pantorrillas bien torneadas. Era alto y de piel algo morena, con un tono claro. Juan y yo no estábamos nada mal, aunque Juan era atlético también, pero un poco más bajo y su piel más clara, su cabellera era casi rubia, y yo, pues más o menos del mismo tono que Ulises. También había diferencias en el centro de nuestros cuerpos. Ulises se cargaba un paquete tamaño superior, que en estado de reposo tendría unos 10 centímetros de largo y unos tres de grosor, y que armonizaba con el color de su piel. Una mancha de vello oscuro bordeaba la base de su sexo. Luego estaba Juan, con un pene de proporciones un poco más pequeñas y una curiosa mata de vellos casi rubios, y finalmente yo, el más chico de los tres en estatura.

Al estar desnudos el agua era una sensación completamente diferente, una caricia total. Las olas llegaban y nos golpeaban el pene si nos colocábamos de frente, y yo sentía un cosquilleo cuando el agua jugaba conmigo. Era delicioso sentir el empuje del agua golpeando desde abajo la base de los testículos. Igualmente sucedía cuando nos colocábamos de espaldas para recibir la ola. La espuma fría llegaba hasta nosotros y ascendía mojándonos el trasero dejándonos una sensación de frescura inmensa. En esas condiciones corrimos y nadamos, jugamos a lanzarnos agua y también a luchar cuerpo a cuerpo, tratando de derribarnos. Cómo gozamos esa tarde con el añadido de aquel juego propuesto por Ulises. Eramos como competidores olímpicos de la vieja Grecia, figuras jóvenes, atléticas, con el potencial a flor de piel.

Ya oscurecía cuando nos pusimos a prender la fogata y preparar algunos alimentos. Nos habíamos puesto nuestros shorts pero continuamos con los torsos desnudos. La luz de las llamas le ponía tintes dorados a nuestros cuerpos brillantes, enrojecidos por el sol a pesar del bloqueador solar. Cantamos y danzamos alrededor de las llamas, imitando a antiguos guerreros que estuvieran celebrando una victoria sobre la adversidad. Bbebimos un poco de licor, achispando nuestros sentidos y desinhibiéndonos. Contamos chistes sexuales y experiencias, reales e imaginarias, sazonadas con el alcohol, mientras los maderos se iban consumiendo lentamente en la fogata. Allí, en medio de la noche, el rumor de las olas acompañó algunas canciones mal entonadas pero jubilosamente cantadas. Nos abrazamos gozosos, disfrutando al máximo una aventura en la que nos imaginábamos estar en el borde del mundo, alejados del bullicio citadino y lejos de compromisos y prejuicios sociales.

Alrededor de la media noche, satisfechos de comer y de beber, nos dispusimos a dormir. Ulises y yo en la tienda grande y Juan en la pequeña. Este último nos hizo una advertencia sonriente mientras se introducía en la suya: No vayan a tener sexo esta noche, ¿eh?, y por si acaso, inviten. Nos reímos todos, y Juan terminó por desaparecer en el interior de la tienda. Ulises y yo nos miramos en silencio, y fue él quien dijo: bueno, antes de echarnos a descansar voy a tirar el agua, agregó, y se apartó un poco del campamento. Yo lo seguí, y allí estuvimos los dos aligerando el cuerpo, El sonido de nuestros chorros cayendo al suelo llegaba claramente de uno a otro. No podíamos ver mucho, pero para mí su silueta me provocaba una inquietud extraña. A pesar de las sombras veía como se tocaba su miembro y lo sacudía con fuerza. El sonido de su evacuación duró mucho más tiempo que la mía, lo que me puso a recordar el tamaño de los genitales que había visto aquella tarde por vez primera.

Nos fuimos a acostar. La tienda era bastante espaciosa, incluso podíamos caber los tres y aún sobraba espacio para el agua y los alimentos. Encendimos una linterna mientras disponíamos las colchonetas y mantas, aunque una luna llena perfecta se colaba por la delgada tela de la tienda. Dejamos la ventana corrida para aumentar la cantidad de luz. Ulises se despojó del short y se quedó con el bañador azul de licra que le ajustaba a la perfección sus genitales. Yo miraba de soslayo el bulto enorme que se dibujaba en la prenda y admiraba su espléndida figura. En un extremo estaban los víveres y en el otro nosotros, tratando de decir cualquier cosa para disimular el cosquilleo de miles de mariposas que revoloteaban en el estómago. La charla trascendió pronto a lo sexual. Inquirí sobre sus relaciones con la novia y de ahí pasamos los gustos de cada quién. El ambiente era tenso, como que ambos sabíamos a donde nos iba a conducir aquel momento pero ninguno se atrevía a tomar la iniciativa. En la penumbra yo miraba como hipnotizado el cuerpo de Ulises pensando que hacía honor al nombre del héroe que venció a los troyanos. Hasta su perfil tenía un parecido con las estampas que se pintaban en los textos de historia que relataban la leyenda. El cuerpo firmemente cincelado, la cabeza erguida con cierta altivez. Tengo ganas de pajearme, dijo Ulises.

El gong de un templo budista hubiera sonado menos fuerte que mi corazón, y me apresuré a decir: Yo también. De las palabras pasamos a la acción. Por encima de la ropa que traíamos afloraron nuestros instrumentos. El de Ulises estaba ya en plena erección. Su tamaño era descomunal, unos tres centímetros más grande que el mío, y también más grueso. Nos colocamos de frente, y mis ojos se prendieron de aquel pivote enorme en medio del cuerpo sólido de Ulises, musculoso, dorado por el sol. ¡Qué grande lo tienes…! Dije con voz atropellada. ¿Quieres medirlo con el tuyo? Preguntó. Tomé los dos instrumentos y mientras los manipulaba pude apreciar la textura y el grosor de su miembro. Estaba completamente hinchado, surcado por venas gruesas. El glande era notoriamente más grande y agudo. Al manipularlos escuché como el pecho de Ulises exhalaba fuerte y rápido en una clara manifestación de placer. Estoy muy caliente… dijo, y empezó a acariciarse el cuello y el pecho, luego el abdomen, y finalmente bajó a su miembro que yo todavía retenía entre los dedos. Me tomó de las manos y las apretó sobre ambos genitales. El suyo pareció aumentar su grosor. Sin decir nada me incliné y besé aquel enorme glande. Una gota de líquido preseminal se prendió a mi boca, y lo unté a lo largo del cilindro con mis propios labios. Ulises resopló, como si un volcán hubiera hecho erupción. Su pecho subía y bajaba con rapidez, presa de la emoción que a duras penas contenía. Sus labios entreabiertos dejaban escapar un aliento que sonaba como un murmullo cálido, profundamente placentero. Espera… dijo, y empezó a despojarse de la ropa. Lo imité y en pocos segundos los dos estábamos completamente desnudos, cobijados por aquella tienda de techos y paredes traslúcidas que dejaban pasar suaves rayos de luna.

Dicen que Alejandro Magno pasaba también largo rato con sus amigos, desnudos, prodigándose caricias, antes y después de las cruentas batallas contra sus enemigos, amando con una mezcla de fiereza y ternura, como si cada noche fuese la última de sus vidas y estuvieran dispuestos a conocer todas las experiencias posibles antes de caer postrados bajo el peso de una espada, deseando, seguramente, conocer todas las formas posibles de vivir antes de que la vida se les terminara.

Nos acariciamos primero con suavidad, con cierta timidez, con afán de explorar hasta que punto podía llevarnos nuestra excitación. Dos cuerpos de hombres jóvenes, dispuestos a llegar hasta la entrega total del uno en el otro, en prueba de su amistad. Poco a poco la excitación creció: Ulises se colocó a espaldas mías y besaba mi cuello y los hombros mientras sus manos se encargaban de mi pecho y mi vientre, y su miembro se frotaba contra mis glúteos. Una sensación caliente me embargaba, un deseo de ser poseído por aquel semidiós, de fundirme en su cuerpo, de sentir su sexo duro y cálido dentro de mí, de abandonarme en sus brazos expertos para que me condujera a la orilla de un paraíso de sensaciones. Tocaba su miembro y mi corazón se alocaba, adhería mi piel a la suya y una descarga eléctrica me recorría entero, pero cuando él apoyaba su tranca en medio de mis nalgas firmes y redondas entonces me deshacía por completo. Era barro en sus manos, estremecido por la fuerza de sus brazos, sostenido por su cuerpo, calentado por su aliento.

Me empujó hacia delante y quedé ligeramente inclinado, apoyado en sus ingles, mientras él estaba sentado sobre sus propias piernas. Su garrote firmemente empuñado con ambas manos intentó penetrarme por primera vez, sin más lubricante que su propia saliva. Sentí un piquetazo de dolor porque su miembro no lograba acomodarse a la guarida que mi cuerpo le ofrecía. Era demasiado grande para un culo todavía inexperto como el mío. Pero Ulises era de los que no se arredraban. Si el otro había penetrado en las murallas de Troya éste estaba decidido a penetrar en mi interior. Sentí un nuevo piquetazo de dolor que me hizo respingar, pero esta vez lo tenía adentro. Aquel ariete puntiagudo había logrado vencer mi resistencia. Su glande estaba alojado en mí, y el resto pugnaba por entrar todavía. Sentía que un poste de dimensiones colosales me estaba partiendo en dos. Despacio, dije, o pensé decirle, pero acaso las palabras no salieron de mi boca, o Ulises no las escuchó, concentrado como estaba en mi culo fuertemente apretado en torno de su verga. Empecinado en conseguir la plaza dispuso el siguiente embate que me lanzó al frente y cuando quise componer el cuerpo estaba completamente empalado. Una sensación caliente que venía desde mi orificio anal me invadía por dentro. Los dos resoplamos al unísono, unidos los cuerpos por aquella prolongación del suyo. Sus manos se aferraron a mis costados, a mis hombros, a mis pechos, empujándome hacia arriba y jalándome hacia abajo, mientras yo abría la boca para tragar el aire que sentía que me faltaba.

Así empezó sus movimientos. Su verga prodigiosa se puso a recorrer mis caminos internos como un explorador salvaje, sin pedir permiso, sin darme tregua; entraba y salía como un pistón de acero, su vibración me hacía vibrar, haciendo que se estremecieran mis glúteos cuando arremetía contra ellos. Toda su virilidad estaba dentro de mí. Ulises, Ulises, decía yo, sin saber que decir, respirando a toda prisa, tragándome aquella bala de cañón, aquel proyectil certero, desvanecida ya mi propia voluntad al compás de aquel ritmo violento que me estremecía y me causaba una sensación inenarrable, una curiosa oleada de placer; Ulises, le decía, y jadeaba, y volvía a repetir su nombre, mientras él empujaba su pelvis contra mí prolongando la posesión. Mi garganta se secaba continuamente de tanto jalar aire, y en mi trasero su daga amorosa se estrellaba una y otra vez. No era dolor lo que sentía en el culo, sino un cosquilleo que empezaba en el exterior cuando jalaba su potente miembro hacia fuera, y terminaba muy adentro cuando él arremetía de nuevo. Despacio, tan lento que yo tenía tiempo para sentir cada fibra suya, cada centímetro del grueso calibre que portaba, y tan potente que sentía su glande tocar mis órganos internos. Adentro, Ulises, adentro, decía yo, con voz queda, ay, mi amor, mi amor, dame, dame, mientras mis manos se aferraban ora de mi garganta, donde sentía un nudo, ora de sus caderas, pegadas a las mías. He dicho mi amor, sí, mi amor, porque a esas alturas era imposible no quererlo, no adorar ese monumento de carne que me explicaba generosamente un nueva manera de amar. La emoción era tanta para mí que terminé antes que él, regando generosamente mi semen sobre el suelo de la tienda. Ya, decía, ya, con la voz entrecortada por la pasión, con el culo fuertemente cogido por esa verga que no me daba tregua. Supe que estaba llegando al clímax cuando empezó a rugir y a contonearse por los espasmos que le acometían. Se lanzó con fuerza bestial sobre mí, aferrándose fuertemente de mis caderas, hundiéndome su lanza hasta el nacimiento. Su cuerpo temblaba y su boca regurgitaba frases ininteligibles, y sus dedos horadaban mis carnes dejando profundos surcos rojos en la piel.

Esa noche fue para mí hermosa, con el murmullo de las palmeras rondando el ambiente, y el mar derrumbándose una y otra vez, con un vigoroso sonido. Ulises pegado a mí, abrazándome por detrás, mientras su sexo iba perdiendo fuerza y mi culo seguía goteando el amoroso semen que escurría de mis glúteos.

Pero apenas era la primera noche.

El segundo día la pasamos corriendo por la playa, dejándonos seducir por el canto de las olas, cual sirenas de Ulises. Yo tenía un doble motivo para gozar de su frescura, pues el agua llegaba a mi orificio anal y le daba lengüetadas de sal que me picaban suavemente. Ese hombre que nadaba a unos pasos de mí había logrado romper alguna de mis fibras, y no era para menos, con el tamaño que se cargaba.

Ya estaba oscuro cuando nos secamos y volvimos a ponernos algo de ropa seca para preparar la cena. Ulises y Juan se fueron al poblado a traer algo, y volvieron una hora después, cuando ya la noche había caído completamente. Ambos venían riendo por el camino, como si se contaran algo muy interesante. Cenamos al calor de las llamas, como la noche anterior, y nos bebimos el resto de la botella.

A nuestro alrededor la luz de la luna caía con fuerza y el mar brillaba con miles de guiños plateados. Los tres nos quedamos contemplando por varios segundos la belleza de la playa, dominada por una luminosidad grandiosa. ¿Qué tal si nos tiramos otra vez al agua? Dijo Juan… desnudos… agregó Ulises. Una mirada de entendimiento cruzó entre ambos, que en esos momentos no supe interpretar, pero que descifraría momentos después.

Dos segundos después estábamos corriendo al encuentro de las olas majestuosas, completamente desnudos como un día antes, pero esta vez completamente bañados por la luz suave del astro nocturno. El agua estaba fría y los cuerpos calientes, todavía con el calor que el sol nos había proporcionado durante el día. Las pieles de los tres mostraban bajo los rayos lunares un extraño fulgor amortiguado. Yo seguía con la vista el cuerpo de Ulises a todas partes, emocionado por aquella nueva posibilidad de ver su desnudez total, sus músculos brillantes, su sexo relajado. Nadaba como un pez, se movía con soltura, con gracia, como si estuviera acostumbrado a mostrar su desnudez al mundo. Juan permanecía cerca de mí, jugueteando en la orilla donde el agua apenas nos llegaba a las rodillas, y en algún momento noté que empezaba a empalmarse. Su sexo estaba saliendo de su letargo, animándose a mostrarse en toda su plenitud. No estaba mal, pensé, pero todo mis sentidos estaban puestos en Ulises, ese héroe de la noche anterior, el qué había derribado mis murallas. Juan empezó a jugar conmigo una especie de lucha en el agua, me sujetaba y me tiraba al suelo y rodábamos juntos. En un momento dado cayó sobre mí y me sujetó fuertemente, musitándome muy quedo: quédate así, por favor. Su sexo endurecido tocaba mis glúteos, y entonces advertí que Ulises nos observaba apenas a unos pasos.

La voz de Juan había enronquecido presa de una emoción súbita: Quédate así, por favor, repitió. Me quedé quieto por unos instantes, sorprendido, y entonces dijo: Ya sé lo que pasó anoche con Ulises… y quisiera que me tomaras en cuenta también a mí… Miré a Ulises, y lo vi sonriente, como aceptando, como si me diera su permiso. La luna le pintaba todo el cuerpo de plata grisácea, y su sexo destacaba ya enhiesto, excitándose con la situación: Los tres allí, bajo la suave luz difusa de la luna que nos bañaba, al igual que las olas, que llegaban hasta nosotros ya sin fuerza. Dejé a Juan hacer sus preparativos mientras Ulises se acercaba a nosotros dispuesto a participar. Nunca había estado en un trío, y la verdad aquella posibilidad me asustaba un poco. Dos hombres contra mí podían ser demasiado. Sin embargo, mi cuerpo poco a poco empezó a despertar, animado por las caricias que Juan me propinaba y la cercanía de Ulises, cuyo miembro estaba ya al alcance de mi boca. El contactopiel a piel con aquellos dos hombres me estaba excitando y me dispuse a encarar el momento. Juan me ensartó rápidamente, sin esperar a que saliéramos a la playa, con el agua que casi cubría nuestros cuerpos en cuclillas. Mi culo se resintió, todavía con la resaca de la noche anterior, mientras mi boca aprisionaba el miembro viril de Ulises, incitante como antes. Juan empezó a vapulearme como un pequeño huracán, aprisa, ansioso, como si el tiempo se fuera a agotar en un instante.

Su miembro entraba y salía con un ritmo enloquecedor, como si fuese un maratonista a punto de culminar la carrera. Ulises, en tanto, mojaba mi cuerpo con agua de mar, que aumentaba la sensación picante del pistón de Juan y le daba un sabor salado a su propio glande. Mi boca y mi culo saboreaban las dos fabulosas vergas de mis compañeros de playa mientras el mar entonaba salvajes melodías de acompañamiento. Juan terminó dentro de mí agitándose como si en ello le fuese la vida. Me hundió su sexo hasta que sus ingles se adhirieron fuertemente a mí y luego se derrumbó en la corriente lenta del mar que nos rodeaba. Clavé en Ulises una mirada interrogante, ansiosa, y éste, como si leyera mis pensamientos, se colocó a mis espaldas.

Me limpió con agua de mar e introdujo sus dedos profundamente, refrescando todo mi orificio. Entonces se puso a lamer mi culo, proporcionándome un nuevo gozo que me hacía vibrar cuando colocaba su lengua directamente sobre mi apertura. Luego ubicó certeramente su enorme polla y empujó. A pesar de lo dilatado que ya me sentía el tamaño de aquel coloso abrió todavía más mis carnes. Sentí el grosor de su sexo horadándome, como una noche antes, haciéndome estremecer de placer, con un tronco que entraba en todos mis rincones de manera triunfal, potente, viril, como el ariete griego que se estrellaba contra las murallas de Troya. Otra vez el héroe griego sacudiéndome el cuerpo y la mente. Pujaba y resoplaba, quería gritar y mordía las manos de Ulises que me poseía de aquella manera, y a veces mis propias manos, delirante de pasión, enfebrecido, agitándome al compás de aquel cuerpo brioso y juvenil que sacudía el mío. Me cogía allí mismo, con el agua cubriéndonos hasta la mita de las piernas, me empujaba con fuerza, haciendo que me quejara, que mi cuerpo entero se proyectara hacia delante. Me cogía tan salvajemente que se oía el golpe de sus ingles chocar contra mis glúteos, y aún así me mandaba a la gloria una y otra vez. Juan me acariciaba de pies a cabeza, me masajeaba los hombros, las tetillas, el vientre, y por momentos no cabía en mí de tanto gozo. Mi ser entero se vió sacudido por una sensación orgásmica, mi verga lanzó tres o cuatro chorros de semen que dieron en el agua, pero yo estaba perdido en los brazos de Ulises, quien remataba mi culo con una soberbia corrida, hundiéndome toda su polla y lanzando varios rugidos de triunfo.

Estaba agotado, pero Juan me reclamaba de nuevo. Dije que no, que ya no, por favor, que me iban a matar, que ya no podía más, pero estaba equivocado. Nos salimos a la playa y allí, en la arena fría, Juan volvió a arremeter contra mí en un maratón que creí interminable.

Cuando terminó, nos tiramos todos a la arena, descansando, reponiendo fuerzas. Realmente estaba tan cansado que por momentos me dormí, hasta que Ulises me sacudió para que me lavara antes de irnos a dormir a la tienda. Qué noche, pensé. Esa noche va a ser inolvidable para mí, me dije. Y ciertamente, nunca he tenido una noche como aquella. Cuando he vuelto a pasar por aquí, mi cuerpo se estremece de pensar que allí tuve una experiencia única.