La playa -III-
Continuación de la historia de dos amigas adolescentes que se inician en el nudismo en unas vacaciones de playa.
El sol picaba muchísimo y hacía rato que nos habíamos secado por completo. Elsa dijo:
-¿Te apetece una Coca-Cola?
Le dije que sí. Cogió un pequeño monedero y se levantó.
-¿Vienes al chiringuito?
Estaba tan asada que pensé que me iría bien moverme y le dije que “vale”. Me levanté y cogí el tanga para ponérmelo pero Elsa dijo:
-No, vamos así.
-¿Estás loca?
-Vamos, todo el mundo lo hace.
Eso era parcialmente falso. El chiringuito estaba en la otra cala y la gente que iba desde la zona nudista solía ponerse un pareo, una camiseta o el bañador, supongo que más por no molestar a los textiles que por decoro. Pero de vez en cuando sí veías pasar a alguien desnudo, comprar algo y volverse a su playa. “Mira ese ”, decía mi padre… Y movía la cabeza reprobatoriamente. Vacilé un instante y Elsa aprovechó para quitarme el tanga de la mano y tirarlo a la toalla, cogerme de la otra y arrastrarme unos pasos. Cedí otra vez. Seguimos caminando así, cogidas de la mano y, aunque era lo más normal, me daba morbo, porque parecíamos una pareja e íbamos en pelota picada. Al llegar a la otra cala aceleré el paso, inconscientemente. Elsa me refrenó, diciendo “no tenemos prisa”.
Mucha gente nos miraba pero creo que Elsa estaba disfrutando de la exhibición. Y a mí me estaba empezando a no importar. Cerca de las rocas había unos conocidos, una pareja de cincuentones muy pesados que a veces se acoplaba a nuestros padres. Sus caras, al vernos, eran un poema. La mujer se giró para otro lado, disimulando, pero el marido nos escrutaba, babeante, y le saludamos con nuestra mejor sonrisa. Al dejarlos atrás Elsa me miró y nos partimos de risa. El señor del bar, que también nos conocía, nos dio las latas, bien fresquitas, y unos snacks y nos lanzó un piropo. Su mujer lo fulminó con la mirada.
Mientras bebíamos y comíamos sentadas en las toallas Elsa me miró y dijo:
-Se está bien así.
-¿Sin bañador?
Asintió. Yo añadí:
-Sí, creí que nunca me atrevería pero, en realidad, no pasa nada y se está superbién.
-Podríamos venir a esta cala cada día, ¿no?
-Por mí vale pero cuando vuelvan los viejos, ¿qué?
-Alguna vez tendrán que madurar…
Soltamos las dos una carcajada.
Después de un baño rápido nos pusimos de nuevo a tomar el sol. Ahora las toallas estaban en L y, al ponerme de espaldas, veía de costado todo el cuerpo de Elsa, extendido boca arriba. Ella escuchaba música del móvil, por los auriculares, con los brazos estirados junto al tronco y las piernas también estiradas y algo abiertas. Respiraba pausadamente, quizá durmiendo. Desde que me había acariciado la entrepierna no podía evitar apreciarla de otra manera. Como imaginando cómo la debía ver un chico. Veía sus labios abultados, entreabiertos, su nariz pequeñita y sus largas pestañas descansando sobre unos pómulos marcados… Su pecho subiendo y bajando lentamente, la piel suave y tostada en sus hombros, moteada de algún grano de arena blanquísimo, los senos pequeñitos y tersos, con dos pezones rosados de aspecto aterciopelado, que formaban un sutil escalón al comenzar la aureola… Veía subir y bajar su ombligo en medio de un vientre prieto, como un valle de tierra oscura flanqueado por las colinas de las costillas y las caderas, que tensaban su piel sin un gramo de grasa. Al final de aquel valle una negra punta de flecha parecía señalar la ubicación del tesoro, que yo había rozado antes. Tenía el vello púbico cortito, aún mojado por el baño y pegado a la piel, enmarcado por el triángulo blanco que, al ocultarlo al sol, había dejado el tanga. Alrededor del triángulo se distinguía la marca más grande del bikini, en un tono más oscuro. Sus piernas, delgadas pero fuertes, concluían en dos pies de dedos cortos y uñas chatas, un poco de niña, que parecían helados de nata y chocolate, con el empeine tan negro y las plantas tan claras… Donde nacía el dedo corazón del pie derecho llevaba tatuado un sol de rayos ondulados, no más grande que una canica. Elsa abrió los ojos y se giró hacia mí, vio que la miraba y me sonrió afectuosa, con una sonrisa que te desarmaba. ¿No sentía ganas de juntar de nuevo esos labios con los míos y de acariciar ese cuerpo por todos lados?
-¿No tienes hambre?, ¿vamos para el apartamento? –preguntó.
Le dije que sí. Nos pusimos el tanga, recogimos las latas y todo lo demás y nos fuimos hacia la ducha que había en la cala de al lado, para no llevar la arena a casa. Tuvimos que hacer cola porque a esa hora se iba mucha gente y todo el mundo quería remojarse. Ocupamos los dos puestos de la ducha, que era doble, rotando e inclinándonos para rociarnos todo el cuerpo, concitando la atención de los que esperaban. Elsa estiró la cintura del tanga con las dos manos haciendo que el agua le cayera en el pubis. Y después, no satisfecha, se lo bajó hasta la mitad de los muslos para limpiarse bien, quedando su sexo completamente expuesto. Yo exclamé “¡Elsa!” y ella me miró alzando los hombros, como diciendo “no pasa nada”. Pero sí pasaba, por lo menos en la cola de la ducha, donde la gente la observaba con estupor. Y ella no se estaba apresurando, precisamente. Separaba sus nalgas con las manos para que el agua llegara hasta lo más recóndito y luego daba media vuelta y se abría los labios de la vulva con dos dedos para eliminar el protector solar y todo rastro de arena enganchada. No sé si era exhibicionismo o pachorra, porque se comportaba como si estuviera en la ducha de su casa. El primero de la cola era un niño de diez u once años, que estaba aprendiendo anatomía a marchas forzadas. Detrás, entre otros, había dos señores maduros que la examinaban detenidamente, no exactamente como a una nieta. Entonces Elsa se quitó el tanga del todo y se puso a enjuagarlo con el chorro del agua. Yo estaba indignada por su descaro pero también admirada. La veía allí de pie, desnuda, reluciente por el agua que se deslizaba por su cuerpo reflejando el sol abrasador que caía a mediodía, con la melena empapada, las piernas un poco separadas, los pezones erectos por el agua fría… Por fin acabó y dejó la ducha libre. Mientras yo la esperaba, vestida ya con el tanga y la camiseta de tirantes, ella se secó con la toalla con cachaza, bajo el escrutinio de la cola. Al acabar se puso las sandalias y la toalla anudada bajo las axilas, como si fuera un vestido minifaldero.
-¿Vamos? –preguntó ufana.
-¿No te vas a vestir? –repliqué, sin esperanza.
-Si estamos aquí al lado…
Y tenía razón. El apartamento estaba a unos diez minutos. El camino atravesaba un pinar umbrío donde siempre te cruzabas con gente en bañador, camino de la playa. Elsa me cogió de la mano, balanceándola contenta, mientras yo le daba al coco, desconcertada e inquieta.