La playa, el fregadero, el Bigotes y a callar (3)

Por fin mis hinchados huevos encontraron la manera más dulce que hubiera podido imaginar de desahogar tan contenida presión.

La playa, el fregadero, el Bigotes y a callar (3)

El Bigotes

De manera que, tras el calentón de playa y casi el hervor con Don Celio, sólo tenía dos opciones: un estrepitoso pajote en las duchas o eso: un terapéutico duchazo de agua helada. Pero, como soy muy chulo, decidí quitarme el mono echando mano a mis tensores: el ejercicio me sienta de maravilla. Gracias a estas gomas mis brazos destacan entre los de todos los reclutas; tengo unos bíceps como berenjenas a pesar de que los pelos de mis sobacos se empeñan en robarles protagonismo.

Me fui a mi habitación sin importarme un huevo mi polla empalmadísima a causa de la enrabada de Don Celio. El de Paradas, al verme, dejó caer la carta de la novia y, sonriendo, se volvió hacia la pared para no verme; era un machito de pueblo. Saqué mis tensores de la taquilla y, suavemente, comencé el calentamiento. Poco a poco fui entrando en calor, notando mis brazos y mi espalda a pleno rendimiento y –los que haceis esto me entendereis- con cada tirón muscular mis ingles se estremecían con ese cosquilleo que precede a una gran eyaculación.

Mi pijama transparente se empapó de sudor, pegándose a la piel como un guante quirúrjico. El de Paradas se volvió, me miró, se levantó con sus calzoncillos amarillentos. Se vistió sin mirarme y, diciendo:

-¡Ojú!

Se fue de la habitación. Yo redoblé mis esfuerzos. Pasé a los tríceps. La luz cegadora de la ventana taladraba mi pijama como rayos X. Entró el Bigotes.

Aquel día estaba de "mensa", llevando la "paquetera" por todo el pueblo para entregar sobres con mensajes cifrados. Se quedó parado ante mis 184 cms de sudorosa altura.

Siempre me gustó el Bigotes. Su pelo negro, negrísimo, lacio como el un jíbaro pero recio, como buen hispano, enmarcaba bestialmente unos ojazos verdes como el agua de un estanque, grandes y brillantes. Bajo el bigotazo, un labio inferior como pétalo de rosa decía en silencio:

-¡Bésame! ¡Bésame!

Y a mí aquella tarde no me paraba ni "El Ave". Noté su asombro y admiración por mi corpachón: no era nada nuevo para mí, aunque sí toda una grata novedad en mi huidiza relación con el Bigotes.

A mis espaldas, miraba extasiado mi musculatura impúdica por lo que, sin pensármelo dos veces, pasé a los abdominales, inclinándome despacio hasta plantar las palmas en el suelo. Mi culo llenó la habitación y escuché su saliva fluir en su boca.

-¡Cada día estás más cachas!

Yo resoplaba incapaz de articular palabra y, viendo que rebuscaba algo en su taquilla y que, seguramente, se iría en seguida, dejé los tensores y me planté a su lado para desnudarme. Un sudor picante llenaba de aroma la estancia, pero él no me quitaba ojo, esos ojos verdes bajo cejas negras como nubarrones de tormenta.

Me quité despacio, frente a frente, el pegado pijamita burdeos y él, disimulando pero alterado, sin desclavar sus verdes ojos de mi cipote hinchado, me dijo:

-Joder,tío, necesitas un desahogo.

Sonreí y, bajando de golpe el pantalón,dejé que mi polla saltara como un resorte contra mi vientre.

-¡Y que lo digas! –le dije-, pero estoy harto de pajas.

-¿No has tenido más relaciones que con tu novia? En la mili es normal, ya sabes, la necesidad, los colegas... sin que signifique nada más que eso: un desahogo.

¡No me lo podía creer! ¡Se me estaba declarando! Lo miré profundo al agua de sus ojos. Parpadeó. Miré su labio púrpura. Luego sus ojos de nuevo. Los dos jadeábamos. Y, a la vez, llevados del mismo deseo, juntamos nuestras bocas en un húmedo beso homosexual –necesidades aparte- que nos hizo suspirar de gozo contenido.

Le aprisioné la cintura y lo atraje hacia mi cuerpo donde sentí el golpe redondo de su fenomenal bultazo contra mi polla tiesa que se le incrustó hasta más allá de la altura de su ombligo. Él suspiró más fuerte. Me hundió su lengua en mi boca y me agarró los glúteos de una manera que parecía decir:

-¡Por fin, amor! No sabes cuánto tiempo he deseado este momento.

Lo separé de mí: iba a correrme contra su azul uniforme de faena. Y yo quería verlo desnudo entre mis brazos; era demasiado hermoso y viril, tan bello y deseable, que no quería sólo un simple ·desahogo". Me miró sin comprender mi aparente gesto de rechazo.

-Ven.

De la mano, lo llevé al enorme baño adjunto. Nada más entrar al blanco y desierto baño, caimos unidos en nuestro abrazo contra la puerta, asegurando nuestra privacidad. Allí mismo le desabotoné la marinera de lona azul, le mordí los pezones que pugnaban gordos bajo el algodón de su impecable camiseta interior. Lo hice rugir como un tigre joven en su primer celo. Él besó los míos con suavidad: su bigote contra mis pitones enhiestos me quemó como el rayo.

Volví a comerle la boca, cogiéndolo de la cabeza. Entonces tuve que agarrarlo con ambos brazos pues de pronto sus piernas dejaron de sostenerle.

-¿Qué te pasa? ¿Te encuentras bien?

-¡Sí! ¡Por favor, no te pares!

Pasándole un brazo bajo los sobacos, lo transporté a una de las duchas, sin dejar de admirar aquellos ojos –ahora casi en blanco- y aquel labio rojo y abultado que no dejaba de llamarme.

Lo senté en el blanco cuadrilátero –tan frío- del suelo de la ducha. Eché el cerrojillo y lo miré largamente: algo extraño le ocurría. Su respiración era agitada, irregular, y su rostro se había vuelto de una verdosa palidez. Sus verdes ojos escondidos mostraban ahora un blanco puro, tal cual la clara cocida del huevo. Me asusté, porque lo quería.

Abrí la ducha, casi seguro de que el shock térmico le haría reaccionar, como así fue. Dio un respingo involuntario que le llevó hasta mi cuello, sus brazos aferrándose a mi espalda. Lo abracé con fuerza y pronto noté que sus manos me devolvían el abrazo, recorriendo como esponjas todo mi dorso mojado, desde los abultados hombros, hasta los peludos muslos, subiendo y entreteniéndose luego con mis masas glúteas. Sonreí. Me miró. Lo besé.

El agua fue esa vez nuestra vieja celestina: incrementó la fuerza de nuestros besos, la desesperación de nuestro abrazo. Sus dedos se engachaban al vello de mis nalgas: suaves tirones que tensaban la base poderosa de mi pene que, desde mi postura arrodillada, rozaba, bajo el chorro helador, su labio, su bigote, sus pestañas.

Se lo metí en la boca.

Con su lengua enfebrecida me recorrió la tensa superficie amoratada de mi glande: eran ya muchas horas aquel día de continua excitación. Lo desnudé. Estaba flojo, como un muñeco. Pero me miraba como si yo fuera su dios. ¡Qué hermosa cara aquélla! Le quité los gruesos pantalones empapados y ante mis ojos surgió el volumen de sus ingles: no daba crédito a mis ojos, no podía ser real. Y aunque lo palpé groseramente con toda la extensión de mi mano de gorila, hubo partes –calientes y blandas peludísimas partes- que se escapaban de mi cogida: eran sus huevos enormes, su polla gorda como un pepino, medio densa, medio despierta, que me hizo abrir la boca de asombro y de deseo para luego acercarla a aquel tótem que crecía al ritmo con que mi mano a duras penas apretaba sus huevos; y empecé a comérsela despacio, muy despacio, hasta aferrarle el pubis con los labios.

Él apretaba mi cabeza. Y entonces: no había visto jamás una erección más instantánea que aquélla de mi querido Bigotes. Salió disparada de mi boca y en ella apenas quedó el capullo: muchísimo más grueso que el mío o cualquier otro que hubiera contemplado en el pasado.

Pero sus huevos... Tenía que decidir cuál de los dos coger con una mano –la otra en su cintura- pues, si cogía el derecho, escapábase el izquierdo. Pronto su nabo adquirió dureza y proporciones de coloso. Noté el sabor acidulento del lubricante espeso de la pre-eyaculación. Fue tan abundante que llenó la cuenca de mi mano y, resistiendo la tentación de bebérmelo como un Tántalo sediento, me embadurné con él la entrada de mi recto, me lo introduje con los dedos en el ano y, tan caliente y resbaloso como estaba, mi esfínter se ablandó, cedió como la puerta de un castillo embestida de arietes.

¡Mi Bigotes! En otras circunstancias nada hubiera deseado más que follármelo y hacerle gritar ensartado en mi pollón. Pero allí, tan abatido y mirándome muerto de amor, siendo su primera vez, quise darle todo el calor profundo de mi culo.

En cuclillas sobre él, aagarré parte de su polla con la mano, la apunté –y ya goteaba- contra la entrada en el centro de mis nalgas de par en par abiertas, dejé caer mi peso grado a grado y, en dos minutos, sentí toda su hombría palpitar contra mi estómago.

Él se incorporó lo bastante como para hacer presa con sus dientes en uno de mis pezones. Me dolía: no sé si más aquel mordisco que el taladro profundo y la presión salvaje de su brutal diámetro abriéndose a los lados de mi esfínter. Pero era más el deseo, y era más el amor.

Cogiendo de nuevo su cabeza, lo besé hasta el fondo de su alma.

Y se corrió en mis intestinos: un chorro, otro, otro más, un torrente caliente a cada beso que le daba, a cada estertor de su respiración sobre mi cara. Quedó inmóvil. El agua le golpeaba el rostro. Cerró los ojos. Yo, sin sacármela, sólo con mirar su dulce cara exánime,solté mi tan guardado jugo sólo con un par de movimientos sobre el mástil de mi amigo, duro y ardiente todavía.

Su negro bigotazo quedó blanco como tras una nevada, y sus pestañas, y sus párpados: hasta sus mejillas moteadas de negros puntitos pilosos, quedaron chorreantes de mi semen de caballo semental.

¡Cómo iba a echarlo de menos en cuestión de meses! Y cómo lo eché de menos durante el farragoso encuentro final con las zarpas de Don Celio.