La playa, el fregadero, el Bigotes y a callar (1)

Fregar platos en la mili puede ayudarte a conocer a tus superiores: sobre todo si lo haces en pijama transparente y se te acercan por detrás.

La playa, el fregadero, el Bigotes y a callar

El fregadero.

Tuve la suerte de ser llamado a filas en la Armada Española justo el año anterior a la reducción del servicio militar a doce meses: me tragué los dieciocho enteritos.

Si me parara en cada episodio pintoresco (y hablo sólo de los morbosos, eróticos y sexuales), os aburriríais de excitación. Por eso, me saltaré la noche en el tren hacia el cuartel de instrucción, las duchas comunes y las nocturnas escapadas, pasaré por alto el largo período de adiestramiento como cabo teletipista, y no mencionaré a aquel comandante sádico que gustaba de arrancarnos de la cama a las cuatro de la mañana para vernos formar en calzoncillos. Iré directamente a mi destino final: un cuartel de la Armada Española en el mismísimo corazón de cierta base militar americana.

El Centro de Comunicaciones era todo un privilegio para cualquier recluta. Me reí para mis adentros al observar que una alta alambrada de espinos era su mayor defensa contra la curiosidad americana. Pero menuda suerte trabajar entre mensajes "confidenciales": esto impedía el paso a cualquier persona y rango que no estuviera claramente autorizado y nos concedía, por lo tanto, una férrea intimidad imposible para cualquier otro marinerito del cuartel. El precioso "chalet" rodeado de césped y alambre y cubierto de parabólicas era nuestro pequeño "fuerte" particular; de los cinco pelones que lo hacíamos funcionar cada día y de puñado de sargentos al mando de un oficial.

Vivíamos aislados de la turba de sudorosos pedorros que se hacinaban de noche en dormitorios abiertos, sobre literas triples. Nuestro cuarto era amplio y acogedor, bien ventilado merced al gran ventanal que daba al hermoso pino del jardín. Cinco camas se repartían el espacio a los lados de las metálicas taquillas, y una gran mesa rústica extendía su superficie junto a la ventana. Aún sobraba espacio para moverse, bailar o, en mi caso, realizar mis ejercicios.

También el ser teletipistas nos libraba de las colas y apreturas del comedor. Éramos portadores de "información confidencial" y no podíamos mezclarnos con la tropa de marinería. Ja, ja. ¿Y quién quería eso? Nos traían la comida diaria en bandejas cubiertas y, por muy malo que fuera el menú, nuestro comandante se preocupaba de que al menos fuera "decente". Un enorme cuarto de baño alicatado de blanco se abría anexo al dormitorio. No era muy difícil mantenerlo limpio y desinfectado: nunca faltaba la lejía. Ni la mano de obra: la nuestra, claro. Pero era nuestro baño; nadie sino nosotros entraba jamás allí: los sargentos disponían de uno privado al igual que el comandante quien, por otra parte, nunca pasaba una noche en el CECOM. Otro cantar era la cocina: siempre había algún galón apoyado en la pared con un café en la mano, atiborrando de tazas y cucharas el seno del fregadero. El "limpia" de turno no tardaría en hacerlos brillar. Pero no quiero aburriros con nuestra relajada vida de reyes. Hablaré de Don Celio.

Como he dicho, siempre había cinco pringados para dar el callo. Cada cuarenta y cinco días se marchaban dos a casa y regresaban los dos que se habían ido quince días antes. Los mandos eran fijos: el comandante, capitán de fragata y perdonadme si me equivoco: nunca me permití aprenderme esas ridículas graduaciones; el hombre pasaba cinco horas cada mañana –y no todas- sin salir de su despacho y era rubito y joven, un destacado de la academia sin lugar a dudas; apenas lo conocí en los largos meses que habité el edificio. Y por supuesto, nuestros cinco sargentos chusqueros y veteranos.. no, eran cuatro sólamente pues el quinto debía tener los veintiocho nada más. Eran Don Celio, Don Mariano, Don Rogelio, Don Ángel y el novato, el sargento Martín. Rotaban rigurosamente los turnos para las guardias nocturnas del centro de comunicaciones.

Diariamente de ocho a dos trabajámos los cinco cabos teletipistas rotando nuestras funciones: uno al cargo de la mesa de control con su ayudante el "pica", encargado de teclear y recibir mensajes. Otro dueño de una preciosa furgoneta gris Mercedes Benz para llevar mensajes al puerto o a Capitanía e incluso, eso siempre era genial, para llevarnos –si la ocasión era propicia- a alguna taberna de pescadores en escapadas furtivas y raudas. El peor turno era el de "limpia", responsable del brillo en la cocina, el polvo de la moqueta, la lejía del baño y la cera del parquet del despacho del comandante. La cama del dormitorio de los sargentos era cosa de ellos: allí guardaban las cintas decodificadoras y el maletín de códigos secretos: eso nos prohibía la entrada. El quinto cabo, el afortunado del día, quedaba de reserva: libre como un pájaro pero localizable por si era requerido, que era lo más frecuente. Tras la comida, sobre las tres de la tarde, el de reserva era nombrado teletipista de guardia y con ello condenado a pasar la noche en la sala de los teletipos y a descansar a ratos –si podía- sobre un pequeño catre plegable. Los cuatro restantes nos dedicábamos a holgar en nuestras camas y a hacer las necesarias labores de recluta, tales como mantener al día nuestra correspondencia, llevar o recoger nuestra ropa de la lavandería, colgar pósters de Nadiuska o cortarnos las uñas de los pies. Se suponía que siempre debía haber uno de nosotros disponible para conducir la "paquetera" en caso de mensaje urgente. Pero llegó a darse el caso y tuvieron que buscarnos por todas las instalaciones. Sólo encontraron al pringado del Bigotes que leía tranquilamente en la biblioteca. Menos mal: los demás estábamos bebiendo JB en la cantina americana. Pero había prometido no aburriros. Os presentaré a Don Celio.

Yo aprovechaba todo mi tiempo libre para hacer deporte. Bajaba casi a diario corriendo hacia la playa interior de la base -¡qué lujazo! Siempre estaba desierta y me despelotaba a placer. Hacía flexiones de brazos colgado de la rama más baja de cierto pino alejado discretamente de la orilla. Cuando llegaba a mi límite, me arrojaba de espaldas sobre la arena y abría mis ingles al sol para broncearme el perineo. Estaba hecho un cachas. Mis muslos eran –y son- anchos y fuertes como ancas de caballo y, tan velludo como soy, llamaba la atención desde bien lejos, máxime desnudo, pues mis cojones como naranjas, sin embargo, no tienen sino pelillos casi invisibles y destacan coloradotes entre la maraña negra de mi pubis. Por eso aquella tarde de Junio fui visto de lejos por aquellos dos individuos sin identificar que paseaban muy juntitos por la mojada senda de la bajamar.

Aunque se hallaban lejos, las naturales barreras de los pinos en las dunas y el infranqueable mar me hacían prever que el encuentro era inevitable. Así que, dándome la vuelta, me hice el dormido, clavando mi morcilla en la arena tibia y exponiendo mis dos peludas nalgas ante el sol, la brisa y los ojos de los que, indefectiblemente, paso a paso se acercaban. Pero tampoco es de esto de lo que os quiero hablar.

Aquella tarde, en cuanto traspasé jadeando las rejas del CECOM, me increparon al instante:

-¿Qué hacías por ahí? ¿No sabías que hoy estás de "limpia"?

¡Hostias! ¡Se me había olvidado! No me pude ni duchar. En la cocina me esperaba un supuesto fregadero que había desaparecido bajo una sucia montaña de platos, vasos, tazas, cubiertos, boles, cafeteritas, termos, y yo qué sé cuántos otros trastos increíbles por lavar.

-En seguida empiezo. Voy a quitarme esta ropa sudada.

De pie, frente a mi taquilla, ante los lacios ojos del de Paradas quien, echado sobre su cama, leía una carta de su novia, me desprendí de la calzona mojada y dejé que el de Paradas disfrutara de reojo del brillo de mi negro culo sudado. Me puse un corto pijama veraniego (ya digo que vivíamos como en casa) que, curiosamente -¡vaya mariconada!-, era de un fino punto color rojo burdeos muy, pero que muy transparente.

Así me personé en la cocina, dispuesto a cumplir de mala gana con mi turno de freganchín. Había sobre un rinconcito de la encimera una cafetera eléctrica a cuyo lado parecía hacer guardia la rechoncha figura gris de aquel semi-calvo hombrecillo barrigón de ojos azul nublado a quien llamábamos Don Celio.

-Por fin te presentas.

Me miró con mucha autoridad, pero demasiado bajo. Lo calé como por telepatía. Aquella mirada chispeante, aquel desvío de ojos al hablarme, aquella media sonrisa sin venir a cuento... Y es que se me veía todo el nabo bajo el pantaloncito de punto transparente color burdeos. Y ese día –como todos-, pero más ese día, por aquel encuentro morboso de la playa, mi cipote parecía pesar más que de costumbre y mi capullo se estaba tomando unas vacaciones al aire libre. Comprendo que la culpa fue toda mía.

Me puse a fregar muy lentamente, muy cuidadosamente, sin dejar una arista sin frotar, pero con movimientos enérgicos que intentaban dejar patente la inmensa entrega y voluntad de sacrificio del marinero en cuestión. Pero aquel cabrón teletipista que era yo sólo quería que el cerdo de Don Celio clavara sus ojillos en mis peludas nalgas que se estremecían bamboleantes como tartaletas de flan a cada fregada que hacían mis brazos.

Para un hombre hecho y derecho de veinticuatro años, libertino y fogoso como yo, acostumbrado desde la adolescencia a meterla bien metida, y desde los diecinueve a disfrutar de buenas enculadas de lunes a viernes y de orgías bestiales los fines de semana, no era nada fácil sobrellevar la inhumana abstinencia que –salvo inútiles pajillas-, me veía sin remedio obligado a mantener.

De manera que aquel temblor espasmódico de mis masas musculares traseras no sólo mantenían atónitos los ojos desorbitados de Don Celio sino que, al mismo tiempo, me procuraba cierto alivio picajoso que, concentrándose en mi ano, se expandía en círculos concéntricos de calidez placentera a izquierda y derecha por mis glúteos, y abajo y arriba por mis piernas desnudas, subiendo hacia mi espalda, musculada a base de flexiones arborícolas.

Don Celio jadeaba tras de mí. Podía oírlo sobre el rumor del chorro del agua del grifo. Y podía olerlo sobre el pestilente aromatizante al limón del producto lavavajillas. Hubiera jurado que llevaba dos días sin ducharse pues su olor era como glandular y desde el metro y medio que nos separaba me informaba claramente en el interior de mi joven pituitaria.

Cada vaivén de mi estropajo sacudía mis redondeces plenas, cellosas, duras, de corredor, pero tan blandas y relajadas por mi malévola intención: en aquel momento me sentía un peligroso terrorista sexual del anti-régimen; y Don Celio era mi víctima.

Aquel café llevaba ya bastante tiempo frío entre sus manos. No decía palabra. Firme sobre el suelo, una mano en un bolsillo, la frente perlada de gotitas, inmóvil, clavados los ojos en la transparencia de mi trasero de macho veinteañero cuyas pelotas estaban a punto de reventar, Don Celio resoplaba cada vez con mayor intensidad.

Por fin, de reojo, lo vi aproximarse hacia mi cuerpo. ¡Qué sensación de poder! No hubiera querido empalmarme, pero su cuerpo rechoncho se me pegó a la espalda, empujando muy despacio, mientras su brazo intentaba hacer llegar la taza vacía hasta el seno de mi fregadero.

No esperaba que actuase de aquella forma tan directa el salido sargentucho, casado y patriarca. Me sorprendió la claridad contundente del rabazo que me impuso impunemente.

-Ay, perdona, que no llego –decía mientras acomodaba el bulto de su cipote en el medio exacto de mis nalgas, en aquella húmeda y peluda raja bailarina que dividía mi culo tras el punto transparente.

Yo me sonreí y diciendo:

-¡Que me mojo!

Reculé con alevosía para hacerle sentir la elástica calentura que, como una radiación nuclear, escapaba peligrosamente desde la traviesa superficie de las mollas de mis posaderas. Sentí que su polla era bien gruesa, y corta, y también que su capullo era bastante más ancho que el mástil: eso es tener buen tacto.

Aquella sobreactuada dejada de la taza parecía una de esas escenas rodadas a cámara lenta: los dos lo quisimos así. El hombre, pegado a mi culo, su brazo derecho estirado por debajo de mi sobaco fregador, no acababa de soltar su taza sino que se esforzaba desde atrás en alcanzar el fondo del fregadero. Algo amenazante se estiraba también más abajo, algo rotundo que intentaba ocupar ese valle delgado que se abre entre mis nalgas cuando alguien o algo consigue separarlas.

Y el cabrón se las arregló, sin manos, tan sólo con aquel medio kilo de carne tórrida, para entreabrirme los volúmenes redondos y ocupar como un cañón enemigo aquel escondido valle, tan peligrosamente cercano a la entrada secreta de mi fortaleza.

¡Joder, qué poético me he puesto! La verdad es que Don Celio llegó a darme pena, y me invadió cierta dosis de ternura.

Siento no poder añadir un final de orgasmo apoteósico a la historia: la vida real no es como en todorelatospuntocom. Otro sargento, Don Martín, irrumpió en la cocina dejándonos petrificados. Él mismo, bajo el marco de la puerta, se quedó también paralizado de estupor al descubrir con sus propios y grandes oscuros ojos a su compañero Don Celio pegado a mi culo como una lapa y con la cara roja y cubierta de sudor.

Bueno, orgasmo sí que lo hubo: para mí era inevitable, y lo sabía con seguridad desde que me levanté por la mañana. Pero creo que Don Celio se quedó aquel día con un buen dolor de huevos.

Mi desahogo llegó por otra parte: ya veremos si os lo cuento o me lo guardo para luego cuando me masturbe brindando por los viejos tiempos.

¡Ah! Don Celio no se fue de rositas aquel año, que lo sepáis. Pero esa es otra larga historia.

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¡Vaya! No puedo irme. Siento que os debo algo. Os contaré lo que sucedió en aquella playa solitaria.