La Playa

Dos amantes, una playa, la luna...

Fue sublime, dulce, bello… me sentí tan llena de ti que lloré de alegría, de saberme viva y deseada.

Me abrazaste algo sorprendido por mi reacción. Atrapaste entre tus manos mi cara agarrándome por las mejillas y mientras me besabas la frente, tus pulgares recorrían la comisura de mis labios, suavemente, como allanando el camino que mas tarde recorrerían tus besos.

Recuerdo que temblaba. Ese temblor propio del frío de la noche en mi cuerpo mojado, y el de sentir aún entre mis muslos, dentro de mí, los últimos espasmos de la agonía de nuestro placer.

Permanecimos un rato sentados sobre la arena, en la orilla, dejando que las olas nos bañaran una y mil veces rompiendo en nuestros cuerpos abrazados.

Me tocabas con la misma timidez con la que me mirabas cuando bajamos a la playa. Sobre mis hombros dibujaste nubes imaginarias, lunas sobre mi vientre y un sol en cada uno de mis pechos que nuevamente se estremecían marmoreando mis pezones al sentir el lápiz de tus dedos.

Me mirabas silencioso, pero tus ojos decían tantas cosas… No nos hacían falta palabras, nuestros cuerpos hablaban por si mismos. Estirabas tu espalda, dejando que mis manos se desplegaran por el mapa de tu pecho. Te sentía contener la respiración y mientras tus pupilas brillaban, resoplabas y gemías. Mordías tus labios disimuladamente cuando mis dedos cosquilleaban las palmas de tus manos, como una brisa.

Sentía tus manos en mis muslos, serpenteando hasta mis nalgas, que de vez en cuando y llevado por la excitación agarrabas con fuerza.

Más suspiros, más sonrisas, más miradas desbordantes de complicidad. Cuanta dicha en una sola noche. Tú, yo, la playa y las estrellas

De nuevo volví a sentir la plenitud de tu hombría que se abría paso entre mis piernas y abriendo mis muslos suavemente, dejé sitio entre ellos para verla florecer.

Me apretabas contra ti buscando mi boca, jugueteaban nuestras lenguas y una vez más sentí la necesidad de cubrir tu miembro con mis manos. Ardías, me pareció tocar lava con mis manos que masajeaban tu sexo con mimo y fruición.

Mi boca se separó de tu boca y mis labios empezaron a recorrer tu barbilla, tu cuello, bajando hasta tu pecho. Entre dientes atrapaba tus pequeños pezones que golpeaba con la punta de mi lengua, respirando en ellos. Te sentí estremecer y como vencido, apoyaste tus manos sobre la arena, dejándote caer hacia detrás, exponiendo todo tu cuerpo al capricho de mis caricias.

Seguí bajando por tu pecho hasta llegar a tu vientre. Te entró la risa nerviosa al sentir la calidez de mis labios tan cerca de tu ombligo, y te encogías. Doblabas tus rodillas para a los pocos segundos estirar de nuevo tus piernas. Ya no sabías como ponerte. Tu incesante erección casi te obligaba a tumbarte, pero era como si no quisieras hacerlo, como si ansioso esperaras poder contemplar la dicha de ver tu verga guarecida en mi boca.

Parecía eterna la llegada de ese momento. Y cuando por fin mis labios recorrieron tu glande volviste a gemir. Un "me estás volviendo loco con este juego" se te escapó de los labios. Mojé los míos con mi propia saliva y poco a poco comencé a recorrer el tronco de tu sexo con ellos. Si antes pude llegar a sentir su calor entre mis manos, ahora lo sentía entre mis labios. Mi lengua se afanaba en recorrer tu glande mojado. Y lentamente, sin querer parecerte ansiosa, abrí mi boca y con la ayuda de una de mis manos, metí tu verga en ella y empecé a meterla y a sacarla, bañándola de jugos.

Saboreé tu placer y tu masculinidad que terminó derramándose por las comisuras de mis labios y una vez más volviste a besarme.

Bañémonos, dijiste

Me da miedo, respondí

Y te situaste detrás de mí, apoyando tu cabeza a la altura de uno de mis hombros y abrazándome, al oído me susurraste que me protegerías.