La playa

Versión íntegra del relato publicado anteriormente en nueve capítulos sobre la historia de dos amigas adolescentes que se inician en el nudismo en unas vacaciones de playa.

Una mañana mi amiga y yo bajamos pronto a la playa, por el camino que cruzaba el pinar desde la casa. Nos sentíamos ligeras y contentas. Sólo llevábamos las toallas y lo justo de ropa: sandalias, tanga y camiseta de tirantes, sin sujetador. Elsa tenía quince años, como yo. Nuestras madres eran amigas de la infancia y habían alquilado dos casas contiguas en la Costa Brava, muy cerca del mar. Elsa y yo congeniamos en seguida y siempre andábamos juntas. La playa que frecuentábamos era una pequeña cala de arena gruesa y aguas cristalinas, encajada entre un acantilado y unas rocas que la separaban de otra cala que era nudista. Nosotras íbamos siempre a la textil pero nunca nos poníamos la parte de arriba del bikini. Ya salíamos de la urbanización sin ella. Y lo que llevábamos abajo no cubría gran cosa. Mi pequeña braguita, de rallas azules y blancas, dejaba más de media nalga a la vista y lo de Elsa eran dos triángulos negros de lycra, el de atrás mínimo, anudados en las caderas. Nunca hubiera ido así con los chicos de mi clase pero allí no nos conocía nadie. Aquel día pegaba el sol muy fuerte. Estábamos tumbadas boca abajo, aplatanadas. Elsa se estaba bajando la cintura del tanga para que no le quedara marca. Se la puso casi en los pliegues de las nalgas. Cuando vio que yo hacía lo mismo me dijo:

-¿Para estar así, por qué no vamos a la nudista y nos lo quitamos del todo?

Yo le dije que tenía razón y también lo había pensado pero que no me atrevía a proponérselo. Era algo que siempre me había dado morbo.  Nuestros padres nunca perdían la ocasión de burlarse de los que iban “con el culo al aire” en la playa de al lado. Si venían ellos no íbamos en tanga sino con algo más tapado. Y siempre nos preguntaban por qué teníamos que andar enseñando las tetas. Pero esos días no estaban porque se habían ido de viaje, las dos parejas juntas y nuestros hermanos pequeños. Nosotras nos habíamos quedado solas, en el pueblo, para estudiar. Yo me había instalado en la casa de Elsa, que era algo más grande. Aunque no estábamos estudiando mucho.

Cogimos las toallas y cambiamos de cala. Había una chica por cada cinco chicos, en la zona nudista. Y de ellos, la mayoría eran gays. También había gente en bañador. Nos colocamos al fondo de todo, donde empezaban los pinos, para no estar muy expuestas. Pero había un grupo de adolescentes, tres chicos y una chica, que se fijaron en nosotras nada más llegar y no nos quitaban ojo. Ellos iban completamente desnudos y la chica iba en topless, con una pequeña braguita. Nada más tumbarnos, aún vestidas , nos miramos y nos reímos la una de la otra. Nos habíamos visto desnudas mutuamente en la casa, alguna vez, pero ahora estábamos cortadas. Ya no me parecía tan buena idea. Yo nunca me había desnudado del todo en la playa y creo que Elsa tampoco. La verdad es que estaba un poco húmeda por la excitación de ver y ser vista pero, por suerte, la calentura no se me notaba como a un chico. Por fin nos quitamos el tanga, casi a la vez, descubriendo los felpuditos. Ambas teníamos el vello púbico negro y lo llevábamos algo recortado.

-Habrá que protegerse ahí -dijo Elsa, sonriendo y cogiendo el tubo de ISDIN.

Las dos nos untamos  el pubis y nos tumbamos boca abajo. Elsa tenía muy buen tipo, parecido al mío: teníamos el pecho aún pequeño, aunque el mío más relleno y redondo, y el culito duro, el suyo muy respingón. Yo era un poco más alta y esbelta y algo más rubia. Pero ella tenía unos ojos verdes y unos labios carnosos que no pasaban inadvertidos. Lo cierto es que éramos una pareja algo atípica, en aquel contexto tan masculino, y el grupito de adolescentes nos estaba escaneando . A mí la sensación de no llevar nada encima me parecía estimulante pero también sentía algo de vergüenza. Por eso cuando Elsa me pidió que le pusiera protector por la espalda no sabía qué contestarle.

-Si siempre lo haces -me dijo al ver que me quedaba callada.

-Ya, pero sin el chocho al aire -le contesté.

-Venga, no seas cursi. Luego te pongo yo a ti.

Me levanté procurando no mirar a nadie, para no ver si me miraban. Me senté junto a Elsa, dejé caer un chorrito a lo largo de su espinazo y empecé a extendérselo. En ese momento tenía la cabeza hecha un bombo. Sentía la sangre palpitar en mis mejillas y me sudaban las manos. Alcé la vista, tímidamente, y vi que la gente en derredor nuestro iba a la suya y no había nadie mirando, por lo menos descaradamente. Eso me dio confianza y cubrí toda la espalda de Elsa, con varias pasadas. Ella dijo:

-¡Qué gusto, dame también por el culo y las piernas!

Eso ya era más nuevo, yo nunca le había tocado el culo a Elsa ni a ninguna chica (pero sí a un noviete que había tenido en el instituto, junto con otras zonas de su anatomía). Para seguir, tenía que cambiar de posición. Miré hacia el grupo de adolescentes y no estaban en las toallas, se habían metido en el agua. Tampoco en el resto de la cala parecían pendientes de nosotras. Me levanté, di un paso hacia los pies de Elsa y le dije que abriera un poco las piernas para ponerme entre ellas y aplicarle el protector. Empecé por los pies y los tobillos y fui subiendo. Me daba corte frotarle las nalgas, sobre todo porque veía el final de los labios de su vulva y un poquito de vello asomar entre ellas y no quería rozarlos. Las piernas de Elsa estaban suaves, sin un solo pelo, pero tersas y fuertes y acababan en su culo redondito y firme, con la braguita del bikini dibujada casi en blanco en la parte de abajo. Me demoré un rato en ellas, esquivando sus zonas más íntimas cuando alcanzaba la parte interior de sus muslos, que estaba aún más suave. Ella respiraba pausadamente, como en un sopor, creo que complacida, y yo he de confesar que no podía evitar sentir cierto placer al palpar aquellas extremidades tan bien conformadas.  Por fin me decidí a dejar caer sendos chorritos de aceite en la cumbre de cada una de sus nalgas y a proceder a esparcirlos. Posé las dos palmas sobre cada cachete y los noté calientes y resbaladizos, porque ella ya se había untado antes. Empecé a extenderle el protector, simultáneamente en los dos lados. Hice un buen trabajo, sin olvidar ni un centímetro y creo que, por accidente, le rocé un poco la vulva. Ella separó instintivamente las piernas. Creo que Elsa estaba sintiendo placer y yo, desde luego, lo compartía. Desconcertada, le di un sopapo en la nalga y dije:

-Bueno, ya está.

Pero ella protestó:

-¡Nooo, dame un poco más, lo haces genial!

Al decir esto abrió un poco más las piernas, como invitándome a ser más osada. Y yo tenía ganas de serlo aunque me pareciera algo extraño. Que nadie se confunda: no soy una mojigata ni una homófoba ni nada de eso. Pero, aunque sé reconocer la belleza cuando la veo y sabía que Elsa era una chica muy sexy, que captaba siempre las miradas de los chicos, yo nunca me había sentido atraída por ella ni por ninguna otra mujer. Estaba siempre viéndole los pechos y el culo en la playa, y le había visto el pubis alguna vez en el cuarto de baño de su casa, pero nunca pensé que pudiera excitarme de esa manera. Sin embargo, tocar su cuerpo reluciente, calentito y completamente desnudo, arrodillada entre sus piernas, me estaba resultando turbador. Volví a dejar caer un chorrito de protector a lo largo de su espalda y al llegar al culo le dibujé una o achatada, una mitad en cada nalga. Estaba ya muy pringosa y mis manos se deslizaban sin resistencia por sus hombros, omóplatos, cintura y caderas. Le extendí la o del culo abriendo mucho mis manos y alcanzando, de refilón, los labios mayores de su vulva. Ella emitió un gemidito y volví a hacer otra pasada llegando un poco más lejos, más adentro, percibiendo una humedad que seguro que no era del protector. Mi sexo estaba para entonces también húmedo y mis pezones se habían puesto duros. Justo entonces volvía a la arena el grupo de adolescentes que estaba cerca de nosotras. Vi que la chica se había bañado sin la braguita del bikini, seguramente para no llevarla mojada. Era algo mayor que nosotras, un poco regordeta, pero tenía unos pechos muy bonitos y era bastante mona de cara. Los chicos venían pegándose en broma y dando brincos, con sus penes  encogidos por el baño. Dos de ellos eran altos y musculosos, realmente atractivos. Entre lo que veía y lo que estaba tocando me sentía bastante encendida. Me hubiera gustado masturbarme, en aquel preciso momento, o mejor que me hubiera masturbado uno de aquellos chicos. O quizá…


Aparté todos estos pensamientos y me tumbé en mi toalla, boca abajo. Apoyé mi cabeza en los brazos cruzados e intenté recordar cuántos temas tenía que estudiar para la convocatoria de septiembre. Entonces noté cómo Elsa se sentaba a horcajadas en mi culo, diciendo:

-Ahora te toca a ti.

Me cubrió toda la espalda de aceite y empezó a masajearme las cervicales, con energía pero delicadeza. Sentí un escalofrío bajando por la columna.

-¡Qué bien lo haces, no sabía que sabías dar masajes! -le dije.

-Tengo muchos golpes secretos -contestó.

Entonces giré mi cabeza hacia el otro lado y vi que había dos chicos del grupo cercano tumbados boca abajo y observando atentamente lo que estábamos haciendo. Me volví para mirar a Elsa, retorciendo el cuello, y la vi allí despatarrada sobre mi culo, con el cuerpo lustroso de aceite, las mejillas arreboladas y los ojos brillantes. Me preguntó:

-¿Por qué sonríes?

-Porque estás muy guapa y hay un par allí que no se pierden detalle.

-Me da igual, que disfruten los pobres…

Pensé que tenía razón, así que decidí cerrar los ojos, olvidarme de todo y relajarme. Elsa cogió más aceite y me lo puso en manos y brazos, bajando luego por los costados hasta mis caderas. Al hacerlo rozó la parte lateral de mis senos, que estaban aplastados contra la toalla. Me pregunté si se habría dado cuenta pero me di por contestada cuando repitió el movimiento a la inversa (desde las caderas hasta las manos) e introdujo los dedos por debajo de mis pechos, hasta casi tocarme los pezones. Luego repitió los dos movimientos varias veces pero mucho más lentamente y sin esquivar el pecho. Después volvió a las cervicales y me masajeó toda la espalda con más presión.

-¿Te hago daño? –preguntó.

-¡No, al contrario!

Se corrió hacia atrás y quedó entre mis piernas, me cogió de los tobillos y me las separó con desfachatez. Sentía mi sexo expuesto al aire y a su mirada. Al amasarme el culo mis caderas iban adelante y atrás y mis partes se restregaban contra la toalla. Cogió más aceite y empezó a hacer pasadas desde la cintura a la punta de los pies.  Me acariciaba la parte externa de las piernas y los pies al bajar y la interna al subir. Cuando llegaba a mi sexo no se cortaba y deslizaba los pulgares  por los labios de la vulva. Como antes en la espalda, cada vez iba más lenta y se recreaba más en los movimientos. Cuando sus manos iban subiendo lentamente por la parte interior de mis muslos sabía que me iba a tocar allí , como inadvertidamente, y la espera era angustiosa, a la vez que deliciosa. Mi respiración era intensa y mi corazón latía acelerado. Cada vez estaba más húmeda. Me sentía fundida y rendida bajo sus manos. Oí la pedorreta del tubo de aceite, que Elsa se ponía en una mano, y, de pronto, pareció leer mi pensamiento y empezó a tocarme donde más lo deseaba. Me untó todo el sexo, sobre todo por fuera pero introduciendo un poco el dedo corazón, deslizándolo suavemente de atrás a adelante hasta rozarme el clítoris, por unos segundos. Creí que me moría de gusto.

-¿Me estás metiendo mano? –le dije, arrepintiéndome al instante porque, en el fondo, quería que siguiera.

-También hay que proteger eso.

-Pero ya me había puesto yo –añadí, estúpidamente.

-Sí, pero así es más divertido.

Me giré y la miré intrigada para ver qué cara ponía. Se expresión era pícara. Pero al verme seria se puso también seria y, sin decir nada, se incorporó y se tumbó a mi lado, en su toalla.


Estuvimos calladas, tomando el sol, yo boca abajo y Elsa boca arriba. Se oía el rumor de las olas rompiendo en la orilla y el de las copas de los pinos al ser agitadas por un ligero viento. La excitación ya había cesado y mis fluidos habían dejado de correr pero mi cerebro seguía confuso. Elsa se había mostrado atrevida y a mí me había deleitado. Pero era una chica y era mi amiga y nunca había pensado que me pudiera atraer físicamente. Y ella tampoco había dado señal alguna, hasta entonces. ¿Bastaba con quitarse un diminuto trozo de tela para que todo cambiara así?

-¡Qué calor hace!, ¿no? ¿Nos vamos al agua? –me preguntó. Asentí y me incorporé para ponerme el tanga-. Deja eso, no seas tonta –advirtió, ya de pie.

Sin darme tiempo a pensarlo mucho me cogió de la mano y me levantó. Nos soltamos el pelo, que nos habíamos recogido para broncearnos, y caminamos hacia la orilla en cueros. Ahora sí que me sentía observada por todo el mundo. Nuestros vecinos, desde luego, se volvieron al vernos pasar, incluida la chica. Hasta los gays nos miraban curiosos. Supongo que no solía verse a chicas tan jóvenes por esa playa. Y, aunque me esté mal el decirlo por la parte que me toca, ya éramos dos adolescentes bastante apetitosas. Me zambullí en seguida para acabar con el bochorno. Elsa entró en el agua más calmosa, detrás de mí. Nadamos un poco, mar adentro. Sentí el agua deslizándose por todo mi cuerpo, también por mi rajita, y resultaba muy gustoso. No notar ningún contacto de ropa sobre la piel producía sensación de libertad, sobre todo en el agua. Nos quedamos flotando, una frente a otra, en medio de la nada, de un silencio sólo quebrado por algún chapoteo. El agua estaba limpia y trasparente y veía el cuerpo morenísimo de Elsa, con su falso bañador rutilante, agitando las piernas ligeramente para no hundirse. Desde que me había tocado el sexo apenas habíamos intercambiado unas pocas palabras. Suspendidas en el mar, en aquel paisaje tan tranquilo, la tensión entre nosotras era evidente.

-¿Estás enfadada conmigo? –preguntó.

-No, ¿por qué?

-Porque te acaricié antes, al darte el aceite.

-No.

Se quedó callada, mirándome, esperando que dijera algo más.

-En el fondo me gustó. Sólo es que no me lo esperaba. Yo… nunca…

-Nunca te había tocado una chica ahí , ¿no?

-No, ni ahí ni en ninguna parte, menos en la espalda, cuando me pones aceite en la playa… ¿Tú te has enrollado con alguna chica?

-A mí me van los chicos pero este curso, con una compañera… Me quedaba a dormir en su casa, para estudiar y… Bueno, yo iba a su cama, nos fumábamos un porro, nos quitábamos la ropa… Ya sabes, trasteábamos en Internet y nos reíamos mucho. Acabábamos muy calientes y nos masturbábamos, primero cada una a sí misma, hasta que un día nos lo empezamos a hacer mutuamente.

-¿El qué?

-Pues el dedito, ya sabes…

Ella estaba ahora muy seria, como avergonzada. Yo estaba callada pero no escandalizada, más bien excitada. Añadió:

-Pero yo  quiero ser amiga tuya, no temas que me vaya a abalanzar sobre ti.

Nadé hasta ella y le di un beso en los labios, justo un piquito. Fue mi manera de decirle que no estaba preocupada y que no iba a dar un bote al menor contacto físico. Le dije:

-No tengo ningún miedo, no te preocupes.

Y fui nadando hacia la orilla, repitiendo mentalmente mi última frase, pensando si había zanjado el tema, tranquilizándola, o si había sido ambigua. Salí y me tumbé en la toalla, boca arriba. Daba mucho gusto tomar el sol completamente empapada. Elsa vino en seguida y se tumbó también.


El sol picaba muchísimo y hacía rato que nos habíamos secado por completo. Elsa dijo:

-¿Te apetece una Coca-Cola?

Le dije que sí. Cogió un pequeño monedero y se levantó.

-¿Vienes al chiringuito?

Estaba tan asada que pensé que me iría bien moverme y le dije que “vale”. Me levanté y cogí el tanga para ponérmelo pero Elsa dijo:

-No, vamos así.

-¿Estás loca?

-Vamos, todo el mundo lo hace.

Eso era parcialmente falso. El chiringuito estaba en la otra cala y la gente que iba desde la zona nudista solía ponerse un pareo, una camiseta o el bañador, supongo que más por no molestar a los textiles que por decoro. Pero de vez en cuando sí veías pasar a alguien desnudo, comprar algo y volverse a su playa. “Mira ese ”, decía mi padre… Y movía la cabeza reprobatoriamente. Vacilé un instante y Elsa aprovechó para quitarme el tanga de la mano y tirarlo a la toalla, cogerme de la otra y arrastrarme unos pasos. Cedí otra vez. Seguimos caminando así, cogidas de la mano y, aunque era lo más normal, me daba morbo, porque parecíamos una pareja e íbamos en pelota picada. Al llegar a la otra cala aceleré el paso, inconscientemente. Elsa me refrenó, diciendo “no tenemos prisa”.

Mucha gente nos miraba pero creo que Elsa estaba disfrutando de la exhibición. Y a mí me estaba empezando a no importar. Cerca de las rocas había unos conocidos, una pareja de cincuentones muy pesados que a veces se acoplaba a nuestros padres. Sus caras, al vernos, eran un poema. La mujer se giró para otro lado, disimulando, pero el marido nos escrutaba, babeante, y le saludamos con nuestra mejor sonrisa. Al dejarlos atrás Elsa me miró y nos partimos de risa. El señor del bar, que también nos conocía, nos dio las latas, bien fresquitas, y unos snacks y nos lanzó un piropo. Su mujer lo fulminó con la mirada.

Mientras bebíamos y comíamos sentadas en las toallas Elsa me miró y dijo:

-Se está bien así.

-¿Sin bañador?

Asintió. Yo añadí:

-Sí, creí que nunca me atrevería pero, en realidad, no pasa nada y se está superbién.

-Podríamos venir a esta cala cada día, ¿no?

-Por mí vale pero cuando vuelvan los viejos, ¿qué?

-Alguna vez tendrán que madurar…

Soltamos las dos una carcajada.


Después de un baño rápido nos pusimos de nuevo a tomar el sol. Ahora las toallas estaban en L y, al ponerme de espaldas, veía de costado todo el cuerpo de Elsa, extendido boca arriba. Ella escuchaba música del móvil, por los auriculares, con los brazos estirados junto al tronco y las piernas también estiradas y algo abiertas. Respiraba pausadamente, quizá durmiendo. Desde que me había acariciado la entrepierna no podía evitar apreciarla de otra manera. Como imaginando cómo la debía ver un chico. Veía sus labios abultados, entreabiertos, su nariz pequeñita y sus largas pestañas descansando sobre unos pómulos marcados… Su pecho subiendo y bajando lentamente, la piel suave y tostada en sus hombros, moteada de algún grano de arena blanquísimo, los senos pequeñitos y tersos, con dos pezones rosados de aspecto aterciopelado, que formaban un sutil escalón al comenzar la aureola… Veía subir y bajar su ombligo en medio de un vientre prieto, como un valle de tierra oscura flanqueado por las colinas de las costillas y las caderas, que tensaban su piel sin un gramo de grasa. Al final de aquel valle una negra punta de flecha parecía señalar la ubicación del tesoro, que yo había rozado antes. Tenía el vello púbico cortito, aún mojado por el baño y pegado a la piel, enmarcado por el triángulo blanco que, al ocultarlo al sol, había dejado el tanga. Alrededor del triángulo se distinguía la marca más grande del bikini, en un tono más oscuro. Sus piernas, delgadas pero fuertes, concluían en dos pies de dedos cortos y uñas chatas, un poco de niña, que parecían helados de nata y chocolate, con el empeine tan negro y las plantas tan claras… Donde nacía el dedo corazón del pie derecho llevaba tatuado un sol de rayos ondulados, no más grande que una canica. Elsa abrió los ojos y se giró hacia mí, vio que la miraba y me sonrió afectuosa, con una sonrisa que te desarmaba. ¿No sentía ganas de juntar de nuevo esos labios con los míos y de acariciar ese cuerpo por todos lados?

-¿No tienes hambre?, ¿vamos para el apartamento? –preguntó.

Le dije que sí. Nos pusimos el tanga, recogimos las latas y todo lo demás y nos fuimos hacia la ducha que había en la cala de al lado, para no llevar la arena a casa. Tuvimos que hacer cola porque a esa hora se iba mucha gente y todo el mundo quería remojarse. Ocupamos los dos puestos de la ducha, que era doble, rotando e inclinándonos para rociarnos todo el cuerpo, concitando la  atención de los que esperaban. Elsa estiró la cintura del tanga con las dos manos haciendo que el agua le cayera en el pubis. Y después, no satisfecha, se lo bajó hasta la mitad de los muslos para limpiarse bien, quedando su sexo completamente expuesto. Yo exclamé “¡Elsa!” y ella me miró alzando los hombros, como diciendo “no pasa nada”. Pero sí pasaba, por lo menos en la cola de la ducha, donde la gente la observaba con estupor. Y ella no se estaba apresurando, precisamente. Separaba sus nalgas con las manos para que el agua llegara hasta lo más recóndito y luego daba media vuelta y se abría los labios de la vulva con dos dedos para eliminar el protector solar y todo rastro de arena enganchada. No sé si era exhibicionismo o pachorra, porque se comportaba como si estuviera en la ducha de su casa. El primero de la cola era un niño de diez u once años, que estaba aprendiendo anatomía a marchas forzadas. Detrás, entre otros, había dos señores maduros que la examinaban detenidamente, no exactamente como a una nieta. Entonces Elsa se quitó el tanga del todo y se puso a enjuagarlo con el chorro del agua. Yo estaba indignada por su descaro pero también admirada. La veía allí de pie, desnuda, reluciente por el agua que se deslizaba por su cuerpo reflejando el sol abrasador que caía a mediodía, con la melena empapada, las piernas un poco separadas, los pezones erectos por el agua fría… Por fin acabó y dejó la ducha libre. Mientras yo la esperaba, vestida ya con el tanga y la camiseta de tirantes, ella se secó con la toalla con cachaza, bajo el escrutinio de la cola. Al acabar se puso las sandalias y la toalla anudada bajo las axilas, como si fuera un vestido minifaldero.

-¿Vamos? –preguntó ufana.

-¿No te vas a vestir? –repliqué, sin esperanza.

-Si estamos aquí al lado…

Y tenía razón. El apartamento estaba a unos diez minutos. El camino atravesaba un pinar umbrío donde siempre te cruzabas con gente en bañador, camino de la playa. Elsa me cogió de la mano, balanceándola contenta, mientras yo le daba al coco, desconcertada e inquieta.


Al llegar a la casa Elsa se quitó la toalla y la tendió en una cuerda del jardín. Entró desnuda en la cocina, donde yo estaba empezando a hacer una ensalada y me preguntó si me importaba que se fuera duchando. Le dije que no. Preparé la comida y la mesa que había afuera, en el césped. Elsa vino fresquita y radiante, descalza y con las tetas al aire, con una braguita blanca muy pequeña, que destacaba su piel especialmente bronceada en el vientre. Había oído cómo se secaba el pelo y ahora lucía su melena negra, espesa, un poco ensortijada, que le caía algo por debajo de los hombros.

-¿Te importa que coma así? ¡Hace tanto calor! –preguntó.

-Claro que no me importa. Ve picando algo que me ducho en un segundo.

Al volver al jardín Elsa estaba escribiendo algo en el móvil. Yo también me había secado el pelo y puesto guapa. Llevaba un bikini negro minúsculo, que mi madre no me dejaba lucir en la playa porque decía que me asomaban los pelillos del pubis. No sé por qué, esperaba un cumplido pero no dijo nada. Comimos la ensalada y unos trocitos de salmón a la plancha. Le dije a Elsa que estaba un poco agobiada porque llevábamos tres días sin coger los apuntes.

-Pues esta tarde vamos a darle caña –proclamó-. Ve por las cosas mientras friego los platos.

-Ya te ayudo.

-No, tú has hecho la comida. Y es un momento.

-¿Estudiamos aquí?

-Por mí, sí.

La casa no era muy grande ni muy lujosa pero tenía dos plantas y un pequeño jardín en la parte frontal, un parterre de unos treinta metros cuadrados con algunos rosales, y un cerezo y una palmera que daban algo de sombra, ideal para esos días de mucho calor. Era un rincón agradable, protegido por un seto de los curiosos, y siempre hacíamos vida allí.

Volví de mi habitación con las carpetas, uno bolis y mi portátil. Elsa se había puesto con el suyo, tumbada en una toalla de playa y me había preparado una al lado. Se había quitado las bragas.

-¿Seguimos con el nudismo? –le pregunté, divertida.

-Me he puesto al sol, a ver si se me va quitando la marca del bikini.

Me tumbé en la toalla y le di una palmada en el culo, añadiendo:

-Me parece muy bien.

Estuvimos un buen rato calladas, cada una absorta en sus apuntes. Sólo se oía el zumbar de algún insecto y el tecleo en el portátil, cuando consultábamos algo. Yo tenía dos exámenes, de lengua e historia. A Elsa también le habían quedado un par, pero no eran las mismas asignaturas.  De vez en cuando me hacía gracia mirarla, tan concentrada. Estaba tumbada boca abajo y apoyada sobre los codos, chupando el boli y doblando a veces una pierna, con la sombra del cerezo cayendo sobre su cuerpo desnudo, estampándolo a manchas, como si fuera un felino.

-Voy por un zumo, ¿quieres uno? La vitamina C va bien para la memoria –apuntó.

No sé de dónde había sacado eso pero le dije que “vale”. Fue hacia la casa, sin calzarse y subiendo los tres escalones con saltitos ligeros, con su culito prieto dando una leve sacudida a cada paso… Volvió con el zumo y dos vasos en una bandeja. Me senté, arqueé la espalda y estiré los brazos, desanquilosándome. Elsa se puso de rodillas detrás de mí, sin decir nada, y empezó a masajearme las cervicales. Apretaba fuerte pero sabía dónde poner los dedos. Me hizo sentir escalofríos, como en la playa.

-¡Dios, qué gusto! ¿Cómo se te da esto tan bien? –pregunté.

-Mi madre hizo un curso de quiromasaje cuando se quedó en el paro y como practicaba conmigo yo también aprendí bastante. ¿Quieres que siga?

-¡Sí, porfa!

Volví a sentir sus manos sobre mí, ahora haciendo pases más largos, hacia la zona lumbar. Noté cómo me desataba la parte de arriba del bikini. Le ayudé a quitármelo. Pasaba sus pulgares a lo largo de mi columna, subía y bajaba, a veces con la mano extendida y a veces con el puño cerrado.

-Estás muy tensa… ¿Quieres tumbarte y que te dé un masaje completo, en todo el cuerpo?

-Qué matada para ti, ¿no?, con este calor…

-No, me gustaría hacerlo, hace tiempo que no doy uno.

¿Quién hubiera podido rechazar esa propuesta? Sólo con el de la espalda ya estaba flotando. Y lo de “todo el cuerpo” sonaba tan prometedor, sobre todo recordando lo que había pasado por la mañana… Pensé “no hagas como antes, déjate ir y que llegue donde quiera”. Le dije:

-Bueno, venga.

-¡Qué guay! Espera que traigo unas cosas.

Se levantó y se metió en la casa a toda prisa, su culito otra vez boing, boing, boing . Yo me sentía expectante y excitada. El corazón me latía a toda marcha. No sabía si quería alcanzar un estado de total relajación o todo lo contrario. Intenté volver a los apuntes pero se me mezclaba la Restauración con el predicativo. Empecé a deambular por el jardín mirando hacia la casa, deseando que apareciera Elsa. ¿Qué “cosas” había ido a buscar?, ¿ropa? Esperaba que no se hubiera puesto nada, para que me diera el masaje tan desnuda como había ido todo el día.

Pero en seguida volvió, con unas toallas blancas y un tubo en una mano y una estera enrollada bajo el brazo. No se había vestido. En un instante lo montó todo: extendió la estera, puso la toalla de playa encima y dobló las otras más pequeñas en la parte de la cabeza y las caderas.

-¿Qué es ese líquido? –le pregunté.

-Es un aceite esencial. Lleva jazmín, lavanda, sándalo… Te dejará hidratada, suave y perfumada, lista para el amor.

No podía creer que hubiera dicho eso. Repliqué:

-Entonces tendremos que salir a ligar.

-Claro. O igual no.

¿Cómo? Cada vez estaba más perpleja. No sé qué cara debía estar poniendo. Elsa sonrió, desenfadada, mientras se crujía los dedos de las manos.

-Túmbate boca abajo –me indicó.

Acomodé la cabeza y el cuerpo sobre las toallas.

-Sube el culo un momento –dijo. Al hacerlo me despojó de la braga del bikini y quedé desnuda como ella. Se sentó sobre mí a horcajadas y me puso aceite en toda la espalda. Notaba sus nalgas suaves oprimir las mías y sus muslos pegados a mis caderas.

-Ahora relájate y no pienses en nada –añadió.

Empezó de nuevo con las cervicales y fue bajando por la espalda. Cuando me posó la mano en la nuca volví a estremecerme. Siguió con mis manos, primero las palmas, luego los dedos, estirándolos uno a uno. Al masajearme cada brazo lo apoyaba extendido en su esternón, para sujetar la extremidad y trabajarla con sus dos manos. En la parte baja de mi palma notaba la piel sedosa del nacimiento de sus senos y eso me ponía a mil. Cuando acabó con ellos me los hizo doblar hacia arriba y volvió a dar pases largos en la espalda, sin descuidar los costados, sin evitar acariciarme la parte lateral de los pechos apoyados contra la toalla. Se echó hacia atrás y me separó las piernas. Dejó caer el aceite por todo mi culo, también por la hendidura. Notaba como el reguero iba resbalando hacia mi sexo. Pero no dejó que cayera del todo porque empezó a extenderlo con pasadas fuertes, circulares, estrujándome las nalgas con las manos abiertas y deslizándome los dedos por la vulva, sin disimulo. Ya me tenía inflamada de placer, cuando me dobló una pierna y empezó con un pie. Lo hacía fuerte, clavando sus dedos, produciéndome una mezcla de cosquillas, dolor y alivio. Tras hacer el otro dejó caer el aceite sobre mis dos piernas y empezó a subir por ellas, haciendo movimientos transversales inversos con las dos manos. Mientras subía por los muslos esperaba con inquietud que llegara a rozarme el sexo. Pero ella no lo rozaba sino que lo acariciaba de pleno con el costado de su mano. Luego hizo pasadas largas desde los tobillos hasta la cintura, arriba y abajo, por fuera y por dentro. Cuando las hacía por dentro juntaba los pulgares, los introducía entre mis nalgas y los hincaba entre los labios de mi vulva, siguiendo luego por los muslos. Yo respiraba con intensidad y esperaba ansiosa la repetición del movimiento al revés, cuando subía las manos al cabo de unos segundos. Estaba completamente húmeda y deseando que aquello no acabara nunca. Me pareció oír  “date la vuelta” pero me sentía tan lánguida que no me decidí a moverme.

-¿Te das la vuelta, cariño? –repitió.

Giré sobre mí misma. Elsa recolocó las toallas y se arrodilló entre mis piernas.

-¿Te gusta, va todo bien? –preguntó.

Asentí con la cabeza. Sin más, empezó a derramarme aceite por el tronco, sin omitir los pechos. Luego echó dos chorritos en mis pezones, que empezaron a desparramarse desde la cúspide. Mi corazón estaba martilleando desbocado.

-Esta parte es la que se saltaba mi madre, cuando practicaba conmigo. Pero creo que es la más importante.

Empezó a deslizar las manos dulcemente, desde mis hombros hasta el abdomen pero sin tocarme los pechos, sólo contorneándolos. Luego con un dedo, como señalando, los rodeó dibujando los bordes de un bikini. Entonces me rozó los pezones, que ya estaban muy duros, con las yemas de los índices y por fin extendió sus manos por cada seno, muy lentamente, muy levemente, casi sin contacto. Ninguna chica me había tocado los pechos. Y ningún chico me los había tocado así. Después los acarició con más fuerza y los amasó con movimientos circulares, delicadamente. Bajó al vientre y subió hasta los hombros varias veces, ya sin eludir ninguna zona. Insistió con los pechos y me acarició los pezones con dos dedos y me los pellizcó suavemente. Me miraba seria, concentrada, con sus pezones también erectos, y yo me sentía derretir del gusto. A continuación se corrió hacia atrás, me puso aceite en una pierna y lo esparció con las dos manos. Luego hizo lo mismo con la otra, se añadió aceite a las manos y empezó a moverlas como antes por detrás, una contra la otra, desde los tobillos hasta las ingles. Me agarraba un muslo desde la rodilla y lo frotaba con las dos manos hasta la nalga, metiéndolas entre el culo y la toalla, como si lo estuviera modelando, pasando el lado de una mano y las puntas de los dedos de la otra por mi sexo, con desvergüenza.  Entonces me abrió aún más las piernas, cogió el aceite y dejó caer un chorrito sobre mi vulva. “Ya no hay marcha atrás”, pensé asombrada. Me separó los labios con una mano y con la otra extendió el líquido minuciosamente, morosamente, sin descuidar ni un milímetro. Mi respiración era pesada y se iba acelerando. Sentía ondas deliciosas recorriendo los nervios por mi entrepierna y por la columna. Introdujo el dedo corazón en mi vagina y fue subiendo poco a poco hasta alcanzar el clítoris. Noté cómo se tensaba cada músculo de mis piernas. Repitió el movimiento aún más lentamente y gemí.

-¡Elsa, abre! –se oyó de repente.


Sucedieron entonces muchas cosas a la vez o en un intervalo de tiempo muy corto, pero no sabría determinar el orden. De alguna manera, las manos de Elsa se retiraron de mi sexo en un movimiento eléctrico, yo cerré las piernas, vi la cabeza de un hombre asomar por encima del seto, Elsa se levantó, yo tanteé la toalla a mi alrededor, cogí el bikini y me lo puse no sé cómo, unas voces de niño gritaban “Elsa abre, Elsa abre”, otra de mujer decía “callad, pesados”, Elsa se alejaba hacia la verja del jardín, yo me moría de vergüenza…

Sentada en mi toalla vi cómo Elsa abría la puerta y entraban una pareja y dos niños. El hombre, el que se había encaramado a la verja, era de unos cuarenta y pico, delgado, con el pelo largo y gafas, y llevaba unas bermudas y un niqui. La mujer era más joven y algo gruesa, iba con coleta y también llevaba gafas, y vestía ropas holgadas, algo chillonas. Los niños, chico y chica, tendrían seis o siete años y no paraban de brincar. Todos sonreían y besaban a Elsa, que estaba tan tranquila, allí en medio, completamente desnuda.

Vinieron hacia mí, que me levanté con mi mini-bikini. Me ajusté la braga, pensando en lo que decía mi madre sobre el vello que me sobresalía.

-Mi tío Guille, ésta es mi amiga Laia. Mi tía Roser, mis sobrinos Natalia y Marcel –explicó Elsa señalando a unos y a otros. Me plantaron todos dos besos en las mejillas mientras me readaptaba a la situación. -Laia es hija de Bruna, la amiga de mamá.

-¡Ostras, Bruna!, ¿aún se ven? –dijo Guille-. ¿Eres su hija? Tu madre era muy guapa. Tú también lo eres.

-Gracias –respondí tontamente.

-¿Y no está mi hermana? –preguntó Guille.

Elsa les explicó que estaba de viaje con el resto de la familia y con la mía y que nosotras nos habíamos quedado para estudiar los exámenes de septiembre. Les invitó a tomar algo en la casa pero prefirieron quedarse en la mesa de la terraza. Me hizo un gesto para que la acompañara y fuimos a buscar refrescos a la cocina y a preparar un café para su tío.

-Vaya pillada, ¿no? –le comenté en la cocina.

-De fuera no se ve nada. Y no hacíamos nada malo.

-Tu tío estaba encaramado por encima de la valla. No sé desde cuándo.

-¿Sí? Bueno, él no es un carca como mis padres.

-Ya he visto que te da igual que te vean en pelotas.

-No le dan importancia. Para ellos aún soy una niña y en su piscina me han visto así toda la vida. Me voy a poner algo, de todos modos.

-Sí, yo también.

Bajé de mi habitación y Elsa estaba llevando el café y las bebidas. Yo me había puesto un short, una camiseta de manga corta sobre el bikini y unas sandalias. Elsa, en su onda, iba descalza y llevaba sólo una camiseta imperio blanca, finita, que apenas le cubría el culo y le marcaba los pezones. Por el movimiento suelto de sus nalgas bajo la tela intuía que tampoco se había puesto bragas. Estuvimos charlando animados mientras los niños jugaban a pelota. Guille era simpático y su mujer también, aunque más seria. Iban de vacaciones a la Bretaña, desde Barcelona, y habían pensado en parar en casa de su hermana, de camino, y saludar a la familia.

La tarde avanzó sin darnos cuenta. Guille era divertido, nos tomaba el pelo a su sobrina y a mí y Roser miraba al cielo, disculpándose. Guille preguntó si había alguna birra y Elsa se levantó a buscarla y trajo también una botella de vino para Roser, que no bebía cerveza.

-He encontrado este vino blanco, fresquito, no sé si es bueno –le ofreció.

Roser dijo que era bueno pero que no valía la pena abrirlo por ella porque tenía que conducir y no tomaría mucho. Pero Elsa le dijo que ella también bebería y me ofreció igualmente a mí. No me gustaba mucho el vino pero di un sorbo y me pareció fresco y sabroso.

-Invítame a un cigarrillo –le pidió a su tía. Roser le dio un pitillo y me acercó el paquete a mí pero yo lo rehusé porque no fumaba.

-¿Tú madre ya sabe que fumas y bebes vino o te estás aprovechando de tus inocentes tiitos? –preguntó Guille.

-Me estoy vengando porque me han dejado castigada sin viaje, para estudiar.

-No te creo. Tus padres no harían eso.

-Es verdad. Realmente no me apetecía ir, ni a Laia, y estamos muy bien juntas, a nuestro aire.

Y pensé en cuánta razón tenía, en lo bien que estábamos, conviviendo sin horario ni normas, las dos solas… Nos tomamos otra copa y Guille otra cerveza. Estábamos callados, a gusto, en medio de un completo silencio apenas rasgado por el gorjeo de las golondrinas, que delataba que la tarde iba cayendo. A través de la atmósfera húmeda llegaba el olor de la pinaza. Los niños estaban tumbados en el césped, dibujando en medio de mil juguetes. Elsa había puesto los pies sobre el asiento de la silla y se agarraba las rodillas con un brazo, fumando pensativa. Desde donde yo estaba, en la silla de en frente, veía los labios comprimidos de su sexo asomar abultados entre sus muslos.

-Guille, me acabo el pitillo y nos vamos, que nos queda mucha carretera aún –dijo Roser.

-¿No pensaréis llegar hoy a Bretaña? –preguntó Elsa.

-No, pero sí avanzar un trecho y ya dormir en Francia –precisó Guille.

-Es muy tarde, ¿no? Dormid aquí y salís por la mañana –propuso.

-Pero no pensábamos dar la vara, además creíamos que estaría la casa llena.

Todo el mundo calló. Yo estaba considerando que si se quedaban tenía que irme a dormir a la otra casa. Guille y Roser se miraron y se entendieron sin hablar, como hacen a veces las parejas.

-Vale, nos quedamos pero con una condición –dictaminó Guille–: os invitamos a cenar esta noche, a algún sitio que esté bien.

Quedamos así. Aprovechando que Roser ya no tenía que conducir tomamos una ronda más. Me sentía algo aturdida. Dije:

-Voy a casa a ducharme, que estoy pringosa.

Aunque en realidad lo que quería era despejarme. Roser se inclinó sobre mi brazo para olerlo y dijo:

-Disculpa pero hueles de fábula, llevo todo el rato pensándolo.

-Son los aceites esenciales de Elsa.

-Le estaba dando un masaje cuando llegasteis –aclaró ella.

-¿Das masajes, como mi hermana? Ella es muy buena –apuntó Guille.

-Pues yo soy mejor, que lo diga Laia.

-Elsa es muy buena pero no puedo comparar, su madre no me ha dado ninguno.

-Me tienes que dar uno a mí –añadió Guille- y yo dictaré sentencia.

-Cuando quieras.

Me levanté imaginando que, a su tío, Elsa no le iba a dar un masaje como a mí o su mujer los mataría. Guille dijo a los niños, que llevaban un rato muy tranquilos:

-Recoged los trastos y llevadlos donde os diga la prima, que tenemos que ir a cenar.

-Espera que subo y quito mis cosas de en medio –le dije a Elsa, pensando que colocaría a sus primos en el dormitorio de su hermano pequeño, que era el que ocupaba yo esos días. Roser captó la situación en el acto y dijo:

-Oye, no queremos causar molestias, no sabíamos que dormías aquí.

-No pasa nada, mi casa es la contigua, se ve desde aquí. Dormiré en mi habitación, divinamente.

-No te traslades, podemos dormir nosotros en el sofá, que he visto que es grande –dijo Guille.

-Hey, ¿qué pasa?, ¡que la anfitriona soy yo!, ¿no? –protestó Elsa–. Vosotros vais al dormitorio de mis padres, los niños al de mi hermano y Laia puede dormir en el mío, que por una noche no nos pelearemos.

Me quedé callada, ridículamente azorada, porque dormir en la habitación de Elsa era dormir en la cama de Elsa, ya que no había otra, y era dormir con Elsa… Aunque dos amigas durmiendo juntas no era nada excepcional y se suponía que no me tendría que inquietar… Pero ella tomó la iniciativa, como siempre, me cogió de la mano y dijo:

-Venga, vamos a mover tus cosas.

Al entrar en la casa me soltó la mano y al subir las escaleras, detrás de ella, veía asomar el final de su culo, con los pliegues glúteos apareciendo y desapareciendo bajo su corta camiseta, como dos sonrisas burlonas.

Lo que tenía en casa de Elsa eran, sobre todo, libros, fotocopias y apuntes para estudiar. De ropa sólo había llevado algún bañador, bragas y poca cosa más. Por eso ella me dijo que lo trasladáramos todo y lo recolocamos rápidamente, en silencio. Elsa se sacó la camiseta y cogió una toalla.

-¿Te vienes a duchar? –me preguntó. Volvió a descolocarme. Siempre hacíamos turnos en el cuarto de baño, por lo que no sé si me estaba proponiendo que nos ducháramos juntas. Le dije:

-No, ya voy a la otra casa. Tengo que ir igualmente porque aquí no tengo ropa.

Dijo “vale” y se alejó desnudita por el pasillo, con la toalla en la mano. Y yo me fui a mi casa con el omnipresente cuerpo de Elsa invadiendo y nublando mi mente.


Me duché en diez minutos y me puse un vestido corto de viscosa que aún no había estrenado. Era beige, casi blanco, de tirantes, con encaje en la parte superior y la cintura entallada. Me calcé unas sandalias planas, de tiras trenzadas muy estrechas, que dejaban todo el pie descubierto. Me miré en el espejo de cuerpo entero, dando varias vueltas sobre mí misma. Llevaba el pelo suelto, lacio, dorado por el sol, y el vestido claro, que quedaba por la mitad del muslo, resaltaba la piel bronceada de mis hombros, brazos y piernas. Me sentía atractiva y lanzada. No dejaba de pensar en Elsa y en el torbellino de sensaciones que había sido todo el día. Me quité el sujetador por debajo del vestido y vi que se marcaba el pecho pero sin resultar escandaloso. Me apreté el vestido a las piernas y se dibujaban las bragas contra la tela. “¿Me atrevo?”, pensé. Y me las saqué también. Giré otra vez como una peonza para ver si se vislumbraba el vello púbico pero parecía que no porque la falda no era tan corta. Sería mi secreto. Pero el saberlo me resultaba excitante. Me acaricié los pezones bajo el vestido. Me introduje un dedo en la vagina, ahora libre, y noté lo húmeda que me había puesto. Me hubiera gustado acariciarme pero debían estar esperándome.

Crucé de jardín a jardín, saltando, como siempre, una cancela que los separaba sobre la caseta de los contadores y entré en el salón. Elsa y Guille estaban sentados serios y callados, ella en el sillón y él en el sofá.

-¿Ocurre algo malo? –pregunté, viendo sus semblantes.

-No es nada grave –respondió Guille-. Los niños se han puesto mal de la barriga. No podremos ir a cenar.

-De eso nada –exclamó Roser, que en ese momento bajaba por la escalera-. Me quedo yo con ellos y os vais vosotros.

-¿Cómo están? –inquirió Elsa.

-Pues les ha sentado mal algo de la comida. Hemos ido a un self-service en la autopista y habrán pillado algo en mal estado o se han empachado.

-Me quedo con ellos, llévalas tú a un sitio chulo, que conduces mejor –dijo Guille.

-Ni hablar, cuando están así quieren a su mami con ellos y, además, tú eres muy impaciente. Lleva tú el coche pero ve con cuidado. Y no bebas nada.

-Pero si no salimos no pasa nada. Tenemos comida y de todo… -dijo Elsa.

-Claro, tampoco pensábamos salir –añadí yo.

Pero Roser insistió: ¿por qué quedarnos todos velando si tampoco era nada serio? Elsa la acompañó a la cocina y le explicó dónde estaban las cosas, para que picara algo. Guille estaba con su tablet buscando algún restaurante porque nosotras no conocíamos ninguno que no fuera de batalla .

-Hay un par de sitios en la carretera que va hacia Malgrat. Si tenéis seguro de vida podéis montaros conmigo y os llevo –bromeó. Siempre conducía Roser porque él era muy despistado y no le gustaba nada coger el volante. Pero lo cierto es que nos apetecía mucho salir y, además, él estaba exagerando. Elsa se despidió de sus primos y salimos. Mientras Guille iba por el coche, que habían dejado algo lejos, Elsa me miró de arriba a abajo y, ahora sí, me dijo:

-Estás guapísima.

-Tú también –repliqué.

Y no tuve que mentir. Elsa iba sencilla pero estaba arrebatadora. Vestía un top calado de  punto, más corto por delante que por detrás, color crudo, con tirantes y un gran escote, unos tejanos oscuros ceñidísimos, de cintura baja, y unas bailarinas negras muy abiertas. Todo su abdomen, bien tostado, quedaba al descubierto. Llevaba el pelo recogido en una coleta pero le caía un mechón ondulado por un lado y se había delineado el contorno de los ojos. De súbito, me puso una mano en cada teta y, oprimiéndolas suavemente, exclamó:

-¿No llevas sujetador?, ¡así me gusta! –Y añadió–: Yo tampoco.-Y mientras lo decía se levantaba el top mostrando sus pequeños pechos perfectos.

-¡Para, va a aparecer tu tío!

Guille, no obstante, aún tardó un rato, quizá porque se hizo un lío con las estrechas calles de la urbanización. Llegó, por fin, nos espetó un “¡niñas, al lío!”para que montáramos y nos fuimos.


El restaurante que había encontrado estaba muy bien. Como la noche era cálida escogimos una mesa en la terraza, que se asomaba al mar excavada en la roca, junto a una pequeña cala. Compartimos un pica-pica de pescado, muy rico, y yo pedí lubina al horno. Guille se interesó por nuestros estudios y preguntó hacia dónde los queríamos orientar más adelante, y nos explicó brevemente en qué consistía su trabajo, algo muy aburrido sobre colecciones y tendencias en una editorial. La conversación se animó con la segunda botella de vino, que la camarera sirvió frunciendo el ceño porque nos debía ver muy crías. Nosotras habíamos empezado con Coca-Cola pero el Viña Esmeralda que bebía Guille, “un Penedès blanco, afrutado”, nos dijo, estaba muy bueno y nos pasamos al alcohol. Le pregunté a Guille si conocía mucho a mi madre.

-La conocí de adolescente. Mi hermana tenía un año más que yo y era muy sociable, siempre traía amigas a casa. Yo era muy tímido y no salía mucho, y siempre las veía. Tu madre era alta y rubia y me intimidaba bastante porque era muy guapa. Pero también era de las más majas y me llevaba bien con ella.

-Yo no soy tan rubia. Son los genes paternos.

-Pero eres más guapa que tu madre –interpuso Elsa.

-Bueno, ella ya es mayor.

-Vaya, ¡gracias!, yo tengo casi su edad –ironizó Guille-. Ahora debe hacer veinte años que no la veo pero de joven era preciosa. Tú te pareces pero eres como una versión mejorada –me dijo. Hice una mueca.

-Ahora no eres nada tímido, tío, ¿cómo es que entonces lo eras?

-La adolescencia es una época fascinante pero también dura. Yo tenía compañeros más fuertes, más altos, y un montón de complejos. En cambio vosotras no debéis tener problemas. Los chicos os comerán de la mano.

-¿Qué significa comer de la mano ? –preguntó Elsa.

-Que podéis hacer con los chicos lo que queráis porque estáis muy buenas.

-¡Bah, no te creas! –replicó Elsa-. Estamos bastante aburridas, por aquí.

-¿No salís con chicos?

-¿Qué chicos? –repliqué yo.

-No conocéis porque debéis estar siempre en la playa con la familia. Deberíais hacer vacaciones por vuestra cuenta.

-Si te oye mi madre… -advirtió Elsa.

Guille se sirvió otra copa y nos puso también a nosotras. Elsa se inclinó sobre él y, diciendo “qué desastre eres”, le quitó con la servilleta un trozo de comida que se le había enganchado en el labio y le limpió la mancha que había dejado. Mientras lo hacía vi el pezón del pecho izquierdo de Elsa aflorando por el escote amplio de la blusa y vi también la mirada de Guille dirigirse hacia allí. Aunque era un atisbo fugaz de algo que antes podíamos contemplar a placer, daba bastante morbo. Guille preguntó con una sonrisa boba:

-¿Entonces no tenéis novio?

-Eso es muy personal –contestó Elsa-. Si te respondemos tú también tienes que responder a algo así.

-¿Cómo qué?

-Uuuhm… ¿follas mucho con Roser?

-Vale. Menos de lo que me gustaría. Pero los niños te agotan.

-Eso es muy vago –objetó, sin rendirse, Elsa.

-Una vez por semana. No, algo menos. Dos o tres veces al mes. Menos en vacaciones, que… Pero basta, os toca a vosotras.

-Yo no tengo novio –atajé.

-Yo no tengo novio pero le tengo echado el ojo a alguien –repuso Elsa. Me dejó intrigada porque no me la había contado.

-¿A quién? –inquirió Guille.

-¡Un momento! Si vamos a jugar al juego de la verdad hemos de poner unas normas –propuso ella-. Tú preguntas lo mismo a las dos y luego cada una te hace una pregunta a ti. No se puede mentir ni dejar de contestar.

-Me parece bien –dijo Guille.

-Y a mí, pero esperad que tengo que ir al lavabo –añadí.

Los servicios eran grandes y lujosos, con un espejo que ocupaba toda la pared. Cuando salí de mi cubículo encontré a Elsa retocándose el peinado. Mientras me lavaba las manos me dijo:

-¿Has visto cómo te desnuda con la mirada?

-¿Quién?

- ¿Quién? Mi tío.

-Pero si me lleva treinta años.

-¿Y qué?, a todos los tíos les gustan las bollicaos.

-Pues yo creo que era a ti a quien le miraba las tetas.

-¿Se me ven? –preguntó estirándose el top hacia abajo y haciendo aparecer los pezones por el escote.

-No, si no te inclinas.

-Me divierte provocarlo.

-Pero es tu tío. Y Roser es un encanto.

-Es sólo un juego –dijo, mientras yo me agachaba a recoger una toalla de papel que había caído al suelo-. ¡Anda, guarrilla, si no llevas bragas!

-Sí llevo –mentí.

Pero Elsa se pegó a mí y me palpó por debajo del vestido, con una mano la cintura y con la otra el sexo. Me sonrió maliciosa y se marchó sin decir nada.

Ya en la mesa nos estaba esperando una tercera botella de vino.

-¿Nos quieres emborrachar? –preguntó Elsa.

-¿Esa es tu pregunta? –replicó Guille.

-No –dijo Elsa. Y añadió, haciendo una pausa-: Es ésta: ¿sabes quién no lleva ropa interior en esta mesa?

Miré a Elsa con ganas de estrangularla. Guille me observaba socarrón.

-Ninguna lleváis sujetador y, por la cara que ha puesto, supongo que Laia tampoco lleva bragas.

-Es correcto –respondió Elsa con regocijo. Yo contraataqué:

-Me toca a mí. ¿Le estabas mirando las tetas a Elsa cuando te ha limpiado la boca?

-Sí, pero es inevitable. Todo el mundo lo haría.

Callé, otorgando . Bebimos mientras él parecía planear su siguiente turno.

-¿Sois vírgenes?

Elsa y yo nos miramos, atónitas.

-¡Cómo te pasas! –dijo ella.

-Sin mentiras y sin renuncios. Son tus reglas… -advirtió Guille.

Elsa precisó:

-Si lo que cuenta es la penetración con el pene por un chico, soy virgen. Espero que no por mucho tiempo.

-Yo estoy igual –añadí escuetamente.

-¡Brindemos por el fin de ese estado! –levantó la copa Elsa. Choqué la mía y su tío hizo lo propio con expresión de guasa. Elsa le preguntó:

-¿Te masturbas?

-Se puede preguntar por temas no sexuales, también –protestó Guille.

-Ya, como haces tú, ¿no? Venga tío, ¿te haces muchas pajillas?

En ese momento vino la camarera a retirar platos y tomar nota de los postres. No sé si había oído a Elsa pero estaba muy seria. Las chicas le encargamos una tarta de chocolate para compartir -eso se pone en las caderas- y Guille sólo un café. Cuando se alejó la camarera confesó:

-Alguna que otra. ¿Y vosotras?

-No, le toca a Laia.

Supongo que el Viña Esmeralda estaba surtiendo su efecto, porque me sorprendí preguntando:

-¿Te masturbas con internet, con revistas, pensando en tu mujer o en otras chicas?

Elsa dijo “guau” y brindó con mi copa, posada en la mesa.

-Vale –dijo Guille–. Sobre todo pensando en otras chicas, en fantasías… Nadie se hace pajas pensando en su pareja. Mi pregunta es la de antes, ¿la recordáis?

-¿Si nos masturbamos nosotras? –dijo Elsa–. Yo lo hago constantemente. Una vez al día, por lo menos.

-Yo también –reconocí, lamentablemente poniéndome roja. Trajeron el café y nuestro postre y mientras lo paladeábamos hubo una tregua. Pero notaba la excitación en el rostro de Elsa y también en su tío. Al acabarse el vino Guille preguntó si queríamos más y le dijimos que no, y él se pidió un gin-tonic.

-Todos los puretas bebéis gin-tonic –acusó Elsa.

-Está bueno –respondió Guille. Cuando se lo sirvieron añadió-: Es de G'Vine, una ginebra deliciosa. ¿Queréis probarlo?

-Dame un sorbo –pidió Elsa. Pero bebió un buen trago. Me pasó la copa y también bebí. No me gustó nada. Mientras bebía Guille, Elsa preguntó:

-¿Le has puesto los cuernos a la tía alguna vez?

Su tío ni se inmutó.

-Una vez. Pero ella lo sabe porque lo hablamos y está olvidado.

Nos quedamos los tres serios.

-¿Laia? –me azuzó Elsa, recordando que me tocaba a mí. Denegué con la cabeza. Guille nos pasó el gin-tonic y bebimos de nuevo. Sentía el restaurante girar en torno a mí. Elsa tomó mi turno y preguntó:

-¿Te acostarías con una niña de quince años?

Guille no se descompuso y contestó:

-Ni de quince ni de treinta ni de cincuenta. Estoy con Roser y no voy a engañarla más.

-¿Pero si estuvieras soltero? –insistió.

-Quizá –dijo. Y se la quedó mirando, no sé si desafiante. Ya no me sorprendía nada-. Ahora me toca a mí. ¿Os lo habéis montado con alguna chica?

-Eso es lo que os pone a los tíos, ¿no? –observó Elsa-. Pues si te da morbo, ¡felicidades!, yo sí me lo he montado con una chica. –Su tío asintió varias veces.

-Yo no –dije maquinalmente. Y sin pensar, inquirí-: ¿Te atrae Elsa?

Elsa soltó una carcajada encorvándose sobre la mesa.

-¿Qué voy a decir?, ¡es mi sobrina! Siempre ha sido un bellezón –respondió, apurando su copa.

-Te has escaqueado un poco…  A ver, Laia no es tu sobrina –dijo Elsa mientras me pasaba un brazo tras la espalda y me alzaba la barbilla hacia él con la otra mano-, ¿no te acostarías con esta monada, si estuvieras soltero?

No sé si eso se oyó en toda la terraza. Porque me di cuenta de que habían apagado la música de ambiente y éramos la única mesa que quedaba ocupada. Dos camareros nos observaban envarados, con las manos tras la espalda, junto a la barra.

-Nos tenemos que ir –advertí.

Guille se levantó para ir a pagar, tambaleándose un poco. Nos levantamos tras él y yo también tenía que caminar lentamente, considerando cada paso. Elsa me dio la mano y seguimos a Guille hasta el coche. Cuando ya estábamos sentados y con el cinturón puesto, dijo él, apoyando la cabeza sobre el volante:

-¡Joder, no puedo conducir!


Elsa, que parecía la más entera, propuso bajar a la playa y dar un paseo para despejarnos. Allí nos quitamos los zapatos y anduvimos por la orilla arriba y abajo, porque era una cala muy pequeña. La arena, gruesa como en toda la Costa Brava, estaba fría a esas horas. Las olas, bajitas, nos lamían los pies. La luna estaba casi llena y el cielo raso.  En el restaurante aún había alguna luz encendida. Elsa se quitó el tejano, lo tiró a un lado y se metió en el agua casi hasta las ingles. Llevaba un tanga de hilo, un triangulito blanco por delante y una cinta en la que apenas cabía el logo de Calvin Klein por detrás, que se introducía  en seguida entre sus nalgas. “¡Está caliente!”, dijo. Guille, que estaba de bajón, caminaba como un zombi, salpicándose sin darse cuenta.

-Te estás mojando los pantalones, tío, quítatelos, como yo –le dijo Elsa. Él obedeció mansamente y descubrió un bóxer de cuadros escoceses bastante hortera.

La brisa nocturna me levantaba la falda y acariciaba mi cuerpo, desnudo bajo el vestido. Mi melena se agitaba y me embebía el olor salado del mar. Mi cabeza volvía a ponerse en su sitio. Me tumbé en la arena y miré el firmamento, espléndido en aquel rincón escondido de la costa, a través del cielo diáfano de agosto. Un chillido de Elsa me hizo incorporar. Una ola traicionera le había empapado todo el cuerpo. Correteaba por la orilla riendo y sacudiéndose el agua de la ropa, mostrando los pechos, que saltaban traviesos debajo del top. Su braguita blanca transparentaba claramente el mechón negro del vello púbico. El eco de sus carcajadas resonaba en los peñascos que bajaban hasta el mar. Guille la contemplaba risueño.

Me volví a tumbar y estiré los miembros, desperezándome. No sé si me quedé dormida unos minutos. Oí unos chapoteos y vi que Elsa y Guille se habían metido del todo en el agua.   Cuando me vio mirar, Elsa gritó:

-¡Ven a bañarte, está buenísima!

Vi las bragas y el top de Elsa tirados en la arena y otro montón que debía ser la ropa de Guille. La verdad es que me apetecía bañarme pero no me decidía a hacer un striptease allí en medio, delante de su tío. Y en el restaurante aún debían estar recogiendo.

Elsa salió al poco tiempo, tiritando y con los pezones duros, resplandeciendo plateada a la luz de la luna, como una sirena. Corrió hacia mí y dijo:

-¡Abrázame, que me congelo!

Me levanté, la abracé y le froté la espalda y los brazos para que entrara en calor.

-Te estoy empapando el vestido.

-No importa -le dije. De hecho, apretarme contra su cuerpo tembloroso resultaba muy placentero. La estrechaba contra mí y notaba sus pechos, con los pezones enhiestos, contra los míos. Pero en ese momento Guille venía del agua y Elsa se volvió y se soltó, y gritó, señalando su pene:

-¡Mira qué cosa más ridícula!

-Es por el frío –adujo Guille.

-Sí, eso dicen todos… -repuso ella.

Su tío se tumbó boca arriba, con los brazos y las piernas abiertas, como el Hombre de Vitruvio y exclamó:

-¡Qué bien me he quedado!

Elsa se puso en cuclillas a su lado y, levantándole el pene con dos dedos por el extremo del prepucio, dijo con sorna:

-Pues esto no está muy bien. Mira qué cosita, Laia.

Yo sabía que Elsa podía desfasar y le gustaba el coqueteo pero aquello empezaba a parecerme excesivo.

-¡Oh, está creciendo! –prorrumpió. Elsa había agarrado el cuerpo del pene de su tío y el glande brotaba hinchado entre su índice y pulgar, que lo abrazaban por su base. Desde donde estaba él, además, debía ver la vulva de Elsa sobresalir entre sus piernas dobladas, abierta como una flor-. Ven, cógelo –me decía-, ¡está cada vez más grande!

Efectivamente, la verga de Guille lucía ya en todo su esplendor en la mano pequeñita de su sobrina, que seguía estirando el prepucio hacia abajo. Pero yo ya tenía suficiente. Me bajé los tirantes del vestido, que cayó dócil al suelo, y me dirigí hacia la orilla. Me giré y vi cómo Guille me miraba el culo. Elsa ya no sujetaba su pene pero observaba intrigada cómo esa especie de animalillo con vida propia estaba empezando a cabecear, suplicando el alivio. “¡Laia!” oí pero hice caso omiso. Me metí en el agua que, era cierto, no estaba muy fría y me adentré en el mar. Al cabo de unos minutos ya me había adaptado a la temperatura y bracear con parsimonia sin un hilo de ropa en aquellas aguas negras, tranquilas, era realmente deleitoso.

Cuando, después de un buen rato, nadé hacia la orilla vi que Elsa me estaba esperando con una toalla en las manos. Ella también llevaba una enrollada al cuerpo. Al salir me envolvió y me frotó como yo le había hecho antes.

-¿Y estas toallas? –interrogué.

-Son de Guille, las llevaba en una maleta.

Me sequé bien y me puse el vestido. Elsa me cogió de la mano, me dio un piquito y me dijo que fuéramos al coche.

-¿Le has hecho una paja? –no pude evitar preguntarle.

-¡Nooo, si es mi tío! –contestó indignada.

Al llegar, Elsa recogió el tanga y el top, que había dejado en el capó, sobre el motor encendido, para que se secaran. Pero seguían muy mojados, por lo que se puso el tejano directamente y se dejó la toalla enrollada como si fuera una blusa palabra de honor . Nos calzamos y nos metimos en el auto. Guille estaba durmiendo sentado al volante. Elsa le dio un beso en la mejilla para despertarlo y él abrió los ojos. Respiró hondo, giró la llave de contacto y quitó el freno de mano.

-¿Llegaremos enteras? –preguntó Elsa.

-Ya estoy bien –aseguró Guille, arrancando. Y volvimos a la casa.


Al entrar encontramos a Roser dormida en el sofá, en pijama y con el mando a distancia de la tele en la mano. Tenía puesto un canal de videoclips, con el volumen muy bajito. En la mesilla de en frente había un cenicero con colillas, y una botella de vino y una copa medio llena. Intentamos no hacer ruido pero se despertó y nos miró inexpresiva, amodorrada. Elsa se sacó las bailarinas y se tumbó en el sofá, apoyando la cabeza en el regazo de su tía.

-Nos hemos bañado en bolas –anunció.

-Ya veo, traéis el pelo mojado.

-El tío la tiene muy pequeñita –observó Elsa con regodeo, juntando los índices de las manos hasta que casi se tocaron.

-Sí, siempre se lo digo –corroboró jovialmente Roser.

-Eso, confabulaos contra mí –protestó Guille. Pero se inclinó sobre Roser y le dio un beso en los labios, guiñándole un ojo-. ¿Cómo están los niños? –preguntó.

-Nada, crisis superada. Se han quedado roque y me he bajado a beber una copa.

-Pues si hay ginebra yo me voy a hacer la penúltima –dijo Guille-. ¿Queréis tomar algo, niñas?

Le pedimos agua fría, porque con tanto alcohol nos sentíamos deshidratadas. Roser siguió con el vino. Me quité las sandalias y me acurruqué en el sillón. Pusieron un clip de reggaeton y Elsa, que aún tenía cuerda, salto como un resorte lanzando un gritito y se puso a bailar frente a la tele. Aunque no sé si algo tan golfo se puede calificar de baile. Abría las piernas, se agachaba sacando culo, lo movía adelante y atrás con los brazos en alto… En la tele cantaba un tipo macizo con gafas de sol y gorra para atrás, con un medallón y un reloj enorme, y tres mulatas se desgañitaban detrás, en camiseta, short mínimo y zapatillas de baloncesto. Guille volvió con las bebidas y se sentó junto a su mujer, que estaba contemplando el arrebato de mi amiga. Elsa subía y bajaba la pierna, llevando la rodilla a la altura de la barbilla. Y luego movía el culo adelante y atrás, adelante y atrás, como si tuviera una bisagra en la columna. Era una exhibición claramente sexual, innegablemente obscena, aunque hay que reconocer que ejecutaba cada movimiento con un asombroso sentido del ritmo, lo cual parecía redimirla, allí ajena a todo, abandonada a sí misma. Pero yo no podía dejar de pensar que la toalla que llevaba enrollada bajo los brazos estaba cada vez más baja y acabaría cayendo. Tras agacharse tres veces con violencia, abriendo y cerrando las piernas, los pezones ya le sobresalían por el borde. Cuando adelantó un pie al otro y empezó a arquear el tronco, metiendo y sacando el abdomen a la vez que subía y bajaba los brazos flexionados con los puños cerrados, como si levantara pesas, la toalla se soltó y cayó al suelo, dejando a la vista sus pechos firmes y tiesos, relucientes por el sudor. Elsa la cogió sin dejar de bailar y se la volvió a enrollar en el cuerpo, pero mucho menos apretada que antes y a los diez segundos volvió a caer. La iba a recuperar de nuevo pero Roser la agarró y la escondió bajo los cojines del sofá.

-¡No te tapes, si ya lo hemos visto todo! –le aconsejó.

Elsa no le contestó y siguió con su danza hipnótica. Meneaba el culo convulsivamente y sus pechitos se agitaban como dos flanes puntiagudos. Descalza, con el pantalón tan ajustado y tan bajo dejando asomar los huesos de las caderas, con el botón de la cintura desabrochado y los pechos al aire, no podía parecer más desnuda sin estarlo del todo. Su culo, que se dibujaba nítidamente bajo el fino denim, daba ahora sacudidas diagonales, como si despejara balones hacia las esquinas de la habitación. Luego cruzaba los brazos y asentía desafiante con la cabeza y las piernas abiertas, su torso brillando con el reflejo pálido de las lámparas del salón. Movía las caderas a derecha e izquierda y bajaba una mano desde el hombro, como si fuera a tocarse los genitales, donde, con la costura del pantalón entremetiéndose en sus piernas, se adivinaban los labios de la vulva. Nosotros la mirábamos fascinados y ella parecía no vernos ni ver nada. Despeinada, desatada, revolvía el culo haciendo círculos y luego elevaba los brazos y ondulaba todo el cuerpo como si lo recorriera una ola… Pensaba que se iba a quitar el tejano en cualquier momento.

Pero  de pronto el clip terminó y ella paró, aunque ahora sí nos miraba, alborozada, balanceando ligeramente las caderas, como diciendo “que siga la fiesta”. Después de una cortinilla empezó a sonar otro tema latino, no sé si un merengue, y Elsa le ofreció la mano a Guille, que se levantó y se unió al baile. Él no tenía mucha idea pero ella lo dirigía decidida. Le hizo colocar una mano en su espalda y ella apoyó la suya en el hombro de él, se cogieron de la otra con el brazo medio extendido y Elsa empezó a mover el culo como un péndulo y a dar pasitos cortos, laterales, con su tío intentando seguirla. Luego ella se separó sin soltarse y con las manos cogidas en alto giró sobre sí misma, sin detener las caderas, y luego volvió a juntarse con él. Yo recordaba la escena de la playa, a Elsa sujetándole el falo a su tío. Pero mi tía, que los observaba con cara de cachondeo, se levantó y me tendió la mano para que fuera su pareja. Imitamos sus pasos, mirándolos de reojo, y a pesar de no bailar como Elsa no quedaba mal del todo. Cuando me estaba concentrando en no pisar a Roser, aunque íbamos descalzas, apareció Elsa, le pasó su partenaire a su tía y se puso a bailar conmigo. Con ella resultaba mucho más fácil. Casi me sentía flotar mientras veía al matrimonio ejecutar su triste remedo, pero mirándose el uno al otro y riendo despreocupados. El siguiente clip era una balada suave y cadenciosa, el tema de Bagdad Café , y, nada más empezar, Elsa me atrajo hacia sí y cruzó sus brazos tras mi cuello, juntando su cara a la mía. Yo la ceñí por la cintura, sintiendo su piel resbaladiza por el sudor de su baile salvaje. Notaba su cuerpo untuoso y suave adherido al mío, sus pechos desnudos contra los míos sólo protegidos por una fina tela, y nuestros vientres y nuestros muslos moverse pegados al compás de la canción. Entonces fue ella la que bajó sus manos a mi cintura y después las noté acariciando mi culo bajo el vestido, sin recato.

-¡Elsa, tus tíos! –le susurré al oído, quizá dando a entender que si no fuera por ellos yo no pondría ninguna objeción. Pero ella contestó, tranquilamente:

-Se han ido.

Miré en derredor y, efectivamente, nos habían dejado solas. Elsa me apretó aún más contra sí y subió una mano por mi espalda, remangándome el vestido, e introdujo la otra profundamente entre mis nalgas, rozando ya el principio de mi sexo enardecido. Sacó la mano de mi espalda y me sujetó la cabeza por la nuca, provocándome un escalofrío y atrayendo lentamente mi boca a la suya con los labios entreabiertos, mirándome fijamente con sus ojazos verdes y rasgados. Nunca había besado a una chica y nunca olvidaré aquella primera vez. Sus labios tantearon los míos, mordisqueándolos. Introdujo la punta de la lengua con cautela y yo respondí ofreciéndole la mía. Pronto nuestras lenguas bailaban voluptuosas a la par que nuestros cuerpos bailaban fundidos en un abrazo de serpiente. Su dedo se estaba deslizando desde detrás por mi húmedo coño y yo estaba buscando el suyo sobre la tela del pantalón. Elsa retiró su cara, me apartó las manos de su culo y, sujetándomelas con las suyas, se alejó un paso atrás, diciendo con naturalidad:

-¿Vamos a la cama?

Sobreentendí el “a continuar enrollándonos”, por lo que le dije que sí con timidez. No obstante, al ver la mesa con todas las copas y el tabaco maloliente le propuse recogerlo, no sé muy bien por qué, como si aún estuviera irresoluta.

-¿Ahora? –exclamó ella, frunciendo el ceño.

Pero en seguida se puso a coger vasos y botellas. Al inclinarse sobre la mesa vi asomarle la hucha por la cintura del tejano y recordé que había vuelto de la playa sin bragas, lo que me puso cardíaca. Como el verla entrar y salir de la cocina, mientras guardábamos todo, descalza y en topless, con el botón del pantalón abierto y la cremallera algo bajada.


Al fin subimos a su dormitorio. Se sacó los vaqueros, los dejó en una silla y se fue desnuda al baño, diciendo “¡me estoy meando!”. Empecé a dar vueltas por la habitación, nerviosa, sin saber qué hacer. ¿Debía esperarla de pie, acostada, sobre la sábana, debajo, en pijama, sin ropa…? Ella estaba tardando pero me pareció oír correr el agua de la ducha. Me quité el vestido y me puse un pantalón corto gris, de punto, que se ajustaba con una cinta negra, pero no la camiseta de tirantes a juego. Me senté en la cama, abrazándome por las rodillas las piernas dobladas. Apareció Elsa con una  toalla enrollada sobre su cuerpo húmedo pero con el pelo seco y bien peinado. Se quitó la toalla, bajo la que no llevaba nada, vino a la cama, me hizo extender las piernas y me tiró del pantalón hasta sacármelo por los pies.

-La ropa está prohibida en esta cama –advirtió. Se puso a cuatro patas sobre mí y me dio un piquito. Me llegó un aroma de coco muy agradable.

-¡Qué bien hueles! –le dije. Yo me sentía sudada y no quería que eso estropeara las cosas, así que le pregunté-: ¿Te importa si voy a ducharme?

-Vale, pero no tardes.

Me levanté y ella cogió el móvil de la mesilla de noche. Me envolví en una toalla y antes de salir me giré y la vi tumbada, dando, con el dedo índice, toquecitos horizontales a la pantalla.

Me duché en un estado de gran ansiedad, preguntándome si Elsa también me debía esperar inquieta o estaría abstraída, con su iPhone. Cuando volví al dormitorio comprobé que había desechado una tercera posibilidad: se había quedado dormida. Estaba boca abajo, sobre la sábana, con un brazo doblado bajo la almohada y el otro extendido junto al cuerpo, y las piernas un poco separadas. Me saqué  la toalla, me tumbé junto a ella con cuidado, sin levantar la sábana, y me la quedé mirando entre decepcionada y encandilada. Tenía la cabeza vuelta hacia mi lado, con la melena desparramada, y respiraba profundamente con los labios algo abiertos, totalmente abandonada. Sólo rompían su uniforme bronceado las pequeñas marcas de bañador sobre su culo firme, que se elevaba altanero, redondito y apretado. Sentía ganas de estrujarlo y de acariciar sus piernas torneadas, y de atusar su mata de pelo y volver a degustar sus labios carnosos, tan cerca que estaba, en aquella noche silenciosa, pegajosa, de bochorno. Pero cerré los ojos e intenté conciliar el sueño, tumbada boca arriba, bien arrimada a ella, porque la cama era estrecha, aunque sin llegar a tocarnos ni un centímetro de piel. Sin embargo no podía. Mis ojos se abrían y se posaban en el techo, donde, proyectadas por un farol de la calle, oscilaban levemente las sombras de los pinos mecidos por la brisa. En mi mente se agolpaban los recuerdos del intenso día. En la playa quitándonos el tanga, dándonos aceite, bañándonos desnudas; Elsa duchándose a pelo en medio de la gente; el masaje en el jardín; Elsa marcando pezones en su sucinta camiseta; la cena con su tío, sin bragas; el juego de la verdad; el baño nocturno; Elsa perreando frente a la tele; Elsa recogiendo en topless… Elsa, Elsa, Elsa… ¡Qué húmeda me estaba poniendo!

Me acomodé de costado, dándole la espalda y flexionando las piernas, esperando dormir,  por fin. Pero en seguida oí un susurro detrás de mí:

-¿Duermes?

-No –contesté en el acto. Y noté como, inexorablemente, Elsa se abrazaba a mí por detrás. Sentí su aliento en mi nuca, su pubis pegado a mi culo, sus piernas acopladas a las mías y sus brazos enroscándose en mi torso, hasta que sus manos se posaron en mis pechos. ¡Uf! Mis pezones se endurecieron al momento y mi pulso se aceleró. Notar su cuerpo desnudo y cálido pegado al mío, ya sin excusas, ni dilaciones, sólo por el placer de hacerlo, era delicioso.

-¿Por qué no te giras? –musitó.

Y al girar, aunque entonces aún no lo sabía, mi vida dio un giro conmigo y nunca volvió a ser la misma.

Ya sin más palabras, al fin, tras la interminable espera, Elsa me abrazó con fuerza, encajando sus muslos entre los míos y apretándonos los senos mutuamente. Su boca se sumergió en la mía y nos besamos con pasión, entornando los ojos, mirándonos fugazmente, mutuamente complacidas, aliviadas… Mientras las dos culeábamos para frotarnos el sexo contra el muslo de la otra, Elsa se separó unos centímetros de mí, me cogió las manos y las colocó en sus pechitos. ¡Dios, tenía tantas ganas de tocar lo que había estado contemplando todo el día! Eran duros, firmes, pero tiernos y suaves. Sus pezones se ofrecían tiesos a mis dedos juguetones y a mi lengua y ella empezó a gemir muy bajito, cerrando los ojos bajo sus pestañas densas y amplias como abanicos de luto. Entonces me apartó una mano de su pecho y la llevó a su entrepierna, donde mi dedo curioso fue recibido por su sexo húmedo y palpitante. En un gesto simétrico ella también me estaba acariciando los pechos con una mano y masturbándome con la otra. Me hendía en la vagina su dedo corazón, llegando hasta el punto donde da más placer, mientras su pulgar describía pequeños círculos, estimulándome el clítoris. La miraba gemir, cada vez más fuerte, las mejillas encendidas, con su mirada esmeralda, ahora vidriosa, fija en mí como suplicando que acabara. Por fin se tensó y se corrió en mi mano, jadeando rendida, apretándome un pecho, entrecerrando los ojos en éxtasis, durante una pequeña eternidad…  Cuando su respiración se calmó me miró sonriente y me comió la boca a besos y, sin decir nada, hizo el gesto de pedir silencio con un dedo y se escurrió hacia abajo. Con una presión delicada me hizo tumbar boca arriba, con las piernas abiertas y flexionadas. No son fáciles de reseñar los siguientes minutos que pasé. Noté cómo un dedo de su mano derecha volvía a penetrar, experto, mi vagina mientras sus labios recorrían mi vulva y su lengua empezaba, poco a poco, a lamer mi clítoris, a la vez que la mano que le quedaba libre me acariciaba los senos y me pellizcaba los pezones, produciéndome múltiples escalofríos de gozo que recorrían eléctricamente mi columna. Su lengua y su dedo se iban acelerando y un ardor difuso me abrasaba por dentro. Deseaba que durara por siempre pero también deseaba, en contradicción, que finalizara cuanto antes. Y Elsa se apiadó de mí y no demoró más la explosión exultante en la que sólo podía culminar aquel crescendo , procurándome un orgasmo abrumador, que me hizo sentir como vuelta del revés, haciéndome arquear todo el cuerpo, a sacudidas, y gemir rendida, mientras las oleadas seguían llegando inacabables, sin que ella, torturadora, dejara de frotarme y chuparme. Cuando al fin la tormenta amainó Elsa subió hasta ponerse a mi altura y yo la besé agradecida, con ternura, con los ojos anegados en lágrimas.

Por un acuerdo mudo se dio la vuelta y fui yo, esta vez, la que la abrazó por detrás, fundiéndome con ella para encontrar el mismo aliento tranquilo, acompasado, que nos sumió, en un instante, en un sueño dichoso.