La playa

Un hombre que pasea por la playa al amanecer se encuentra una excitante escena que le obliga a masturbarse.

El sol aún no aparecía en el horizonte pero una tenue claridad iba haciéndose más patente con el paso de los minutos. La arena se fundía entre mis dedos de forma natural y el agua de la orilla acariciaba las plantas de mis pies a cada paso. Los paseos matutinos por la playa se habían convertido en una buena costumbre en los últimos años. La brisa marina, el canto de las aves, el olor a mar, el bello amanecer, el conjunto de todo, me relajaban y me ayudaban a pensar y reflexionar.

Así andaba yo, ensimismado en mis pensamientos y disfrutando de la belleza de la playa vacía. En el cercano paseo marítimo, los servicios de limpieza se afanaban en limpiar toda la basura acumulada durante la noche. Precisamente estaba mirando esto cuando pisé algo raro. Me aparté rápidamente ante la posibilidad de que fuera una medusa, pero no, no tenía ese tacto. Era un pequeño trozo de tela. Me pusé de cuclillas para observarlo más de cerca. Sabía lo que era. Lo desenterré con la mano y lo alcé durante un momento ante mis ojos. Era un tanga. Un precioso y juvenil tanga. Por qué no habría existido esta exquisita prenda durante mis años mozos? Bueno, la verdad es que ni siquiera las bragas sexys existían en mis años mozos. Durante mi pubertad me cansé de ver bragas blancas tipo faja que no consistían más que un mero trámite para echar un polvo rápido. Una vez me hube casado, colmé a mi esposa de lencería sexy. Siempre me gustó la ropa interior bonita. Pero después de que nuestro segundo hijo levantara el vuelo se volvió apática y dejó de hacer pases de lencería para mí. Todo fue decayendo hasta el inevitable divorcio. Y hacía cinco años ya de eso. Era un tanga precioso.

Las costuras de los bordes eran azul marino. La tela era semitransparente, como una especie de rejilla. El color mayoritariamente blanco, cruzado por líneas aleatorias azules. Nada que ver con las bragas tipo faja de la Antonia, la chica con la que me desvirgué antes de irme del pueblo. Nada que ver, no señor. La pequeña braguita estaba enrollada, quitadas con prisa seguramente, pero juraría que había sido ella misma la que se había desprendido de la pequeña prenda. Lo desplegué y pude comprobar cuán maravilloso era. El tacto húmedo trajo a mi mente una deliciosa guarrada. Miré a mi alrededor para comprobar que nadie era testigo del delito. Entonces lo acerqué a mi nariz y aspiré fuertemente. Me decepcionó. Sobre todo olía a playa, a qué si no? Quizá llevara allí tirado varias horas. Cargado de frustración las apreté en un puño dispuesto a tirarlas al agua. Pero en lugar de eso, reanudé mi camino por la orilla, con las braguitas en mi mano. Pensé en ese momento en el que un atisbo de erección había asomado. Si tan sólo hubiera podido degustar la fragancia de un chochito joven y mojado, me habría empalmado con casi toda seguridad, pero al contrario de eso, todo quedó en un corto estado de semierección. Y así llevaba casi un año. Ni siquiera con las putas había conseguido que se me levantara. Encima de divorciado, impotente.

Continué andando. Alrededor de cinco minutos después llegué a la zona de tumbonas. Allí se apilaban todas las hamacas, esperando la llegada de un nuevo día. Andaba despistado, sin pensar en nada, y entonces vi un pequeño bolso negro al pie de una tumbona. Me detuve e intenté localizar a una posible dueña. Sería la misma chica del tanga? La verdad es que rebuscando en él no lo averiguaría, y los veinte euros que pudiera tener tampoco me iban a solucionar la vida. Aún así di unos pasos hacia él, decidido al menos a ser un buen ciudadano y llevarlo a una comisaría o a objetos perdidos.

Entonces vi un pie. Un delicado piececito con las uñas pintadas de un suave color rosa y una cadenita de plata alrededor del tobillo. La arena estaba removida a su alrededor, pero ahora yacía inerte. Me temía lo peor, pero mis temores se esfumaron cuando vi otros dos pies, estos calzados, que pertenecían a otra persona. Me acerqué sigilosamente y pude percibir pequeños jadeos y gemidos. Observé, con cuidado de no ser descubierto, a través de las tumbonas y vi a un chaval joven, de no más de veinte años, con los pantalones desabrochados. Estaba encima de una chica morena, que llevaba una estrecha minifalda y una camiseta ajustada. La verdad es que en aquel momento no sabía lo que llevaba, porque la falda estaba arrollada en su cintura y la camiseta en su cuello. Lo único que sí estaba seguro que llevaba era una cogorza tremenda, porque apenas gesticulaba y emitía jadeos muy bajitos.

El chico no dudaba en chupar los pezones sonrosados y erizados de la joven. Parecía como si en alguna ocasión se hubiera pasado en su entusiasmo, pues algunas marcas de dientes se resaltaban tanto alrededor de las areolas como en el resto de los pechos. Lo cierto es que la chica no iba mal provista de delantera. Sus senos abundantes no envidiaban a ningún otro y parecían severamente firmes. Como quiera que la cabeza del chaval me ocultaba tan espléndida visión, eché un vistazo al resto del cuerpo de la chica. Rápidamente advertí la mano del chico en su pubis. El dedo índice y el anular separaban con maestría los labios más externos mientras el anular se introducía ligeramente en su interior, rozando probablemente un escondido clítoris. El mocoso tenía práctica, no cabía duda. La visible marca del bikini le daba un toque exótico bastante intrigante, aunque lo interesante surgía al pensar, irremediablemente, que sus pechos estaban igual de bronceados que el resto del cuerpo. En mi época tampoco se hacía top less. Hoy estaba a la orden del día. Prueba de ello era esta chiquilla que me estaba volviendo loco. Y no sólo loco, también me estaba poniendo cachondo. Mi incursión voyeur había conseguido un imposible: levantarme la polla. Estaba tan emocionado como el niño que nota por primera vez esa hinchazón. No pude evitar la tentación de llevar mi mano al paquete y sobarme por encima del pantaloncillo corto. Era increíble!

Sin embargo, resistí la tentación de hacerme una paja allí mismo y seguí inspeccionando el cuerpo de la chica. No era precisamente una belleza de cara. Tenía unos ojos corrientes, oscuros, seguramente negros, pero bastante inexpresivos. La nariz respingona tomaba demasiado protagonismo en aquella cara, eclipsando una boca sencilla, de labios simples y recubiertos de pintalabios rosa "efecto mojado". Cuando a él le venía en gana, acercaban sus bocas y se besaban con parsimonia pero con pasión. Sus lenguas se encontraban y compartían sus salivas. Ella, dejando patente su estado de embriaguez, seguía besando frecuentemente incluso cuando él se separaba. Era una estampa graciosa verla morreando al aire, con su lengua casi fuera de la boca.

Y ya no pude aguantar más, me saqué la polla y la miré fijamente. Estaba enhiesta cual mástil, en pie de guerra, esperando impaciente a que la tocara y la frotara. Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando puse mi mano sobre mi glande. Cerré los ojos y cuando los volví a abrir, el cielo quiso que viera un primer plano del coñito joven de aquella mujerzuela. Sonrosado, irritado por los toqueteos y, seguramente, también por el folleteo. Tenía la polla durísima. Comencé a masturbarme. Según iba avanzado en mi trabajo manual, el chico parecía irse poniendo a tono otra vez, se movía con mayor rapidez. En un visto y no visto, tenía la polla fuera y la mano de la chica se posaba sobre ella, toqueteándola. Imaginé que era mi polla, me sentía en la gloria. El chaval se incorporó un poco y situó su pene a la altura de la boca de ella, que empezó a dar lengüetazos a diestro y siniestro, alcanzando algunos el glande del pene, lo cual causó algunos gemidos de placer en el chico que, emocionado intentó penetrarla hasta que, finalmente, lo consiguió. Se movía con suavidad, follándose la boca de la chica. Yo hacía rato que estaba a mil y me pajeaba como un mono.

Entonces el chico se movió bruscamente, lo cual hizo que me echara para atrás y casi cayera. Palmeó en la arena, buscando algo. En un golpe de lucidez, di una patadita al bolso poniéndoselo al alcance. Cuando topó con él, lo agarró y rebuscó en su interior. Volví a mirar entre las tumbonas con curiosidad. Vi cómo sacaba varios envoltorios abiertos de preservativos, metiéndolos de nuevo a continuación, hasta que finalmente halló uno sin abrir aún. En un par de rápidos movimientos, se enfundó el condón en su estilete y, situando la polla sobre aquel delicioso coñito húmedo, empujó. Un pequeño gritito salió de la boca de la morena, cuyos jadeos comenzaron a acompasarse con el ritmo que marcaba el jovenzuelo experimentado. Yo retomé entonces mi paja, que no había menguado un ápice. Marcaba el mismo ritmo que el chaval. Si él aceleraba, yo también, si se ralentizaba, yo lo hacía, aunque de vez en cuando tenía que frenar yo por mi cuenta para no correrme tan pronto. Quería disfrutar aquella paja hasta el final.

Pero entonces, una mano se posó en mi hombro. Yo estaba en aquel momento controlándome como podía y aquel susto me hizo descargar varios chorros fuertes de esperma contra las hamacas. Aún estaban vaciándose mis huevos cuando giré la cabeza y vi a un guardia. Lo primero que pensé fue que se me caería el pelo, pero el policía parecía acostumbrado a escenas similares. Aparte de una mirada de desaprobación y decirme que me vistiera, poco más sucedió. Me había corrido, sí, pero no había podido disfrutar apenas del orgasmo. Para una maldita paja que me hacía en meses! Aún así, al chico le jodió más el asunto, pues no había conseguido terminar y, para colmo, había desaprovechado el último condón.

Se subió los pantalones despreocupado ante el guardia, que observaba la escena atentamente. La chica seguía tumbada en el suelo, completamente despatarrada, gimiendo aún. El policía ayudó al chaval a incorporarla. Apenas se tenía en pie. Le bajaron la falda y recompusieron su camiseta, sobre la cual pude advertir una serie de manchas que parecían de semen reseco. En un instante en que cayó sobre sus rodillas, advertí que las mismas manchas se repetían también por el pelo, que presentaba un verdadero mal aspecto entre la arena y los pegotes de leche. En ese momento el chico reparó en mí, me miró de arriba abajo y me sonrió.

–

Me ayudas a llevarla al hotel?

–

Yo...

–

Es lo mínimo que puedes hacer, no? Venga, abuelo, apóyala – Recalcó la expresión desmesuradamente – en tu hombro.

Y lo hice, no sé aún por qué, pero lo hice. Y sentir el peso de su cabecita en mi hombro volvió a excitarme y recolocar su teta izquierda, que se había salido de la camiseta caprichosamente, me la puso dura. El chico recuperó el bolso y el zapato que no llevaba puesto la chica y nos encaminamos hacia el hotel.