La perversión de la lascivia

Las vecinas abundaban en detalles de cómo el alemán había tocado y lamido los coñitos de las nietas de su mujer y había intentado metérsela a la mayor, además de obligarlas a que se la chuparan.

Relato de difícil catalogación. Prefiero que lo definan los lectores.

Pasé casi toda la noche del viernes preparando la sorpresa. Había comprado un vibrador y algunas prendas sugerentes. Me apetecía pasar un rato con Hermann. Y de paso, lo reconozco, que me presentase a los amigos jovencitos con los que le veía a menudo. Me interesaba, muy especialmente, un muchacho caribeño. Un mulato delgado y con unas maneras muy afeminadas, además de unas nalgas perturbadoras.

Elke, mi diosa teutona, me había dicho que pasaría la semana en Calella, con su hermana. Nos veríamos a su vuelta.

Quería dar a mi alemán una dosis de sexo tan apasionado y ardiente que no olvidase en muchos meses. Le vestiría con un picardías negro que resaltaría su piel blanca y le obligaría a comportarse como una travesti insaciable. En esta ocasión, yo adoptaría el papel de macho y pensaba gozar intensamente de mi papel dominante. No me importaba si Charo, su vecina, me veía por allí.

Dediqué el breve trayecto en metro a imaginar posiciones corporales y situaciones excitantes, originales y morbosas que practicaría con Hermann. Organicé mentalmente las secuencias en que se sucedería la sesión para aumentar progresivamente el ardor sexual. Y, como siempre, cambiaba de idea cada vez que las repasaba. La visualización mental de mis propósitos provocó, consecuentemente, una inflamación de mi aparato. No alcanzaba la erección plena, pero tenía una dimensión que se hacía notar en mis pantalones. Alguna que otra cincuentona menopáusica descubrió el bulto y esbozaba una sonrisa picarona y provocadora al tiempo que agitaba el abanico sobre sus escote.

Caminé impaciente los pocos pasos que separan el metro del portal donde vive el matrimonio alemán.

Al doblar la equina me detuve de golpe. Me quedé paralizado. Un grupo de unas veinte personas formaban corrillos ante la puerta de la escalera. Deambulé un par de minutos por la otra acera mirando los escaparates y esperando que se disolviese la concentración. Pasé junto a ellos para saber lo qué ocurría. Sólo pude oír algo sobre la policía. Algo había ocurrido.

Entré el bar del edificio contiguo para hacer tiempo. Allí también se hablaba de lo mismo. La docena de clientes, la mayoría mujeres, comentaban un suceso muy grave que había ocurrido la noche anterior. Estaba intrigado. Por mucho que me esforzaba, sólo escuchaba palabras aisladas que acentuaban aún más mi curiosidad.

No pude resistir. Pregunté a la camarera, una señora cuarentona con abundancia de carnes por todas partes y un escote tan descarado como su forma de tratar a la clientela.

-       Ha pasado lo que tenía que pasar. Estos extranjeros son todos unos guarros y unos pervertidos. Menos mal que ha venido la policía y se lo ha llevado. ¡Quién sabe dónde estará ella! No se la ha visto en toda la semana.

La miré estupefacto. No me había dicho nada, pero la mujer tenía ganas de hablar. La policía se había presentado a las doce de la mañana y se habían llevado al alemán. Alguna cosa habrá hecho, añadió.

Un matrimonio que tomaba café con leche en la barra lo aclaró todo. La señora se explayó.

-       Algo muy gordo. Al parecer, le ha denunciado el padre. Las niñas son las nietas de la mujer, la culona pelirroja. Están casados, pero de segundas –apostilló- Han pasado la noche con él las dos criaturas. No se sabe lo que ha hecho con ellas. Dos niñas que apenas tienen once y trece años, según dicen.

-       No sé la edad que tendrán –dijo el marido- pero han salido a su abuela. La mayor tiene el culo y las piernas de mujer. Y ya usa sostén. Se le notan los pechos...

-       ¡Hay que ver cómo te fijas! –le recriminó su mujer- A ver si vas a ser tu también un pervertido de esos. ¿Es que no te doy yo lo suficiente?

La señora del bar volvió a intervenir.

-       El que la muchacha esté crecidita no le da derecho a hacer lo que dicen que ha hecho. No deja de ser una niña.

Desde una mesa en la que había cuatro mujeres cuchicheando entre sorbo y sorbo a unos cafés con leche, se alzó la voz de una muy delgada que vestía de negro.

-       A mi me han dicho que ayer por la tarde las fue a buscar al colegio y se las trajo a casa aprovechando que su mujer no está. Y lo demás vino como vino. Primero las metió en la ducha y les puso los pijamas. Lo tenía planeado. No pensaba salir de casa. Les dio la merienda. Luego los deberes, pero, al acabar, les puso ún refresco con alguna cosa dentro para atontarlas. Se las subió al “putichil” ese que tienen montado en la terraza. Allí se desnudaron los tres y las estuvo toqueteando, diciéndoles que iban a jugar a un juego nuevo. Y con el juego, con el juego, las engañó para que le cogieran la polla y jugasen con sus huevos. Él no se estuvo quieto. Se revolcó con ellas y les hacía cosquillas para disimular que lo que hacía era tocarles sobre todo las tetitas y entre las piernas. Al parecer insistió mucho en cómo se les ponían los pezones, sobre todo a la mayor, pero a la otra también. No tuvo consideración. Dicen que a la pequeña le preguntaba cada dos por tres si le gustaba cuando la tocaba la rajita o las nalgas y el culito. Y no quedó ahí. Les metía la punta del dedo, tanto a una como a otra. Dicen que a la pequeña le insisitía “mira, mira que pelitos tiene tu hermana. Pronto te saldrán a ti también. Vamos a ver si ya te están saliendo” y aprovechaba para tocar a la niña bien tocado su chochito. Les decía que tocasen el vello que tiene él en sus partes para que viesen la diferencia; y ya de paso que viesen lo contenta que se ponía su polla si la acariciaban. La pequeña ha dicho a la policía que les dijo que “aquí en España, al pene le llaman polla”. Alguien ha comentado que lo tiene muy gordo, algo exagerado, como si fuese un monstruo.

La señora casada de la barra, mirando a su marido, puso su grano de arena.

-       Eso también lo hemos oído nosotros, ¿verdad Pepe?. ¿Quién te dijo a ti que habían coincidido alguna vez en unos lavabos y que ese hombre tenía un trasto gordo como un botellín de cerveza?

-       Pues el padre –continuó la señora de la mesa- ha denunciado en la policía que, con el juego, con el juego, las manoseó bien a las dos. Sin consideración ninguna. Se ve que las niñas han explicado que primero jugaron a pelearse las dos contra él. Se desnudaron porque hacía calor. Tenían esa costumbre. Su abuela les había enseñado a quedarse sin ropa para ir conociendo su cuerpo. Desde muy pequeñas. La lucha fue divertida porque ganaban ellas y estaban siempre encima. Dicen que metía sus manos entre las piernas y no las sacaba hasta que notaba que las niñas sentían el gustito ese que da cuando te acarician por ahí. Entonces, ese monstruo que se las sabe todas pasó su lengua a la pequeña por la espalda. Para engatusarla, porque sabía muy bien lo que buscaba, le dijo que sabía a mantequilla, según contaba ella misma.

-       ¡Qué mente más retorcida! –comentó una señora gorda con regueros de sudor que le caían desde la frente hasta la canal de las tetas.

-       Y que ese era el juego de los sabores, decía. Él buscaba lo que buscaba. Empezó por la espalda. Que si la de la pequeña sabe a mantequilla; la de la mayor a puré de patata; ¿y la suya? a algo salado decía la pequeña. Luego el brazo, la mano, el cuello, y así fueron probando. El caso era conseguir su propósito. Las lamió el vientre, el estómago, la cintura, la cadera, la rodilla, el pie. Las pobres, confiadas en el juego y pensando en los sabores para ver quién de los tres estaba más rico.

-       ¡Pobres inocentes!- comentó una señora muy delgada a la que se le salían los ojos de las órbitas oyendo la historia.

-       Llegó a las nalgas. Después, como ya las tenía bien embaucadas, probó su culito. Sí el culo. No los chochitos, no. El ano, como dicen los que saben hablar bien. Al viejo verde le debe gustar porque se aplicó bien con las dos niñas. La pequeña, pobre inocente, decía que le hacía unas cosquillas muy ricas. Dicen que la mayor se puso como un tomate cuando le preguntaron a ella. El caso es que después vino lo que vino. Lo que el tío estaba buscando desde el principio. Probó el coñito de la pequeña y no sé qué fruta le dijo. Mango o algo así, dijo la niña a la policía. Lo hizo varias veces pasando la lengua por los alrededores de la rajita, ya sabéis por los labios, porque quería asegurarse del sabor. Y le decía, a ver a qué saben estos pequeños pétalos que se esconden en esta cueva tan dulce. Cuando se decidió por una fruta, le dijo que en ese sitio había dos sabores diferentes, uno fuera y otro dentro. Pero antes de probarlo él, quiso que la mayor también probase a que sabía el chochito de su hermana. ¡Vaya un pervertido!. La pobre tuvo que decir lo mismo que él. ¿Que iba a decir? Entonces le avisó que iba a probar el sabor de dentro. Metió la lengua en la rajita y, según la pequeña, estuvo mucho rato pasándola para arriba y para abajo, haciéndole unas cosquillas muy divertidas. A veces paraba y decía que sabía a fresa ácida, pero que no estaba seguro y continuaba. La niña declaró que le daba mucha risa, pero que al final se asustó porque ponía la lengua en un sitio que le hacía unas cosquillas muy fuertes que la hicieron temblar y casi se desmayó de lo fuertes que eran pero que al mismo tiempo eran muy ricas y que le gustaron mucho. ¡Pobre inocente!

-       ¿No me digas que le hizo eso a una niña de once años? –se sulfuró la dueña del bar.

-       Pues no parece que tenga esa edad –comentó un señor que compartía mesa con otros dos y unas copas de coñac- Está bastante alta para tener once años. Y como tienen las hechuras de la abuela, parece ya una jovencita. Algunas mujeres no tienen el cuerpo que tiene esa niña.

-       Pero no deja de ser una niña de once años. ¡animal! –replicó la del bar.

-       Lo de la mayor fue más grave. El tío guarro metió directamente la lengua dentro de la rajita. También estuvo el rato que quiso y repitió lo mismo que con la pequeña. La policía cree que se lo hizo como si fuese una mujer. Le pasó la lengua por donde todas sabemos, por la pepita de la locura, y la muchacha gemía. La pequeña dijo que creía que su hermana estaba llorando, pero el alemán la tranquilizó diciendo que eran las cosquillas. Y la mayor asintió. Debía estar atemorizada y no se atrevió a quejarse. El caso es que se lo hizo hasta que a la pobre niña le vino lo que le vino, que a lo mejor ni sabía lo que era eso. La pequeña le dijo al viejo que a ella no le había puesto el dedo como a su hermana. Según parece le metió la punta del dedo en su agujero. La tranquilizó diciendo que así encontraría el sabor, porque no lograba adivinarlo solo con la lengua. Y cuando acabó, le hizo probar a la pequeña. Quedaron en que sabía a lenguado con naranja, y la convenció para que siguiera lamiendo a ver si cambiaba el sabor. El caso es que la mayor se puso otra vez como se puso y el viejo la hizo agarrarse al rabo para pasar los calambres esos del gusto que da ahí abajo, decía. Ya sabéis a lo que me refiero.

-       ¡Desde luego, y que lo tengamos viviendo en la misma escalera! –se lamentó una señora a la que se le escapaban suspiros continuamente- Yo no voy a subir tranquila al ascensor pensando que me lo puedo encontrar. ¡Quién sabe de lo que será capaz¡

-       No creo que se atreva con una mujer. Se aprovecha de que son niñas. –dijo la casada que acompañaba a su marido en la barra.

-       Pues ahora viene lo más gordo, y nunca mejor dicho –advirtió la que explicaba la historia.- Obligó a las niñas a probar su cosa.

-       Pero, ¿no era un juego? –interrumpió mi vecino de la barra dejando la taza de café en el platillo.

-       ¡Ya me dirá usted qué clase de juego!-protestó la narradora- Empezó por refregársela en los labios y en la lengua, luego en las tetillas. Total, que al final les puso la punta en la boca a las dos. Ya saben. Primero echó la piel para atrás y dejó al descubierto la cabeza del trasto ese que tiene. Se lo puso primero a la pequeña y le decía que chupara, para adivinar el sabor, como si fuese un polo. Luego a la mayor, pero a esta se lo dejaba más rato. Incluso se movía para adelante y para atrás, el guarro. Y la hizo que se lo cogiese con la mano para ayudarse a chuparlo. Mientras el tenía las manos libres para tocarlas a las dos entre las piernas. Así estuvo mucho rato porque las hacía dudar sobre el sabor, y aprovechaba para volver a ponérsela en la boca. Luego empezó a meterla más, hasta que le provocó arcadas a la pequeña. Decía que la chuparan por todas partes porque el sabor era diferente en la punta y en el resto. Se le debió poner muy dura. La pequeña dijo que parecía como un pepino de dura y salían unas gotitas de un líquido blanquecino. Al final, como cada una decía un sabor, les preguntó si no encontraban un ligero sabor a queso. Las inocentes dijeron que sí. Y ahora viene lo grave e imperdonable. No tuvo bastante.

-       ¡Qué me dices! – exclamó la que tenía ya las órbitas fuera de los ojos.

-       Me estás asustando –añadió la dueña del bar.

-       Dejad que continúe –ordenó el caballero casado ante la mirada acusatoria de su mujer.

-       Según dicen, puso la punta de su aparato en la raja de la mayor y se la metió un poquito, pero la niña dijo que era muy gorda y le molestaba porque el tío apretaba para metérsela. Y entonces la sacó, pero se refregó bien en la rajita, abriendo los labios y pasando la punta por todas partes. Según la mayor, el alemán les explicó que los hombres también tenían dos sabores en su aparato. El que habían adivinado y otro muy adentro pero que para probarlo había que hacer unos ejercicios y conseguir que saliese un líquido. Os podéis imaginar la explicación que les dio. Ambas cogieron con sus manitas esa cosa asquerosa y gorda y empezaron a moverlas como les indicaba. Ahora más deprisa, ahora más despacio, ahora todo hacia atrás, ahora sólo por la punta…Hasta que consiguió su propósito. El muy cerdo no tuvo consideración. Le echó un chorro en la boca a cada una de ellas y luego otro, y varios más, advirtiéndoles que lo paladearan y pensaran a qué sabía.  Se lo podían tragar si les gustaba, les aseguró. Echó lo último sobre el vientre de la mayor. Y así consiguió su propósito. Para finalizar, les dijo que le pasaran un poco de lo que tenían en la boca para que el también pudiese opinar. Así aprovechó para morrearlas y que se tragaran toda la asquerosidad que salió de su aparato. Y para acabar, restregó por el chochito de la mayor lo que había depositado en su vientre para ver a qué les recordaba la mezcla de los dos sabores.

-       ¡Virgen santa! ¡Ojalá le metan en la cárcel para el resto de su vida! –dijo la de los suspiros- Creo que no se me va a quitar de la cabeza mientras viva. ¿Y decís que es un monstruo en lo de ahí abajo? Se me pone mal cuerpo sólo con pensarlo que hubiese pasado si se la mete a la niña.

Se hizo un silencio que aproveché para pagar mi café y salir del bar. En mi cabeza bailaban ideas contradictorias e imágenes sugerentes y prohibidas. Abominables para muchos. Continuaba el grupo ante el portal donde vivían los alemanes. Al pasar oí algunas palabras. Una señora pronunció con claridad la palabra violación. Un hombre de mediana edad mencionó algo sobre la educación de las niñas. En fin. Me marché de allí desconcertado. Había algo que no me cuadraba. O no quería que me cuadrase. Tampoco quería creerme que Hermann fuese un pervertido o que hubiese sucumbido a la tentación de disfrutar de dos niñas adolescentes aprovechando la confusión de la edad y la efervescencia de sus cuerpos.

Una semana más tarde me encontré a Hermann en el Passeig de Gràcia. Su vecina Charo les había explicado el lío que se había formado en el vecindario y los rumores que corrían. Le dijo que me había visto por allí y, probablemente, había oído lo rumores que circularon.

Me desveló la verdad.

Las niñas habían pasado la noche en casa de Hermann porque a la madre, enfermera de quirófano, la llamaron urgentemente de la clínica donde trabaja. Una compañera se puso enferma de pronto y tenía que reemplazarla. No podían suspender las intervenciones programadas y con los recortes en sanidad estaban justos de personal. Dio la casualidad de que su marido, el padre de las niñas, no regresaba de un viaje hasta la madrugada del sábado. Elke, la abuela de las niñas, estaba en Calella ayudando a su hermana. Coincidió con que la policía necesitó un traductor de alemán para interrogar a un par de detenidos y en el Consulado no había nadie disponible. Les facilitaron el teléfono de Hermann porque, además, había sido policía. El coche patrulla se presentó poco después de que el padre de las niñas se las llevara. Él prefería a los muchachitos jóvenes, pero un poco más creciditos.