La Perla del Este

Sumida en el background de Shanghái la protagonista coquetea con el descontrol de su cuerpo y de su mente...

Cuando sonó el teléfono faltaban pocos minutos para las diez de la noche. Mrs K? His taxi waiting. Acabé de pintarme bien los labios. Rojo subido. Me había recogido el pelo en un moño y la exagerada prolongación de la raya de los ojos unida al vestido de seda negro semitransparente con encajes de lentejuelas ceñido al cuerpo me proporcionaba un aspecto decididamente oriental. Me acerqué hasta el ascensor con el paso titubeante que los zapatos, también negros y de altísimo tacón, me marcaban. A la salida principal me esperaba el taxi. Subí y arrancó sin el conductor mediar palabra. La noche era ya una realidad consolidada; enormes luces multicolores de neón, ríos de gente apresurada que, desbocados, pasaban por mi lado. Aproximadamente quince minutos más tarde el coche paró frente al Donghu Hotel. Bajé y avancé, a través de su elaborada puerta de hierro forjado, cruzando el jardín, hasta el vestíbulo. Mármol y arañas de cristal en el techo. Mrs K? –inquirió el recepcionista. Please, follow me. Le seguí hasta un pequeña puerta de madera laqueada. A su llamada abrió una mujer; cincuentena corta, figura esbelta, rostro adusto. La seguí hasta una pequeña habitación y me indicó que me desnudara. No llevaba nada bajo el vestido así que pronto mi desnudez quedó reflejada en la multitud de espejos que adornaban la estancia. Me sentí parte integrante de un imaginario caleidoscopio y la idea de que un ojo gigante se dispusiera a observar mis movimientos provocó en mi zona genital una incipiente humedad. La mujer me colocó un grueso collar de cristales brillantes e hizo el gesto de abrochar a su argolla el mosquetón de una cadena pero en el último instante dio marcha atrás y lo colocó en mi anilla del clítoris. De un tirón seco empecé a andar tras ella hasta uno de los espejos; empujándolo se abrió y ante mí apareció una gran sala redonda, con mesas de tres o cuatro personas, alrededor de una suerte de escenario elevado. Calculo que habría unas cinco mesas; hombres y mujeres, ellos de mayor edad, ellas más jóvenes; mucho humo en el ambiente, muchas bebidas y un casi ensordecedor ruído de conversaciones entrecruzadas. Me sorprendió la inicial indiferencia ante mi “peculiar” presencia. La mujer siguió tirando con fuerza de la correa para pasearme frente a las mesas. Los hombres casi ni me miraban mientras que algunas de las mujeres empezaron, con delicadeza, a examinar las anillas de los pezones y del clítoris; al instante una de ellas, como de si un ritual iniciático se tratara, introdujo profundamente un dedo en mi ano hasta obligarme a ponerme ligeramente de puntillas como respuesta al repentino dolor agudo que dicha práctica me causaba y, a continuación, me lo ofreció, cual exquisitez, para que se lo chupara. Y así, sucesivamente, una tras otra, mesa tras mesa, siempre sobresaltada por los súbitos tirones de la “matrona” que, por el leve rictus de satisfacción que sus labios revelaban, parecía regocijarse de mi doloroso paseo de exhibición. Casi sin percatarme de ello había hecho acto de aparición un extraño artilugio sobre el escenario y mi “guía” me acercó hasta él. Era una especie de bancada elevada de madera con distintos apéndices de bambú y varios arneses de sujeción y me dispuso de tal modo que quedé arrodillada, formando mis muslos y mis pantorrillas un ángulo recto y sujetos, ambos dos, por correas de manera que era imposible cualquier movimiento. El vientre apoyado en la bancada y el cuerpo inclinado hacia abajo; una barra de bambú presionaba mis riñones y otra ejercía de tope a nivel del cuello obligándome a levantar ligeramente la cabeza; aprovecharon la circunstancia de mis anillas para colgar de ellas sendos pesos que, al minuto, empezaron a mortificarme. De tal guisa dispuesta, piernas separadas, culo en pompa completamente expuesto y cualquier atisbo de movimiento reprimido, al cerciorarme del progresivo silencio imperante, sentí, por primera vez aquella noche, los fuertes latidos de mi corazón. Por delante se acercó la mujer y me entregó dos pesadas velas encendidas para que las sujetara con ambas manos. Tal acción supuso que perdiera la sustentación con ellas y que todo el peso de mi cuerpo recayera en el vientre. Un leve malestar por la incómoda postura empezaba a manifestarse cuando de pronto noté como una cosa fría y gruesa me penetraba por el ano. Primero no sentí dolor; parecía que entraba sin oposición pero sólo un minuto más tarde una increible sensación de desazón y de angústia se instaló en mi cuerpo. Aquella cosa se movía sin cesar y me parecía como si quisiese abrirse camino por mis entrañas. Muy nerviosa, empecé a gritar: “¡Qí bu zài, qí bu zài! Mis gritos, entre sollozos ya, obtuvieron una única respuesta: primero una polla y después varias se instalaron en mi boca y en mi garganta para acallar mis súplicas. No puedo recordar cuántas fueron, ni cuántas se corrieron en mí, ni cuánto duró el suplicio... Sólo recuerdo que solté las velas para apoyarme con las manos sobre el piso porque el dolor del peso de mi cuerpo sobre el vientre me impedía respirar y, así aliviada, olvidé por completo la cosa que se movía, frenética, por el interior de mi culo para dedicarme a chupar y a lamer, a lamer y a chupar... Al término de la vorágine chorreaba leche por mi cara y por mi pelo; al incorporarme no sentí dolor alguno, ni cuando la mujer retiró los pesos de las anillas de mis pezones ni cuando tiró fuerte de la correa sujeta a la anilla del clítoris para sacarme de la sala. Camino de la puerta del espejo pude ver, en un capazo, la anguila de río que había transitado por un lapso indeterminado de tiempo, a través del ano, por mi recto y mi colon descendente. Cuando llegamos a la pequeña estancia del principio le pregunté a la mujer: -I can shower? Como respuesta me propinó una soberbia bofetada que acabó con mis escasas resistencias del momento. Me quitó el collar, desabrochó la correa y volví a vestirme. A la salida del hotel me esperaba el taxi. Subí y le indiqué: ¡Tou Ming Si Kao! Es el lounge bar más “in” del momento y, en chino, significa “el pensamiento transparente”. La cabeza me daba vueltas y tenía unas increíbles ganas de orinar. Cruzando el río Huang Pu, por el Nanpu Bridge, me levanté el vestido y al contacto de mis nalgas con la fría tapicería de skay solté una copiosa meada. El líquido caliente resbalando por mis piernas me produjo una reconfortante sensación de bienestar. Intentando no pisar el charco de pis que había dejado bajé del taxi dirección al TMSK. Me instalé en un taburete del fondo de la barra y pedí un Litchini. La parte baja del vestido negro ceñido delataba las humedades a las que había sido sometido y, en esa posición, notaba el agujero de mi culo más como la entrada de la gruta de la Flauta de Caña que como otra cosa, así que me tomé otro Litchini, y luego otro y otro y otro... Cuando los primeros rigores del día iluminaban tímidamente la bahía de Hangzhou, supe que tenía Shanghái rendido a mis pies.