La pequeña espía

Con sólo levantar la mirada puedo verla observar la pantalla de su ordenador.

Esta historia es ficción, y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Lo juro.

Con sólo levantar la mirada puedo verla observar la pantalla de su ordenador. Sin embargo, debo tener cuidado, si la miro mucho no podré entregar a tiempo ese informe que me han mandado revisar y duplicar. La verdad es que no me importa que ella me pille mirándola; pero no quiero que nadie más lo sepa.

Observo como se pone un mechón rebelde tras su oreja y deseo haberlo hecho yo y poder acariciar esa blanca piel que se me antoja suave y caliente al tacto. Un escalofrío recorre mi columna e intento concentrarme en el maldito informe que me retiene en esa silla, que me obliga a observarla de lejos.

Escribo otra línea en el ordenador antes de lanzar otra rápida mirada a esa diosa; y mi cerebro envía una pequeña señal de alarma.

¿Soy yo o me estaba observando? No, no puede ser. Además, me la estoy jugando demasiado. Soy una simple becaria a la que pueden despedir sin problemas por cualquier chorrada que les parezca. Así son las cosas hoy en día.

Por eso decido no volver a levantar la mirada y concentrarme en terminar el informe antes de la hora de cierre de oficinas; cosa que hago. Media hora antes, me levanto de mi mesa y voy en dirección al despacho de mi supervisor; por el camino, me la cruzo. Bueno, ahora sé que es igual de alta que yo y su perfume, es muy agradable, dulce pero ni empalagoso ni infantil. Me gusta y me imagino oliéndolo directamente de su cuello; y me tropiezo con una papelera.

Gracias a dios, el informe duplicado se desperdiga poco, aunque noto que todos me miran, algunos riéndose, y enrojezco de vergüenza. Alguien me ayuda a poner la papelera en su sitio y recoger las hojas del informe. Es entonces cuando su perfume inunda mis sentidos y levanto la vista, encontrándome con dos ojos que me obligan a evitarlos, porque si no lo hago, no sé que podría llegar a hacer...

  • Aquí tienes –me dice ella, sonriente, tendiéndome parte del informe –. Ten más cuidado la próxima vez.

  • Sí –consigo decir, con la cara ardiendo.

Adelanto la mano y le cojo las hojas, teniendo cuidado en no rozar su piel.

Y sigue con su camino, dejándome ahí parada, como una idiota, sin saber que era lo que estaba haciendo. Pero mi supervisor viene rápidamente en mi ayuda y me pregunta si estoy bien. Le contesto que estoy mareada. Él me pregunta si ese es el informe y le respondo que sí, aunque está desordenado, que se lo entrego en cuanto lo ordene. Me tranquiliza y me dice que no hace falta, que me vaya a casa antes, que lo ordenará él u otro becario. Así que le doy el informe, voy a la pequeña mesa que me han asignado, cojo mi abrigo y mi mochila y me voy, sin mirar a nadie hasta llegar a la calle, donde un soplo de aire frío me da la bienvenida al mundo real.

Suspiro, con la cara dirigida al cielo, y pienso que es una pena que no se puedan ver las estrellas desde allí.

Comienzo mi caminata por las calles de esa ciudad que tan bien conozco después de tres años, decidiendo ir andando hasta mi pequeño refugio, pasando por alto la calefacción de los servicios públicos que, a esta hora, comienzan a parecerse demasiado a unas latas de sardinas.

Paso delante de una tienda de informática y me paro al descubrir unas webcam en oferta. Una idea se me instala en el cerebro. Con una de esas, podré espiarla sin que tema que me descubran, pues nadie pasa por detrás de mi puesto, al estar arrinconado, y la webcam es pequeña y se puede esconder fácilmente, ¿no?

Así que entro y pregunto por la oferta de webcams, llevándome la más discreta posible y preguntándome al salir si no me estoy volviendo loca comprando una cámara para espiar a una chica. Sin embargo, al llegar a casa, voy directa a mi compañero de piso, que sabe de informática, y le pregunto si sabe cómo se instala esta cámara y cómo funciona.

Lo apunto todo en una hoja y evito las preguntas de mi compañero acerca de para qué demonios quiero yo una de esas cámaras, si no estaré pensando entrar en uno de esos videochats. Lo único que le digo es que es para cosas del trabajo y me piro a mi habitación, buscando una pequeña caja de mimbre azul oscura, que me regalaron hace tiempo, y hago un par de agujeros para el objetivo de la webcam y el cable. Luego, hago pruebas en mi portátil, descubriendo que puedo hacer grabaciones con ella, y tomar fotos.

Tras volver a comprobar que no se nota que haya una cámara dentro de la caja, lo guardo todo en mi mochila y me tiro encima de la cama, absorta en mis pensamientos.

Al día siguiente, llego pronto a la oficina e instalo la pequeña caja y su contenido, dirigiendo el objetivo hacia donde suele estar ella. Luego, instalo la webcam rápidamente y sonrío cuando una pequeña ventana, a un lado de la pantalla, me muestra su llegada al puesto de trabajo.

El día se me da bien, y me permito el lujo de grabar algunos momentos, pasándolos al final del día a un DVD que me llevo a casa, donde los vuelvo a observar.

Ella frotándose el entrecejo, bebiendo un café, concentrada en la lectura de algún informe, sonriendo a alguien… Pequeños momentos que me hacen sonreír y me hacen ir al trabajo más alegre al día siguiente.

Pero cuando llego a mi puesto, descubro que la webcam ha desaparecido, y comienzo a buscar por mi mesa, desesperada, la pequeña caja de mimbre. De repente, mi ordenador me avisa de la llegada de un mensaje.

Extrañada, me siento ante la pantalla y dirijo el puntero al "Aceptar". Automáticamente, en la pantalla del ordenador aparece el mensaje, que me deja atónita.

Si me envías las imágenes que has grabado, tal vez te devuelva la cámara-espía.

La espiada.

Mis ojos se dirigen inmediatamente a ella, descubriéndola con mi webcam en la mano y mirando la pantalla de su ordenador, como esperando algo.

Inmediatamente, en un nuevo mensaje, adjunto los archivos grabados que todavía tengo en ese ordenador, y escribo, antes de enviarlo:

Pequeños momentos que espero no te moleste te haya robado. De todas formas, perdona si te he molestado. Prometo no volver a hacerlo.

La pequeña espía.

Tarda un rato en responderme, seguramente porque inspecciona los archivos de video enviados. De todas formas, mi supervisor me llama para encargarme algunos informes y, cuando vuelvo a mi puesto, el mensaje está ahí.

Me gustan las grabaciones, temían que fuese de otro tipo. Aún así, sólo te devolveré tu pequeña webcam si me prometes que volverás a las miradas y dejarás la tecnología para otras cosas.

Releo como ocho veces el mensaje, completamente alucinada por su contenido, por si acaso no es verdad. ¿Quiere realmente que la espíe?

La miro, y me está observando, seria.

Sabiendo que espera una respuesta, asiento. Y sonríe.

Comienzo los informes, volviendo a mi vieja costumbre de observarla cada dos por tres; aunque, esta vez, hay momentos en que la descubro devolviéndome la mirada.

Unas horas despues, aviso a mi supervisor que me voy a comer y me dirijo a la cafetería, comprando un sandwich vegetal y una botella de agua y sentándome en mi sitio preferido, una mesa desde la que se puede observar el paisaje de la ventana.

Pasan dos o tres minutos antes de que alguien se siente a mi lado y el olor de su perfume me obligue a mirarla para confirmar su presencia allí.

  • Hola –me saluda, como si nada.

  • Hola –respondo, concentrando mi mirada en el sandwich.

Saca un tupper con ensalada, una coca cola y comienza a comer, pausadamente, con todo el tiempo del mundo.

  • Estás aquí de becaria, ¿verdad? –me pregunta.

  • Yo… sí.

  • ¿Te supervisa Francisco?

  • Sí.

Sonríe, antes de beber un trago.

  • También me supervisó a mí, es un buen tipo.

  • Sí que lo es.

Pasan unos segundos de silencio, antes de que vuelva a preguntarme algo.

  • ¿Llevas mucho tiempo con esto del espionaje?

Me atraganto con el sandwich y ella se ríe, mientras me da unas palmaditas en la espalda, ayudándome a no morir asfixiada por un trozo de sandwich vegetal, cuyo sabor es indescriptible de lo malo que está.

  • Ten cuidado –me dice.

Cuando consigo respirar mejor, y tras beberme media botella de agua, respondo:

  • Cuatro meses.

  • Vaya, prácticamente desde que llegaste.

La miro, sorprendida porque sepa cuanto tiempo llevo en la empresa.

  • ¿Siempre comes de sándwiches? –pregunta, ajena a mi sorpresa.

  • Sí, no… no tengo dinero para mucho más.

  • ¿Y eso?

  • Bueno, tengo que pagar el alquiler del piso que comparto, además de la comida y eso, y no me suele quedar mucho para caprichos. Y si tenemos en cuenta que el otro día compré la… la webcam, puede que a fin de mes pase varios días sin comer ni eso.

Sé que me mira, atenta a mis palabras; sin embargo, no me atrevo a mirarla a mi vez.

  • Siento que por mi culpa tengas que pasar en ayunas varios días.

  • ¿Qué? –exclamo – ¡No! No. Soy… soy yo quien decidió comprar la cámara. No es culpa tuya, podía haber seguido mirándote y ya está.

  • ¿Y por qué la compraste?

La miré, extrañada por la pregunta. ¿Por qué compré la cámara?

  • No lo sé, me pareció una buena idea. Creo.

Me sonríe y noto que enrojezco.

Luego, continuamos comiendo en silencio, hasta que, terminado mi sándwich, debo levantarme para terminar los informes.

Los días siguen con la misma rutina.

Durante las horas de trabajo, nos observamos de vez en cuando y, a la hora de la comida, nos sentamos juntas en la mesa de siempre.

Sin embargo, como una semana despues, al llegar a casa una noche, mi otro compañero de piso me avisa de que me han llamado urgentemente de mi familia. Resulta que mi madre ha tenido un accidente, se ha caído por las escaleras. Llamo a mi hermano, intentando saber más, y me dice que está ingresada en el hospital.

Viendo mi estado alterado, mi compañero me dice que me presta su coche para ir a ver a mi madre, se lo agradezco y vuelvo a llamar para avisar que voy para allá, que me esperen.

Dos horas más tarde, estoy en el hospital donde han ingresado a mi madre, y mi hermano. Este me dice que dormiré en su casa, que mañana podré visitarla. Entonces llamo a Francisco, mi supervisor, al teléfono que me dio para las emergencias. Cuando le cuento lo ocurrido, me dice que tranquila, que me ausente un día, que no importa, y que espera que no sea muy grave.

Dos días despues, vuelvo al trabajo, ajena a todo, aún con la preocupación de lo ocurrido presente en mi mente, pese a las palabras tranquilizadoras del médico.

Sin embargo, un mensaje consigue sacarme de mis pensamientos.

Ayer no viniste y me preocupé. ¿Pasó algo? ¿Estás bien? No tienes buena cara.

No contesto, concentrándome en el trabajo atrasado.

Ni siquiera voy a comer, permitiéndome solo una llamada a mi hermano para saber qué tal esta mi madre. Recordando la mirada de desprecio que me lanzó al entrar a su habitación, en el hospital.

Nunca me perdonará el hecho de ser gay.

Fue uno de los motivos de que viniese a la universidad de la capital a estudiar, alejándome de la ciudad que me vió nacer, crecer y besar por primera vez a esa chica tan preciosa que me robó el corazón poco a poco.

Una llamada de Francisco me indica que debo ir al almacén en busca de unos documentos que necesita. Así que me levanto, y me dirijo al ascensor. Noto que alguien entra antes de que las puertas se cierren.

  • No me has respondido –me pregunta ella.

Ni siquiera sabía que era ella quien ha entrado conmigo.

  • No –respondo.

  • ¿Te ocurre algo?

  • Nada.

  • Lo siento, no me lo creo.

  • ¿Te importaría dejarme en paz? –exclamo, bajandome del ascensor en mi planta y dirigiéndome al almacén.

Dentro, busco el estante donde están archivados los documentos que busco y que, pienso, deberían de pasara ordenador de una maldita vez. Sería más rápido y menos engorroso de localizar, la verdad.

Noto una presencia detrás de mí y sé que es ella. Así que me giro, harta.

  • ¡Vale! ¿Se puede saber qué quieres? ¿Es que acaso no puedes vivir sin que te mire?

  • Estás enfadada por algo.

  • De verdad, como detective no tienes precio –ironizo, siguiendo con la búsqueda de los documentos.

  • Sólo quiero saber qué te pasa.

  • ¿Quieres saber qué me pasa? ¿Tú? Pero si ni siquiera sabes como me llamo.

  • Ana –me corta.

Y me la quedo mirando, sorprendida porque se sepa m nombre.

  • ¿Cuándo…?

  • Al principio, cuando noté que me mirabas, le pregunté quien eras a Francisco. ¿Sabes? Me llamaste la atención y quise saber de ti y poco a poco me fuiste llamando aún más la atención, hasta hacerme desear hablar contigo. El día que dejaste de mirarme pensé que ya no te interesaba y fui a tu puesto después del trabajo para ver si encontraba la razón. Casi grito de alegría al descubrir que me estabas grabando por webcam, ¿sabes? Y luego pude acercarme a hablar contigo, tenía una excusa, y descubrí que ya no me llamabas la atención, si no que me gustabas. Me descubrí preocupándome sobre lo que estarías pensando, sobre si yo también te gustaría, sobre si querrías salir conmigo algún día y

  • Sí –corto, inconscientemente y enrojeciendo al instante.

Se me queda mirando.

  • ¿Perdón? –pregunta.

  • Que… que sí, que me gustaría salir contigo.

Sonrie ampliamente, y me gusta como lo hace.

  • Pero… con dos condiciones –me atrevo a decir.

Ella me mira, interrogante, intentando saber en qué estoy pensando.

  • Si tú sabes mi nombre, yo quiero saber el tuyo –digo.

Se relaja y sonríe, tendiéndome la mano.

  • Me llamo Almudena –responde.

  • Encantada.

  • ¿Y la otra condición?

  • Me encantaría poder besarte, llevo deseándolo desde que comencé a espiarte.

Almudena ríe.

  • Pensé que no me lo pedirías nunca –dice.

Y se adelanta, quedando a pocos centímetros de mí.

Su perfume me invade completamente en cuanto toco su frente con la mía.

Sonrió, intentando no precipitar el beso, intentando que desée mis labios como yo deseo los suyos, rozando su nariz con la mía.

Reímos, ante la escena que estamos montando.

  • Parecemos dos adolescentes –nos describe, susurrando.

Y aprovecho el momento para besarla, sintiendo la calidez y dulzura de esos labios en mi alma.

Un tiempo después, no sé cuanto, me separo de ella y, antes de poder hacer nada, me atrae de nuevo a ella, besándome con pasión, invadiendo mi boca con su lengua y dándome permiso para hacer lo mismo, que no tardo en hacer.

Noto sus manos acariciandome la espalda, como yo la acaricio a ella quien, al sentir mi mano en su pecho, hecha la cabeza hacia atrás, dejando su cuello a mi alcance.

Es entonces cuando mi busca suena, separándonos bruscamente.

  • ¿Quién es? –pregunta, sofocada.

  • Es Francisco –respondo tras mirar el pequeño aparatito –, seguramente querrá saber por qué tardo tanto.

Un silencio se instala entre las dos y, sin saber el motivo, comenzamos a reirnos de la situación.

  • Te ayudo a buscar esos documentos –me dice, antes de comenzar a revisar los estantes.

Una vez encontrado los documentos, volvemos al ascensor donde me dice:

  • Dentro de hora y media te llevo a cenar a mi casa, y no acepto un no como respuesta, ¿podrás aguantar?

  • No sé yo –me río.

Cuando las puertas del ascensor vuelven a abrirse, y tras dejar pasar a Almudena, corro al despacho de Francisco y me disculpo por el trabajo.

Una vez de nuevo en mi puesto de trabajo, me descubro incapaz de concentrarme en el trabajo.

No aguanto más.

La miro recibir el mensaje y sonreir, mirándome. Escribe algo y, segundos despues, recibo un mensaje.

Yo puedo salir antes, todo depende de ti.

La miro sonreirme y me levanto, impulsada por un resorte invisible. Dirijo mis pasos al despacho de Francisco, ante la mirada atenta de Almudena.

Mi supervisor, tras escuchar que, tras lo acontecido con mi madre, no consigo concentrarme, me aconseja irme a casa y dormir bien. Le agradezco su ayuda y me despido, saliendo de su despacho o más seria que puedo, pese a los brincos que pego por dentro.

Me dirijo de nuevo a mi puesto y comienzo a recoger mis cosas tras enviar un último mensaje por ordenador.

Te espero en la zona de ascensores.

No llevo ni tres minutos que llega Almudena, con una ligera sonrisa en los labios.

Bajámos al garage y vamos en busca de su coche, en el que entramos; y diez minutos despues, estamos en la calle, ella conduciendo y yo sonriendo, concentrándome en esa mano que ella ha apoyado en mi rodilla y que avanza peligrosamente a mi entrepierna donde se dedica a acariciar mi entrepierna sobre la tela de mi pantalón.

Suspiro, intentando enfocar la vista en la calle, fuera del coche, cuando entra en un párking subterráneo del que supongo que es su edificio.

Y no me equivoco.

En el ascensor, la acorralo contra el espejo y comienzo a besarla con toda la pasión retenida, sujetándole las manos por encima de nuestras cabezas, acariciando sus brazos hasta llegar a sus pechos, que ansío chupar.

Una pausa de unos minutos hasta entrar definitivamente en su casa y seguimos en su cuarto, donde nuestra ropa no tarda en poblar el suelo.

Ya en la cama, y salvajemente, seguimos besándonos. Sin saber quién está encima, nuestras manos van directas al grano, acariciándonos como si fuésemos una.

Entonces, en un segundo de lucidez, paro.

Y ella para a su vez.

  • ¿Ocurre algo? –pregunta.

A modo de respuesta, la beso; pero no de forma salvaje, como hasta ahora, si no suavemente, dulcemente, saboreándola.

Y volvemos a acariciarnos, pero esta vez menos violentamente, intentando disfrutar el mayor tiempo posible de las sensaciones que nos embargan.

Frotamos nuestros clítoris, acariciándolo, pellizcándolo, sacándonos gemidos mutuamente. Entonces comienzo a sentir la llegada inminente del orgasmo y sé que ella también lo nota, porque decide, en ese instante, penetrarme, intentando acelerar la llegada de la explosión de placer que me invade, convulsionándome, dejándome agotada.

Tras descansar un instante, decido devolverle el favor con su propio orgasmo, que tampoco debe estar lejos. Por los que me lanzo a sus pechos, mordiéndolos levemente por la zona cercana al pezón, que comienzo a lamer y chupar como si de otro botón mágico se tratara.

Cuando noto que ella está a punto, la imito y meto dos dedos en su interior con los que inicio un mete-saca, mientras le sigo acariciando el clítoris con el pulgar.

Sus gemidos se hacen cada vez fuertes, más seguidos, hasta que ella llega por fin, dejándome los dedos empapados y con una sonrisa en la boca.

Me acerca para besarla y me tumbo a su lado, mirándonos, sonriéndonos.

Y es ese momento el que aprovecha mi estómago para quejarse de hambre.

Y ella ríe, recordándo en voz alta que no he comido nada en todo el día y que necesito recuperar fuerzas para la noche que vamos a pasar juntas. Por lo que se levanta, cogiendo una camisa en el camino a la puerta que no recuerdo que hayamos cerrado.

Y cuando la veo salir de la habitación, me digo a mí misma que no pienso separarme tan fácilmente de esa mujer, cuya edad desconozco todavía y que, por cierto, aún tiene mi webcam.

Tendré que pedírsela, ¿no?