La peluquera

Una fogosa veinteañera me hace caer en la tentación. No hay mejor compañera para “echar una canita al aire” que una peluquera.

Aquella tarde había sido una auténtica pesadilla: de compras, acompañando a mi mujer, haciéndole las veces de perchero mientras pasaba las prendas de los colgadores, ojeando una por una, hasta sacar la que le llamaba la atención para endosármela y que se la sujetase mientras volvía a la incansable búsqueda del vestido, blusa o falda perfectos. Y después, la aburrida espera a la puerta del cambiador mientras ella se iba probando los trapitos elegidos, saliendo tras cada quita y pon para solicitar mi opinión.

­— Esa chaqueta te queda genial —le había dicho una vez—. Ese vestido es muy bonito —le había dicho otra—. Esa falda te pega… ¡Uf, cómo te queda esa blusa!.

Esa última frase había dado en el clavo, pues de todas las prendas que se probó, tras toda una tarde recorriendo las tiendas del centro de la ciudad, aquella blusa entallada, de color azul como sus ojos, que envolvía sugerentemente la forma de su busto con un escote provocativo pero elegante, fue la única captura del día.

Era cierto que con el resto de prendas había sido demasiado benevolente, deseando acabar cuanto antes con aquella tortura, pero con la blusa había sido totalmente sincero, y Natalia lo había notado en el tono de mi voz, el resoplido escapando de mis labios, y mis ojos incendiados de lujuria.

— ¡Me la quedo! —había contestado ella con entusiasmo—. Y esta noche me la pruebo para ti, sin más ropa, como compensación por aguantar toda la tarde sin una queja.

Por lo menos, tendría mi recompensa por ser un paciente y sufrido esposo. Si ya estaba deseando marcharme a casa, aquello no hizo más que redoblar mi deseo.

Llevaba ocho años casado con Natalia, ocho maravillosos años en los que mis ganas de ella no se habían visto mermadas. Tenía la suerte de estar casado con una guapa mujer de bonitos ojos azules, larga melena oscura y atractivo cuerpo curvilíneo en el que destacaban un buen par de tetas, tan bien puestas como los tambores del batería de un grupo de Heavy Metal. A sus treinta y cinco, mi esposa seguía estando para comérsela, algo más rellenita que cuando nos casamos, pero igualmente deseable.

— Ummm… —me relamí yo—.Ya estoy deseando quitártela… Aunque la tarde ha sido muy larga… Tal vez me he ganado un poco más de compensación —añadí tomándola por la cintura y acariciando sus potentes nalgas por encima de la falda.

— Vaya, ¿y qué se te ocurre? —preguntó, juguetona.

— Me encantaría darte por este culazo —le susurré al oído, apretando sus posaderas.

Estaba seguro de cuál sería la respuesta, y cuál sería el resultado final.

— Ya veremos… —contestó—. Me cambio, pagamos y nos vamos.

“Ya veremos”, esa era siempre su respuesta cuando se lo proponía, y la cosa, al final, quedaba en nada. La verdad es que predisposición sí que mostraba, pero en el momento de la verdad, cuando mi sexo se alojaba entres sus rotundas cachas, el miedo al dolor era superior a ella, no permitiéndome penetrarla por el estrecho agujerito. Así que continuábamos con un delicioso “perrito”, pero con mi frustración por tener una mujer con un culo tan apetecible, pero totalmente infranqueable.

Salimos para casa, eran casi las ocho de la tarde, y la mayoría de tiendas en las que no quedaban clientes comenzaban a echar el cierre. Era viernes, y los dueños de los comercios que no abrían al día siguiente tenían casi tantas ganas de llegar a sus hogares como yo.

Caminando cogidos de la mano, al pasar enfrente de una peluquería, Natalia tuvo una brillante idea:

— ¿Por qué no aprovechas y te cortas el pelo?. Lo tienes muy largo ya —observó pasándome la mano por la cabeza.

— Pero, cariño —objeté yo—, estoy deseando llegar a casa y que te pruebes la blusa para mí…

— Venga, hombre, que nunca tienes tiempo, y estás más guapo con el pelo corto… En casa te esperaremos mi blusa y yo…

— Pero, si ya van a cerrar —volví a oponerme, observando a la chica de la peluquería fumándose un cigarrillo antes de bajar la chapa metálica de la puerta.

— Pregúntale, que no pierdes nada.

Para mi fastidio, con ganas de obtener una negativa como respuesta, me acerqué a la joven que nos observaba con interés.

— Hola, supongo que ya vas a cerrar y no podrás cortarme el pelo —le dije, dispuesto a darme la vuelta.

La chica, de poco más de veinte años, exhaló sensualmente una fina columna de humo blanco a través de sus carnosos labios pintados de un brillante color violeta, como un delicioso caramelo, observándome de arriba abajo para terminar esbozando una amplia sonrisa.

— Iba a cerrar —contestó—, pero si no te importa que me acabe el cigarrito, no puedo decirle que no a un cliente —añadió, mirando de reojo a Natalia.

Me giré asintiendo con la cabeza, apesadumbrado, y mi esposa me contestó lanzándome un beso tras dejarme leer en sus labios: “Te espero en casa”.

— ¿Entonces, te quedas? —me preguntó la joven al volver a girarme hacia ella.

— Eso parece —dije resignado.

— Perfecto, te aseguro que no te arrepentirás —añadió, dándole una última calada a su cigarrillo para soplar suavemente el humo hacia el cielo.

Sentí un hormigueo en mi interior. Me resultaba extrañamente erótico ver a una mujer disfrutando de tan malsano vicio, y más, si como era el caso de aquella jovencita, lo hacía con unos sensuales labios especialmente decorados para llamar la atención sobre ellos.

— Mi nombre es Elsa —dijo invitándome a pasar—, y hoy voy a ser tu peluquera.

— Gracias, yo soy Miguel, y hoy voy a ser tu cliente —contesté sonriéndole mientras entraba en el local.

Elsa bajó la chapa tras de sí, para evitar que entrasen más clientes de última hora, dejándome sin aliento al ver cómo se agachaba en el tramo final. Llevaba unos leggins negros, que no dejaban nada a la imaginación para hacer disfrutar a la vista de un precioso y prieto culito, cuyas redondeadas formas se dibujaban perfectamente con la ceñida y elástica prenda que las envolvía. Cuando se agachó, el espectáculo fue glorioso, pues no tuvo el decoro de doblar las rodillas y descender con la espalda recta, sino que dobló su cuerpo, dejando en alto su acorazonada grupa para dejarme obnubilado con la contemplación de la hendidura formada por sus firmes glúteos, mientras la tira de un tanga de hilo negro asomaba coronando un excitante escote trasero.

La chica cerró la puerta y, resuelta, se dirigió a mí.

— ¿Te parece que empecemos por un lavado?.

— Claro —respondí, tragando saliva mientras subía mi vista por su anatomía, escaneándola.

Por el fastidio de un corte de pelo que en aquel momento no me apetecía nada hacerme, no me había fijado los suficientemente bien en la joven a la que iba a prolongar su jornada laboral. Pero la contemplación de su increíble culo, tan orgullosamente mostrado, despertó mi adormilado instinto de cazador.

Elsa no sólo tenía un trasero capaz de quitar el hipo, los leggins también envolvían  a la perfección unas firmes piernas, de potentes muslos, con unas caderas anchas a pesar de la delgadez. Sí, la chica estaba bastante delgada, pero no exenta de una fascinante curva en la cintura y un busto más que aceptable, todo ello envuelto en una camiseta blanca de amplia e irregular apertura superior, que se sujetaba sobre uno de sus hombros para descender oblicuamente, dejando el otro desnudo y ajustándose bajo sus pechos a la forma de su estrecha cintura. Estaba buena, lo sabía, y no dudaba en exhibir su agraciado físico.

Su rostro era armonioso, tal vez no arrebatadoramente atractivo, pero sí bastante resultón. En general, su cara era aniñada, de forma ovalada, con grandes ojos marrones y pequeña nariz adornada con un arete plateado en una de sus aletas. Y sobre todo lo demás, destacaba llamativamente una boca de carnosos labios, perfectamente perfilados, labios de modelo de maquillaje, aún más sugerentes por el brillante color violeta que aquel día lucían. La niña sabía sacarse partido.

Como era de esperar, por su profesión, su pelo rubio exhibía un corte mucho más complejo de lo que parecía a simple vista, con un largo flequillo llegándole hasta los ojos, desigual en las puntas y con un mechón del mismo color que sus labios, mientras que el resto del cabello era bastante más corto, decreciendo su longitud a medida que llegaba a la nuca. Demasiado moderno para mi gusto, pero no le quedaba nada mal.

Me ofreció asiento en uno de los lava-cabezas y, sin molestarse en ponerse el peto-delantal con el logotipo de la peluquería, que colgaba de una percha, me colocó una toalla sobre los hombros, metiéndomela cuidadosamente por el cuello de la camiseta mientras me sonreía ampliamente.

— Pon la cabeza hacia atrás, guapo —me indicó, colocándose tras de mí.

Aquello me produjo otro cosquilleo. Hacía mucho que nadie más que mi mujer me llamaba guapo.

Sentí cómo sus dedos se metían entre mis cabellos, tomándolos suavemente de atrás adelante, recorriendo todo mi cráneo.

— ¡Vaya cantidad de pelo tienes! —exclamó—, y además súper fuerte. Tú no te quedas calvo.

— Eso espero, me gusta mi pelo —dije riéndome.

— Y a mí también, ¡es un pelazo!. ¿Cuántos años tienes, si no te importa?.

—Treinta y ocho…

— Pues si con treinta y ocho estás así, casi puedo asegurarte que lo conservarás.

— Si lo dice una profesional, me quedo mucho más tranquilo —contesté entre risas.

— Pues claro que sí, estás fenomenal —concluyó acariciando mi cuero cabelludo, provocándome un hormigueo que me recorrió de la cabeza a los pies.

Escuché el grifo, y cómo comprobaba la temperatura del agua hasta mojarme el pelo mientras una de sus manos recorría toda mi cabeza empapándome bien. Su mano se movía con delicadeza.

Enseguida percibí la afrutada fragancia del champú, y cómo esas suaves manos lo extendían por todo mi cabello haciendo espuma, con las yemas de sus dedos masajeándome el cuero con una sutileza como jamás había sentido. El hormigueo se convirtió en cosquilleo, propagándose por todo mi cuerpo, y era más que agradable, haciéndome cerrar los ojos.

Con la misma delicadeza, aclaró la espuma, deleitándome con las caricias de sus manos, provocándome un magnífico estado de relajación.

— Si te parece bien, voy a darte acondicionador —escuché su voz—. Los hombres no soléis usarlo, y es recomendable.

— Estoy en tus manos —acerté a decir.

Me pareció escuchar un suspiro.

Sentí cómo Elsa extendía por mi cabellos el producto, que me produjo una refrescante sensación al entrar en contacto con mi piel y, enseguida, las yemas de sus dedos se abrieron camino por mi pelo para masajearme todo el cuero cabelludo con unas sensuales caricias que nunca imaginé recibir.

Mi relajación era tal, y el masaje tan placentero, produciéndome escalofríos que recorrían mi espina dorsal, que mi polla reaccionó llenando su cuerpo cavernoso de sangre para comenzar a hincharse.

Las caricias en mi cabeza aumentaron su intensidad, haciéndose más notables, más eróticas e íntimas; presionando las yemas de sus dedos mis sienes, deslizándose hacia atrás hasta mi nuca, cogiéndola con la palma de sus manos hacia arriba para que sus dedos descendiesen hasta mis cervicales, haciéndome estremecer.

Mi verga no dudó en mostrar su agrado, adquiriendo su máxima expresión en mi entrepierna, presionando el bóxer y el pantalón, que parecían querer retener lo que era incontenible. Resultándome dolorosa la represión cuando esas expertas manos aclararon el acondicionador manteniendo un masaje que ya no era necesario.

Al terminar de aclararme, me pareció oír otro suspiro, e inmediatamente sentí cómo la peluquera me pasaba, con cuidadosa dedicación, una toalla por todo el cabello, echándolo hacia atrás, hasta que noté que terminaba.

Para mi sorpresa, cuando volví a abrir los ojos, la joven estaba ante mí, con sus ojos de miel brillantes y mordiéndose el violeta labio inferior.

— Mejor no te levantes ahora —dijo sonriendo con picardía—. Te pongo aquí mismo el protector.

Elsa tomó un pedazo de tela negra de un cajón del mueble que tenía al lado y, poniendo su rostro a escasos centímetros del mío, me lo puso alrededor del cuello, abrochándome un botón detrás. Al inclinarse hacia mí, el irregular escote de su camiseta se abrió lo suficiente como para regalarme un primer plano de sus pechos, bien apretados por un sujetador negro para formar un atractivo canalillo entre sus dos jóvenes y redondas manzanas. Esa visión no hizo sino empeorar mi estado.

Sentí cómo sus rodillas contactaban con mi arco del triunfo, ya que el maravilloso lavado de cabeza me había dejado totalmente despatarrado sobre la butaca, y lo presionaban levemente. La joven suspiró ante mi rostro, y mi miembro palpitó en mi entrepierna.

— Ahora te lo tengo que colocar bien —susurró mientras sus manos extendían la tela sobre mi pecho, recorriéndolo para bajar por mi abdomen.

En ese momento, con mi vista incapaz de escapar de la abertura de su camiseta, fui yo quien suspiró.

— ¡Hum, vaya lo que tenemos aquí! —exclamó con sus manos sobre mis caderas y su mirada fija en mi paquete, abultado de forma escandalosa.

— ¡Joder, lo siento! —dije avergonzado—. Es que tu masaje craneal ha sido tan sensual…

— Vaya, vaya… —comentó con una sonrisa perversa—. Si con sólo lavarte la cabeza te pones así…

Sus manos acariciaron mis muslos eróticamente, recorriéndolos de arriba abajo, y volviendo a ascender por la cara interna, dejándome casi sin aliento.

— Pues así no puedo cortarte el pelo —sentenció, reclinada sobre mí, mirándome a los ojos mientras se mordía el labio.

— De verdad que lo siento, no sé qué me ha pasado… Me muero de vergüenza… —traté de justificarme.

— Ummm, no veo por qué tienes que tener vergüenza…

Sus manos se aventuraron más, y recorrieron mis ingles para terminar palpando el impúdico bulto de mi pantalón, recorriendo su longitud mientras suspiraba y a mí me hacía resoplar.

— Si yo te he provocado esto, tendré que ser yo quien le ponga remedio, ¿no crees? —preguntó, desabrochándome el cinturón.

— Joder, Elsa, que he entrado para cortarme el pelo…

— Y te lo voy a cortar —confirmó, desabrochándome los botones de la bragueta a la vez que presionaba mi dureza—, pero después. Antes hay que atender la primera necesidad del cliente, soy muy servicial…

Con la bragueta completamente abierta, tiró de la goma del bóxer hacia abajo, descubriendo mi palpitante erección, que saltó como un resorte al ser liberada.

­— ¡Oh, qué preciosidad! —exclamó mientras dejaba mi prenda inferior bajo mis testículos—. Parece deliciosa… —añadió, relamiéndose sus violetas labios.

El lavado de cabeza había sido tan sensual y placentero, la revelación de su escote tan excitante, sus labios tan eróticos, y sus palabras tan provocativas, que no conseguí articular palabra mientras se ponía de rodillas, empuñando mi mástil con su experta mano de uñas pintadas a juego con su apetecible boca.

Lo acarició de arriba abajo, con suavidad, provocándome un estremecimiento que me arrancó un gruñido, y consiguiendo que de la punta de mi glande brotase una transparente gota a la que ella sonrió maliciosamente. Vi cómo su rostro se acercaba a mi falo y su rosada lengua salía entre los violáceos pétalos para deslizarse por todo el tronco de mi herramienta, hasta alcanzar la gota preseminal y llevársela con un brillante hilo hasta los labios, degustándola sobre ellos.

— Ummmm…

«¿Pero qué está pasando?, ¿pero qué coño está pasando?», pregunté para mis adentros, no dando crédito a la situación.

— Para, por favor —dije con un hilo de voz—. Esto no está bien…

— Yo creo que está muy bien —contestó la peluquera, relamiéndose lascivamente mientras su mano subía y bajaba la piel de mi monolito—. No puedo concentrarme en cortarte el pelo sabiendo que te he puesto la polla así de dura. Necesito hacer algo al respecto…

Su apéndice bucal volvió a alcanzar mi glande, acariciándolo suavemente mientras sus carnosos labios se posaban sobre él para darle un beso que me hizo estremecer.

— ¡Oh, joder! —exclamé apretando los dientes—. No sigas…

Evidentemente, si mi convicción hubiera  sido firme, y mi fuerza de voluntad férrea, no habría tenido más que sujetar su cabeza y apartarla de mí, enfundando mi vergonzante erección para salir de allí como alma que lleva el diablo. Pero la carne es débil, y más si te sirven en bandeja de plata lo que internamente estás deseando. Y aquella apetecible lolita me estaba ofreciendo algo para lo que yo habría tenido que ser santificado si hubiera sido capaz de rechazar. Y yo no tenía madera de santo.

La visión de sus perfectos labios violetas amoldándose al contorno de la punta de mi balano, era casi más enloquecedora que la propia sensación de su jugosidad en mi piel.

— Uuufff —resoplé, sintiendo cómo hacía caso omiso de mis palabras.

La cabeza de mi verga fue succionada por aquellos pétalos, colándose entre ellos para introducirse en una húmeda y cálida cavidad cuyo maravilloso tacto me dejó paralizado.

«¡Dios, qué rico!», pensaba. «Que pare, que no puede ser... Que siga, ¡que es una delicia!», me debatía internamente.

Los melosos ojos de la peluquera, brillando de pura excitación, me miraron fijamente mientras succionaba con los carrillos hundidos, con la violácea soga alrededor del cuello de mi erecto reo, ahorcándolo con su carnosa suavidad.

Si aquella sensual verdugo no detenía la ejecución, yo no tenía fuerzas más que para aceptar mi condena, así que, en un último alarde por mantener mi integridad y fidelidad a mi esposa, utilicé mis últimas palabras para confesar mi culpabilidad:

— Elsa, estoy casado.

La chica dejó escapar al condenado de tan acogedora prisión, aunque manteniendo su dominio sobre él, teniéndolo firmemente sujeto por su mano. Y su rostro, máscara de vicio y perversión, esbozó una lujuriosa sonrisa, adelantándome lo que su sugerente voz me iba a anunciar:

— Lo sé. He visto el anillo en tu mano, y supongo que la guapa morena con la que ibas es tu mujer —su vivaz lengua acarició mi frenillo, produciéndome un cosquilleo que me puso toda la piel de gallina—. ¡Cómo me ponen los casados!.

No hubo piedad, la sentencia había sido dictada, así que contemplé cómo aquellos labios de gominola envolvían nuevamente mi glande, y lo succionaban para que éste se deslizase entre ellos, mientras la ejecutora me traspasaba con su mirada.

Todo mi cuerpo tembló de placer con la suavidad de su boca sorbiendo mi polla, arrastrándose sobre la lengua de la peluquera a medida que ésta bajaba su cabeza, engullendo la dura carne hasta que la testa de mi cetro alcanzó su garganta.

— ¡Dioooosss! —clamé, apoyando nuevamente la nuca sobre el lava-cabezas.

Mi mente quedó completamente en blanco, anulada por la maravillosa sensación.

La poderosa succión me hizo gemir cuando Elsa comenzó a sacarse mi miembro de la boca, hasta volver a acariciar la punta con sus pétalos, dejándolo salir con el sonido de una botella de vino descorchada.

Volví a mirar su cara de hembra viciosa, que seguía observándome fijamente. No se había perdido detalle de mis reacciones ante su exquisita chupada, sonriendo complacida y jugueteando con mi glande sobre su carnoso labio inferior.

— ¿Por qué me haces esto? —le pregunté, casi sin aliento.

— Porque me gustan los tíos mayores que yo—susurró, haciéndome sentir su cálido aliento sobre mi sensible piel cubierta con su saliva—, y tú estás bueno…

Su inquieta lengua volvió a recorrer todo el tronco de mi vara, enloqueciéndome con el cosquilleo para arrancarme un nuevo suspiro. Pero mi conciencia aún consiguió revelarse para oponer resistencia, aunque ésta sólo fuera verbal:

— Por favor, para. Aún estamos a tiempo… Mi mujer me espera en casa…

— ¡Y cómo me pone eso! —sentenció ella, penetrándose los labios con mi acerado músculo hasta engullir cuanta carne fue capaz.

— ¡Oooh! —me hizo gemir, embargado por el placer—. Es demasiado bueno…

Succionando con gula, Elsa volvió a sacarse mi polla de su boca para estrangularla con sus labios de fantasía, dejándose dentro la cabeza mientras su lengua trazaba círculos acariciando su contorno. Aquella peluquera, sin apartar su incendiaria mirada de mis ojos, me dejó bien claro cuánto le excitaba conducir a un hombre a la infidelidad, y cuánto disfrutaba comiéndose una verga.

Mientras su mano derecha acariciaba el fuste dulcemente, acompañando la golosa chupada, la izquierda tomó mis pelotas, acariciándolas con delicadeza y arañándome ligeramente, con sus largas uñas de color violeta, la delicada piel de mi perineo, extendiéndose la placentera sensación por todo mi cuerpo como una descarga eléctrica.

— Joder, Elsa, si mi mujer se enterara de esto… —dije entre dientes, más para mí mismo que para ella.

La joven, al escucharme, se sintió espoleada, y tragó todo mi sable hasta acoger la punta en su garganta, mientras su mano se deslizaba bajo mi culo para clavar sus uñas en uno de mis contraídos glúteos. La maravillosa mezcla de dolor y placer casi consigue que me corra.

Aquellos increíbles labios, adornados para incitar al deseo y creados para el placer, volvieron a succionar dejando salir parte de mi enhiesta verga para volver a chuparla, bajando su cabeza y deleitándome con el tacto y opresión de su lengua, paladar y carrillos.

— ¡Joder, así me matas! —exclamé, sintiendo que perdía el control de mis actos.

Mis manos fueron a su rubia cabeza, y acompañaron el rítmico sube y baja que inició devorándome, con mi pértiga deslizándose entre sus brillantes de malva, y su cálida saliva escurriendo por la piel de mi palpitante hombría, regalándome los oídos con un evocador sonido de líquidos sorbidos.

Aquello era demasiado. La chica era sexy y glotona, la situación surrealista y morbosa, el acto prohibido y moralmente reprochable, y el placer, simplemente, sublime.

— Joder… Si no paras me corro… Joder, que me corro…

Elsa siguió concentrada en regalarme la felación más increíble de mi vida, aumentando, aún más, su potencia de succión y la velocidad de la mamada.

Sentí cómo todos mis músculos se contraían, la próstata me palpitaba, y una incontrolable explosión liberaba mi tensión con un torrente de leche en ebullición irrumpiendo en aquella increíble cavidad succionante.

— ¡Me corroooooo…! —anuncié con la costumbre de prevenir a mi esposa para que tuviera tiempo de decidir qué hacer con el producto de su práctica.

Elsa lo tenía claro desde el instante en que me acerqué a ella mientras se fumaba un cigarrillo a la puerta del negocio. Siguió mamando, con más ganas aún, disfrutando de los latidos de mi polla hasta el momento en que el géiser eyectó su chorro de hirviente semen en el interior de su boca, estrellándose el denso líquido contra su paladar y garganta para anegar el poco espacio bucal no invadido por mi carne. Sus uñas volvieron a clavarse en mi glúteo, como una espuela en un semental, y mi placer se elevó a la categoría de apoteósico.

En pleno delirio orgásmico, observé cómo aquella lolita rubia se tragaba cuanto podía de mi primera y abundante descarga. Pero mi furor eyaculatorio volvió a inundar su boca para permitirme ver cómo el blanco elixir salía de su cavidad, en enloquecedor contraste con el color de sus labios, rezumando y escurriendo por el tieso tronco de mi polla.

La viciosa joven siguió tragando, sin dejar de deslizar mi brillante miembro por sus jugosos labios, arriba y abajo, deglutiendo el cálido semen que mi hiperestimulada ametralladora disparaba dentro de su boca en menguantes ráfagas. Hasta que mi purga concluyó dejándome relajado, mientras gozaba del cosquilleo y magnífico espectáculo de la glotona peluquera lamiendo los restos de corrida que habían escapado a su voracidad.

Con mi miembro empezando a languidecer, Elsa me subió el bóxer, y yo me abroché el pantalón y el cinturón.

— Delicioso —dijo, limpiándose las comisuras de los labios con un dedo para chupárselo—. Ahora que estás más relajado, ya puedo cortarte el pelo…

— Uufff… —fue lo único que conseguí decir.

La peluquera sonrió satisfecha y con malicia.

— Por favor, siéntate ahí —me pidió señalando un sillón situado ante un amplio espejo—, y dime cómo quieres que te haga el corte.

Incapaz, aún, de creerme cuanto acababa de ocurrir, obedecí como habría hecho en cualquier otra ocasión en que hubiese acudido a una peluquería, sentándome en el asiento ofrecido y dando las indicaciones necesarias de lo que quería.

Elsa, con una profesional actitud, se colocó en sus bien formadas caderas un cinturón con los utensilios necesarios para el desempeño de su trabajo, concentrándose, inmediatamente, en el manejo de las tijeras y el peine.

En mi interior, una amalgama de sentimientos retorcía mi mente mientras, en el reflejo del espejo, observaba las llamativas uñas de la joven perdiéndose entre mis cabellos para ir cogiendo mechón a mechón y someterlo al infalible filo de sus tijeras.

Aún estaba perplejo: ¿quién sería capaz de decir que esa muchacha acababa de practicarme la más excitante felación de mi vida?. ¡Era alucinante!. Como alucinante era que esa lolita me hubiese puesto la polla, con un simple lavado de cabeza, como un bate de béisbol para, después, comérsela ansiosamente; a pesar de mi débil oposición, “obligándome” a disfrutar de un desliz que jamás habría pasado por mi cabeza. Si en ese instante hubiese entrado mi mujer por la puerta, diciéndome que todo aquello había estado preparado para ponerme a prueba y que quería el divorcio, no me habría sorprendido lo más mínimo. Pero no, no hubo entrada teatral.

Elsa, revoloteando a mi alrededor; acariciándome el cuero cabelludo con sus expertos dedos; acercándome al rostro sus pechos mientras su camiseta se abría insistentemente para mostrármelos apretados por el sujetador; ofreciéndome en el espejo la contemplación desde varias perspectivas de su redondeado y firme culo, seguía resuelta en su tarea, completamente ajena a mi batalla interior.

«Dios mío», pensaba yo, «le he puesto la cornamenta a Natalia, ¿pero qué coño me ha pasado?. Nunca le he sido infiel, y nunca pensé que lo sería… No se lo merece… Soy un auténtico hijo de puta…»

«Pero es que esta zorrita casi te ha violado», me contestaba mi yo más oscuro. «¿Qué habría hecho otro en tu lugar?, ¿se habría negado a que este bombón le chupara la polla?. ¡Ya te digo yo que no!. Joder, ¡mírala!, ¡está buenísima y es una calentorra!».

La peluquera, en ese instante, estaba repasándome la patilla derecha, ligeramente reclinada hacia mí. A través del espejo podía ver, de perfil, la excitante curva que su culito describía, como un redondo airbag colocado en su parte trasera. Absolutamente maravilloso.

Nuestras miradas se encontraron en el espejo, me había cazado mirándole la grupa, y me sonrió mordiéndose el labio inferior para pasar ante mí meneando sus nalgas, situándose a mi otro costado, para hacerme inclinar la cabeza e igualarme la otra patilla.

Sentí cómo mi miembro comenzaba a recuperar la vida, sensación que se aceleró con la contemplación del otro redondo perfil de aquellas jóvenes posaderas.

«¿Lo ves?», preguntó mi lord sith interno, «está exhibiéndose para ti. Sabe que tiene un culo de infarto, y no quiere que tú pierdas detalle de él… Un desliz lo tiene cualquiera, tú no tienes culpa de nada, y Natalia nunca se va a enterar de lo que ha pasado aquí. Tú sigue siendo un buen marido, y ya está».

«Eso es», me autocontesté. «Con que no vuelva a hacer nada parecido, el tiempo acabará limpiando mi mácula… Pero… ¡Joder, qué culo tiene la niña!».

Elsa volvió a encontrar mis ojos fijos en el reflejo de su trasero, y volvió a sonreír mordiéndose el carnoso y violeta labio inferior.

Mi incipiente erección siguió abriéndose paso por mi bóxer, hallando la pata del mismo para que mi anaconda pudiese reptar por ella, buscando una salida que no existía.

La peluquera se colocó detrás de mí, dando los últimos retoques al corte para, finalmente, mirarme a través del espejo con sus dedos acariciándome el cabello.

— ¡Terminado! —exclamó con una sonrisa—. ¿Lo ves bien?.

— Perfecto —contesté, sintiendo sus delicadas manos bajando por mi nuca para posarse sobre mis hombros.

En realidad, mi mirada era incapaz de centrarse en mi peinado, mis ojos no podían apartarse de aquellos incitantes labios de caramelo.

Con un cepillo, Elsa limpió con profesional pulcritud los pelos de mi cuello y hombros, haciéndome sentir cierta decepción porque nuestro encuentro llegase a su fin. Especialmente cuando, para mi sorpresa, sopló eróticamente todo mi cuello hasta colar su aliento en mis oídos, produciéndome un estremecimiento.

— Ni un solo pelo que te moleste —comentó, rodeándome para volver a ponerse ante mí mientras se quitaba el cinturón con los utensilios.

Dejó las herramientas de trabajo sobre un mueble junto al espejo y, mirándome de reojo con una sonrisa, comenzó a barrer el suelo a mi alrededor, meneando sensualmente su culito, invitando a que mi vista no pudiera apartarse de él y que mi erección alcanzase su grado máximo, dolorosamente retenida por mis prendas.

— No has dejado de mirarme el culo en ningún momento —dijo al terminar su tarea, poniéndose ante mí con las manos sobre sus caderas.

— ¡Es que es imposible no hacerlo! —exclamé con un resoplido.

La joven sonrió satisfecha, y se reclinó sobre mí para pasar sus manos alrededor de mi cuello, desabrochándome el protector para quitármelo.

— Te gusta, ¿verdad? —me susurró con sus labios casi rozando los míos— Hum, sí, veo que te gusta mucho —añadió al retirarme la tela negra y descubrir el indecoroso abultamiento de mi entrepierna—. Parece que he vuelto a ponerte la polla bien dura…

— Elsa, tienes un culazo y lo sabes —contesté sin querer dar rodeos—. Y no has hecho más que menearlo ante mí… ¡Joder, que ya te he dicho que estoy casado!.

— Y yo te he dicho que eso a mí me pone más cachonda —dijo dándose la vuelta para darme una exclusiva panorámica de sus glúteos enfundados en los leggins.

Con ambas manos al unísono, se palmeó sendas nalgas, observando mi reacción a través del espejo. Mi rostro era una caricatura de lujurioso apetito.

— Así lo ves mejor, ¿verdad? —preguntó, sin esperar respuesta—. El que estés casado no quiere decir que tengas que llevar puesta una venda en los ojos, y a mí me gusta dar a mis clientes los mejor de mí…

— Uuufff, niña, me condenas al infierno…

— Me encanta cómo los casados os hacéis los duros —dijo, acercando aún más sus divinas posaderas a mi rostro—, y luego sois los que con más ganas folláis…

Mi verga palpitaba en su prisión, haciéndome sentir que en cualquier momento sería capaz de rasgar mis prendas y liberarse como el increíble Hulk surgiendo de Bruce Banner.

— Deja de tentarme… Ya tengo suficiente por lo que arrepentirme durante toda la vida —dije sin convicción, clavado en el asiento con mi mirada siguiendo el leve balanceo que esas redondas carnes realizaban para mí.

— ¿Te estoy tentando?. ¡Vaya, no me había dado cuenta! —alegó ella poniendo tono de niña buena—. Entonces no debería hacer esto…

Sus caderas descendieron, y la magnífica redondez de ese prieto culo frotó toda su curvatura sobre mi reprimida hombría, haciéndome resoplar con mi herramienta a punto del colapso.

— Y tampoco debería hacer esto otro —añadió, metiendo sus dedos por la cinturilla de los leggins.

Lentamente, la elástica prenda fue bajando, mostrándome, inicialmente, la tira de su tanga de hilo, para ir descubriéndome unas firmes nalgas de tersa y  joven piel que se revelaron para ser las asesinas de lo poco que me quedaba de integridad.

Casi consiguiendo que mi nariz se instalase entre las dos orgullosas rocas, Elsa se agachó para quitarse los zapatos y sacarse la prenda, volviendo a incorporarse tras dejarme sin respiración.

Todo mi ser vibraba ante esa obra de arte de perfectas formas redondas, todo mi cuerpo clamaba por aquel culo respingón y altivo, firme y prieto, terso y suave. Mis ojos no podían dar crédito a lo que ante ellos se mostraba tan generosa y provocativamente, así que, mientras mi enclenque conciencia me gritaba: «¡No lo hagas!, ¡piensa en Natalia!», mi mano derecha alcanzaba el electrizante tacto de uno de los glúteos de la peluquera.

— Uuuummm… —gimió—. No te cortes, que aquí la única que corta soy yo…

Mi mano obedeció sus palabras sin tener en cuenta la censura de mi interior, presionando la consistencia de esa rotunda redondez para confirmar una enloquecedora firmeza bajo la yema de mis dedos convertidos en una garra.

— Eso es —aprobó Elsa, meneando su trasero para acompañar la presión de mis dedos—. Llevas mirándome el culo desde que entraste por la puerta, ¡ya era hora de que me lo cogieras!.

— ¡Joder, esto está mal! —exclamé, apartando mi garra del mejor culo que había palpado jamás.

Aún quedaba algo de dignidad en mí, un reducto de rasgada moralidad que intentaba salvarme de una hoguera que ya había lamido con sus llamas las plantas de mis pies.

— ¡Claro que está mal! —me respondió la joven—. Y por eso es más excitante… Lo prohibido siempre sabe mejor…

«¡Será zorra!», gritó mi paladín interior. «Tiene toda la razón», repuso mi sátiro mental.

Elsa cogió su culo con ambas manos, y se lo magreó con fuerza, volviéndome loco con la contemplación de cómo sus dedos se hundían en sus propias carnes.

— Por lo poco que he visto —dijo sin dejar de masajearse los glúteos—, tu mujer está bastante buena… Pero no tiene un culo como éste, ¿verdad?.

— Verdad… —resoplé.

— Y no tiene tantas ganas de polla como el mío —añadió, llevándose un dedo a la boca para permitirme ver en el espejo cómo sus violetas labios lo chupaban.

La otra mano apartó el hilo del tanga, y el dedo embadurnado de saliva se introdujo entre las dos ribereñas rocas para profundizar entre ellas, mientras la peluquera suspiraba de satisfacción.

Yo asistía atónito al espectáculo, incapaz de moverme por si me despertaba de aquel surrealista y excitante sueño en el que mis fantasías se estaban haciendo realidad, porque, no sólo se daba la circunstancia de que jamás había podido taladrar el lindo culo de mi esposa, sino que nunca había tenido la oportunidad de realizar con ninguna mujer esa práctica que tantas ganas tenía de probar, sintiéndome desde siempre fascinado por esa atractiva parte de la anatomía femenina. Y en ese momento, cuando más lo deseaba, “la ocasión la pintaban calva”, como se suele decir, y nunca mejor dicho.

Entre gemidos, la falange de Elsa se perdía una y otra vez entre sus poderosas cachas, dejándome boquiabierto mientras no podía resistir más la presión de mis prendas inferiores. Así que, mi débil carne, sucumbió a la necesidad de desabrochar mi pantalón para aliviar la tensión, cogiendo mi hinchada verga y recolocándola para estar más cómodo, con ella apuntando hacia las doce a pesar de estar aún retenida por el bóxer.

Aquella lolita me sonrió a través del espejo, satisfecha por comprobar cómo mi inútil resistencia se estaba consumiendo en la hoguera de su lujuria.

— ¿Más cómodo ahora? —me preguntó, manteniendo su perversa sonrisa—. Creo que yo también debería ponerme más cómoda, tengo el tanga empapado.

Para mi deleite, la joven se bajó la íntima prenda y, sin darse la vuelta, me mostró en el espejo su húmeda, hinchada y rosada vulva perfectamente depilada, como una jugosa fruta abierta que acogió, haciéndola suspirar, dos de sus dedos. Se penetró con ellos hasta los nudillos, y los sacó embadurnados de brillante fluido femenino.

— Uf, Elsa… —dije con un resoplido.

Aquellos dos dedos se dirigieron a la grieta entre sus nalgas, y mientras la otra mano tiraba de una de ellas para abrirlas, aquellas mojadas falanges lubricaron la estrecha entrada trasera colándose lentamente por ella.

— ¡Uuuuuhhhh! —aulló mi torturadora—. ¡Qué justitos me entran!.

Entre jadeos, movió su mano, profundizando en su divino culo, realizando giros de muñeca que me demostraron que aquella jovencita era bastante experta en aquella fantasía que yo aún no había podido realizar.

— ¡Qué rico! —exclamó, sacándose los dedos y abriéndose ligeramente las nalgas para mostrarme su ano relajado—. Estoy caliente y dilatada, ¡necesito que me claves tu polla por el culo!.

Ya no hubo lugar para las dudas ni falsas oposiciones. Si no me follaba aquel culo, me volvería loco. Ya no era un deseo, sino una imperiosa necesidad. Me bajé el pantalón y el bóxer hasta los tobillos, dejando mi monolito desnudo, erguido y orgulloso, con todas sus gruesas venas marcándose en el tronco como las de un culturista en pleno esfuerzo.

No tuve tiempo de ponerme en pie, Elsa reculó hasta que sus turgentes posaderas contactaron con mi glande y, apoyándose con las manos sobre los reposabrazos del sillón, comenzó un enloquecedor movimiento de caderas con el que sus prietas carnes buscaron que mi verga se introdujera entre ellas.

— ¡Dioooosss! —clamé con el estimulante roce de la humedecida piel en mi balano.

Mi mano derecha colocó verticalmente mi falo, manteniéndolo erguido para que, como una estaca, se abriese paso entre las suaves redondeces de la peluquera hasta encontrar el estrecho umbral circular y presionarlo, arrancándole un suspiro a su dueña.

— Eso es, guapo, por ahí es por donde me gusta…

Mi otra mano aferró su cadera, y esa tentación rubia empujó poco a poco hacia abajo, jadeando y haciéndome gruñir con la increíble sensación de mi ariete perforando el angosto ojal, deslizándose con  toda la suavidad que permitía la lubricante mezcla de saliva y fluido vaginal que la chica se había aplicado.

Sentí la dura carne de mi glande constreñida mientras vencía la natural resistencia del poderoso esfínter, obligándole a dar el máximo de sí para que mi glande pasara a través de él, friccionándose de forma delirantemente placentera, hasta que toda la cabeza de mi cetro horadó ese delicioso ano para instalarse en el cálido y suave interior del recto de la joven.

— ¡Oh…! La tienes más gorda de lo que me ha parecido cuando te la he chupado. ¡Me encanta que entre tan justa!.

— ¡U!f —resoplé entre dientes—. Así es como me la has puesto tú…

Sentía cómo el divino aro estrangulaba el cuello de mi vigorosa herramienta, apretándolo con contracciones que me hacían estremecer. Pero eso no era más que el comienzo, porque  la exquisita presión fue desplazándose por mi músculo a medida que las caderas de Elsa descendían devorando mi dureza, estirando mi piel según profundizaba, y tensándola hasta el punto de hacerme pensar que se podría rasgar con una indescriptible mezcla de dolor y placer.

Ella gemía por cada centímetro de macho que perforaba su trasero y dilataba sus entrañas.

Mi mente era un lienzo en blanco, con todo mi ser entregado a la excelsa sensación de penetrar, por primera vez, un precioso culo ansioso por ser profanado con mi adúltera virilidad. Hasta que volví a ser consciente de que estaba haciendo realidad mi más recurrente fantasía, cuando dejé de sujetar mi lanza para que las  mullidas nalgas de la lasciva hembra se apoyasen sobre mis ingles, presionándose con todo el peso de la empalada.

— Ooooohhh —gemimos al unísono.

Aquella sensual peluquera, cuyo culo había pedido mi atención desde el primer momento, y cuyo erótico lavado de cabeza me había llevado hasta aquel instante, se quedó ensartada sobre mí, respirando profundamente mientras su ano y sus entrañas se acostumbraban al grueso invasor que las había taladrado.

Yo creía morir de placer, agarrado a las anchas caderas como un borracho a las asas de un cántaro de vino, sintiendo mi polla gloriosamente comprimida, como si me hubiera puesto un condón más pequeño de lo que realmente necesitara.

«¡Mierda, no me he puesto condón!», grité internamente, cayendo en la cuenta de algo que no había tenido cabida en mis pensamientos, enajenado por la incontrolable excitación.

«¡Cállate y disfruta!», me reprendió mi oscuro ego. «No puedes dejarla preñada, y es evidente que está más sana que una manzana, así que goza de su culo como te ha hecho gozar con su boca».

Con el apoyo de sus manos sobre los reposabrazos, y la ayuda de mis manos, Elsa se levantó sacándose la mitad de mi pétrea barra de carne, para volver a descender lentamente hasta que sus glúteos se aplastaron sobre mí.

— ¡Qué rico, nene!. La tienes tan gorda y dura que no voy a tardar en correrme —dijo subrayando sus palabras con un suspiro.

— Joder, es que nunca la había metido por el culo, ¡y el tuyo es increíble! —contesté deslizando mis manos por sus caderas para apretar sus glúteos comprimidos.

— ¿No le das por el culo a tu mujer?. ¡Pues no sabe lo que se pierde!.

Volvió a deslizarse hacia arriba por la acerada barra y, esa vez, se dejó caer sobre mi pelvis.

— ¡Oh! —exclamamos en sincronía.

La sensación de profundidad y estrechez fueron mayúsculos con la brusca bajada, golpeando sus prietas redondeces en mi pelvis para proporcionarme el más intenso placer que jamás había sentido con una penetración, aderezado con la cálida sensación de los fluidos del jugoso coño de la sodomizada escurriendo hasta mis muslos.

Mis manos subieron tomándola por su estrecha cintura y, alentado por esa increíble sensación que nunca antes había experimentado, levanté el liviano peso de la chica hasta dejarle dentro sólo mi glande para, inmediatamente, dejarla caer ensartándose en mi inmisericorde sable.

Ella gritó extasiada, y yo rugí de gusto.

Mis brazos volvieron a levantar su cuerpo, y su culo fue nuevamente perforado con el violento descenso.

— ¡Aaaaaahhhh, cabronazo! —gritó—, ¡me corroooooo!!!.

Empalada hasta el fondo, Elsa se convulsionó sobre mí, desquiciándome con la potencia de sus glúteos y esfínter contrayéndose para exprimir la dureza que la atravesaba, llevándome al borde de mi propio orgasmo, pero sin llegar a provocármelo, dejándome en un maravilloso estado de sobrexcitación.

De no haber sido por la inesperada y satisfactoria felación que la viciosa peluquera me había realizado, apenas, media hora antes, me habría corrido como un caballo.

La joven disfrutó de su momento de gloria, hasta apoyar su espalda sobre mi pecho, permitiéndome ver, por encima de su hombro, y reflejado en el espejo, su rostro de satisfacción.

— Esto es lo que me vuelve loca de los casados —me susurró, mostrándome su reflejo cómo comenzaba a acariciarse el clítoris mientras mi polla seguía clavada en su culo—. En cuanto se os quita la correa, dejáis de ser perritos falderos para convertiros en lobos, y folláis como bestias…

— Eres una zorra y lo sabes, ¿verdad? —le dije tirando de su camiseta para sacársela por la cabeza—. A cuantos tíos casados te habrás follado…

— ¿Zorra por tirarme a los  mariditos de otras?. Yo creo que no. Soy generosa, sólo les ayudo a quitarse la correa para que hagan conmigo lo que no hacen con sus mujercitas, y nunca me defraudan…

— Ya veo que disfrutas con ello, incluso en tu trabajo… —comenté desabrochándole el sujetador para acariciar sus pechos desnudos.

— Eres el primer tío que me tiro aquí. Quería cumplir una fantasía y darme un homenaje de viernes por la noche, porque mañana tengo que volver a currar a primera hora.

Amasé sus turgentes pechos, más pequeños que los magníficos senos de mi esposa, pero del tamaño suficiente como para llenar las palmas de mis manos con su forma de manzana. Eran suaves y moldeables, jóvenes y desafiantes, de duros pezones rosados que mis dedos pellizcaban haciéndola jadear. Unas tetas muy bien puestas para disfrutar acariciándolas.

Elevé mi pelvis, aplastando su culo para clavarle bien a fondo mi estaca, y ella respondió despegando su espalda de mi pecho con un contoneo de caderas con el que movió mi verga como un joystick aprisionado en sus entrañas.

— Joder, te siento tan dentro… —susurró con un suspiro.

— Voy a tener que castigarte por obligarme a ponerle los cuernos a mi mujer —le dije yo, sintiendo mi polla como una pieza de embutido.

— Oh, sí, castígame, por favor, que soy muy mala…

Mis manos abandonaron sus moldeables pechos, y bajaron hasta tomarla por el estrecho talle. Las excitantes formas de su anatomía parecían haber sido creadas para que yo pudiera manejarla a mi antojo.

Elsa se reclinó hacia delante arqueando su espalda, exprimiendo gloriosamente la pértiga que la ensartaba, y obligándome a volver a bajar mis caderas.  Su cuerpo, oblicuo a mí, dejó de eclipsar el reflejo que teníamos ante nosotros, y pude disfrutar simultáneamente de la sugerente visión de su espalda combada, sacando culo, con mi bayoneta hundida entre sus redondas carnes, y la excitante perspectiva de su rostro dibujado por el placer, con las manos apoyadas sobre sus rodillas, para que sus pechos desafiasen a la gravedad con su voluptuosa juventud, mientras sus muslos separados me mostraban su jugoso coño congestionado y abierto como una flor.

La levanté tirando de su cintura, contemplando cómo sus nalgas recobraban su enloquecedora forma curvada mientras mi tronco emergía entre ellas, quedando sólo enterrado mi balano como la cabeza de un avestruz que pretende esconderse.

— Uuuuuhhh  —aulló la loba —, necesitamos un poco más de lubricación.

Nuestras pieles se habían friccionado con una sensación más dolorosa que placentera, pero mi experta amazona sabía perfectamente qué hacer para seguir cabalgando. Parecía mentira que fuese yo quien le sacaba alrededor de quince años. Estaba claro que, a sus veinte y pocos, Elsa había gozado de más experiencias sexuales diferentes que yo, tristemente virgen en aquella práctica que siempre había coronado mis fantasías.

La experimentada sodomita se acarició, entre gemidos, su cueva de placer, regalándome en el espejo la visión de cómo se metía dos dedos en ella mientras sus blancos dientes maltrataban su carnoso y violáceo labio inferior. Con las falanges escurriendo traslúcido zumo de excitación femenina, la peluquera lo aplicó en el estrangulador de mi firme soldado, y lo extendió por toda la barra de acerado músculo, impregnándolo para verse brillante.

En un gesto de lo más evocador, la descarada jovencita se chupó los dedos, deslizándolos por sus lilas labios, para terminar colocando nuevamente su mano sobre la rodilla.

— Ahora  —me dijo —, ¡rómpeme el culo, cabrón!.

«Recibiendo órdenes de una chavalita deslenguada que no había nacido cuando yo ya me hacía pajas», pensé. «No es una orden», me contesté, «¡es lo que quieres hacer!».

Tiré de ella hacia abajo, a la vez que volvía a elevar las caderas y, con exquisita suavidad, mi polla se deslizó por el estrecho orificio, perforando ese divino culo hasta embutirse completamente en él con un violento choque de mi pubis con su trasero.

— ¡Aaaggg, qué bueno! —gritó—, ¡sigue así!.

No necesitaba que me arrease, pues la intensa sensación que me embriagó de placer poniendo mi punzón al rojo vivo, era tan excelsa, que mi cuerpo sólo respondía a unos ancestrales instintos que me obligaban a repetir la maniobra para darle a aquella hembra su merecido castigo.

La levanté, y la volví a ensartar golpeando sus nalgas. Y, de nuevo, liberé a mi poderosa broca de la potente presión para taladrar las lujuriosas posaderas de aquella que gemía desgarradoramente.

En continuo sube y baja, di por el culo a aquella sensual y lasciva peluquera, observando cómo sus tetas botaban al ritmo de mis embates mientras, con la boca abierta, gritaba con cada penetración como si la estuviesen matando  de puro placer, sintiendo yo el mayor goce que jamás había experimentado.

Sus encendidas mejillas refulgían coloradas; sus melosos ojos, abiertos de par en par, brillaban con la llama de la pasión; sus golosos labios trataban de atrapar el aire que escapaba de sus pulmones; su rubio flequillo se agitaba como en una carrera; sus pechos se balanceaban como boyas en plena marejada; su coño derramaba su cálido jugo sobre mis pelotas, y sus glúteos se aplastaban contra mi pelvis como balones en una prensa hidráulica, mientras ella misma realizaba sentadillas para colaborar con mis acometidas.

Si alguna vez conseguía follarme a mi mujer por el culo, estaba seguro de que no sería de forma tan brutal. Natalia era una mujer ardiente, pero no una fiera indómita como Elsa, que había sacado lo más perverso de mí para gozar sin medida de lo prohibido, convirtiéndome en una bestial máquina de excitante adulterio.

— ¡Oh, cabrón!, ¡oh, cabrón!, ¡¡¡cabronazoooo…!!! —gritó la chica, haciéndome saber que un nuevo orgasmo la embargaba.

Todo su cuerpo se tensó, tirando de mi verga como si ésta pudiera atravesarla hasta salir por su boca, llevándome al límite de mi propia catarsis, pero, a la vez, impidiéndola por la sobrehumana presión con la que ahogaba mi miembro para no permitirme eyacular, llevándome a un momento de locura en el que seguí clavando su culo en mi lanza, tratando de encontrar alivio a un placer que se me hacía insoportable.

El orgasmo de Elsa se prolongó por mi continuo manejo de su cuerpo en la desesperada búsqueda del mío, hasta que ella se relajó y tuve que detener el frenético sube y baja para respirar profundamente, serenándome tras no conseguir atravesar la meta habiendo estado en su misma línea.

— ¡Qué polvazo…! —dijo la satisfecha joven con un suspiro—. Me has hecho correrme como una loca… ¿A que ha merecido la pena ponerle los cuernos a tu mujercita?.

Se levantó con cuidado, desensartándose de mi pica.

— Yo aún no he terminado —contesté, agarrándole uno de sus firmes glúteos para impedirle alejarse de mí.

— ¡Joder, qué pollón tienes todavía! —exclamó sorprendida al ver mi verga, algo amoratada y más dura y tiesa que el obelisco de Lúxor.

— Y no puedo quedarme así —le dije amasando su deliciosa nalga, colorada por la azotaina que había recibido de mi pubis.

— Pero…

— ¡No hay peros! —dije autoritario, levantándome yo también—. ¿No has hecho todo lo posible para que le ponga los cuernos a mi mujer?, ¿no querías soltarme la correa, pedazo de zorra?.

— Uffff , sí —resopló la lasciva joven, mostrándose excitada por mis palabras y actitud—. ¿Y qué vas a hacer al respecto?.

— ¡Te voy a dar por el culo hasta el final!! —dije tomando sus posaderas con ambas manos, estrujándolas con verdadera furia.

— Por favor, no me castigues más, sólo quería jugar un rato… —respondió, impostando voz lastimera a la vez que arqueaba su espalda, volviendo a ofrecerme aquel templo del placer.

Poniéndole una mano sobre el hombro, la obligué a doblarse hasta que las palmas de sus manos se apoyaron sobre el espejo, permitiéndome ver en el reflejo cómo la excitación volvía a incendiar su mirada y dibujaba en sus labios una sonrisa de perversión.

Con la otra mano, apunté con mi glande en la grieta formada por sus apetecibles redondeces y, presionándole el hombro y embistiendo salvajemente con mi cadera, le metí la polla por el culo hasta que nuestros cuerpos restallaron como el látigo de Indiana Jones con el choque de nuestras pieles.

— ¡Me vas a reventar! —gritó Elsa con gesto de sublime disfrute en su rostro.

— ¡Te voy a dar lo que mereces! —alegué, agarrándola con ambas manos del magnífico asidero de sus anchas caderas.

Su ano ya dilatado, y aún suficientemente lubricado, había permitido una penetración estimulantemente justa, pero sin ninguna dificultad. Así que no dudé en golpear ese rotundo trasero, rebotando en su firmeza una y otra vez, mientras mi ariete entraba y salía de él, volviendo a llevarme al estado preorgásmico de minutos antes.

Los gemidos de la peluquera sonaban suplicantes, pero no para que me detuviese, sino para que le diese más y más. Era la zorra más cachonda que había conocido nunca, y realmente quería que le rompiese el culito a pollazos.

Atenazando sus caderas, bombeé sin descanso, como un martillo neumático que taladrase las carnes de aquel joven cuerpo que, increíblemente, aguantaba mis poderosas embestidas entre jadeos y sollozos, los cuales me animaban a torturar con continuos azotes las nalgas de Elsa, vibrando y ondulándose su piel con cada brutal impacto.

— ¡Joder, lo que tiene tu puta mujer en casa!, ¡joder, cómo follas, cabrón!, ¡joder, cómo me matas, cabronazo! —gritaba la deslenguada, volviéndome más loco aún.

Sintiéndome a punto del inminente final, la aferré por la erótica curvatura de su cintura, reduciendo la velocidad para disfrutar de poderosas estocadas más pausadas y largas, hasta que la magnífica presión del cuerpo de la peluquera fue vencido por las palpitaciones de mi polla, haciéndome inyectarle, con un último empujón final que casi la empotra en el espejo, una furiosa corrida con la que me vacié en sus entrañas para llenárselas de mi hirviente leche de macho.

Ese último empujón final, y la cálida sensación estallando repentinamente en su interior, lograron que Elsa alcanzase su glorioso tercer orgasmo, con el que exprimió hasta la última gota de mi varonil esencia, empujando hacia atrás para clavarse, más aún, en mi convulsionante estaca.

— Y así es como un tío casado consigue que vuelva a correrme—dijo sonriendo—. Envidio a tu mujer.

— Eres puro fuego —contesté—. Nunca he follado así con ella…

— Lo sé —afirmó riéndose mientras mi lanza salía del lujurioso templo de su cuerpo.

Tras vestirnos, y como si nada de aquello hubiera pasado, Elsa volvió a su actitud profesional, cobrándome el corte de pelo y difuminando con su jovial desparpajo cualquier atisbo de incomodidad.

La peluquera me acompañó a la calle, regalándome una última y espectacular panorámica de su incomparable culo, nuevamente enfundado en los leggins, mientras se agachaba para volver a subir la chapa del negocio. Quedándose a la puerta, como la había encontrado cuando me acerqué a ella incitado por mi mujer, se encendió un cigarrillo, cuyo humo exhaló con placentero deleite.

— No hay nada como un cigarrito tras un buen… trabajo —comentó haciéndome reír.

Y así, con un guiño y un resuelto: “Hasta la próxima, guapo”, me despidió.

En el camino a casa, mi mente rememoraba una y otra vez cuanto había ocurrido desde que me había despedido de Natalia frente a la peluquería. ¡Era demencial!. Demencialmente excitante, satisfactorio… y perturbador.

El sentimiento de culpa por la infidelidad estaba ahí, punzando mi conciencia, pero la experiencia más increíble de mi vida, haciendo realidad mi mayor fantasía con una jovencita que cualquiera desearía catar, constituía un bálsamo tan potente, que era capaz de relegar la culpabilidad al más oscuro rincón de mi ser. Y por eso era perturbador, porque había traicionado el amor y confianza de mi esposa,  lo cual nunca se me habría ocurrido hacer, ¡por un lavado de cabeza!.

Desde ese día, yo ya no volvería a ser la misma persona que era. Aquella peluquera, y su fogosidad, habían trastocado toda mi escala de valores, dándome a conocer una parte de mí mismo que me resultaba territorio inexplorado. Y si había sido tan fácil hacerme caer en la tentación, ¿me convertiría en reincidente?.

— ¡Qué guapo te ha dejado! —exclamó Natalia al recibirme en casa—. Estás radiante. Aunque ha tardado un montón…

— Gracias —contesté pensando: «radiante porque he echado el polvo de mi vida»—. Es que al principio no le funcionaba el agua caliente —alegué lo primero que se me ocurrió—, y hasta que no ha conseguido arreglarlo, he tenido que esperar.

— Pues ha merecido la pena la espera, ¡estás realmente guapo!. Y ahora ya puedo ponerme mi nueva blusa para ti… —añadió en tono meloso.

«¡Mierda, se me había olvidado!, grité por dentro. «¿Y si no se me levanta?. Esa chavalita me ha dejado seco…¡y con la entrepierna oliéndome a hembra!».

— Antes necesito una ducha, para quitarme los pelitos que se me han metido por la ropa —se me ocurrió decir, sorprendido por mi propia brillantez en el momento crítico.

— Claro, claro, pero no tardes, que yo voy cambiándome —concluyó mi mujer.

Me di la vuelta para ir al cuarto de baño, pero Natalia me detuvo.

— ¡Espera, tienes un par de trasquilones en la parte de atrás!.

«Lo raro es que no tenga media cabeza rapada», contesté internamente.

— ¡Vaya! —dije tocándome la nuca—, con lo del agua caliente y la prisa por haberme hecho esperar… Y ni me he dado cuenta de que no me ha enseñado en el espejo cómo me ha quedado la parte de atrás…  «Estaba más ocupada en mostrarme cómo le quedaban los leggins en su culazo».

— Pues mañana, como es sábado, te presentas allí a primera hora y que te lo arregle.

— Pero, cariño —protesté ante lo embarazoso que sería el reencuentro con aquella que me había regalado los cuernos para que se los plantara a Natalia en la cabeza—, mañana no quiero madrugar…

— Esto es un estropicio, y te lo tiene que arreglar cuanto antes —adujo mi combativa esposa con severidad, llevando su mano a los trasquilones—. ¿A qué hora abre?.

— A las nueve —contesté, recordando haber visto el horario colgado en la puerta.

— Pues antes de que abra ya estás allí…

«Ale, ya vuelvo a tener puesta la correa».

—  …y antes de que lleguen otros clientes, que te dé un buen repaso —sentenció.

«Uf, ya me ha dado un buen repaso, y como el de mañana sea igual…».

— Vale, vale, nena, pero no te enfades. Haré lo que dices —asentí, dándole un beso para dirigirme inmediatamente al baño.

«Llevaré la correa puesta», dije para mí mismo, «pero en cuanto llegue, yo mismo me la quitaré y le daré lo suyo».

Mientras me duchaba, pensaba con una sonrisa cómo parecía que fuera mi propia esposa la que me empujara al adulterio. Suya había sido la idea de cortarme el pelo, que me acercase a aquella atractiva jovencita y me pusiera en sus manos. Y, prácticamente, ella misma me había ordenado volver al lugar del crimen para, antes de que el negocio abriese, reincidir con el cuerpo del delito.

Mientras me secaba con la toalla, Natalia apareció en la puerta del baño, dejándome boquiabierto.  Estaba arrebatadoramente sexy, un auténtico cañón.  Su bonita melena negra, en contraste con sus brillantes ojos azules y sus rosados labios esbozando una pícara sonrisa, me recordaron por qué me había enamorado de ella desde el primer momento en que la vi. Pero no fue eso lo que hizo que se me cayera la toalla al suelo.

Cumpliendo su palabra, mi preciosa mujercita sólo llevaba puesta la blusa que había comprado aquella tarde. Las redondas y orgullosas tetazas que la naturaleza le había dado, quedaban envueltas por la tela del mismo color que sus ojos, dibujando un prominente busto cuyos puntiagudos pezones se marcaban sugerentemente, demostrando que no necesitaba llevar el sujetador puesto para que la prenda le quedara de muerte. A través del provocativo escote, se podía contemplar parte del contorno de esos poderosos senos, invitando a la vista a perderse en él. La tela se ceñía a su sinuosa cintura, resaltando la voluptuosidad de sus pechos, y terminaba en la parte delantera con dos largos faldones entre los cuales se podía vislumbrar el delicioso coñito de mi esposa, con su vello púbico coquetamente recortado en forma triangular.

La duda de si sería capaz de tener una nueva erección, se disipó al instante. Ante semejante visión, mi verga se desperezó de su merecido reposo, adquiriendo todo su vigor cuando Natalia se dio la vuelta para mostrarme cómo el faldón posterior de la blusa apenas llegaba a cubrir la mitad de su rotundo culo, mostrando, eróticamente, las curvas de sus desnudas nalgas de melocotón, para dar paso a sus bien torneados muslos.

— ¿Estoy bien? —preguntó, dándose nuevamente la vuelta para poner las manos sobre sus caderas, sacando pecho y sonriendo ante la lanza que demostraba mi agrado.

— Natalia, estás para follarte hasta caer muerto —contesté, dando gracias internamente por estar casado con semejante morenaza, capaz de ponerme a tono sin llegar a tocarme.

Cogí la toalla que se me había caído de las manos por la impresión, para no tropezar con ella, y me di la vuelta para colgarla en su lugar correcto.

— ¡Uy! —escuché la voz de mi mujer a mis espaldas—. ¿Qué son esas marcas que tienes en el culo?. Parecen de uñas…

«¡Ups!».