La partida

Es noche cerrada, miras el cielo. Es un cielo perfecto, plagado de estrellas. Tiene gracia que lo único que no cambia a pesar de la distancia es el cielo, siempre que levantes la cabeza verás lo mismo.

Es noche cerrada, miras el cielo. Es un cielo perfecto, plagado de estrellas. Tiene gracia que lo único que no cambia a pesar de la distancia es el cielo, siempre que levantes la cabeza verás lo mismo. Te apetece fumar un cigarro, y como no tienes, vas al sitio de siempre a comprar un paquete de cigarrillos. Es la última vez que vas a ir, así que, nostálgico te echas a andar por la calle vacía, normal a esas horas de la noche, hacía la tienda. Vas escuchando tu canción favorita en el discman. La canción de ese lugar. Porque cada lugar tiene siempre asociada una canción. A veces oyes una canción en la radio y te vienen a la memoria montones de recuerdos del lugar dónde la escuchaste la primera vez, o dónde te aficionaste a ella. Te viene a la mente lo que sentías en aquella época cuando la escuchabas. Así que ahora escuchas la canción del momento, la que siempre escuchas cuando te fumas un cigarro tú solo en la noche cerrada. Cuando no hay nadie, solo tú y el humo que sale de tus manos. Cuando no se oye nada, solo tu corazón y el ruido que produce el cigarro cuando le das una calada; tanto silencio hay que ese ruido parece que vaya a despertar a los vecinos. Eso, y por supuesto esa canción en tu cabeza, la tarareas levemente y piensas en tus cosas, miras las estrellas, el cesped, las luces de las farolas...

Así que llegas a la tienda, compras el tabaco y emprendes el camino de vuelta, sabiendo que esa será la última vez que verás ese paisaje en noche cerrada, que ese será el último paquete de cigarrillos que comprarás allí, que esos serán los últimos cigarrillos que fumarás allí, que aunque esa canción te recuerde al lugar dónde estas, será la última vez que la escuches allí. Siempre la última vez.

Te sientas en el porche, donde siempre. Levantas la cabeza y ves las arañas de siempre en el lugar de siempre. Hay tres, dos a la izquierda y una a la derecha. Tiene gracia, siempre están allí por la noche, en el sitio exacto. Mira que es grande el puto porche y siempre están en el mismo sitio a la misma hora acompañándote en el cigarro. Las miras un momento con precisión, no se mueven. Te das cuenta que también va a ser la última vez que las contemplarás, ya que mañana por la mañana cuando vayas al aeropuerto no estarán ahí para decirte adiós, ellas se despiden de ti ahora, en el momento en el que siempre las acompañabas.

Vas a echar de menos todo aquello, ya no solo la gente que hay allí, sino el lugar. Qué dificil es tener el corazón dividido en dos, separado en dos pedazos, igual de grandes, por un oceano inmenso. Qué dificil es tener dos hogares. Cuando la gente habla de un hogar, siempre piensa en uno, un lugar dónde se sienta uno mismo, dónde se sienta acogido, dónde esté con los suyos, un hogar. Pero... ¿qué pasa cuando tienes dos hogares? Dos lugares donde te sientas igual de bien, donde sientas que ese es tu sitio. Dos hogares separados por un mar de kilómetros, por kilómetros de cielo... ¿Cual escoger? Sabes que alguno hay que escoger, y siempre echarás de menos el otro, siempre te dejarás medio corazón al otro lado, siempre estarás partido por la mitad.

Desde luego este sitio lo echarás de menos, elevas de vista y sigues viendo a las arañas, esta vez se están moviendo. ¡Diablos! echarás de menos hasta a esas malditas arañas. Mientras, la canción sigue repitiéndose en el discman. Terminas el cigarro, y decides fumarte otro para seguir pensando en lo que vas a echar de menos ese lugar y para alargar esa última noche que ya está a punto de consumirse...

Ahora estás sentado mirando los aviones, quedan 10 minutos para que salga tu vuelo. Diez minutos para que ese inmenso aparato de hierro se eleve en el cielo y te separe de tu hogar para llevarte al otro. Para que salga de una parte de tu corazón y te lleve a la otra. Hay gente que adora los aeropuertos porque cuando va allí es para recoger a alguien. A mi antes me encantaba ir al aeropuerto, porque ir allí suponía ir a recoger a uno de mis tíos que venían de sus innumerables y largos viajes por el mundo. Ahora los odio, los odios porque siempre soy yo el que coge un avión, porque siempre tengo que despedirme de alguien, porque siempre tengo que derramar alguna lágrima porque dejo un lugar querido. Porque siempre cuando estoy en el aeropuerto mirando los aviones y esperando mi vuelo, estoy jodido, jodido de dejar a alguien, y alegre, alegre de ver a alguien.

Oyes la llamada de tu vuelo, subes al avión y buscando tu asiento ves las caras de la gente. Son los mismos, siempre están allí los mismos, la misma gente. Son las mismas caras, los has visto tantas veces. Antes te fijabas en ellos, pensabas en sus historias... Ahora no, ahora solo ves la misma gente. El trajeado que va en viaje de negocios. La pareja de novios que vuelve de vacaciones. La familia grande con críos. La persona solitaria que va a ver un familiar. Las mismas caras siempre. Ya ni te fijas, te sientas en tu sitio, siempre al lado de la ventana y mirando los aviones de alrededor pones tu canción y piensas.

Piensas que no, que no va a ser la última vez, ¡qué cojones! ¿por qué no vas a poder volver? Tienes dos hogares, pero siempre puedes visitar uno de ellos aunque estés establecido en el otro.

Podrás volver a comprar tabaco dónde siempre. Podrás mirar de nuevo ese cielo mientras fumas un cigarro. Podrás tener una canción diferente para cada viaje. Entonces una amplia sonrisa ilumina tu rostro, porque sabes que hay una cosa que no volverás a ver. Las arañas, las mataste antes de irte.... La verdad es que siempre te dio mal rollo tenerlas encima de la cabeza mientras fumabas, y el último día, harto, las mataste. Bueno, tenían hijos pequeñitos alrededor, ya crecerán y me acompañarán en mis cigarros.