La pareja recatada

Lo que pasó una pareja del siglo antepasado en su noche de bodas.

LA PAREJA RECATADA

En mi familia siempre se ha comentado con mucho orgullo el ejemplo de dos tíos tatarabuelos míos, un matrimonio que tuvo tanto de breve como de edificante. La cosa ocurrió a mediados del siglo antepasado. Mi tía tatarabuela se llamaba María de las Mercedes, y su efímero esposo respondía al nombre de Pantaleón. María de las Mercedes era tan casta y virginal, que a los doce años vio un supositorio y se desmayó. Su virtud estaba respaldada por una sólida ignorancia y como por mil prejuicios y tergiversaciones aberrantes de la realidad. Entre lo mucho que ignoraba, estaba el hecho de que padecía de una lesión cardiaca. Así, cuando a causa de saltar cinco minutos seguidos a la cuerda le daba un soponcio que a todas luces era una lipotimia, su madre, y las amigas de su madre, se admiraban de lo sensible que era la niña.

Don Pantaleón era corpulento y tenía 44 años, pues como es sabido, en aquellos tiempos los hombres se casaban ya recios y maduros, casi siempre con muchachitas puras y virginales. Es lo que ahora se conoce como pederastia, si bien en aquel entonces estaba piadosamente permitido por la costumbre y por la Santa Madre Iglesia. Don Pantaleón, por otra parte, poseía semblante severo, poblada barba y dos juegos de ropa interior larga, además de que también era epiléptico. Al buen señor le venían unos ataques que daban miedo, con mucha convulsión y atragantamiento de lengua. Sin embargo, llevaba su epilepsia con decoro y gran recato, pues un caballero jamás podía perder los estribos. Consecuentemente, sus parientes y amigos, conocedores de lo mucho que le preocupaba esta situación, cada vez que sufría un ataque apartaban la vista y continuaban hablando o bebiendo como si no estuviera pasando nada, cosa que Don Pantaleón interpretaba en el sentido de que efectivamente no estaba pasando nada. Sólo en último extremo, cuando estaba a punto de tragarse la lengua, alguien le daba algunas palmaditas en la espalda, preguntándole si se le había ido el humo del habano.

Se casaron, pues, María de las Mercedes y Don Pantaleón, ignorante ella de los hechos de la vida, de su lesión cardiaca, de la cotización del dólar y de la enfermedad de su marido.

Y llegó la tan temida noche de bodas, en que tantas cosas extrañas y terribles debían ocurrir, según informes no muy fidedignos, pero no por ello menos aterradores. María de las Mercedes tenía el ánimo encogido, por no hablar de ciertas partes de su anatomía. Se puso su camisón, cerrado en cuello y puños, se persignó y se tendió en el lecho nupcial, cual monumento.

Entró el barbado y bigotudo novio en la alcoba y se acercó a su virginal y temerosa desposada, que lo miraba con una mezcla de miedo, respeto, horror y asco, algo muy usual entre las recién casadas decentes y de buena familia de aquella época. Don Pantaleón extendió los brazos e iba a decir: "Angel mío, nada temas, que nuestro amor todo lo superará" (frase de rigor en aquellos casos), pero no se sabe si por la emoción o a causa de un par de coñacazos que se había tomado, o por lo que ustedes quieran, el caso fue que en vez de tan floridas palabras, todo lo que dijo fue: "Anjjjj..." Y así siguió con el amenazante y gutural sonido por bastante tiempo, lo cual alarmó muchísimo a María de las Mercedes, ya que ni su señora madre, ni sus amigas casadas, ni su confesor, le habían prevenido de que tal cosa fuese a ocurrir, a pesar de que la habían puesto en guardia contra muchos otros horrores.

Pero nada, que Don Pantaleón siguió gruñendo, y al poco rato, extravió la mirada, encajó las mandíbulas, hizo unos muecas horribles y empezó a convulsionarse en forma por demás alarmante. María de las Mercedes, pobre niña, estaba al borde de la histeria, pues nunca había visto un ataque de epilepsia y no podía explicarse la insólita actuación de su marido. Se encomendó a diversas y muy milagrosas Vírgenes de su devoción, hizo la señal de la Cruz y luego extendió las manos para contener a su marido que seguía retorciéndose y haciendo muecas horripilantes.

-¡Don Pantaleón! – gimió la infeliz criatura - ¡Tenga usted piedad de mi! Respete mi virtud e inocencia, recuerde que soy una frágil y desvalida doncella...

En esto Don Pantaleón empezó a morderse la lengua, espectáculo con el que tampoco contaba ella, pues nadie le había dicho que para consumar el matrimonio el varón tenía que hacer tales aspavientos. Sabía, sí, que esgrimían cosas y que hendían y desgaban y que hacían barbaridad y media, pero no que gruñían y se convulsionaban, y menos que arrojaban espuma por la boca y se mordían la lengua.

Fue entonces cuando la lesión cardiaca de María de las Mercedes asestó su mortal golpe. No pudiendo soportar aquel espectáculo, la pobre niña optó por morirse de una coronaria. Don Pantaleón, por su parte, hizo lo que hasta entonces le habían impedido hacer familiares y amigos, se tragó la lengua, lo cual provocó que su muerte fuera poco decorosa, pero sí heroica.

Sin embargo, lo más emotivo de esta triste historia, lo más bello y sublime, lo que en la familia más nos llena de admiración y ternura hacia tía María de las Mercedes y tío Don Pantaleón, es que, a sabiendas del poco tiempo de que disponían, y a pesar de la tentación natural en estos casos, supieron contenerse y mantener su castidad y pureza.

Cosas como ésta ya no se dan en estos tiempos.