La Panochita Roja
Versión libre del cuento de la Caperucita Roja. Muy breve, como deben ser los cuentos.
El cuento de la Caperucita Roja, como pasa con la mayoría de cuentos populares, es de una violencia extrema que no me parece adecuada a las mentes infantiles. El lobo es un ser malvado que devora a la abuela y luego también a la niña. Luego es al propio lobo al que descuartizan. Ya Perrault censuró algunos componentes de la historia, como los referidos a que Caperucita también participa en el festín macabro de comerse a la abuela. Grimm continuó esta tendencia a suavizar el relato y yo me he permitido acabarlo de suavizar, limpiándolo de cualquier connotación violenta y convirtiéndolo en un cuento divertido y donde no se hace la guerra sino el amor. Mucho amor. Espero que les guste.
“
Érase una vez una niña muy bonita con el chochín de un rosado tan intenso, tan intenso, que todos sus amigos la canocían como la Panochita Roja.
Un día que su abuelita estaba enferma su mamá le dió un cesto y le dijo:
–
P
anochita, ves a casa de la yaya que está enferma, y llévale este dildo y otras chucherías para que juegue, que debe estar muy aburrida en la cama tan solita.
Panochita se puso la minifalda para estar aún más bonita, tomó el cesto que le daba su mamita y se encaminó a casa de la yaya, que estaba al otro lado del bosque.
Se puso también la camisita con el canesú de los domingos, y por esto tras el primer recodo del camino, al verla su compañero de la escuela Juan Lobón le preguntó:
–
Panochita, ¿adónde vas con estas teticas que da gloria verlas?
–
Voy a casa de mi abuelita que está enferma, a llevarle un dildito y otras chucherías para que juegue la pobrecita.
–
¿Y por qué sigues por un camino que da tantas vueltas y revueltas? Yo de ti cortaría por el atajo, y el tiempo ahorrado lo utilizaría para probar las chucherías de tu mamá y de tu abuela, y que a ti no te dan.
–
No me atrevo a ir por el atajo porque es muy empinado. Además quiero coger unas florecitas y algun pepino de la huerta para llevárselo también a la abuelita.
–
Pues yo sí tomaré por el atajo, y si llego antes te esperaré allí para poder volver a ver estas tetas tan bonitas que llevas bajo el canesú transparente.
–
Seguro que llegas antes, porque ya te dije que hoy no tengo ninguna prisa.
Y al tiempo que se agacha para coger las primeras florecillas del borde del camino, Juan Lobón se lanza por el atajo, no sin antes echar una mirada bajo la falda de Panochita y relamerse pensando en el festín que le espera. Porque al inclinarse para coger las flores, su precioso culito cubierto por una breve braga se muestra en todo su esplendor sin el menor reparo.
Al llegar a casa de la abuela, Juan Lobón le ha echado un polvazo tan fantástico que ella ha quedado derrengada, hecha un guiñapo, y se ha quedado profundamente dormida. Él la acaba de desnudar y, por jugar mientras espera a Panochita, se pone su sujetador de encaje, sus braguitas compradas en Women's Secret y el camisón de lencería transparente que había quedado en el suelo. Siguiendo con sus juegos, se pone también la amplia pamela de la abuela y se mira en el espejo que hay junto a la cama para ver si le queda bien. Luego, aparta a un lado a la dormilona y se cubre con las cobijas y las sábanas hasta muy arriba. Solo aparecen sus ojos entre la pamela y las cobijas, y la abuelita ha quedado también debajo de la ropa de la cama. Es así como está, cuando llega Panochita cantando alegremente, tralarí-tralará, y da un toque con la aldaba.
Toc, toc.
–
¿Quién es?
–pregunta él con voz aflautada, imitando perfectamente la de la abuela.
–
Soy yo. Soy Panochita.
–
Pasa, Panochita, la puerta no está cerrada con llave. Solo tienes que levantar el picaporte y entrar.
Panochita entra y saluda sin apenas mirar hacia la cama.
–
Abuelita, te traigo un dildo y otros juguetitos de parte de mamá –dice al tiempo que empieza a dejarlo todo bien ordenado sobre una mesita–. Y yo te he cogido unas flores y este precioso pepino de nuestro huerto que seguro que también te gustará.
Pero entonces se fija mejor en los ojos que aparecen por encima de la colcha, que están siguiendo sin pestañear todo lo que está haciendo con los regalos, y exclama:
–
Pero abuelita, ¡que ojos tan grandes tienes!
–
Son para poder verte mejor, Panochita –responde él con la misma voz aflautada de antes.
Ella no acaba de tenerlo claro y le baja lentamente la colcha para poder verle mejor la cara. Juan Lobón es un jovencito lampiño que casi no puede reprimir la risa y debe hacer una mueca que se cubre a medias con las manos.
–
¡Qué boca tan grande tienes! –dice ahora ella, que ya empieza a entender que allí pasa algo raro.
–
Es para besarte mejor, cariño mío.
–
Y ¡qué manos tan grandes tienes!
–
Son para acariciarte mejor las teticas, mi amor–. Y para poder hacerse entender mejor, las avanza y le empieza a toquetear las tetas mientras ella sigue echando la colcha para abajo.
De un tirón, acaba bajándola hasta los pies y aparece una cachiporra imposible de contener bajo la braguita, y que se ha escapado por un lado alzándose imponente.
–
Pero... ¡Qué polla tan grande tienes!
–
¡Es... para... poder... FOLLARTE MEJOR!
Y al tiempo que exclama esto se lanza sobre ella y empiezan un polvazo de campeonato.
Los ¡ay! y los ¡uy! de Panochita son tan fuertes que los oye un cazador que en aquel momento pasaba por las cercanías. Intrigado, se dirige hasta la casa y da un golpe con la aldaba.
Toc, toc.
Como que los que están dentro no están más que para lo suyo, ni siquiera le oyen. El cazador levanta el picaporte para ver si se abre, y como la puerta no está cerrada con llave, puede pasar y contemplar el maravilloso espectáculo al que se une de inmediato.
Con tanto jolgorio la abuelita ya se ha despertado, ha salido de debajo de las sábanas, y comprobando que además de los niñatos puede contar también con un hombre hecho y derecho, no ha tenido de desnudarse para unirse al grupo porque estaba ya en pelotas.
Panochita y la abuela se morreaban, Juan Lobón les comía el chumino, el cazador metía su tranca por todos los agujeros que encontraba. Luego cambiaban los papeles, y eran otros los morreos, otros los toqueteos y otros los agujeros que recibían dildos, pepinos y pollazos a discreción. La juerga de aquel cuarteto parecía que nunca tendría fin, pero el tiempo del que dispone el escritor de este relato sí lo tiene y, por desgracia, aquí debe escribir aquello de... y colorín, colorado, este cuento se ha acabado”.