La otra mirada. Susy, una dulce ama de casa.Parte1

Sentía que me quemaba, mi marido simplemente no me daba el placer que necesitaba. Era urgente hacer algo o las cosas terminarían mal. Don Juan, él podía ser el hombre perfecto, el hombre ideal para llevar a cabo mi plan.

A mis 30 años lo conocí. Él con sus 55 encima, pelo entrecano y actitud de caballero me llamó fuertemente la atención. Su porte, su elegancia, estar siempre atento a lo que yo necesitaba, siempre oliendo a un embriagante perfume; me subyugaron sus manos, suaves y delgadas. Yo que toda la vida había tratado con patanes, con hombres sin educación, conocer a Carlos fue maravilloso.

Corto fue el tiempo que nos tratamos, él se enamoró de mi y me propuso vivir juntos. Si bien era cierto que no estaba enamorada de él, estaba convencida que encontrar otro hombre como Carlos iba a ser muy difícil. Carlos estaba separado ya hacía algunos años y sus dos hijos vivían con su exesposa. No puse objeción y después de unos cuatro meses estábamos viviendo bajo el mismo techo y compartíamos la intimidad en el mismo lecho. Al principio fue difícil porque yo estaba súper acostumbrada a mi espacio, a mi libertad, a mis cosas; sin embargo, con su cariño logró que lo superara pronto. Nos fuimos acoplando y empezamos a hacer vida en pareja.

Lamentablemente, como todo en la vida, nada es perfecto, y ese trato fino y educado que tenía en sus relaciones personales también lo llevaba a la cama. Era demasiado propio, demasiado educado en la intimidad. Yo estaba acostumbrada a ser poseída con locura, con pasión arrebatada, con lujuria. Yo era un torbellino de placer, que me gustaba dar y recibir hasta el éxtasis, hasta el paroxismo, con Carlos tenía que contenerme demasiado, no era yo en la intimidad, no era la hembra salvaje que le gustaba ser penetrada y montada por su macho, al que estaba dispuesta a complacer hasta en lo más mínimo que me pidiera. Me encantaba ponerme en todas las posiciones posibles, las ya existentes e inventar otras tantas, disfrutar como una loca el sexo de mi amante, y con Carlos era muy distinto.

A los dos años nació Dany, y las relaciones se hicieron, todavía, menos frecuentes, yo sentía que me quemaba; si acaso una vez por mes, Carlos solo se subía en mí, me penetraba y después de unos cinco minutos terminaba, para luego voltearse sobre la cama y quedarse, casi al instante, dormido.

Con dos años de mi nena, la situación casi era insostenible en ese sentido. Me consumían los deseos sexuales, era presa de una calentura que todos los días sentía que me quemaba sin que hubiera alguien que me ayudara a apagar el fuego de la pasión que me tenía entre sus brasas. Simplemente me quemaba viva. En todo lo demás las cosas eran perfectas, pero era preciso hacer algo o las cosas iban a terminar muy mal.

Y las cosas se dieron a mis 34 años…

-          Esa gota de agua ya me hartó mi amor, le dije. La llave del lavabo sigue goteando, a pesar de que ya vino el plomero que mandaste.

-          Voy a ver si consigo a otro, al rato le pregunto a algún compañero de trabajo.

-          La vez pasada vi a don Juan que estaba arreglando la llave de agua de su casa, a lo mejor él sabe de plomería, ya ves que él sabe hacer muchas cosas ¿quieres que le pregunte?

-          Está bien, me dijo, pregúntale, y me avisas para buscar o ya no buscar a nadie más.

-          Sí mi vida, le respondí, y le di un tierno beso de despedida. Él iba a su trabajo y yo me quedaría en casa haciendo lo propio del hogar y uno que otro trámite que fuese necesario.

Nunca me ha gustado andar en fachas, sino todo lo contrario, y ahora que tenía un marido que me daba casi todo lo que quería, pues aprovechaba para vestir como a mí me encantaba.

Para mi la vestimenta perfecta es aquella que dibuje exactamente mi figura que, dicho sea de paso, la genética de mi madre me regaló. Una cintura fina y unas caderas amplias siempre habían sido mis características que más llamaban la atención de los hombres. Mis nalgas rendonditas, bien paraditas y mi andar coqueto y a veces exagerado los volvía locos, y yo, eso siempre lo he disfrutado mucho, desde el primer día que lo descubrí a mis 14 años. Si bien mis senos no son muy grandes, gracias a que me conservo delgada, sin nada de panza, la copa 34B es suficiente para quitarle, al menos por un momento, la respiración a más de uno. Mis senos aún no son vencidos por el efecto de la gravedad y altivos se alzan mirando hacia arriba y directamente a los ojos de quien me observa de frente. Mi cabello que siempre, desde jovencita, lo he usado largo, se pierde al rodear mi cintura rozando, solo un poco, en donde mi columna, por defecto de nacimiento, se quiebra hacia adentro, pero que a los hombres les encanta una mujer así, pues ese defecto hace que mis nalgas sobresalgan más de lo normal.

Después de bañarme, me puse un vestido blanco, sin mangas, con cierre lateral, tenía pintado unos narcisos de color lila suave; me calcé unas sandalias blancas, de piso. Abajo, como siempre me puse una tanga de hilo dental de color blanco y un brassier de encaje, también blanco. El vestido me llegaba a medio muslo y era algo holgado, de tal forma que cuando caminaba se podía observar un poco de mis torneadas piernas. Un moño para detener mi larga cabellera y un poco de perfume en los lugares especiales, me hacían lucir muy fresca, y así me sentía.

Vestí a mi nena para dejarla encargada con Mary, la niña que a veces me ayuda a cuidarla cuando yo tengo que salir. Don Juan vivía a dos o tres cuadras de la nuestra, no estaba lejos pero más valía dejarla con ella por cualquier imprevisto que me surgiera y no estar, así, preocupada por mi niña.

Caminé por las empedradas calles de mi colonia, era temprano y varias vecinas llevaban a sus hijos a las escuelas cercanas. Uno que otro padre de familia también corría para evitar que se le hiciera tarde, pero eso no impedía que, algunos, me vieran detenidamente y hasta voltearan descaradamente para observar mejor el baile de mis nalgas al andar. Me encanta que los hombres babeen por mí, me pone caliente observar sus libidinosas miradas posarse en mis pechos, en mis nalgas, en todo mi cuerpo; sé que sus calenturientas mentes me imaginan en muchas posiciones o atravesada por sus duros y ardientes falos. Yo solo sonrío para mis adentros y me muevo mucho más cuando me alejo de ellos sabiendo que sus sucias miradas me desnudan completamente.

Pasar por la tienda de don Pepe era siempre de los más gracioso, el viejo regordete, mal peinado y con un diente menos me sonreía cada vez que pasaba enfrente de su negocio, sus palabras me hacían sonreír y a veces, también, me encantaba jugar con él, sabiendo que se quedaba mucho más alborotado que antes de verme. Lo que me daba risa es que cuando estaba su mujercita, doña Anita, era el ángel mudo y ciego que toda mujer debe soñar, ni las palabras salían de su boca ni su mirada se desviaba de los ojos de su amada señora. Siempre pensé que don Pepe tenía un sistema de vigilancia muy efectivo, ya que siempre que pasaba por su tienda él ya me esperaba afuera de su tienda para saludarme, cortejarme y mirarme con sus ojos calientes llenos de lujuria; y esa mañana no fue la excepción.

-          Uf!!! Fue su primera expresión, dichosos los ojos que la ven. ¿cómo está doña Susy? Buenos días, me dijo y sin esperar que le respondiera, continuó, bueno, para que preguntó que cómo está, si se ve a leguas que está usted muy bien, remató.

-          Sonreí, hay don Pepe usted siempre tan ocurrente, le dije, buenos días, y sí, gracias estoy muy bien, le dije coquetamente, mientras alzaba un poco los brazos para que pudiera observar mucho mejor mi sinuosa figura.

-          Uf!! Volvió a decir, similar a un resoplido de animal, me gustaría que se diera una vuelta para mirarla en todo su esplendor.

-          Ay don Pepe, usted y sus cosas, obvio no me voy a dar una vuelta, qué va a decir la gente, ya ve que nunca faltan los chismosos, además ya no soy una niña para andar haciendo esos desfiguros en la calle, le dije sin dejar de perder mi tono irónico y la sonrisa de mis labios. Mejor véndame algo que solo me tomé una tacita de café.

-          Claro que sí mi reina, pásele me dijo, al tiempo que hacía la señal con su mano izquierda para que yo pasara al interior de su tienda y él se quedaba atrás de mi con unas ansias locas y ardientes de ver mis nalgas. ¿Qué se le antoja?

-          No sé, tal vez un yogurth, comenté sin estar segura, déjeme ver.

-          ¿No quiere algo de lechita? Me dijo socarronamente.

-          Mmmmm…. No creo don Pepe, a poco tiene todavía, le dije acentuando mis palabras para darle ese doble sentido que seguramente él quería escuchar.

-          Claro que sí, dijo, y mucha. O acaso desea una fruta, ¿tal vez un delicioso plátano? Volvió a comentar siempre con esa malicia en sus palabras.

-          No don Pepe, mejor deme un jugo, dije.

-          Sus jugos quisiera poder probar, dijo, mascullando las palabras.

-          ¿Perdón? Le pregunté con asombro y volteando rápidamente mi rostro para ver las facciones de su cara, no pensando que pudiera decirme esas palabras.

-          Nada, dijo rápidamente, ahorita le doy su jugo, pero deveras no le apetece una lechita, mire que si usted me lo pide se la doy calientita.

-          Ay don Pepe, le dije mordiendo una fracción de mis labios, en ese gesto que muchos toman como coquetería pero que en mí es muy natural, qué cosas dice usted, si quisiera lechita yo mismo se lo pediría.

-          Pues cuando usted diga, dijo acercándose demasiado a mi cuerpo, estoy a sus órdenes asintió, barriéndome con su lujuriosa mirada desde mi rostro hasta mi entrepierna, deteniéndose unos instantes en mis pechos.

-          Tal vez algún día le dije, quedándome un momento en su cercanía, percibía el calor de su cuerpo, su olor a macho, que a pesar de su edad y su fealdad no tenía ni el menor asomo de pena para cortejar a una mujer joven y guapa como yo.

No me quiso cobrar el jugo por más intentos que hice por pagarle y cuando me despedí quiso darme un beso en la boca en lugar de la mejilla, yo me hice un poco para atrás y ladee mi cara para no ser besada por don Pepe, pero no quise evitar ni dije nada cuando sus toscas y viejas manos se posaron en mi cadera, un poco hacia abajo y hacia atrás para acariciar, levemente mis nalgas, por encima de mi vestido, en un bien disimulado toqueteo de un viejo experimentado que deseaba, desde hacía ya varios años, poseerme como nunca lo hubiera hecho en su vida.

Cuando salí de su tienda de abarrotes sentí todo el peso de su mirada en mis redondas y sobresalientes nalgas. Sentí como me desnudaba en cada paso que daba alejándome de él.

Llegué a la casa marcada con el número 13 de la calle Vergel. Toqué el timbre y esperé unos momentos, aparentemente no había nadie. Volví a insistir con el timbre, pensando que si en breve no salía alguien regresaría más tarde. Justo estaba yo por retornar sobre mis pasos cuando escuché la puerta abrirse y una voz, medio adormilada, que me saludaba.

-          Buenos días, dijo don Juan, mientras su mano izquierda “abrochaban” su pantalón que amenazaba con caerse, todo indicaba que estaba dormido y mis timbrazos lo despertaron.

-          Perdón don Juan, le dije, tratando de mostrarle la mejor de mis sonrisas, mi mirada más coqueta y el porte más provocativo que pudiera enseñar. No era mi intención molestarlo, solo quería pedirle un favor.

-          No se preocupe, dijo, mientras avanzó por el patio para franquear la reja de entrada, pase, pase por favor, reiteró, mientras trataba de ajustarse los pantalones alrededor de su cintura.

-          Acá está bien, no se preocupe, dije, sin poder disimular mirar hacia abajo, ya que sus mismos movimientos me invitaban a hacerlo, en mi rápida mirada pude ver que mi vecino tenía una erección bastante notoria o el tamaño de su instrumento era tal que mostraba un gran falo dibujarse bajo sus pantalones.

-          No, no se puede quedar acá, pase por favor insistió y no me quedó más remedio que obedecer.

Me senté en el sillón mientras él iba por agua que me había ofrecido y que yo había aceptado. Cuando volvió ya estaba más compuesto, sus ropas arregladas y aunque si se le notaba algo gordo en su entrepierna no era de tal magnitud como momentos antes yo había observado.

-          Perdón por tardarme en abrir pero estaba dormido y justo estaba en lo mejor de mi sueño cuando sus toquidos me despertaron.

-          Mil disculpas, dije, mientras los colores se me subían al rostro y me era imposible disimular mi pena.

-          No se preocupe, dijo también un poco apenado al notar mi reacción, no me haga caso. Dígame estoy a sus órdenes.

Crucé mis piernas para sentirme más cómoda y mostrarle un poco de mí, en recompensa por haberlo despertado. No ocultó la dirección de sus ojos, sin recato alguno se quedó con la mirada fija viendo la parte de mis muslos que quedaban al descubierto. No le dije nada, dejé que se recreara, y con cierto disimulo subí un poco más mi vestido. Pronto me di cuenta que tenía una erección, era imposible que lo disimulara. Quise ver más.

-          Me regala otro poco de agua, por favor, le pedí.

Primero hizo un gesto de cierta incomodidad, cómo preguntándose cómo le haría para levantarse y que no me diera cuenta de que tenía la verga parada. Luego solo asintió, sí.

Se levantó y se dirigió hacia mi para tomar mi vaso ya vacío. Caminó un poco encorvado para no mostrar lo que tenía, pero aún así era difícil no darse cuenta de que estaba muy excitado. Me le quedé mirando, primero a los ojos y después, en un dejo de calentura y coquetería dirigí mi mirada hacia el frente, quedando justamente a la altura de mis ojos, para ver como su verga parada parecía que se dirigía, con toda la insana intención, de abrir mis labios. Un intenso calor me recorrió el cuerpo, me di cuenta de que me estaba excitando. Simplemente esa verga era más grande que cualquier otra que hubiera conocido antes. Se notaba.

Seguimos platicando y le expuse mi problema. Ese día no podía ir, ya tenía otros compromisos, pero el viernes de esa misma semana estaría muy temprano en mi casa. Le pedí que llegara a las 9 de la mañana, una vez que mi marido ya se hubiera ido a trabajar y tuviera el tiempo para llevar a mi nena a Mary para que me la cuidara. Que me diera tiempo de asearme, de ponerme algo propio para recibirlo, de estar dispuesta para lo que pudiera ocurrir. Estaba muy caliente. Me despedí de él, su mujer estaba próximo a regresar, me sostuvo las manos por más tiempo del normal entre las suyas. Eran manos de hombre trabajador, fuertes, recias y callosas. Sentí que me estremecí, mi calentura seguía en aumento. Salí de su casa con la entrepierna húmeda, ardiente, jugosa, pero tenía que esperar hasta el viernes.

.... continuará