La otra mirada. Susy, una dulce ama de casa 4

Cuando Manuel puso sus pies dentro de mi casa supe que iba a vivir momentos íntimamente ardientes, solo debería tener paciencia, pues siendo un amante novel era preciso enseñarle a disfrutar las mieles de la pasión y el sexo con calma y sin prisas.

PREFACIO

Agradezco a todas y todos aquellos que me han escrito. Quiero aclarar que Susy realmente sí existe, tuve la dicha de cruzarme en su camino hace, aproximadamente, ocho años, ella iba a cumplir en esos días 35 años. Vivimos un romance apasionado durante 5 o 6 años. Ella es como la describo en estas historias: un cuerpo de diosa y con sus deseos insanos de sentirse poseída, casi, a cada momento. Muchas de las historias que acá narró fueron reales, con algunas partes producto de mi imaginación, pero la esencia no la cambié. Hoy ella está alejada de mí, aunque todavía tengo muchas historias por contarles. Solo les pido paciencia ya que por cuestiones de trabajo y familia no puedo hacerlo con la celeridad que deseamos todos.

LA OTRA MIRADA…

A mi marido tuve que mentirle, decirle que iba a desayunar con unas amigas, con la finalidad de arreglarme aún estando él y dejar que Mary se llevara desde temprano mi niña a su casa; me puse crema en todo el cuerpo y empecé mi arreglo, deseaba estar sumamente excitante ante sus ojos, quería que en el momento que Manú viera caer mi ropa o mi poca ropa, aunque todavía no decidía qué ponerme, sus ojos descubrieran una figura apetitosa, delicadamente perfumada y que se excitara mucho con esa visión, que nunca se le olvidara y que todo el tiempo me deseara. La noche anterior me depilé las piernas y mi pubis, ahora solo era detallar algunas cositas para estar sumamente deseable ante sus juveniles ojos.

Una vez que me quedé sola, empecé a buscar la ropa interior que me pondría. Como soy de piel blanca, busqué una tanga de color negro para que el contraste resultara más excitante. Estaba indecisa entre una tanga que tiene perlas blancas pegadas en el hilo dental, y que se ve ¡¡uf!!, y una tanga que en el lado izquierdo tiene un discreto moño, pero que me hacía ver como un regalo dispuesta a ser y permanecer abierta por él. Me decidí por la tanga con moño. Esta sin ser de hilo dental me hacía ver sumamente exquisita. Decidí no usar bra y un vestido de una sola pieza color azul celeste. Demasiado corto, apenas cubría mis caderas y mis redondas y jugosas nalgas. Me quedaba perfecto, extremadamente entallado, dibujando cada milímetro de mi cuerpo que deseaba ser explorado y tocado por esas manos inexpertas pero ardientes. Me excitaba pensar que pudiera tener el mismo tamaño de su padre, pero más caliente me ponía saber que iba a ser, quizá, su primera vez. Me calcé unas zapatillas con correa en los tobillos, me miré al espejo y colocando mis manos alrededor de mis caderas giré para uno y otro lado hasta quedar satisfecha con mi figura, estaba ardiendo, sentía que me escurría, miientras mis manos daban los últimos toques a mi cabellera, perfumando con la yema de los dedos mi sedoso cabello, mi mente voló a mis años de adolescencia, a mi primera vez.

Su cuerpo aprisionaba el mío contra el desvencijado catre tratando de no hacer demasiado ruido, aunque el rechinido era algo inevitable por lo viejo que ya estaba, pero sobre todo por el cadencioso movimiento que hacía cada vez que entraba y salía de mi cuerpo. Mis hermanos dormían profundamente y mis padres dormían en el patio de la casa, como siempre, ahogados en alcohol. Era mi primera vez, y aunque hubiera deseado que fuera de otra forma y en otro lugar, tampoco puedo negar que no estaba demasiado deseosa de ello y solo esperaba el momento en que Javier se animara a pedírmelo, o como esa noche, osado, me poseyera ante mi nula resistencia, y prácticamente en la cara de mis padres.

Era el mes de mayo, lo recuerdo perfectamente, unos dos o tres días antes de que se celebrara el 10 de mayo. Recuerdo los ensayos en la escuela y mi voz rasposa, algo gruesa o grave que se sumaba al coro para cantar “madrecita” que, con una voz melodiosa, en sus buenos tiempos, cantaba José José. Era mi último año en la secundaria y aunque no quería “hacer el ridículo” cantando esa canción, también no era tan delicado el asunto, ya que, al cantarlo con todas las niñas, mi voz, que nunca me gustaba en ese tiempo, no se alcanzaba a distinguir claramente.

Javier fue el primero en muchas cosas. El primero que me consintió demasiado, el primero en darme regalos para lograr sus propósitos sexuales conmigo, el primero que me dijo que mi voz era muy sensual, el primero que me inició en el sexo y en la perversión de la lujuria como contaré más adelante. El primero que me enseñó, después de su abandono, que no valía la pena enamorarse, sino simplemente usar a los hombres para lo que una quisiera.

Esa tarde, como muchas otras, Javier había llegado a la casa cargado de regalos para mí, para mi madre y algo para mi viejo. Yo estaba sentada en la banqueta de la casa cuando lo vi aproximarse en su lujoso auto deportivo, me encantaba cuando llegaba a casa, porque además era un hombre distinto de todos los que otros que, por una u otra razón, visitaban a mis padres.

-       ¿Qué haces acá pequeña? Me dijo al apearse de su carro.

-       Te estaba esperando, mentí.

-       No te creo, me dijo sonriente. Te traje una sorpresa, ven, me llamó mientras echaba el asiento hacia adelante y se perdía en la parte trasera de su deportivo rojo.

Me dio una bolsa con varios regalos, entre ellos unos zapatos, un short, una preciosa blusa y, por primera vez, me regaló ropa interior lo cual me dejó un poco sorprendida, pero no dije nada, no era conveniente, además eso me causaba cierta emoción que después entendí que era sinónimo de mi excitación. Me abrazó de lado y así, juntos, caminamos y entramos al patio de la casa después de franquear y dejar en el piso la reja de palos y maderas viejas que limitaba e “impedía” la entrada a cualquiera que no fuera invitado.

Con el saludo efusivo de “ compadre, qué gusto tenerte por acá de nuevo ” mis padres salieron a su encuentro y recibieron sendas bolsas de regalo; la bolsa que era para mi madre era mucho más grande que la pequeña bolsa para mi papá. Era cerca de las dos de la tarde, recuerdo que después Javier mandó a comprar algo para comer. Mis hermanos pequeños también se beneficiaban de alguno que otro regalo, pero no tanto como a mí, se notaba que era su consentida.

La tarde transcurrió entre bebidas, música y carcajadas de “los compadres” que se notaba convivían gustosamente. Nunca supe cómo conocieron a Javier, aunque después supe porqué él visitaba frecuentemente la casa. En una de esas tantas rondas de cerveza y copas que me tocaba servir, Javier me llamó a su lado y me abrazó por la cintura, su brazo me rodeó la espalda y su mano descansó en mi apenas naciente cadera. No recuerdo exactamente que decía o me decía, pero así me tuvo bastante rato, frente a mis padres y con el beneplácito de ellos, hablaba y hablaba contando sus aventuras. La única que de vez en cuando me dirigía una mirada un tanto extraña, que en ese momento no logré interpretar, era mi madre, pero yo no alcanzaba a entender nada y solo me dejaba abrazar y consentir por Javier. Su codo de repente rozaba una parte de mis nalgas, sintiendo un cosquilleo extraño rondar mi cuquita, como yo me refería a esa parte de mi cuerpo.

La tarde transcurrió y casi como corren los segundos corrió el alcohol en la vena de mis viejos, Javier apenas tomaba un poco. La negrura de la noche llegó y con ella el sueño que venció a mis padres, dejándolos, prácticamente tirados en los viejos sofás y sillones que había en el patio de la casa, típicos de lugares donde hace mucho calor y a veces se antoja descansar, una tarde de verano, a la sombra de los árboles.

-       No hagas ruido, déjame consentirte, ¿si? me dijo en un murmullo apenas audible a mis oídos a pesar de tenerlo a unos cuantos centímetros.

No supe que decir, me quedé callada, mirándolo, en medio de la oscuridad casi total, con mis ojos azorados por la sorpresa de despertarme a esas horas de la noche.

Sus manos acariciaban mis desnudas piernas, pues al dormir solamente con una batita -que, por cierto, él me había regalado- y sin absolutamente nada debajo de ella, era muy fácil meter la mano y acariciar mi virginal cuerpo con sus nacientes formas. Todo estaba en silencio. “¿Y mis papás?” , le pregunté. “Están borrachos” me dijo, y volvió a hacerme esa pregunta que desde esos años resuena en mi cabeza como un eco que no me deja cada vez que alguien desea complacerme para llevarme a la cama y hacerme suya: ¿si me dejas consentirte? , solo moví mi cabeza asintiendo, sin decir absolutamente nada.

Me despojó de la raída sábana que apenas cubría mi delicado cuerpo y siguió acariciando mis piernas, subiendo un poco más aquella bata gris con el dibujo de una “mimí” que arrugaba su rostro ante las atrevidas manos de Javier. Me besó suavemente y me quedé helada mientras mi cuerpo se ponía rígido, era la primera vez que alguien tocaba mis labios de esa manera. Fue tierno. Por un momento se paró y se bajó el zipper de su pantalón, aquello era un verdadero monstruo, me asusté, nunca pensé que “eso” pudiera entrar en mi y darme tanto placer; en ese momento, mi corazón parecía que quería huir de mi cuerpo a miles de kilómetros por hora, se aceleraba enormemente, y aunque, no puedo negar, que también deseaba que me hiciera suya, el miedo empezó a invadirme. Él no dijo nada, aparentemente se dio cuenta y se volvió a sentar al filo del viejo catre; siguió acariciándome con sus manos y con sus besos en todo mi cuerpo fue logrando tranquilizarme.

Me volvió a besar, ahora en el abdomen, muy cerca de mi hueso pélvico, sentí un enorme deseo de gritar, él se dio cuenta y con un “sht” prolongado me calló. Siguió con su deliciosa tarea, sus labios me tocaban de una manera que mi cuerpo se contorsionaba de tanto placer que sentía. Bajó un poco más, besó mi pelvis, recuerdo que agarré sus cabellos con tanta fuerza que él se tuvo que detener, aunque lo que yo deseaba es que siguiera. Me besó, esta vez en la boca. Subió mi bata más todavía y empezó a chupar cada uno de mis senos de tal forma que toda mi piel se enchinaba y mi cuquita empezaba a lubricar horrores, me sentía extrañamente mojada, pero estaba disfrutando ese momento como nunca antes en mi vida había disfrutado de algo tan rico y sabroso.

No esperó más, se montó en mí al tiempo que abría de par en par mis piernas y con sus pantalones a mitad de sus nalgas, entró suavemente en mi cuerpo, despacio, con ternura, aunque yo sentía que aquello me partía terriblemente. Mis ojos ya se habían acostumbrado a la densa penumbra y lo miré directamente, nuestros rostros estaban separados apenas unos cuantos centímetros. “ Tranquila ” me dijo y empujó hasta que me quejé de dolor. Se detuvo, pues él sabía por lo que yo estaba pasando. Prácticamente se dejó caer sobre mí con los codos doblados y recargados en el viejo catre. Se abrazó a mí, pasando sus brazos por debajo de mi espalda, y su pene me penetró con tanta fuerza que sentía que me desgarraba terriblemente; me beso con tanta fuerza y pasión que no pude emitir más sonidos que un “a” prolongado y ahogado. Volvió a detenerse un rato más. Sentí que el dolor pasaba y nuevamente suspiré de placer, él se dio cuenta y empezó a entrar y salir de mí, con fuerza, con locura. Doblé, supongo que, por instinto sexual, mis piernas y con mis talones tocaba sus desnudas y velludas nalgas. Era maravillosamente exquisito sentir como su pene entraba y salía de mí, como rozaba mi ardiente vulva completamente, y aquello que, minutos antes me provocaba dolor, ahora me tenía loca con tanto placer que sentía. Cada que llegaba al fondo me sentía morir, nuestras pelvis chocaban y hacían el clásico ruido del chasquido de dos pieles húmedas y ardientes, llenas del deseo de la lujuria. No tardó en acabar, no recuerdo el tiempo que duró, pero él me dijo que acabó muy pronto porque yo estaba demasiado apretada y eso lo calentó muchísimo e hizo que se viniera rápido. Se vacío en mí, recuerdo que sus gruñidos se ahogaban cerca de mi cuello al tiempo que mordía las raídas sábanas de aquel pobre lecho, que, a partir de ese momento, se convertiría en nuestro lecho marital.

Me toqué por encima de la tanga está sumamente mojada, los recuerdos y la espera de Manuel me tenían demasiado caliente. Vi el reloj, eran las 8:31 de la mañana, ya no debería tardar. Me pinté los labios con un color muy suave y bajé para esperarlo. Iba a media escalera cuando el sonido del timbré aceleró mi corazón, estaba demasiado emocionada, demasiado excitada. Bajé lo más rápido que pude y pregunté por el interfón quién era. Al escuchar su voz del otro lado sentí humedecerme todavía más, mi pulso se aceleró y mis manos, nerviosas, se pusieron algo frías. Parecía una chiquilla adolescente en el primer día de su cita. Es cierto, estaba algo nerviosa, pero sobre todo estaba demasiado caliente y deseosa de poseer a ese chico que me atraía demasiado. Puse la película que ya tenía preparada para el encuentro: “Un embrujo”, que es una película algo vieja pero que siempre me ha excitado mucho por la trama que maneja.

Manuel entró a la casa y lo recibí con un beso en la mejilla, aunque estaba muy caliente tampoco quería apresurar las cosas y, pidiéndole que se sentara, ambos tomamos nuestro espacio en los sillones de nuestra pequeña pero acogedora sala. Me senté frente a él, crucé mis piernas para que pudiera admirar el cuerpo que estaba por comerse.

Nuestra insulsa plática pronto tomó otro giro, empecé a preguntarle sobre su vida íntima y él, tímidamente a responder. No tenía novia, aunque sí había tenido, esas relaciones no habían pasado más allá de los besos y uno que otro faje un poco atrevido: era virgen y eso me calentaba muchísimo.

Le pregunté si había visto esa película y me respondió que “no”, empecé a narrarla y la adelanté un poco, justo en el inicio que esta toma un giro ardiente entre la madura maestra y su inexperto alumno. Deje que la viera sin decirle nada. Se tenía que excitar con las imágenes de la película. Voltee a verlo y disimuladamente, se tocaba sus partes nobles, que ya se le empezaba a parar de manera impresionante.

Me levanté y fui a la cocina por un poco de jugo que serví para él. Me acerqué a dárselo y pude notar que la tenía parada. Ya estaba listo para empezar el juego que tanto había deseado y que me tenía caliente como una puta. Puse el jugo en sus manos y me hinqué a sus pies, me miró extrañado. Sin retirar nada de su ropa, coloqué mi cara entre sus piernas y empecé a darle besos por encima del pantalón, sin llegar a tocarlo totalmente, pues tampoco quería manchar su ropa con la pintura de mis labios. Él abrió sus piernas, me acerqué más a su virginal cuerpo, me aprisionó con sus viriles extremidades, sobé, ya groseramente y sin recato, por encima de su ropa, aquel par de huevos y su falo que ya estaba tan duro como un verdadero palo. Puse mis manos en su cintura y voltee a verlo, con una mirada de puta, suplicándole que me hiciera lo que quisiera, no dije nada, solo lo miraba, abrí los labios y él entendió, se acercó a mi y nos fundimos en un beso ardiente y profundo, nuestras lenguas se enroscaban, luchaban por darse vida una a otra, por transmitirse la ardiente calentura que nos llenaba; mis manos buscaron el zipper de sus pantalones y con la experiencia de los años, saqué suavemente, su deliciosa verga, gruesa y dura.

Mi boca no pudo esperar más y con el febril y ardiente deseo contenido en esos días, engullí completamente hasta sentirla en los más profundo de mi garganta, no era tan grande como el de su padre, pero estaba muy rica y deliciosa, tan joven y dulce, tan suave y tan dura, tan ardiente que temía fuera a explotar pronto dentro de mi ardiente cavidad bucal. Se la mamé como nunca lo había hecho con alguien, con locura, con fuerza, con ternura, con pasión; sus huevos estaban deliciosamente suaves, colgaban de tal forma que era una verdadera belleza admirarlos. Los sopesé en mis manos mientras mi boca seguía entrando y saliendo de esa deliciosa, ardiente y juvenil verga.

… continuará