La otra

No siempre es un juego de dos, hay ocasiones en las que interviene una tercera persona.

-1-

Como en otras ocasiones, Lucía se encontraba atada a la columna junto a la cama de su dormitorio, como siempre, con los ojos vendados. Cuando decidieron alquilar el piso observaron esa columna en medio del cuarto y se sonrieron con complicidad. El dueño intentó minimizar la presencia de la columna. “No molesta mucho si se pone la cama aquí. Cosas de los pisos abuhardillados, de alguna forma se tiene que sostener el edificio, ¿no? …” Eduardo tuvo el cinismo de ser condescendiente. “Bueno… no es lo ideal, pero creo que… podremos vivir con ello.”

Ni que decir tiene que la columna fue usada para atar a Lucía la primera noche que ocuparon el piso. Y desde entonces, dos años atrás, había estado allí expuesta a su marido en innumerables ocasiones. Tanto que era capaz de reconocer las irregularidades de la madera en la piel de su espalda. En ocasiones era azotada en ella, en otras sólo expuesta, desnuda, con los ojos vendados. Eduardo controlaba la temperatura de la habitación, haciendo en ocasiones que pasara frío, sólo por el placer de rodearla luego con el edredón, envueltos ambos en él, disfrutando del calor compartido.

Incluso, en parte, se podía decir que había conseguido su trabajo actual gracias a esa columna. Durante la semana anterior a la entrevista de trabajo para un puesto de somelier en un restaurante, Eduardo la había atado todas las noches, con los ojos vendados y la había obligado a hacer cata de vinos. Los fallos eran azotes, los aciertos significaban que él continuaba acariciándola, hasta llegar al orgasmo final. “Está usted muy preparada”, le dijo su futuro jefe en la entrevista. Ventajas de ciertas perversiones.

Y de nuevo, Lucía estaba en la columna. Eduardo estaba siendo mucho más cariñoso que de costumbre. En silencio le acariciaba el pelo, la besaba en la comisura de los labios.

  • ¿Estás segura de mí? ¿Te fías de mí?
  • Después de 3 años de casados… - contestó Lucía con buen humor
  • No, lo digo en serio, ¿te fías de mí?, ¿de que tú y yo vamos a estar juntos siempre?

Lucía cambió el tono.

  • Eso espero… sí
  • ¿Y sabes que tendremos hijos juntos?

Lucía asintió.

  • ¿Pero por qué me preguntas esto hoy?
  • Porque si no estás segura de todo esto… no haremos lo que vamos a hacer.
  • ¿Qué es lo que…?
  • Es algo que te excita y te da miedo. Ya lo hemos hablado antes – interrumpió Eduardo

Por la mente de Lucía pasaron varias ideas. Había un montón de cosas que le excitaban y le daban miedo al tiempo. Sin embargo… al cabo de unos segundos se estremeció.

  • ¿Quién es ella? – preguntó
  • No la conoces
  • No, espera, no, hoy no…
  • Hoy es un día tan bueno como cualquier otro
  • No, hoy… necesito… pensarlo, es demasiado pronto

Eduardo la abrazó y la besó de nuevo. Lucía estaba tensa, lo podía notar.

  • Tranquila. ¿Estás segura de mí, como has dicho antes, de nosotros?
  • Sí… pero…
  • Y sabemos los dos que te has masturbado muchas veces pensando en esto ¿o no?
  • ¿Quién es ella?
  • Te repito que no la conoces, la busqué ex profeso para esto.
  • Pero…
  • Relájate. Basta de pegas… Va a ocurrir. Lo que puedes hacer es interrumpirlo, como cualquier otra escena. Dí la palabra si no aguantas más

La palabra. Sólo en una ocasión había estado a punto de usarla. Habían comprado una vara de bambú para los azotes y él se había excedido en el entusiasmo. No hizo falta usar la palabra, él había parado a tiempo y, al día siguiente, al ver las marcas, se disculpó sentidamente y la premió con un vino estupendo.

Pero aquello era distinto. Es fácil notar cuándo has tenido suficiente dolor. Pero… ¿cómo notar cuándo los celos eran demasiados, cómo saber cuándo la humillación era insoportable? Notó que iba a comenzar a temblar, necesitaba otra vez que él la abrazara. Se lo pidió, y él lo hizo.

  • Te quiero, pero deseo hacerte pasar por esto. – Le susurró él al oído – Al menos una vez.
  • Dime otra vez lo de los hijos
  • Tendremos hijos
  • ¿Cuándo va a llegar ella?
  • En cinco minutos estará aquí

Se mantuvieron en silencio unos minutos, más de cinco, Eduardo la acariciaba, ella recordó como ella acariciaba a un perro que tuvo años atrás, en la sala de espera del veterinario. Ella calmaba a su mascota, y se calmaba ella misma. Le ponía nerviosa siempre no saber cómo iba a reaccionar el perro ante el veterinario. ¿Le estaría pasando lo mismo a Eduardo? ¿Estaría nervioso? No lo aparentaba, se comportaba con la calma de siempre en estos casos. Una calma engañosa, como sabía Lucía. Cuando la sometía, él se encendía, pero no lo expresaba hasta mucho más adelante.

Justo cuando ella iba a hablar de nuevo, a preguntar de nuevo algún dato sobre la desconocida, sonó el timbre del portal.

-2-

Tras un par de minutos, sonó el timbre de la puerta. Eduardo besó a Lucía le cubrió el cuerpo con el edredón y fue a abrir. Lucía aguzó el oído quería enterarse de todo. Sin embargo, el piso era un dúplex, con el dormitorio en la planta de arriba, y sólo acertaba a oir las voces, sin distinguir lo que se decían. Desde luego, había una voz de mujer. Intentó distinguir algo más allá de este dato. Parecía una voz bonita, musical. Escuchó risas de ella un par de veces.

Con los ojos vendados, y los nervios, no podía calcular el tiempo. Probablemente sólo eran minutos, le pareció oir que sacaban unas copas del aparador del salón. ¿Estarían bebiendo vino? ¿brindando? ¿se reían de ella?...

Deseaba estar abajo y ver a la otra mujer, ver cómo sucedía todo. Y al tiempo, agradecía estar arriba, a refugio de la humillación. Habría preferido saber que fuera lo que fuera a ocurrir, ocurriría abajo, fuera del alcance de sus sentidos. Quizá ese era el plan. Se sorprendió pensando, un segundo después que eso sería terrible, sólo poder atisbar el hecho, no poder asistir. Si ocurría así, con ella arriba, ella estaría fuera. Marginada, apartada como una niña mala a la que han mandado a dormir pronto. Si ocurría ante ella, ella sería parte del acto, una parte pasiva, pero central. Los pros y los contras bailaban en su mente. Y aunque se podía decir que, en cierto sentido, estaba aterrorizada, a su pesar, había comenzado a excitarse.

Unos pasos en la escalera pusieron fin a esos minutos agónicos de soledad. Escuchó los pies de él, y también unos tacones de mujer. Venían, ya estaba ocurriendo. Sólo faltaban unos segundos. Tembló.

La puerta se abrió, con suavidad. Ninguno de ellos dijo nada, entraron hasta colocarse cerca de la cama. Sin duda, la estaban observando. Fue la mujer la que rompió el silencio.

  • Vaya, vaya… así que aquí está….
  • Aquí está – dijo Eduardo
  • Es guapa…
  • Sí que lo es.
  • ¿Y yo? – preguntó la mujer con una voz juguetona – ¿También soy guapa?
  • También eres guapa
  • Qué hombre más afortunado eres, entonces… con dos mujeres guapas para ti…

Lucía no dijo una palabra. La situación la superaba. Coqueteaban. Ante ella, en su dormitorio. En la cama en la que se iban a acostar. Notaba el perfume de ella. Le alivió notar que ni el perfume ni la voz de ella le resultaban familiares. Habría dado lo que estuviese en su mano para poder levantarse la venda y verla. Pero era imposible. Gimió.

Escuchó el sonido de copas posándose en la cómoda. Sí que estaban bebiendo vino. Y se lo habían subido a la habitación. Se preguntó, deformación profesional, qué botella habrían abierto. Escuchó más pasos, luego le pareció oir roce de ropa. Y entonces llegó un sonido inconfundible, se estaban besando. Tuvo que tomar aire. Eso, ese beso, era lo que más temía. No tanto el sexo, creía, era el beso, los labios de él en los labios de otra. Prometiendo placer. Y ella atada, expuesta, impotente para impedirlo. Un relámpago de excitación le bajó desde la boca del estómago a la entrepierna.

Ellos no hablaron mucho más. Se seguían oyendo besos, risas apagadas. En cierto momento, los zapatos de ella sonaron contra el suelo, y ya no volvieron a sonar. Con los de él ocurrió lo mismo un minuto después. Escuchó ropa, cremalleras, creyó adivinar que el sonido del cinturón que se soltaba, y pasaba por la trabilla era el de él. El perfume de la mujer flotaba en el aire. Ese olor iba a impregnar las sábanas. ¿Le dejaría él cambiarlas después…?

El ruido del somier la devolvió a la realidad. Se habían sentado, o recostado, sin duda. Hubo más ropa que cayó al suelo, con un sonido apagado, pero que Lucía pudo reconocer. Más besos. Lucía se preguntó si la estaría besando como a ella, por todo el cuello, en el rostro, las mejillas. O si esa era una ternura reservada para ella. La escuchó gemir, ambos susurraron. No fue capaz de distinguir lo que decían. Hablaban muy bajito. Se estaba excitando. No, quizás, al ritmo de la otra mujer, cuya respiración agitada llenaba ahora el cuarto. Pero indudablemente, ella también tenía que respirar hondo, y notó cómo apretaba los muslos y los movía, juntos, en un ritmo suave de balanceo.

Hubo una pausa, que ella interpretó correctamente y con alivio. Un cajón de la mesilla fue abierto, y se escuchó un sonido de plástico al romperse. Al menos, no había perdido la cabeza, y se iba a poner un condón para penetrarla.

Segundos después se volvió a oir la cama. En el suave ruido del somier, notó el ritmo con el que follaban. Y era muy similar al que Eduardo usaba para follarla a ella. Penetraciones suaves seguidas por una más profunda. De un modo rítmico, que le permitía a ella adivinar cuándo llegaba la profunda. Y que le hacía desesperarse cuando Eduardo no cumplía el ritmo y dilataba la llegada de esa penetración. Es decir… lo que estaba haciendo con la otra mujer. Sintió el deseo, no ya de poder verlos, sino de poder tocarlos. Poder besar la mano de Eduardo, de acariciar la mejilla de ella. La sola idea de querer ser tierna con esa otra mujer la humilló tanto que agachó la cabeza y se mordió los labios.

Ajenos a ella, o al menos, esa impresión le daba a Lucía, Eduardo y la mujer seguían con su encuentro. Los gemidos de ella anunciaban un final inminente por su parte. Lucía no podía evitar sentir un ramalazo de excitación cada vez que uno de los gemidos de la mujer superaba el volúmen previsto. Aún a ciegas por la venda, lo visualizaba todo, la boca de ella abierta, cogiendo aire. La mano de Eduardo sujetándole la nuca, las dos frentes pegadas una a la otra. Tras una serie de quejidos, la mujer mantuvo unos segundos de silencio, que se rompieron con un sonido gutural prolongado e inconfundible. La actividad se mantuvo medio minuto más, y entonces pudo oir a Eduardo exhalar un gemido bronco que ella ya conocía. Había terminado, había ocurrido. Su marido acababa de follar a otra en su propia cama. Los dos se habían corrido. Ante ella. Lucía estaba impresionada, atónita, perdida.

Y muy excitada.

-3-

La mujer se incorporó y, tras lo que Lucía interpretó como más besos, le pidió permiso a Eduardo para darse una ducha. Eduardo la detuvo.

  • Espera. Ven.
  • Ah…

Los dos se acercaron a Lucía. Ella pudo oir los pies descalzos sobre la tarima del dormitorio. Olió el perfume de la mujer muy cerca.

  • Antes… - dijo Eduardo – Vamos a terminar con esto.

Acarició los muslos de Lucía, que no sabía si abrirse para él, o mantener las piernas cerradas como las tenía, intentando instintivamente mantener la excitación con el suave frote. Pronto la mano de Eduardo se abrió camino.

  • ¿Le ha gustado? – dijo la mujer, con cierta ironía
  • Yo diría que… sí – Anotó Eduardo, al palpar la humedad entre las piernas de Lucía. – Y mucho…
  • Pobrecita…

No hizo falta que Eduardo manipulase durante mucho tiempo. Pese a que algo en Lucía luchaba contra esta última humillación, todo su cuerpo le pedía correrse. Necesitaba el orgasmo, aunque fuese delante de ellos dos, expuesta como un animal en un mercado. Y pronto se deshizo bajo el control de la mano de Eduardo. Fue un orgasmo lento y largo, que la dejó rendida, y que tuvo pequeñas réplicas durante el minuto siguiente. Oyó cómo la mujer esbozaba una risita, y recibió el beso de Eduardo sin apenas responder. No le reprochaba nada, de hecho, necesitaba ese beso. Pero no tenía fuerzas para responder.

No la desataron mientras ambos se duchaban y volvían a vestir. Eduardo se acercó varias veces a acariciarla, cosa que Lucía agradeció. La otra mujer ya tenía puestos los zapatos y parecía haber cogido su bolso, cuando se acercó de nuevo a Lucía. Con cierta ternura, sin el tono ligeramente hiriente de antes, le preguntó “¿Me odias?”. Lucía negó con la cabeza. La mujer le contestó: “Buena chica” y le dio un beso fugaz en la comisura de los labios.

Ella y Eduardo bajaron por la escalera, y tras medio minuto, Lucía pudo escuchar cómo se cerraba la puerta de la calle. Pronto Eduardo estaba de vuelta con ella. Todavía sin desatarla, ni quitarle la venda, la besó de nuevo, y con cariñosa sorna le preguntó:

  • Y a mí… ¿me odias?
  • …no.
  • Yo te adoro, ¿lo sabes?
  • Pero haces esto – respondió ella débilmente
  • Sí, y tú lo has disfrutado

Lucía no respondió. ¿Qué podría haber respondido? Prefirió preguntar.

  • ¿Volverá a ocurrir?
  • No has dicho la palabra para pararnos. Sí, volverá a ocurrir. ¿Te gustaría verla, saber cómo es?
  • No lo sé… sí. Sí.
  • En ese caso la verás. Le he dado la tarjeta del restaurante. Irá a comer allí esta semana.
  • ¡No!
  • No te dirá nada de esto, tranquila, ni se presentará. Pero seguro que eres capaz de reconocer su voz. O si no, al menos, su perfume. No te será difícil, con ese olfato privilegiado que tienes…

FIN