La oscura concepción

Un relato misterioso y plagado de erotismo, sobre posibles infidelidades y juegos sexuales, entre una pareja heterosexual. Espero que les guste.

LA OSCURA CONCEPCIÓN

A veces, la gente despreciable, aprovechándose de nuestros puntos débiles, nos hace pasar muy malos tragos. En otras ocasiones es uno quien, subconscientemente y a despecho de su voluntad, obra en contra de su persona (y lo logra con suma facilidad, pues nadie mejor para reconocer flaquezas propias que uno mismo.) Estas reprimendas psicológicas que nos infligimos nos llevan a alcanzar la convicción de que la mente, el alma racional de la que nos desprendemos al morir, es capaz de torturarnos, recreándose en un ensañamiento refinadísimo, así como de someternos a crueldades de una factura endiabladamente exquisita. Puedo verificar que, en función de nuestro estado anímico, la mente puede constituir un poderoso aliado dispuesto a sacarnos del más enredado de los embrollos, o por el contrario, transfigurarse en un enemigo dispuesto a hundirnos en el insondable hoyo de la locura y el desamparo. Y para que esta declaración preliminar no se quede en mera palabrería introductoria, quisiera compartir con el lector una vivencia que ilustra lo expuesto, y que a punto estuvo de degenerar en un final amargo, luctuoso.

Una década de feliz matrimonio (suponiendo que la felicidad conyugal sea el fruto de una monotonía sin muchos sobresaltos) no había bastado para ver cumplido uno de mis mayores anhelos: quedarme embarazada. Me disgustaba que, a la edad de Cristo, la cigüeña aún no se dignara a presentarse en un hogar en el que sería acogida con los brazos abiertos.

Me había casado con veintitrés años y doy fe de que no me faltaban pretendientes, opositores del piropo y el galanteo deseosos de ocupar la plaza de mi corazón y de los demás órganos. Al final, elegí a Álvaro. No era el de mejor planta (me cepillé durante un tiempo a un jugador de balonmano), ni el más graciosete (estuve saliendo con un humorista), ni el que tenía mayor poder adquisitivo (estuve tonteando con un empresario), ni siquiera el más golfo (en efecto, tuve una relación sentimental con un político) pero tenía un aire infantil que me fascinaba. Siempre me han atraído los niños y como tengo tanto instinto maternal y tanto cargamento de estrógenos revoloteando por mi cuerpo, pues eso, que me casé con él.

Mi esposo, Álvaro, a quien le trasladaba mis pesares casi a diario, tras su jornada matutina en la Notaría, porque una carga compartida es más llevadera que en soledad, se limitaba a quitarle hierro al asunto con una actitud tan paternalista e insensible que me sacaba de quicio y día a día iba erosionando mi paciencia. La ceremonia siempre se sucedía de manera similar. Tras contarle mis pesares, primero me miraba fijamente a los ojos durante largo rato como si me quisiera hipnotizar o no me hubiera visto en mucho tiempo y, poniéndome una mano en el hombro soltaba alguna de sus manidas frases con aire solemne. Unas sentencias tan tranquilizadoras como lo serían las amenazas de un camorrista: "Te ahogas en un vaso de agua, Conchi (es gracioso, ¿verdad?, pero me llamo Concepción Casta): así no vamos a ninguna parte." O bien: "No es para tanto, cariño. Más se perdió en Cuba." "¡Insensible!", pensaba yo para mis adentros. A él, aunque muchas veces me aseguraba que también deseaba tener hijos, sé de sobras que no le quitaba el sueño retrasar su paternidad. Pero a mí, en cambio, esta situación me dejaba abatida y resentida con el mundo. Y es que en nuestro caso, los papeles que interpretábamos eran los tradicionales: yo, con mis desvelos, tenía que hacer frente a la ingrata tarea de consolidar el matrimonio, y él, con su trabajo, hacía cuanto estaba en su mano para aumentar nuestro patrimonio.

Pero no quiero compadecerme en demasía, porque a veces hacía avances. En una ocasión había convencido a mi marido, involucrándome en unos tira y afloja que gané a fuerza de camelos y servidumbres degradantes, para que se sometiera a un análisis de semen. Los resultados obtenidos por el laboratorio revelaron que su volumen de espermatozoides existentes en su esperma estaba dentro de los parámetros normales y que, por lo tanto, era apto para fecundar.

Mudaban una tras otra las hojas de los calendarios, los brotes de los árboles, los presidentes en la Moncloa, los seleccionadores nacionales de fútbol, en fin, todo, y la maternidad seguía sin llamar a mi puerta. Y como cruzarme de brazos o estar mano sobre mano no son posturas que sean de mi agrado, me puse en las manos enguantadas de un ginecólogo regordete y de pelo rizado que, una vez efectuadas las exploraciones y chequeos de rigor, no detectó síntomas de enfermedades o disfunciones fisiológicas que me impidieran quedarme en estado de buena esperanza. En la consulta, sentados cara a cara, le confié el tremendo disgusto que sobrellevaba al ver que mis aspiraciones maternales seguían pendientes. El médico, hizo cuanto estaba en su mano (ahora ambas estaban desprovistas de guantes) para infundirme ánimos:

—Hágame caso y ni se le pase por la cabeza perder la ilusión de tener hijos propios —me dijo tratando de templar mis nervios, mientras agitaba un dedo índice cómicamente represor—. Limítese a dejar que la naturaleza siga su curso. Yo no sé qué va a ser de este país de viejos con las futuras mamás tan desilusionadas.

Pasaban los años y los únicos bebés que veía eran los de mis amigas y los de los anuncios de pañales y papillas que echaban por televisión. Resultaba irónico que, en una época individualista, de culto al hedonismo en todas sus manifestaciones, en la que los índices de natalidad estaban por los suelos, yo no fuera capaz de concebir una criatura siendo que lo intentaba por activa y por pasiva. Y para más inri, llegaban a mis oídos noticias insidiosas (cuando un asunto nos preocupa, todo son noticias al respecto), revestidas de una ironía amarga que me hacían tirarme de los pelos. Resultaba que a la sobrina de mi amiga Lucía, una quinceañera un tanto desustanciada, recientemente la habían dejado embarazada de penalti y se negaba a abortar. Aunque para castigo el que le deparaba la vida a su novio, un jovenzuelo sin arte ni parte, que tendría que empezar a ganarse la vida antes de que la vida le ganara a él.

Confieso que para que la libido de mi marido no decayera, no reparaba en gastos ni en esfuerzos. Me sometía a sesiones de rayos ultravioleta que se prolongaban hasta que me acometía una insolación. Un año hasta me hice una depilación por láser de precio macroeconómico, que a punto estuvo de condenarnos a pasar el verano siguiente sin vacaciones en el extranjero.

También me pasaba innumerables horas sudando la gota gorda en el gimnasio. El aerobic me gustaba, pero el ejercicio cardiovascular no era suficiente para lograr mis objetivos. Para tonificar ya estaban las escaleras con las que no subías, el remo con el que no navegabas, la cinta de correr con la que te quedabas quieto, la bicicleta con la que no ganabas terreno y una larga lista de artefactos desquiciantes pero asumidos con normalidad por todo el mundo.

Aunque la mayor parte de mi tiempo lo invertía en un artefacto que estaba convirtiendo mis nalgas en dos impresionantes y abultados músculos, que alborotaban y servían de recreo visual no sólo a los más rijosos, sino a casi cualquiera que se cruzaba en mi camino, dejando a mi paso un reguero de saliva y lujuria mal contenida. De tanta sesión de rayos y de tanta expansión de mis glúteos, ya no parecía ni española. Si no fuera por mi inconfundible acento andaluz, la gente podría haberme tomado por una mulata. No es por echarme flores, pero estaba requetebuena, ea.

El contenido de los cajones superiores de mi cómoda hubiera servido para hacer el catálogo de una tienda de lencería: picardías, sujetadores abiertos, tangas de piel. Y eso por no mencionar los numeritos que ensayaba a fin de volver loco de excitación a mi cónyuge, que solía seguirme el juego, regocijándose en la perspectiva de que cada noche hubiera un espectáculo diferente garantizado.

A veces me enfundaba en unos vestidos que me dificultaban el riego sanguíneo de tan ajustados, me calzaba unos zapatos de tacón de aguja tan empinados que apenas podía caminar y temía agujerear el parqué, y me apoyada en la cantonera de la esquina del pasillo. Esperaba a que Álvaro se me acercara, me sirviera una copa de ponche o de ginebra, y le obligaba a desembolsar por adelantado cien o doscientos del ala. En mi papel de prostituta del lujo dejaba que mi marido me cambiara el nombre, me comportaba con procacidad, parodiaba a las actrices de películas porno en la forma sensual, premiosa de despojarse de su ropa, y le soltaba a mi marido las obscenidades que me venían a la cabeza. En otras ocasiones, vestida de enfermera y a horcajadas sobre él, le tomaba la tensión, o bien le introducía un termómetro en la boca. Luego le hacía un diagnóstico no muy cualificado; respecto a la tensión le explicaba con un remedo de lenguaje médico que estaba muy tenso y que debía relajarse, aplicándome después a un masaje por su espalda; en cuanto a la temperatura le decía que estaba abrasando y que era necesario bajar la calentura lo antes posible. Hasta me llegué a disfrazar de policía corruptísima provista de un vibrador en lugar de una porra. Con este uniforme, le cacheaba a conciencia para comprobar que no ocultaba armas bajo el revestimiento de la piel, y luego le esposaba las manos contra la cabecera de la cama. Otras noches me vestía con un traje chaqueta, me recogía el pelo en un moño, me colocaba unas gafas de lectura para darme aires de intelectual y le soltaba azotes a mi pareja con una regla de madera en caso de no saberse al dedillo alguna de las preguntas que le formulaba (sacadas de una enciclopedia de bolsillo), actuando con la rígida seriedad de una institutriz victoriana. También jugábamos a los egiptólogos. Primero me desnudaba por completo. Luego, Álvaro me envolvía con papel higiénico blanco, sin dejar ni un resquicio de piel a la vista, como si fuera una momia. Dejábamos el dormitorio a oscuras y mi marido entraba en la habitación tocado con un "salacot" y equipado con una mochila y una linterna. Yo estaba tumbada sobre el colchón, muy a la vista, pero él simulaba tardar un rato en encontrarme, iluminando todos los rincones del dormitorio y dejando la cama para el final. Cuando me descubría emitía un ¡oh! de sorpresa y se sacaba de la mochila un libro sobre el antiguo Egipto escrito por Terenci Moix. Entonces se llevaba una mano a la barbilla y decía en voz alta algo así como: "Todavía es pronto para estar seguro, porque antes habrá que hacer la prueba del carbono catorce. Pero a juzgar por su apariencia externa debe de ser Nefertiti o Cleopatra: una de dos". Y para comprobar la veracidad de su ridícula aseveración histórica se me acercaba y me quitaba despacio, con minuciosidad de cirujano plástico tras una operación, la venda que me rodeaba la cabeza. "Veo que está embalsamada. Ha habido suerte."

Una mañana, harta de las constantes agujetas, distensiones, contracturas y lesiones que me desgarraban de dolor, aborrecida por las molestias en la preparación de tanto espectáculo íntimo, asqueada por la insolación cotidiana de la cama de rayos UVA, impacientada por una espera indefinida, decidí coger el toro por los cuernos y resolví tener un hijo propio a toda costa, a cualquier precio. La compra de disfraces y ropa sofisticada tiene su gracia durante un tiempo, tampoco lo voy a negar, pero luego se convierten en algo desquiciante, te sientes como una actriz con un solo espectador. Encantado, eso sí, pero uno solo.

La cuarentena estaba a la vuelta de la esquina y engendrar un hijo era una buena manera de mantener a Álvaro en el redil trayendo el dinero a casa. Puede que esto suene fatalista a más no poder, pero la cuarentena podía suponer que Álvaro me pusiera a mí en cuarentena, es decir, que en lugar de mirarme con deseo, deseara no mirarme y me apartara de él como si fuera una apestada o una leprosa, y empezara a tramitar el divorcio.

En fin, no sé si mis todavía finas arrugas eran cada día más visibles o las cremas cada vez las disimulaban peor, el caso es que los años empezaban a pasarme factura y, por encima de todos los inconvenientes, estaba más arriba de la coronilla de esa sala de torturas llamada gimnasio, a la que acudía no tanto por propia voluntad como para agradarle a él. De momento, ejercitándome, mantenía a raya a la gravedad, pero esta situación no podía durar eternamente.

No es que los ingresos de mi marido fueran el Cuerno de la Abundancia para el tren de vida que llevábamos, pero como tampoco abundaban los cuernos, no tenía nada que reprocharle. Si mi intuición femenina no me falla, creo que sólo me había engañado una vez (dos como mucho) tras la despedida de soltero de un amigo, poco después de que nos casáramos. Lo que la mayoría de mis congéneres se habrían tomado muy a pecho porque las mujeres, queriendo y sin querer, somos muy celosas, yo no le di ninguna importancia. Era algo insignificante, algo más que una travesura y algo menos que una canallada. Hubiera sido muy desproporcionado proponer a mi pareja el divorcio por un desliz de tan poco calado. A mí me interesaba seguir casada y Álvaro era un buen partido. Además, está en la naturaleza del hombre actuar así y una de las principales tareas que tenemos las mujeres es saber perdonarles. Por mi parte, no pensaba buscarle ningún sustituto para hacerme la faena conyugal. Tarde o temprano todo se hubiera sabido. Además, Álvaro era capaz de hacerle la prueba de paternidad a su vástago de albergar la menor duda.

Durante la sobremesa de una comida especialmente copiosa, solicité a mi querido esposo su parecer sobre la conveniencia de someterme a una operación de inseminación artificial o de fecundación in vitro y de ese modo, poder traer de una vez por todas, una criatura al mundo. Traté de hacerle entender con todo el tacto del que fui capaz por lo delicado de la situación, que por algún motivo desconocido, aunque congeniábamos en muchos aspectos de nuestra vida y teníamos gustos complementarios, no sintonizábamos en el cuadrilátero de las batallas amorosas.

Tal y como esperaba, rechazó la idea, argumentando que bajo ningún concepto permitiría que recurriéramos a quirófanos sin un gran motivo. Un "gran motivo" para él era una cuestión de vida o muerte. Conviene saber que Álvaro era alérgico a las batas blancas. Se había erigido en defensor a ultranza de las purificadoras dietas macrobióticas, como único modo factible de contrarrestar el consumo de alimentos con un alto grado de toxicidad como las hamburguesas y los perritos calientes. "Importamos lo que menos nos importa" era el retruécano que solía utilizar cuando quería reprobar la conducta de sus compatriotas en lo que a la adquisición de pautas de comportamiento foráneas se refiere. No había pisado un puesto de comida rápida en su vida y sus hábitos alimenticios le daban la razón, pues gozaba de una salud a prueba de bombas. Desde que nos casamos no había padecido un catarro, unas décimas de fiebre, un dolor de muelas, algún mal que me permitiera desestimar la posibilidad de que convivía con un extraterrestre. Dado que era partidario de la medicina alternativa, siempre me recomendaba que recurriera a la acupuntura o a la reflexoterapia en lugar de acudir al médico de cabecera, cuando caía enferma. Responsabilizaba al gremio sanitario de la proliferación de nuevas enfermedades, y consideraba la homeopatía, el retorno a nuestros orígenes, como la mejor manera de refrenar el hábito malsano de echar a correr a la farmacia para adquirir medicamentos perniciosos para el organismo, al primer síntoma de enfermedad. Reconozco que, en el fondo, tampoco a mí me hacía mucha gracia la idea de someterme a este tratamiento, puesto que mi cuerpo no era estéril para tales menesteres, pero prefería eso antes que seguir sin hijos. Soy tan madraza que lo doy todo por mis hijos, incluso antes de tenerlos.

—Mira: tú lo único que debes hacer es despreocuparte del asunto. Ya vendrán los niños cuando tengan que venir.

Su simplismo para tratar los asuntos más importantes de una relación me ponía histérica, aunque la procesión la llevaba por dentro. Álvaro podía monologar sobre los beneficios de las dietas macrobióticas o sobre las peculiares condiciones de un testamento manuscrito que había llegado aquella mañana a la Notaría, pero cuando teníamos que intercambiar pareceres sobre algo serio se desentendía enseguida. Un hombre, en las cuestiones del corazón, es como un controlador aéreo indeciso, como un artificiero nervioso, como un poeta basto, como un príncipe bastardo, como un relojero torpe, como un cantante olvidadizo. En esta ocasión se esfumó mi habitual comedimiento:

—A lo mejor los niños no vienen —le solté con los brazos en jarras—. Pero mucho interés tampoco parece que pongas.

—¿Me estás llamando impotente? ¿Por qué no te buscas a otro para que te mantenga?

—Yo no te llamo impotente, pero lo que no se puede hacer es ir a regar el jardín de la vecina si en el tuyo el césped está seco.

—Tú estás sonada. Anda, y vete a que te aguante tu madre.

A partir de aquella angustiosa discusión, de la que apenas reproduzco la parte más tranquila, empezamos a dormir en camas separadas: yo en la de matrimonio y él en la del cuarto de invitados. Aquella crisis me hizo temer seriamente por mi matrimonio, pero confiaba en que todo volvería a la normalidad.

Aproximadamente dos meses después de aquel incidente, estaba yo desperdiciando mi tiempo viendo una cadena regional de imagen un poco hormigueante. Empezó un programa televisivo que acaparó esa concentración abstraída que solemos prestar a la caja tonta. En pantalla aparecía un apuesto caballero dotado de esa insenescencia más característica de los galanes de cine que de los peones camineros. Parecía haber firmado un pacto con el diablo con una cláusula para retardar su envejecimiento. Se llamaba Kevin Wilson y era un gurú vinculado a una corriente espiritual nacida en la ciudad californiana de San Diego, corriente bautizada con el nombre de "Esencia Universal". Una voz masculina realizaba la traducción simultánea con muchos titubeos. Aseguraba que con ayuda de unas sencillas instrucciones, seríamos capaces de conseguir que se cumpliera nuestro mayor deseo. Lo que necesitábamos para canalizar nuestra energía interna era adquirir una piedra de cuarzo con un diminuto núcleo de corindón (Talismán Esencial), para lo cual teníamos que pagar contra-reembolso 299,95 euros, más gastos de envío. Dicha información apareció sobreimpresa en la parte inferior de la pantalla y me apresuré a anotar la dirección en la contraportada de una revista de moda. La semana siguiente, a la misma hora, una vez tuviéramos en nuestro poder la piedra con propiedades mágicas, nos explicaría las instrucciones a seguir.

Kevin aclaró con una sonrisa que entre sus facultades no figuraba la de tener poderes sobrenaturales. Más bien sostenía que el poder estaba en el interior de nosotros. Su función como instructor consistía en enseñarnos cómo utilizar nuestra energía interna, y emplearla en la consecución de aquello que anhelábamos.

Cuando el gurú hubo terminado de relatar su historia, el programa, presentado por una mujer tan estridentemente maquillada que parecía un payaso, dio paso a un futurólogo vestido con una túnica brillante y de mucho vuelo que se hacía llamar profesor Magnus. Me apresuré a apagar el electrodoméstico con el mando a distancia.

En condiciones normales, lo de la piedra de cuarzo con el núcleo de corindón me habría parecido una estafa. Ahora también me lo parecía —el precio era abusivo aun conteniendo corindón—, pero la desesperación y el deseo ferviente de los que era presa me hicieron creer ciegamente en que Kevin Wilson, el gurú californiano, me ayudaría a concebir una ricura de bebé. Así que sin decirle ni media palabra a mi marido, pues seguíamos sin hablarnos, solicité la piedra de cuarzo a la dirección indicada y a los tres días ya tenía en mi poder el "Talismán Esencial".

—Aún están a tiempo de renunciar —nos previno Kevin Wilson antes de empezar el ejercicio—. Si no tienen fe en el ejercicio que vamos a realizar y creen que todo esto es un montaje, aún están a tiempo de renunciar. Les aseguro que las personas incrédulas fracasan en su empeño, en cambio los que depositan su fe y su confianza, logran su objetivo siempre.

Asentí en señal de conformidad con lo expuesto, preparada como una niña con las uvas antes del comienzo de las campanadas de Nochevieja. La cámara siguió al gurú, quien se dirigió a una habitación revestida de estanterías repletas de libros de apariencia antigua. Se situó en el centro y miró fijamente al objetivo de la cámara.

—Nuestro cuerpo es un templo infestado de pensamientos contraproducentes y creencias falsas que nos impiden desarrollar nuestras múltiples potencialidades. De la misma manera que un edificio expuesto a una epidemia es saneado con gases bactericidas cada cierto tiempo, también nosotros debemos descongestionar nuestro interior de vez en cuando. Es el proceso conocido por los Sanadores Esenciales, un colectivo del que formo parte desde 1990, como fase de angelización. Les invito a desechar la rabia contenida contra ese compañero de trabajo tan despreciable, el odio acumulado hacia ese jefe tan inhumano, los gritos que no emitimos en el pasado por temor a que nos consideraran "malas personas", en definitiva, les invito a deshacerse de las "engramas" o cargas negativas que revolotean por nuestra conciencia. Debemos pacificarnos por completo y dejar espacio a todas las ideas nuevas que tendremos que albergar posteriormente. Pónganse en pie y comiencen el proceso depurativo espiritual: griten, gesticulen, insulten, qué importa, sólo será un momento. Les haré una demostración.

Acto seguido Kevin Wilson empezó a chillar como un descosido, a berrear como un energúmeno, a vociferar como un latino en una discusión que va perdiendo, a agitarse como un endemoniado y todo ello poseído por una especie de baile de San Vito que le hacía moverse de aquí para allá como un bailarín sin sentido del equilibrio ni del ritmo. Kevin Wilson escupió, efectuó enérgicos cortes de mangas, hizo amagos de golpear puñetazos y patadas, se tiró al suelo, amén de toda clase de piruetas extravagantes y sin criterio.

También yo me desahogué contra onerosos espectros del pasado, reviviendo escenas que de haber tenido otra oportunidad, habría actuado de forma diferente. La vida es una obra improvisada en la que a los actores no se les permite participar en ensayos generales para depurar el estilo y pulir las faltas. Supongo que molestaría a los vecinos de abajo, pero tampoco me importó demasiado porque ellos son los reyes de las discusiones a voz en grito y la música a volumen de concierto multitudinario.

Luego, el gurú guardó entre sus manos el "Talismán Esencial", cerró los ojos y dijo:

—Y ahora, mientras se concentran en aquello que les preocupa (adelgazar, encontrar el trabajo ideal, recuperar la salud, encontrar el amor de su vida, dejar de fumar, lo que sea) sostengan el Talismán entre sus manos y dejen que su energía les inunde.

Cogí el amuleto y seguí al pie de la letra las instrucciones del americano. Me visualicé con el vientre abombado, acunando a la criatura, dándole el biberón, en fin. Al cabo, Kevin Wilson dijo que fuéramos abriendo lentamente los ojos y que depositáramos el talismán en el suelo para que se recargara de no sé qué corrientes silúricas y magnéticas que había en la Tierra.

Aquella misma noche, Álvaro tenía una cena de empresa. Le esperé hasta esas horas en las que el sol no es deslumbrante, vamos que me quedé la noche en vela esperándolo, dispuesta a echar el mejor polvo de nuestra vida, para hacer las paces por nuestras desavenencias y, de una condenada vez por todas, procrear. Le diría lo mucho que lo necesitaba, lo cual era cierto en todos los sentidos. Pero Álvaro no tenía los mismos planes que yo. Sin dignarse a darme unas mínimas explicaciones por su tardanza, se limitó a decirme que, de momento, prefería seguir durmiendo en la cama del cuarto de invitados. Le supliqué que me perdonara y repuso que estaba perdonada, pero que necesitaba apartarse de mí durante algún tiempo, que se sentía agobiado, que necesitaba espacio y no sé cuántas paparruchas más. Lo que daría el más enamorado por pegarse un... ¡qué digo "un"! medio achuchón con este cuerpazo que se pudrirá cuando le llegue la hora...

A la mañana siguiente, al hacer la colada, detecté algo que me hizo recelar. La camisa de Álvaro estaba impregnada de un aroma a "Fleur de Glace" (flor de hielo, creo) una fragancia francesa femenina muy publicitada que nunca he utilizado pero que reconozco a raíz de una muestra gratuita que probé en unos grandes almacenes. "Intrusas a la vista. ¿Qué especie de zorra sin escrúpulos se habría estado restregando con mi marido? Lástima probeta de ácido sulfúrico en el rostro de aquella malnacida. Aquello era la confirmación de que había otra. Con razón llevábamos dos meses sin consumar el matrimonio. No obstante, no podía estar segura de que aquello no fuera un desliz puntual. No podía sacar las cosas de quicio y montar una escena. Me convenía esperar.

Unas semanas después, advertí que no me venía el periodo. ¡Increíble! Francamente, me quedé sobrecogida. LLevaba casi tres meses sin tener trato carnal con nadie y resulta que me quedaba en estado. El "Talismán Esencial" había funcionado. Al principio, angustiada, traté de esconderme en ropas holgadas que disimulaban mi incipiente embarazo. Aquello despertó las suspicacias de Álvaro, pues esa clase de ropas desentona con mi provocativo vesturario habitual. Hasta que un mal día (tarde o temprano tenía que llegar), se fijó en el tamaño de mi barriga con gesto de ofendida perplejidad. Más aquello no desencadenó una explosión de rabiosa ira (que me temía mucho) sino implosión de doliente sarcasmo (que aún me temía más):

—Vaya, vaya, vaya, veo que por fin te ha dejado preñada algún tipejo del gimnasio que frecuentas. Menos mal que hemos dormido en camas separadas últimamente, que si no, ya me veo cargando con los gastos del hijo de otro. La cabra siempre tira al monte.

Me puse tan alterada que hasta temí por la vida del feto, pero mi respuesta fue contenida.

—Yo no te he puesto los cuernos, créeme, el hijo es tuyo.

—¡Cómo va a ser mío, si llevamos tres meses sin echar un polvo! —vociferó.

—Pues yo no he estado con nadie más que contigo.

—Entonces tú me contarás.

El mundo se derrumbaba a mi alrededor como si en lugar de haber estado rodeada de una realidad tangible, siempre hubiera sido un escenario de realidad virtual. De ahí en adelante, aprovechaba cualquier oportunidad para meterse conmigo diciéndome que era muy ligera de cascos, que si le pensaba invitar a la boda, que si era un putón verbenero, un pendón desorejado, una gata en celo y otras lindezas parecidas. Por supuesto, empezó los trámites de la separación. No me pegué un tiro porque teníamos gananciales en el matrimonio.

En fin, nuestra convivencia se convirtió en un infierno de miradas y silencios hasta que unas semanas después, el ginecólogo me dio el resultado de unas pruebas, desvelando el misterio.

—Doña Concha: El embarazo fantasma, o seudociesis, es un trastorno que aparece en mujeres que desean tener un hijo ardientemente. Los síntomas que has percibido son idénticos a los de un embarazo normal: ausencia de periodo, mareos, vómitos, tensión mamaria, hinchazón abdominal... Sin embargo, las pruebas médicas dan negativo porque el embarazo no es real, está aquí —concluyó dándose golpecitos en la sien con el dedo índice.

—No puede ser. Pero si hasta he llegado a sentir el movimiento del feto —objeté.

—Bastaría con que te hiciera una ecografía para demostrártelo, pero prefiero que te fíes de mi palabra. No estás embarazada. He hecho las pruebas y te lo puedo confirmar. Es todo ilusorio. Tu obsesión te ha conducido a esta situación.

La primera cuestión que me planteé es cómo reclamaría al gurú el importe del fallido "Talismán Esencial", puesto que el embarazo había sido un mero espejismo. Y qué sería de las personas que creyeran que habían conseguido un trabajo en condiciones para comprobar enseguida su condición de mano de obra sin apenas derechos al servicio de multinacionales sin escrúpulos. Y de aquellos que hubieran disminuído poco a poco su consumo de cigarrillos, para terminar fumando a tutiplén. Y de los que pensaran que se habían curado, y comprobaran que seguían padeciendo sus respectivas dolencias. Y de esos infortunados que se hubieran volcado con una persona, para comprobar al tiempo que el objeto de su amor, no sólo era como los demás sino que se reducía a eso, a un objeto más en el mercado de los sentimientos y las sensaciones. O de aquellos que, tras perder algo de peso de sopetón, a la larga no hubieran sido capaces de amoldar su figura a los cánones publicitarios en boga.

Álvaro, que no sabía dónde meterse, me pidió disculpas de todas las maneras posibles y me hizo toda clase de regalos caros; supongo que parecidos a los que le entregaría a la "madre de alquiler" que se hubiera pasado por la piedra. Pobrecito, seguro que me había sido infiel, con la justificación errónea de que yo había sido la primera en desmarcarse en esta relación. Más le valía hacer horas extras o abrir la Notaría los días festivos, porque aquella tarde pensaba pegar fuego a la tarjeta de crédito. Y así, envuelta en ese maravilloso torbellino de joyas refulgentes y ropa de marca, todo volvió a la normalidad, o al menos a esa "normalidad" producto de una convivencia sin demasiados sobresaltos.