La Orquídea y el Escorpión (3)
Tal como Loana lo ha dispuesto, Luciana deberá pasar el fin de semana en casa de la primera. No sabe por supuesto con qué se va a encontrar ni tampoco que la presuntuosa rubia tiene previsto algo antes de llegar...
El tono de Loana era lo suficientemente imperativo como para que yo no persistiera con la duda… Comencé a soltar muy lentamente los botones de la blusa que llevaba.
“Más rápido – conminó ella -. No estás haciendo un strip tease, putita”
El tatuador festejó el comentario de Loana con una risita. Urgida por las órdenes de ella, desprendí casi de un tirón la blusa sin cuidado de que tal vez pudieran saltarse algunos botones. La premura me había puesto nerviosa; me quité el calzado simplemente pisando un pie con el otro y luego desprendí el botón del pantalón para comenzar a deslizarlo hacia abajo. Era bastante ajustado así que era prácticamente imposible no contonear las caderas al hacerlo. Pensé en los ojos escrutadores del tatuador detrás de mí o en los de la gente que pasaba caminando al otro lado de los cristales. Muerta como estaba por la vergüenza, ni los miré. Al quitarme el pantalón cayeron al piso algunas monedas y mi teléfono celular; estaba a punto de recogerlo del piso cuando Loana me detuvo:
“Dame eso” – me ordenó.
Inclinada y casi tocando el piso como estaba, la miré sin entender.
“¿Tan estúpida sos que te tengo que decir todo dos veces? – insistió, lacerante como una daga afilada -. Dame ese celular…”
Una vez más su tono no dejaba margen para más vacilaciones. Alcé el aparato del piso y se lo entregué. Casi automáticamente se puso a mirarlo mientras lo sostenía en una sola mano y su pulgar bailoteaba sobre las teclitas. Me intrigó saber qué estaría haciendo.
“Seguí con lo tuyo” – ordenó, como si leyera mis pensamientos.
Así que tuve que resignarme a que siguiera manipulando mi celular y escudriñando impunemente mis cosas. Yo ya me había quitado blusa, pantalón y calzado, con lo cual quedé en corpiño y tanga en pleno local. Justo para aumentar mi vergüenza, unas chicas entraron al lugar; yo estaba de espaldas y apenas las vi de reojo pero pude adivinar sus caras de sorpresa. El tatuador las atendió, prestamente, y eso de algún modo sirvió de alivio porque, en definitiva, de todos los que estaban en el interior del local, no había uno que pudiese prestarme atención al ciento por ciento. O al menos eso era lo que yo suponía…
Me desabroché el sostén y luego deslicé mi tanga piernas abajo con lo cual quedé absolutamente desnuda y expuesta. Permanecí inmóvil, dando por sentado que así debía hacerlo hasta que llegara la siguiente orden. Por fortuna o por desgracia para mí, las chicas se fueron rápido; sólo preguntaron un presupuesto por un tatuaje y se marcharon, lo cual hizo que el tatuador volviera su atención hacia mí; pude oír sus pasos y sentir el aliento cuando se instaló de pie a mis espaldas. La escena era intimidatoria porque yo no sabía qué vendría. Loana seguía prestando atención a mi celular y eso, extrañamente, me hacía sentir desprotegida.
“Bien… - dijo el tatuador -. ¿Comenzamos con la niña entonces?...”
“Sí, dale” – acordó Loana sin dejar de mirar ni manipular mi teléfono, a la vez que tomaba asiento en un silloncito que cumplía la función de ser útil a quienes esperaran a sus amistades o bien su propio turno para tatuarse.
El hombre me tomó por los hombros como para girarme y prácticamente me fue llevando hacia el otro extremo del local. Por el rabillo del ojo pude captar la sonrisita permanente que lucía en su rostro, la cual en este caso se me hacía, además de desagrable fuertemente preocupante. Me sentía como si Loana me hubiera entregado a aquel desconocido. No me quedaba más remedio, por supuesto, que confiar en ella. Al echar un vistazo al otro lado de los cristales pude contemplar la escena que de algún modo imaginaba… Varias personas se congregaban contra la vidriera y, fingiendo ver alguna otra cosa, estaban disfrutando del espectáculo insólito que tenían ante sus ojos. Había hombres, mujeres, jóvenes y niños…
En un momento traspusimos una puerta vaivén, pero ésta no daba a ningún ambiente cerrado ni diferente. Era tan sólo una separación a los efectos de que amigos o parientes de aquellos que iban a tatuarse permanecieran más o menos aparte. Había allí un taburete, una silla giratoria y una camilla. Me hizo sentarme sobre la segunda.
Una vez sentada, instintivamente me cubrí las tetas con los brazos. Aquel sitio al que me había llevado estaba igualmente expuesto ante las miradas de curiosos y psicópatas desde el otro lado del vidrio, ya que era, en definitiva, parte del mismo local. Estiré un poco el cuello para ver si lograba ver a Loana, al otro extremo del salón; y sí… allí estaba: cruzada de piernas, hojeaba una revista que tenía sobre su regazo a la vez que en su otra mano seguía sosteniendo y manipulando mi teléfono celular. Alternadamente dirigía su atención a una u otra cosa. Seguía sin entender qué podía estar haciendo con mi celular… ¿Leyendo mis mensajes? ¿Espiando mi directorio? ¿Dándole uso para enviarse mensajes con alguien y de esa forma utilizar mi crédito y no el de ella?
El tatuador tomó sus primeros instrumentos y se plantó ante mí. Era de aspecto bohemio, como ya dije, y más bien bajo; no era lindo en absoluto, aunque sí lucía unos pectorales interesantes que lucían de manera especial por llevar él una remera musculosa de red, llena de transparencias. Acercó el taburete para ubicarse sobre el mismo y se inclinó hacia mí, comenzando a practicar las primeras punciones sobre mi cuello. Me dolía, por supuesto, pero era tolerable; me preguntaba por qué debía estar desnuda si se trataba de un tatuaje en el cuello: pronto tendría las respuestas. Me intrigaba sobremanera qué estaría tatuando pero claro, estaba trabajando en una zona hacia la cual yo no tenía forma de llegar con mi vista; me llamó la atención, por supuesto, la ausencia casi total de espejos en el lugar, algo particularmente llamativo si se consideraba lo que allí se hacía. Tan sólo un pequeño espejito de mano se alcanzaba a ver sobre una mesa ratona y, por cierto, en ningún momento, dio él visos de utilizarlo. Tampoco me atreví a preguntar nada; por alguna razón, me parecía que era salir de lo que Loana había dispuesto para mí. Si ella nada me había explicado, entonces yo nada debía saber de momento. No demoró mucho; habrán sido unos quince minutos. El tipo giró un poco como observando su recién culminada obra desde diferentes ángulos y finalmente pareció conforme. Una vez terminada su labor me dijo que extendiera la pierna derecha haciéndome apoyar mi tobillo sobre su rodilla…
Esta vez sí podría yo ver su trabajo. Los dolores punzantes volvieron y fruncí la cara pero traté de mantener mi vista atenta a lo que él hacía. Si éste, como había dicho Loana, era el mejor tatuador, seguramente lo sería por la exquisitez de sus resultados y no por la suavidad de sus métodos. Esta vez demoró algo más de tiempo pero tampoco mucho. Cuando finalizó su labor, alcancé a distinguir que yo lucía sobre el empeine de mi pie una pequeña pero delicada y hermosa mariposa… En ese momento me vino a la cabeza lo que había dicho Tamara sobre las orquídeas y los insectos polinizadores… Y la mariposa, después de todo, no es otra cosa que un insecto. También me pregunté por qué el pie derecho… Se me ocurrió que tal vez sería una osadía de mi parte llevar un tatuaje en el mismo pie en que lo lucía Loana; más aún, lo veía casi ilógico…o herético…
El tatuador se quedó mirando su obra una vez más, volvió a ladear su cabeza varias veces alternadamente a un lado y a otro… y sonrió satisfecho.
“¿Cómo marcha la cosa?” – preguntó, en tono indiferente pero a viva voz Loana, desde el otro extremo del salón.
“Impecable – contestó el hombre, llevándose los dedos a la boca y frunciendo sus labios en un gesto que hacía recordar al de algún chef italiano. A continuación, volvió a tomarme por los hombros -. A ver linda – me dijo -. Nos ponemos de pie un poquito…”
Le hice caso y, una vez más, la vergüenza casi me devoró al comprobar que cada vez era más la gente que miraba, algunos más disimuladamente, otros menos, desde el otro lado del vidrio. Él me guió delicadamente por los hombros hacia la camilla y me hizo acostar boca abajo… Si ya estaba preocupada por no saber lo que sobrevendría, mucho más lo estaba al saber que el tipo iba a trabajar a espaldas de mí y por lo tanto yo no iba a tener siquiera la mínima idea de qué estaría haciendo o manipulando. Fuese lo que fuese lo que afectara a mi cuerpo, sólo me enteraría con el contacto.
“Así… muy bien” – me decía, con un tono casi paternal, a medida que me ayudaba a ubicar mi cuerpo sobre la camilla.
Lo único bueno del asunto era que yo quedaba con mi cara hacia la pared y, por lo tanto, me ahorraría la humillación de ver los rostros llenos de lascivia de los tipos que miraban desde fuera del local, así como los semblantes escandalizados de las mujeres. Crucé mis brazos por debajo de mi cara y él mismo me apoyó la mano en la nuca para hacer bajar mi cabeza hasta reposarla. Apartó el cabello hacia un costado y, aunque no lo veía, tuve la impresión de que inspeccionaba la zona, lo cual me daba la pauta acerca de dónde podría caer mi próximo tatuaje. En algún momento apoyó las puntas de sus dedos un poco por arriba de mis omóplatos y dio la impresión de que estuviera calculando sus próximos pasos, como analizando la superficie a tratar. Estuvo unos segundos haciendo eso y luego dejó deslizar sus dedos en un suave pero rápido recorrido a través de mi columna y luego… por sobre la zanjita entre mis nalgas… Justo cuando bajaba hacia mi sexo la levantó. No pude evitar un estremecimiento. Estuve a punto de decirle algo, pero… ¿qué diría Loana? Realmente lo que acababa de hacer el tipo no parecía tener relación directa con el trabajo que estaba realizando pero… me quedé muda… y quieta…
Lo siguiente, y tal como había previsto, fue trabajar en la zona de arriba del omóplato derecho, allí donde precisamente había apartado a un lado mi cabello y luego tanteado. Volvió el dolor así como también la incertidumbre acerca de qué estaría haciendo realmente. En algún momento interrumpió su trabajo porque habían llegado clientes. Llegó a mis oídos la conversación y pude advertir que le estaban preguntando acerca de algún tatuaje en especial y él aparentemente les estaría mostrando un catálogo y les informaba sobre precios. Los clientes, jóvenes a juzgar por las voces, parecieron quedar conformes y aceptarm pero él les indicó que regresaran a las siete y media ya que estaba realizando un trabajo que llevaba su tiempo. Aceptaron de buena gana y se marcharon. Me pregunté por qué no tendría un empleado o si justo habríamos ido el día en que el empleado había faltado, pero después lo pensé mejor: si Loana lo consideraba, como había dicho, el mejor tatuador, probablemente lo fuera… y difícil era pensar que fuera a delegar su trabajo en otros.
“¿Me extrañaste linda?” – preguntó con un deje de burla al momento de regresar a mi lado y retomar el trabajo.
Dio los últimos toques al tatuaje de mi espalda y yo seguía sin saber para qué me tenían desnuda. Llegué a ver de reojo que él estaba echando, tal como antes ya lo hiciera dos veces, los vistazos finales para darse a sí mismo el visto bueno sobre una obra que yo, desde mi posición, no podía ver. Ya iban tres tatuajes y era de creer que habría terminado… pero no. Tomó con una de sus manos la zona interna de mi muslo izquierdo y empujó llevando la pierna hacia un costado…
“Abrimos un poco las piernitas…” – me dijo, utilizando nuevamente esos diminutivos que sonaban tan desagradables y perversos, tal como todo en él, podía decirse ya para esa altura. Repitió la acción con mi otro muslo y así quedé, piernas abiertas, encajados mis pies a ambos lados de la camilla y exponiendo la raja de mi cola y seguramente también mi sexo ante las miradas de curiosos y libidinosos. Cuánto agradecí no poder verlos… porque la vergüenza que estaba sintiendo ante semejante exposición pública no podía describirse con palabras.
Enseguida pude saber que el objetivo de haberme colocado en tal posición era poder acceder a la cara interna de mi muslo izquierdo, la cual sería, al parecer, objeto del próximo tatuaje. Y en efecto la punzada en ese sitio que sobrevino me hizo anoticiarme de que así era… Esta vez dolió más que los anteriores y yo me preguntaba cuándo terminaría todo aquello y por qué tenían que hacerme tantos tatuajes.
“Quietita” – me decía, como regodeándose y deleitándose en el placer que le daba el hecho de que Loana prácticamente me había entregado en sus manos.
Una vez que hubo terminado, rogué que hubiera sido el final. Loana volvió a preguntar cómo iba el asunto y él contestó que iba bien, de lo cual lamentablemente se desprendía que no había terminado en absoluto.
“A ver… levantamos un poco el culito” – me dijo.
Ya era un abuso de insolencia pero… Loana así lo había querido y no me atrevía a contradecir nada de lo que él me pidiese por esa misma razón y por más desagradable que me cayera. Llevé la cola hacia arriba y también el vientre y en ese momento él pasó y ubicó un almohadón por debajo de mí.
“Bajamos”- me dijo.
Pero ya no había mucho para bajar. Mi estómago quedó depositado sobre el almohadón y mi culo levantado y casi ofrecido. Se me caían las lágrimas de pensar en el espectáculo que estaban presenciando los visitantes de la galería. Pero lo que siguió fue más sorpresivo aún: tomó una de mis muñecas y la llevó hasta una de las patas de la camilla, tras lo cual comenzó a atarla con una tira de cuero. Si hasta ahora había creído que las cosas estaban fuera de cauce, no puedo describir cómo pasaba a verlas ante el nuevo curso de los acontecimientos. Fue la primera vez que me atreví a balbucear algo.
“Pero… ¿qué pasa?... ¿Por qué me ata? Nunca vi esto…”
Tensó con fuerza la tira de cuero; una vez que se hubo cerciorado de que estaba firme, comenzó a hacer lo propio con la muñeca de la otra mano.
“Es que lo que viene va a ser más doloroso y hay que asegurarse de que no te vas a mover… Si te quedás quietita va a ir todo bien y vamos a terminar rápido… Es esto y ya se acaba”
Una vez que quedé con las manos atadas, se dedicó a hacer idéntico trabajo amarrando mis tobillos a las patas traseras, quedando yo así atada, desnuda, abierta de piernas y con la cola levantada. La situación se había ido muy lejos de lo que yo entendía por una sesión de tatuaje, pero siempre parecía haber un escalón más para bajar hacia mi degradación… Estuve a punto de decir algo, de ensayar alguna ligera protesta pero no llegué a hacerlo: un trapo entró en mi boca y mi cabeza fue empujada hacia atrás de un tirón mientras él anudaba con fuerza los extremos del trapo sobre mi nuca. Es decir, acababa de amordazarme.
“Esto es para que no grites – explicó -. No quiero que tus alaridos le den al local una mala publicidad, je..-”
¿De qué estaba hablando? Hubiera querido gritar llamando a Loana, pero ahora sí que no tenía forma de hacerlo. Además… ¿mala publicidad? ¿Y qué tan buena publicidad podía ser que desde el otro lado del vidrio estuvieran viendo cómo ataba y amordazaba a una muchacha para que no grite?
Y entonces llegó la punción final, pero fue distinta a todas las anteriores… Una fuerte presión sobre mi nalga izquierda me hizo arrancar lágrimas de los ojos porque ardía…y yo diría… ¡quemaba! Ignoraba a qué clase de tatuaje estaba siendo sometida ahora pero no podía imaginar uno tan doloroso… Mi cuerpo se contrajo en convulsiones de dolor mientras abría mis manos y extendía los dedos… pero prácticamente no podía moverme. Tironeaba con fuerza pero las ataduras estaban bien firmes. Sólo me quedaba mover el cuerpo serpenteando pero creo que eso hizo aumentar el dolor y él mismo lo notó:
“Es doloroso, ya sé… pero si no te quedás quietita te va a doler más” – me dijo, con una tranquilidad asombrosa.
Yo ignoraba con qué estaba presionando contra mi nalga pero el dolor era insoportable. Quería gritar y no podía… Cuando aflojó la presión y retiró lo que fuera que estuviese utilizando me dejé caer sobre la camilla, abatida y casi inerte… mis manos y pies colgaban fláccidos a ambos lados de la camilla y mis fuerzas definitivamente se habían ido.
En ese momento llegó a mis oídos el sonido de las argollas de una cortina corriendo sobre el barral; espiando de reojo, pude ver cómo el tatuador se dedicaba a cubrir los vidrios que rodeaban esa parte del local. Me pregunté por qué diablos no lo habría hecho antes. Tampoco entendía por qué no me quitaba de una vez las ataduras y la mordaza. Regresó hacia mí y sentí el tacto de las yemas de sus dedos sobre la nalga que acababa de ser tratada; daba la impresión de estar estirando la piel a los efectos de ver mejor alguna u otra parte de su obra. Luego pasó algún líquido que, posiblemente tuviera algún efecto calmante o quizás desinfectante. Al frotarlo, acarició mis nalgas. Indefensa como estaba, sólo pude dejarlo hacer y, además, era aparentemente la voluntad de Loana. Estuvo así un largo rato y, honestamente, daba la sensación de tocar por demás, pero lo que hasta ese momento era una sensación pronto se transformó en una certeza. En un momento, luego de haber recorrido con sus dedos la separación entre las nalgas, su mano bajó y acarició mi sexo. Me sobresalté; intenté inútilmente incorporarme y él me depositó una mano sobre la nuca para devolverme nuevamente a mi posición.
“Quietita, nena” – me dijo.
Extenuada como estaba, me dejé caer mientras su mano seguía jugando en mi vagina y de a poco sus dedos iban ya hurgando dentro de ella. La situación era en extremo aberrante y humillante, pero a la vez perversamente excitante y a pesar de todos los esfuerzos que yo hacía por no ceder, me di cuenta que estaba húmeda y él mismo lo advirtió, dada la forma en que rió entre dientes. Siguió jugueteando y, a decir verdad, había que reconocerle que tenía una gran habilidad con sus dedos. Mi excitación iba en aumento y en un momento me sentí tan entregada que, casi involuntariamente, comencé a levantar la cola incluso más de lo que el almohadón ya de por sí lo hacía. Su mano aceleró el movimiento vejatorio y yo sentí que estaba en llamas. No podía creer verme excitada de esa forma por un absoluto desconocido que, sacando sus bien formados pectorales, no me resultaba atractivo en absoluto. Pero sentía que me tenía rendida, entregada… e incrementaba el morbo de la situación el saber que Loana me había llevado a él, aun cuando me preguntaba seriamente si el tipo se estaría tomando atribuciones que iban más allá de lo que ella le había encomendado.
Cuando dejó de hurgar dentro mío no supe si sentir alivio o desilusión. Pensé que, ahora sí, tal vez todo habría terminado, pero en eso escuché nítidamente el inconfundible sonido de la hebilla de un cinturón al desabrocharse y fue como si una descarga eléctrica hubiera recorrido todo mi cuerpo. Giré mi cuello lo poco que pude y alcancé a ver que se estaba quitando el pantalón…
“En pocos minutos te vas de acá y no voy a verte más en mi vida… - me dijo -. Pero antes te vas a llevar un regalito… jeje”
Mis ojos estuvieron a punto de salirse de sus órbitas y, por supuesto, quise gritar… pero no podía hacerlo. ¿Estaría Loana en el salón todavía? Desde donde yo estaba era imposible determinarlo; por lo pronto hacía rato que estaba en silencio y no emitía palabra. Unas pocas veces, durante la sesión, había hablado trivialidades a la distancia con el tatuador, pero ahora no se la escuchaba en absoluto, señal de que o bien no estaba o, si estaba, permanecía en completo mutismo. Hubiera querido llamarla a los gritos, avisarle qué era lo que estaba por ocurrir porque, esta vez sí, estaba segura de que el tipo se estaba excediendo en sus atribuciones, pero la mordaza no me permitía emitir sonido, salvo tan sólo algunos balbuceos muy ahogados que no creía que pudiesen llegar a oídos de ella. Inmovilizada además como me hallaba, imposible era escapar de lo que para mí el tatuador parecía tener previsto.
Una vez libre de pantalones y de ropa interior de la cintura hacia abajo, subió de un salto a la camilla y se ubicó por encima y por detrás de mí. Acarició una vez más mi cola y me dio una ligera nalgadita para, a continuación, comenzar a introducirme su miembro en mi sexo sin ningún complejo ni miramiento. Yo no podía creer lo que estaba viviendo; aquel tipo me estaba cogiendo o, peor aún, violándome… Sentí su lascivo aliento sobre mi nuca y hasta la caída de algún hilillo de baba mientras daba rienda suelta a un bombeo que se fue haciendo cada vez más frenético. En mi interior luchaba por no excitarme, pero no era posible: una vez más me estaba viendo arrastrada hacia lo más bajo; aquel tipo me estaba cogiendo sin permiso alguno y, sin embargo, la situación tenía para mí un fuerte erotismo que no podía manejar. Me penetró como una bestia y no tuvo demasiados reparos cuando llegó el momento de acabar; no fue un grito a viva voz pero tampoco se lo calló… Y yo llegué a mi orgasmo conjuntamente pero no podía emitir sonido… Mis gemidos y jadeos quedaron ahogados por la mordaza y eso se transformó en una especie de tortura adicional; mientras tanto, podía sentir su tibio esperma dentro de mí. Él terminó con su cuerpo caído sobre mí y su jadeante respiración ya entrando en mi oído. Luego se levantó; volvió a propinarme una cachetadita en la nalga.
En ese momento escuché la voz de Loana, pero también sus tacos sobre el piso:
“¿Y? – preguntó - ¿Cómo vamos? ¿Ya estamos terminando?”
“S… sí” – respondió él, a viva voz pero en una especie de jadeo entrecortado.
Se bajó de la camilla a la cual minutos antes se apeara para montarme. Se puso el pantalón nuevamente y una vez hecho eso, me quitó la mordaza y me soltó las ligaduras. Me fui girando e incorporando y lo miré a los ojos. Tenía ganas de insultarlo y golpearlo pero una fuerza superior me detenía… y tal vez esa fuerza tuviera que ver con Loana, cuya presencia en el local impregnaba todo con un halo de poder… Él simplemente se sonrió, como siempre (aunque el deje de burla fue más pronunciado que nunca) y yo, dolorida y vejada, me bajé de la camilla para seguir sus pasos hacia el otro lado de la puerta vaivén.
Loana estaba acodada contra el mostrador. Tenía en sus manos una bolsa de una tienda de ropa, señal inequívoca de que se había ausentado un momento para ir a comprar algo, probablemente aburrida por la espera…
“¿Cómo anduvo eso?” – preguntó ella, levantando muy ligeramente la vista de la bolsa de ropa dentro de la cual parecía revisar o buscar algo.
“Diez puntos – contestó el tatuador -. Tu chica nueva se portó muy bien”
El bastardo, obviamente, cargaba a sus palabras de doble sentido y lo de “chica nueva”, por cierto, no podía hacer otra cosa más que inquietarme. Yo estaba a punto de comenzar a hablar y, de una vez por todas, informar a Loana acerca de lo ocurrido, pero justo en ese momento intervino ella, dejando de prestar atención definitivamente a lo que fuera que acababa de comprar y que tenía en la bolsa.
“A ver cómo quedó…” – dijo dirigiendo la vista hacia mí.
El tatuador volvió a tomarme por los hombros y me acercó hacia Loana, como si fuera inconcebible que la diosa rubia se fuera a rebajar a moverse de su lugar. Sin pedir siquiera permiso, él tomó y giró mi mentón a la vez que con su otra mano echaba a un costado mi cabellera a los efectos de que ella pudiese ver el tatuaje sobre mi cuello. Pude ver cómo los ojos de Loana se encendían de admiración al tiempo que abría la boca y movía lateralmente su cabeza como si no pudiera dar crédito a lo que veía.
“Es como digo… ¡Sos el mejor!”
Él agradeció y a continuación pasó una mano por detrás de mi rodilla y me obligó a flexionarla de tal modo de levantar el pie, exhibiendo el tatuaje de la mariposa, único que yo hasta ahí había visto. Loana continuaba con aquella extasiada expresión en su rostro y él, entretanto, le fue mostrando los demás tatuajes, para lo cual me tomó por los hombros y me obligó a hacer un giro.
Al girarme me percaté de que había alguien más en el local; una pareja de chicos muy jovencitos.
“Ya estoy con ustedes, chicos” – les dijo el tatuador sin dejar de mostrar a Loana el trabajo conmigo realizado.
“No hay problema – dijo el muchacho -¡Qué buen trabajo!”
Reconocí en la voz que se trataba de uno de los que habían estado allí un rato antes y a los cuales el tatuador recomendara volver más tarde. Tanto él como la chica (¿su novia?) tenían en ese momento los ojos fijos en mis tatuajes y era de pensar que ya habían estado contemplando los que yo lucía por detrás.
“Una maravilla – remarcó Loana -. Increíble trabajo como siempre…”
En ese momento, noté que los ojos de la parejita se desviaban hacia Loana y, viendo hacia dónde los enfocaban, no era difícil colegir que habían centrado su atención en el tatuaje del muslo. La expresión extasiada e hipnotizada de sus rostros así lo evidenciaba. El tatuador apartó mi cabellera echándola hacia adelante a los efectos de descubrir el tatuaje de la parte superior de la espalda. Pude sentir como los dedos de Loana se posaban sobre mi piel y, al parecer, recorrían la zona tratada… Más aún, podía percibir, como si se tratase de rayos de fuego, los ojos de ella recorriéndome escrutadores. Esta vez no dijo palabra pero no costaba darse cuenta de que no hacía falta. El hombre me cacheteó en las nalgas y me conminó a separar un poco las piernas a la vez que, apoyando su mano sobre mi nuca, me obligó a inclinarme hacia adelante. Ignoro si Loana se hincó para ver mejor o simplemente se inclinó un poco, pero se dedicó a deslizar sus dedos con detenimiento por el tatuaje de la parte interna de mi muslo. Y luego, por supuesto, prestó atención al tatuaje de la nalga, ése que tanto dolor me había arrancado y cuya naturaleza se me presentaba difícil de siquiera imaginar. El roce de los dedos de Loana era una caricia pero a la vez un recordatorio de mi condición.
“Perfecto – señaló -. Otro excelente trabajo”
“Gracias – dijo él, riendo una vez más entre dientes -. En realidad siempre es un placer que me traigas este tipo de trabajitos”
Una vez más, estaba claro que había mordacidad en las palabras de aquel energúmeno.
“Ah… hablando de eso… ¿Ya te cobraste?” – preguntó Loana, aparentemente sin desviar la vista de los tatuajes.
“Je… ¡Y cómo!” – rió él.
De pronto entendí todo… En ningún momento Loana había extraído dinero o siquiera exhibido tarjeta alguna… El pago, obviamente, se hacía conmigo… Venía a significar eso un nuevo dato que, una vez más, me degradaba hasta lo más bajo. Tanto conmigo como tal vez con esas otras chicas a las cuales tácitamente se había hecho referencia, el tatuador hacía para Loana los trabajos que ella le pedía y se cobraba cogiéndolas. Esto daba una respuesta definitiva a mi pregunta acerca de si el tipo se habría extralimitado al montarme: y la respuesta, harto evidente, era no. Lo que había hecho conmigo era parte de lo que con Loana tenía ya acordado… De pronto me sentí aun más estúpida de lo que ya me sentía… pero paradójicamente la idea de haber sido violada se esfumaba… Si Loana lo había dispuesto, entonces no era violación…
La pareja de jóvenes, mientras esperaba su turno, continuaba observando con particular atención cada detalle de mis tatuajes, cosa que me irritaba sobremanera… Loana siguió haciéndolo durante unos instantes más y luego el tatuador le entregó los líquidos desinfectantes y demás elementos necesarios como para mantener todo bajo control; le dio algunas explicaciones y dijo algo sobre unas inyecciones, cosa que me hizo dar un respingo . Ella me ordenó vestirme… y así lo hice. No me devolvió el celular… pensé en reclamarlo o al menos mencionarlo de alguna forma como distraídamente o no queriendo hacerlo, pero me abstuve… Seguía profundamente intrigada por lo que Loana había estado haciendo con él…
Se despidió del tatuador con dos efusivos besos y me obligó a despedirlo y agradecerle…
“Muchas gracias señor” – me vi obligada a decir y el tipo me miró con la sonrisa más burlona que hubiese exhibido en todo el tiempo que estuve allí.
No fue fácil el camino hasta el auto porque todos los visitantes de la galería tenían las miradas sobre mí… y podía ver cómo cuchicheaban y se comentaban entre ellos. Claro, no era poca cosa que se estuviera yendo la muchacha la que acababan de ver desnuda en el local de tatuajes. Llegamos hasta el “escarabajo”; se me cruzó por un momento la idea de que, no habiendo ya compañía, Loana me permitiera o más bien me ordenara sentarme delante o, cuando menos, en la cabina. Error: sobre el asiento del acompañante depositó la bolsa de ropa que había comprado y sobre el asiento trasero… nada, pero yo al parecer no merecía ocuparlo. Volvió a abrir el baúl y me hizo claro gesto de que ingresara.
No sé cuánto duró el viaje pero sí puedo decir que fue más largo que el anterior, tanto que me llegué a preocupar ante la posibilidad de quedarme sin aire. Por fin nos detuvimos. Escuché claramente el taconeo de Loana una vez que se hubo apagado el motor; durante un rato pareció estar yendo y viniendo sin que yo pudiera determinar auditivamente qué estaba haciendo. ¿Por qué no venía a abrir el baúl? ¿Estaría pensando dejarme allí dentro? Finalmente lo abrió, para mi alivio.
“Afuera – me ordenó -. Ya llegamos”
Ignoraba yo absolutamente con qué realidad me iba a encontrar al descender. Por lo pronto era ya de noche y al salir del baúl me encontré pisando un camino asfaltado de trayecto serpenteante que corría por un parque iluminado por la luz de algunas farolas. Aquí y allá veíanse cipreses y hasta un par de arcadas hechas con ramas de alguna planta también conífera. Algunos maceteros y canteros con un estilo tal vez griego (no me pregunten cuál o de qué período) jalonaban los flancos del camino y a unos treinta metros de distancia se veía un inmenso caserón blanco de amplios ventanales, que combinaba en su fachada ladrillo a la vista con mármoles. ¿Era aquella la casa de Loana? Parecía lógico que lo fuese ya que no era de esperar que con lo presuntuosa y arrogante que era, Loana no fuera a ser una chica rica. Pero más allá de la lujosa mansión en cuyo terreno aparentemente estábamos, me encontré con un espectáculo terriblemente decadente en la escena que sobrevino a la llegada de Loana.
Alcancé a ver que desde la casa se aproximaban dos siluetas a cuatro patas y, por supuesto, lo primero que hice fue pensar en perros. Incluso me sobrecogí un poco y tendí a ponerme detrás de Loana por miedo a que me mordieran. Pero a medida que la luz de las farolas caía mejor sobre ambas siluetas pude distinguir que… eran dos personas… más aún… dos muchachas.
Corrieron a los pies de Loana y fueron a besar prestamente su calzado; lo hacían de manera desordenada y empujándose entre sí, desplazando cada una a la otra con su propio cuerpo sólo para poder tener el privilegio. Eran dos chicas, sí, pero se comportaban como si fueran animales… Loana las obviaba absolutamente; se comportó prácticamente como si no existieran o como si fueran una molestia. Cerró el baúl del auto, me miró y me dijo:
“Vamos para la casa… A cuatro patas vos también”
No cabía lugar para dudar ante una orden de ella, menos todavía ahora que me hallaba dentro de su “reino”. Las dos chicas lamían con sus lenguas el calzado de Loana y no paraban de besar sus piernas, tanto que molestaban su marcha, razón por la cual la rubia les propinó un puntapié en la trompa a cada una e inició su marcha hacia la casa llevando en mano la bolsa con la ropa adquirida. Por mi parte, mi único equipaje consistía en el bolso en el cual había traído alguna muda de ropa (ya vería luego que innecesaria) más los libros y algunos apuntes útiles para el trabajo que tenía que hacer para Loana. Me eché el bolso a la espalda y adopté también la posición a cuatro patas; las dos muchachas me miraron con odio… Era lógico: yo era la recién llegada y dada la competencia que entre ellas parecía haber, mi arribo podía venir a sumar un elemento de conflicto… o de competencia. Pero más allá de eso, la cuestión fue que cuando me miraron las reconocí; no sé si ellas a mí… Había visto a esas dos muchachas en la facultad, sobre todo en los primeros días en que con Tamara habíamos llegado a la comisión de Loana. Eran dos comelibros de esas con aires intelectuales… De inmediato recordé los rumores en los pasillos de la universidad acerca de que Loana tenía chicas a su servicio para la realización de sus actividades… Pero era sumamente patético verlas reducidas a aquello; lo único que las diferenciaba de perros era que no estaban desnudas, pero teniendo en cuenta el atuendo que lucían, casi era más digno que lo estuvieran. Sólo lucían cada una un corpiño diminuto y de tul con transparencias que no cubría prácticamente nada, además de una falda extremadamente corta que, al igual que el sostén, no tapaba nada y dejaba sus colas al descubierto, sólo con una tanga que en realidad era un hilillo de tela.
La diosa rubia comenzó a caminar hacia la casa y las dos jóvenes lo hicieron detrás, ambas a cuatro patas y pugnando cada una de ellas por estar lo más cerca posible de la divinidad a la que reverenciaban; poniéndome a cuatro patas y con el bolso a mis espaldas, hice lo mismo y las seguí tratando de mantener siquiera algunos metros de distancia… No quería entrar en conflicto con ellas, al menos por ahora… Así que, de esa manera tan poco digna, fui haciendo el recorrido hacia la casa viendo por delante de mí el sensual contoneo de la magnífica rubia bajo la tenue luz de las farolas del parque de aquella mansión…