La nueva caserita

Una nueva cliente se entera de la manera de pagar la mercancía a su proveedor.

La nueva "caserita"

Esta vez la chica lo hacía por primera vez, giró lentamente sin atreverse a mirarlo en ningún momento a los ojos, y sin atreverse a creer lo que estaba a punto de hacer. Suspiró entrecortadamente, se bajó la falda gris de pliegues que eran de su uniforme del colegio, y después, con las manos temblorosas, los pequeños y suaves calzones blancos.

Las manos de aquél atrevido se aferraron por detrás a sus caderas y ella, sobreponiéndose al sobresalto y a la repulsión, se inclinó poco a poco hacia delante, apoyando sus manos contra esa fría pared, mientras abría tensamente las piernas, lo que provocaba el rechinido de sus relucientes zapatos negros de reglamento escolar en el piso bruñido de cemento. Nunca había estado ahí, jamás se le había ocurrido preguntarse qué había dentro de esos oscuros locales a los lados del Túnel de la San Francisco, y jamás, en otras circunstancias, habría aceptado ir ahí con tan bizarra compañía, tan solo a cambio de la promesa de más de ese mágico polvo blanco que aspirara día antes.

Las nalgas exquisitas se estremecieron al contacto de la otra vista que las devoraba en su blancura, y volvieron a estremecerse cuando aquellas manos maniobraron haciendo que se separaran para hacer más expedito el camino hacia su culo; la verga encondonada se acercó, indiferente a la suave respiración agitada que se manifestaba al otro extremo, y primero rozó con la punta de su máscara la boca anal, que, sorprendida, huyó de su alcance instintivamente, cosa que terminaron de impedir las garras, en ese momento, dueñas de las calientes caderas y de la situación, de manera que por fin, empezaba de nuevo la "atravesía", uno: de la verga por el culo que se cerraba y fruncía, sin poder impedir la penetración que resistía salvajemente las sacudidas dramatizadas por el violento griterío infantil y el llanto, y dos: de la niña que penetraba al mercado de la especie por la especie, satisfactoras la una del vicio, la otra del morbo y del placer.

Mauri seguía concentrado en disfrutar a su presa sin hacer caso de los estridentes gritos, y sintió el momento de de tomar algo más, así que, haciendo alarde de coordinación motriz y sin perder el ritmo ni un solo instante, buscó con la mano derecha el cuello de su nueva "caserita" y encontró la delgada corbata, la aprisionó y tiró de ella, sintiendo apagarse un momento el sonido de los gritos, pero al fin logró arrancarla, y luego hundió la mano entre los botones de la delicada blusa, para toparse con el borde del típico y pequeño brasier, que abrigaba aquellos pechitos jamás tocados, ahora suyos, así que ahora la mano buscó meterse debajo de la fina tela y apretar y manosear una y otra vez los pequeños seños, sintiendo endurecerse poco a poco los diminutos pezones, en un éxtasis que sólo podían provocar aquellos momentos, cuando se sentía dueño del orden universal para destruir la inocencia y la dulzura que tanto lo ofendían.