La novia ingenua

Un joven novia se deja seducir a días de su matrimonio. Una precuela que da verdadero inicio a la saga PVeI.

La novia ingenua.

  • Es una mujer hermosa y casta –escuchó decir a su esposo al otro lado de la puerta-. Estoy seguro que seremos felices.

Eso la puso feliz. Sofía Venturi siempre había soñado una boda como aquella. Su esposo se vería guapo vestido de uniforme. Y ella se vería hermosa vestida de blanco. Aunque esperaba que nadie supiera que ya no era casta y el blanco no le correspondía. Había entregado su virginidad a su futuro esposo, quién la había llevado del dolor al placer. Aunque todavía no podía ver las estrellas. Su amiga Telma le había asegurado que vería estrellas y sentiría cosas maravillosas cuando entregara su virginidad. Pero Sofía había sentido placer, pero no las maravillas que su amiga le aseguraba.

La hermosa rubia de ojos celestes se observó en el gran espejo de la pieza de su madre. El vestido era blanco, lleno de detalles. Con el velo y la larga cola. Sólo el detalle del provocador escote no parecía convencerla. Sus senos eran demasiado grandes y quizás no debía exponerlos así, especialmente frente al cura. Sin embargo, Mario le había pedido que por un día, el día de su boda, ella mostrara parte de los sensuales atributos que Dios le había otorgado, en honor a su marido. Mario quería que todos se dieran cuenta la hermosa y sensual mujer que sería suya, esas habían sido sus palabras. Y para Sofía lo que Mario decía era una orden. Sofía creía firmemente que debía respetar las decisiones del que sería su marido.

  • Te ves hermosa –le dijo su madre.

  • Gracias –logró decir Sofía, emocionada.

Faltaba sólo una semana para la boda. Ya casi todos los detalles estaban listos. Luego de probarse el vestido lo guardó con cuidado y lo trasladó a su pieza.

A pesar que su marido se marchaba a su despedida de soltero, se sentía feliz. Todo sería diferente y podría sentirse plena como mujer con el anillo en la mano. Sofía esperaba ser una buena esposa y una buena madre para los hijos que concibieran en el matrimonio. Mientras empezaba a vestirse, alguien tocó la puerta.

  • Permiso –se escuchó una voz, irrumpiendo sorpresivamente en su habitación.

Sofía menos mal que se había calzado el primer vestido que había encontrado a mano. El hombre que entró en la habitación la miró con ojos penetrantes. Primero sus ojos turquesas se pasearon desde los hombros desnudos hasta la piel de su escote. El vestido que había elegido era bastante revelador se dio cuenta Sofía. Luego, la mirada repasó las piernas de actriz italiana. Las curvas de Sofía parecía encender cierta lujuria en la mirada, sin embargo, el desconocido tuvo la prudencia de rehacer su actitud. El hombre era viejo a ojos de Sofía. Un hombre de cuarenta y cinco años era alguien viejo para una chica tan joven como ella. Sofía se casaría muy joven, como lo hacían en la antigüedad.

  • Hola Señorita Sofía. Soy el Coronel Iturra –la voz del hombre era profunda-. Mario, su esposo, es mi amigo y me he ofrecido para colaborar con los últimos detalles de la boda. Le doy mis felicitaciones por su próximo matrimonio.

  • Gracias, Señor Iturra –dijo Sofía, algo confundida, pues, no conocía el hombre.

Tras los saludos y una conversación breve y amena, Sofía reconoció al coronel Iturra como el superior directo de Mario, su futuro marido. A Sofía le pareció impropio de un caballero estar en la habitación de una mujer comprometida, pero no se atrevió a decirle nada al que era una especie de jefe de su esposo. El coronel era más alto que ella, media cabeza por lo menos, pero tenía una personalidad agradable, aunque algo autoritaria.

  • Quizás si espera en la sala de estar mientras me cambio… –le dijo Sofía.

Quería cambiarse aquel vestido indecente que usaba. Pero el hombre la interrumpió.

  • ¿Aquel es su vestido de novia? –preguntó el hombre, indicando la gran caja de cartón sobre la cama.

  • Así es –dijo la muchacha.

El coronel, sin pedir permiso, empezó a pesquisar (esa era la palabra) el vestido de novia.

  • Es un vestido bonito –dijo el coronel-. Pero tiene un detalle. Mire.

Sofía se acercó y observó que el vestido. El vestido era casi perfecto. Pero un doblez mal cocido en su manga parecía opacar la perfección.

  • Dios mío –exclamó la rubia-. Dios mío, ¿Qué haré?

De inmediato, se empezó a pasear nerviosa por la habitación.

  • No se preocupe –le dijo de pronto el coronel Iturra-. Conozco una costurera. Ella podrá ayudarla.

Sofía le agradeció al Coronel y fue a hablar con su madre mientras el coronel bajaba a hablar con su futuro marido.

  • ¿Segura que no quieres que te arregle ese doblez? –preguntó su madre.

  • No, madre. Mario y el coronel encontrarán una buena costurera –le dijo a su madre.

  • Muy bien. Te dejo, hija –le dijo su madre antes de salir de la habitación.

No podía confiar en su madre para esos menesteres. Faltaba sólo cinco días para la boda y ya casi todos los detalles estaban listos. Pero Sofía seguía nerviosa. Luego de probarse el vestido nuevamente lo guardó con cuidado y lo trasladó a su pieza. Se cambió de ropa, por un vestido mas recatado y bajó a hablar con el coronel y su marido. Pero solo encontró al señor Iturra. Mario había salido a hacer alguna diligencia.

  • Su marido ha tenido que volver al trabajo –le dijo Iturra-. Ya sabe, la vida militar es dura.

Sofía asintió.

  • Pero la ayudaré con su problema –se ofreció el hombre-. Si quiere, mañana la puedo pasar a buscar para conducirla hasta la modista que conozco. Es una mujer muy profesional y de vasta experiencia.

  • Muchas gracias. Será de gran ayuda –le respondió Sofía.

Se pusieron de acuerdo en los detalles y el coronel se marchó. Sin duda era un hombre gentil y distinguido. Todo un caballero. Y también apuesto, se encontró pensando sin querer la novia. Se recriminó de inmediato. Entonces, arrepintiéndose de sus pensamientos, fue a rezar antes de seguir con lo que consideraba un agitado día.

Al día siguiente el Coronel Iturra se presentó puntualmente.

  • Bueno, yo llevaré este paquete con mucho cuidado –aseguró-. Sígame, Sofía. Mi chofer nos espera.

Una mujer vestida de oficial los esperaba a la salida para abrirles la puerta del automóvil del coronel. A Sofía jamás se le pasó por la cabeza que una mujer pudiera integrarse al ejército. Le parecía que era un rol muy peligroso para un ser tan delicado como una mujer. Un ser que estaba destinado a ser madre no debería arriesgarse en cosas de hombres, pensó. Se despidió de su madre y se metieron al viejo, pero lujoso roll royce del coronel. La mujer se sentó entre el coronel y Sofía, manteniéndose silenciosa mientras el general le contaba a donde se dirigían.

La verdad es que se sentía como una princesa en medio de tanto espacio y lujo. Era muy bonito aquel vehículo. Se imaginó a la monarquía inglesa llegando en roll royce a algún fastuoso evento. Su padre había ofrecido su Mercedes Benz para llevarla a la iglesia, pero era un automóvil tan insulso al lado del roll royce. Sin quererlo y aprovechando que el coronel Iturra le hablaba de aquel vehículo, Sofía se atrevió a hablar.

  • Que maravilloso sería poder llegar en un vehículo como éste a la iglesia –la emoción se reflejó en su voz.

  • ¿De verdad le gustaría, Sofía? –le preguntó el atractivo cuarentón.

  • Si. Sería como un sueño –respondió la emocionada novia.

  • Bueno, delo por hecho –manifestó el militar-. Llegará a la iglesia en un roll royce. No hay más que decir.

  • Gracias, señor Iturra. Muchas gracias –respondió más que emocionada Sofía.

  • De nada –la sonrisa del coronel mientras hablaba era muy atractiva-. Sólo le pido un favor.

  • ¿Cuál? –preguntó Sofía.

  • Llámeme por mi nombre. Fernando –pidió el coronel.

Sofía se tomó un momento para responder con una sonrisa sincera, llena de esos dientes blancos y perfectos que caracterizaban a la rubia novia.

  • Muy bien. Fernando –Sofía moduló muy bien toda la frase.

Llegaron finalmente a una residencia a las afueras de la ciudad. Un lugar de muros altos y blancos que daban paso a un propiedad de bastos terrenos llenos de arboles y jardines. Una casa de tres pisos se levantaba en el centro de la propiedad. Varias enredaderas subían por el muro blanco de aquel hogar. Tenía un estilo de campiña muy interesante. Tres perros los salieron a encontrar y se arremolinaron en torno al coronel que los acarició amistosamente mientras la mujer oficial la ayudó a bajar.

  • Coronel. Mi madre los espera en el taller de costura –alzó la voz de repente la mujer militar.

  • Gracias, Carmen. Puede quedarse con su madre un rato si lo desea –respondió a la oficial.

Le presentaron a la madre de Carmen. Una mujer anciana que tenía un taller de costura y confección de vestidos. Había fotos de hombres en trajes militares por lo que Sofía supuso que se trataba de una familia de tradición militar como la de su futuro esposo. A Sofía le sirvieron una copita de jerez mientras conversaban los detalles del arreglo. Por suerte, el arreglo no demoraría más de un par de horas.

  • Sabe, Fernando… nunca hubiera imaginado que una mujer pudiera ser militar –confesó Sofía al coronel cuando se encontraban los dos solos un momento.

  • A la sargento Davis no le han hecho las cosas fáciles en el ejército. Pero es una mujer perseverante –empezó a decir Fernando-. Tengo tres hijas y ningún hombre. Si una de ellas quisiera hacer un trabajo de hombres o entrar en el ejército me gustaría que se le diera la posibilidad de desarrollarse y demostrar sus capacidades. Todos queremos lo mejor para nuestros hijos.

Aquel pensamiento confundió a Sofía. Era extraño a todo lo que le habían enseñado. Una mujer no debería tratar de ser un hombre, en ningún sentido. Pero calló y no reveló sus pensamientos al coronel. No quería molestar a tan simpático hombre.

  • Es decir, que casi está lista para su matrimonio –A Sofía le sorprendió el giro de tema del coronel-. Incluso, para la noche de boda. Esa ropa es la más importante.

  • ¿Importante? ¿Por qué? –preguntó Sofía, confusa.

No sabía que tuviera que usar nada especial para la noche de boda, pensó Sofía. Había elegido ropa cómoda y el pijama de siempre para esa noche. Ni sus amigas ni su madre habían hablado de la noche de bodas. Se habían contentado con expresar alguna risita nerviosa y nada más. ¿De qué hablaba el coronel?

  • ¿No me diga que no tiene nada especial para su marido la noche de boda? –preguntó el coronel.

  • ¿Especial? ¿De qué me habla, Coronel? –tartamudeó nerviosa la rubia novia.

  • De su ajuar de novia –le dijo sorprendido el militar.

  • ¿Ajuar? ¿Ajuar de novia? –la vista le oscilaba de lo nerviosa que se puso.

Con tino y cuidado, el coronel le explicó en qué consistía el ajuar de una novia. Después de la explicación, Sofía estaba evidentemente contrariada. No tenía un ajuar para entregarse a su esposo la noche de bodas. Sentía que era terrible, ya que quedaban sólo días para el matrimonio.

  • Dios ¿Qué puedo hacer? –dijo en voz alta.

  • No se preocupe, Sofía –la tranquilizó el Coronel-. Conozco a la persona que la puede ayudar. Vamos de inmediato.

Cuando se subían al roll royce del general apareció la sargento Davis.

  • ¿Lo acompaño, coronel? –preguntó con voz firme.

  • No se preocupe, Carmen. Disfrute con su madre un rato –le dijo Fernando.

Así, guiados por el chofer, enfilaron al centro de la ciudad. El coronel le explico que Raúl, su primo, tenía un taller de ropa de mujer.

  • Él es una persona “poco convencional” –trató de decir el general-. Pero es una buena persona. Además, sus vestidos y ajuares son delicados. A mi ex mujer le gustaban mucho.

Sin quererlo, Sofía empezaba a saber mucho de la vida del coronel. Aquello no le molestó, más bien se sintió más cercana a ese hombre. Era como un caballero que la rescataba en los momentos de infortunio. Una especie de Lancelot.

Llegaron hasta un viejo edificio del centro de la ciudad. Era un lugar anacrónico, pero que por dentro mostraba detalles de modernidad. Subieron unas escaleras y llegaron hasta una puerta de cristal que rezaba: “Raul Azocar. Diseño profesional”. Sofía pensó que aquel no era un oficio para un hombre de verdad. Pero calló.

Abrió un hombre vestido con una extraña bata morada y unos anteojos de marco grueso. Sus modos, desde que los recibió eran “delicados”.

  • No te preocupes, preciosa –le dijo Raúl, risueño-. Encontraré ese ajuar que hará temblar a los hombres. Especialmente a ese machote de tu marido.

Fernando le sonrió ante la efusividad y teatralidad de Raul, que se perdió en uno de sus innumerables cuartos. Todo estaba lleno de maniquíes, telas y espejos en el taller de Raúl. Era impresionante la cantidad de colores y extraños diseños. Lo que más sorprendía era la ropa interior: era pequeña y… descarada.

  • ¿Está seguro que estamos en el lugar correcto, Fernando? –preguntó llena de duda.

  • No se preocupe, Sofía… -empezaba a contestar el superior a su marido, pero Raúl los interrumpió.

Traía una cinta de medir en la mano y sin preámbulos empezó a tomar las medidas de Sofía.

  • Uf muchacha –lanzó casi un gritito el diseñador-. Eres todo curvas, preciosa. A ver. No te muevas.

El hombre de la bata morada empezó a rodear los senos de Sofía con la cinta de medición.

  • Cuidado ahí, por favor –pidió sonrojándose, cuando empezaron a tomar las medidas de aquella zona.

  • Claro, chica –aseguró despreocupado Raúl-. 98 Arriba… 63 de cintura y 98 abajo. Vaya bomboncito eres, mi niña. ¿Cuánto mides, muchacha?

  • Un metro setenta y tres –le dijo Sofía.

Sofía estaba avergonzada. Su piel había tomado unos colores muy bonitos y Fernando sonrió. La sonrisa suavizó los rasgos que el entrenamiento militar había endurecido. La muchacha sintió que se le encogía el corazón. Fernando tenía un rostro agraciado y una sonrisa muy bonita.

  • Bueno, bueno –interrumpió Raúl-. Vuelvan en la tarde. Seguro que tendré ese ajuar de novia que tanto sueña una chica guapa como tú, mi niña.

Se marcharon de vuelta a casa de la modista, pero pasaron a comer un refrigerio a una cafetería. La madre de la sargento Davis tenía el vestido perfectamente refaccionado cuando llegaron. Fernando pagó, dieron las gracias y se marcharon. Luego fueron a almorzar a un restorán del centro de la ciudad. Ahí, la sargento Davis y el chofer se despidieron. Pasarían a dejar el vestido al taller de Raúl y llamarían a la madre de Sofía para que no se preocupara.

  • El taller de Raúl queda a unas cuadras –aseguró Fernando-. El cuidará muy bien de tu vestido. No te preocupes. Tengo un primo algo excéntrico, pero como te dije es buena persona.

Sofía espera que fuera cierto. Nunca había escuchado cosas buenas de los maricones en su hogar, pensó. Pero si lo decía Fernando seguramente era cierto. Sin duda, el coronel era una excelente compañía. Sofía se sentía como en las nubes a su lado.

Después de comer algo liviano, caminaron por las calles conversando hasta llegar al taller de Raúl. Ahí los esperaba el colorinche modisto, esta vez, con una capa verdosa colgándole hasta la mitad de la espalda.

  • Buenas tardes, guapos y guapas… disculpen mi vestimenta –dijo, señalándose-. Estaba probando unas capas de noche que tengo de encargo para unas buenas amigas. Quedan divinas ¿no?

Raúl giró sobre una pierna de forma graciosa. Sofía y Fernando se rieron, fue inevitable. No pararon de reír hasta que el diseñador se marcho simulando molestia. Sin embargo, al rato volvió con varias cajas.

  • Acá tienes, niña –le dijo-. Cuatro modelos de ajuares. Tu vestido de novia está en aquella caja de por allí.

Señaló el único lugar despejado del taller.

  • Puedes probarte los ajuares en aquel cuarto –Raul señaló una puerta mientras se movía frenético por la habitación reuniendo bolsas- Es el probador. Yo ahora me marcho un ratito a dejar un encargo. Cuida la tienda un poquitín, primo.

Pero apenas se marchaba por la puerta cuando volvió a entrar.

  • Que descortés –dijo mientras entraba y salía de lo que parecía una pequeña cocina-. Aquí les dejo un ponche de melocotón muy rico que hice y dos copas para que se refresquen.

  • Gracias, primo –dijo Fernando.

  • Chau, chau –se despidió finalmente Raúl.

Así quedaron los dos solos, incómodos.

  • Bueno, serviré unas copas de ponche –le dijo a Sofía-. Tu anda a ver los ajuares.

Sofía revisó los ajuares mientras el coronel servía dos copas hondas y redondas. Le pareció que era algo osados, pero no tenía más remedio que probárselos. Incluso le pareció que algunas prendas ella no sabría cómo usarlas. Se sirvió de la copa de ponche que le ofrecía Fernando. Estaba dulce, sabroso.

  • Está muy rico el ponche –aseguró Sofía.

  • Si. No sabía que mi primo tenía otros talentos –dijo Fernando.

Ambos terminaron la dulce bebida.

  • Bueno, iré a probarme el ajuar –anunció algo nerviosa Sofía.

  • Ve con tranquilidad. Seguro que encuentro alguna revista o libro para entretenerme –dijo Fernando.

Sofía se sirvió otra copa de ponche de melocotón, entró al probador y cerró la puerta. Era un cuarto grande que tenía una sala con un sillón grande de cuatro cuerpos, un gran espejo movible y una mesita con revistas. Además, tenía el probador propiamente tal separado de la sala por unas cortinas blancas. Adentro había tres enormes espejos y luces que otorgaban una excelente iluminación.

Se sacó el vestido holgado y el chaleco que usaba, dejándolo un lado. Con cierta vergüenza quedó en ropa interior. Esa mañana usaba la ropa interior cómoda que le compraba su madre. Observando el primer ajuar, el sujetador y el calzón le pareció indecente. Pero era el único ajuar que sabía bien como usar. Los otros tenían medias y portaligas que jamás había usado. Sofía se encontraba en aprietos. Bebió de su copa de ponche y con pesar empezó a probarse el primer ajuar. Al mirarse al espejo se sintió desnuda.

  • Dios mío… Marcos pensará que soy una prostituta con esta ropa –dijo en voz alta.

El sujetador y el calzón de copa blanco estaban llenos de encajes y pequeñas transparencias con motivos florales. El exuberante busto de la joven rubia parecía ofrecerse lascivamente a ojos de Sofía.

  • No puedo usar esto –dijo.

Tenía la boca seca, así que bebió de manera abundante del ponche de melocotón. Decidió al fin intentar con los otros ajuares. Sin embargo, tras algunos intentos, se dio cuenta que no sabía cómo colocarse el portaligas o como abrocharse algunas prendas con broches en su espalda, como el corsé. Era inútil. Se sentía impotente.

Se sentó en el sillón y tomó unas revistas. Eran revistas de moda, sin embargo, una extraña revista llamó su atención. Le llamó la atención porque era de un autor italiano llamado Milo Manara. Sofía Venturi era de ascendencia italiana y sentía orgullo de su linaje europeo. Empezó a hojear la revista, pero cuando observó las ilustraciones quedó choqueada. En las caricaturas contaban la historia de exuberantes mujeres. Eran historias liberales que terminaban con las mujeres follando como zorras en algún lugar. Dando cuenta del revistero, Raúl tenía una buena colección de aquel autor italiano. A pesar del rechazo que sentía, Sofía no pudo evitar hojear todas las revistas mientras terminaba su copón de ponche.

  • Sofía ¿Necesitas algo? –la interrumpió una voz, sacándola de sus cavilaciones.

Sonrojándose y con un extraño calor, Sofía se puso de pie.

  • Me traes otra copa de ponche de melocotón, por favor –fue lo único que se le ocurrió decir.

  • Muy bien ¿Me das tu copa? –pidió Fernando.

Sofía le entregó su copa. Luego volvió a entregarse a las pruebas de los complicados ajuares. Luego de un par de intentos, no supo como continuar. Tomó la copa que le había llevado Fernando y malhumorada se la bebió mientras hojeaba de nuevo aquellas pervertidas historietas. Se sentía extraña. El mundo le giraba un poco.

  • Necesitas ayuda, Sofía –preguntó la voz del coronel.

  • No lo sé –confesó al otro lado de la puerta Sofía-. No entiendo estos ajuares de novia.

Hubo silencio al otro lado de la puerta.

  • Me dejas ayudarte, Sofía –se ofreció Fernando-. Algo entiendo de ropa femenina. Estuve casado y tengo tres hijas.

Sofía lo pensó mientras terminaba el delicioso ponche. Era su tercera copa. Pero está muy rico, pensó.

  • Muy bien. Acepto tu ayuda. Dame un segundo –pidió Sofía que se puso su vestido y abrió la puerta.

  • Déjame ver esos ajuares –pidió Fernando.

Mientras el militar iba a examinar las prendas de novia, Sofía se sirvió otra copa de ponche que empezó a beber de inmediato. Recorrió el salón, examinando las telas e imaginándose en los reveladores y vaporosos vestidos preguntándose si se vería como las mujeres de las historietas de aquel pervertido autor italiano.

  • Mira… si te explico cómo ponerte estas prendas no debería ser difícil –empezó a explicar Fernando.

El atractivo cuarentón empezó a detallar como Sofía debía colocar cada prenda. La guapa y alta chica lo escuchaba, pero no se podía concentrar del todo porque los ojos turquesa y la sonrisa del hombre le distraían. Era muy guapo, pensó Sofía.

De nuevo en el probador, Sofía logró colocarse otro ajuar. Se veía extraño aquel ajuar en su cuerpo. Demasiado sensual para su educación. Sin embargo, se lo quedó un rato. Realmente se parecía a las mujeres de aquellas sucias ilustraciones, pensó. ¿Le gustaría ese ajuar a Mario? ¿Le gustarían esas prendas a Fernando?, se preguntó. Giró observando las prendas blancas y las medias con un portaligas muy simple. No le gustó. Se probaría otro.

En el siguiente tuvo problemas para abrochar el broche del sujetador.

  • ¡Maldición! –protestó malhumorada.

En seguida se escucharon pasos en la puerta.

  • Pasa algo, Sofía.

  • No puedo con un broche.

Silencio.

  • Me permites ayudarte –escuchó finalmente la voz de Fernando.

Sofía dudó, pero por alguna razón confió en él. Fernando era un caballero. Abrió la puerta cubriéndose con su vestido por delante.

  • Permiso –dijo el hombre al entrar, pero se detuvo en el umbral observándola.

Sofía se sonrojó, pero el coronel tuvo el tino de desviar la mirada a otro lado.

  • Déjame que te ayude, Sofía.

Sofía no tuvo más remedio que darle la espalda y cubrirse como pudo. Aquello no fue posible. Sea por los espejos o por la falta de tela, Sofía le mostro buena parte de su cuerpo a Fernando. Estaba avergonzada y un extraño calor recorría su cuerpo.

  • Ya está. Entra al probador –le dijo el guapo varón.

Sofía cerró la cortina y se observó en el espejo. Se sentía hermosa. Era un sentimiento extraño. De pronto notó que la cortina estaba un poquito abierta y por una rendija notó la presencia de Fernando que la miraba de reojo. No supo qué hacer. Decidió ignorarlo. Sentía mucho calor, tanto que necesito una sorbo del ponche para refrescarse.

Empezó a probarse el corsé y la lencería a juego. Debía cerrar bien la cortina, pero no pudo. Aquello le daba mucha vergüenza. Estropearía su amistad con Fernando si le demostraba que sabía de su indiscreción. Se vistió de todas maneras intentando que los ojos del coronel vieran lo menos posible. Era casi imposible, pero lo intentó. Primero el calzón de encaje blanco, las medias y el portaligas a juego. Le quedaban muy bonitas. Después el corsé. Cuando intentaba calzar el corsé descubrió que era imposible que ella pudiera con los broches de la prenda.

  • ¿Me puedes ayudar, Fernando? –le pidió a Fernando nuevamente.

El coronel saltó como un resorte de su asiento y estaba listo para ayudar a tan hermosa y sensual dama. Con cuidado ayudó a atar cada broche del corsé en su sitio. Aquel ajuar se le veía espectacular a Sofía. Realzaba todas sus curvas. Los ojos celestes de Sofía brillaban al verse al espejo.

  • Te ves preciosa –escuchó decir a Fernando

  • Gracias –murmuró Sofía, orgullosa de su belleza.

Fernando salió, pero rápidamente sus pasos retornaron a la habitación.

  • Deberías probarte el ajuar con tu vestido de novia –aconsejó-. Es aconsejable, pues, tal vez no son compatibles por algún motivo.

A Sofía los consejos del coronel le parecían muy acertados. Tomó el vestido, y sin importar que estuviera en ropa interior, empezó a ponérselo. Sentía tanta confianza y se sentía tan achispada por el dulce y engañoso ponche de melocotón que no pensaba bien. Cuando el vestido estuvo en su lugar, Sofía se veía radiante. El corsé acomodaba perfectamente sus senos en el escote del vestido, reduciendo su voluptuosidad. Me veo preciosa, pensó.

  • Te ves preciosa, Sofía –dijo a la vez Fernando.

  • Gracias.

  • Tal vez deberías hacer algo con tu cabello –dijo él, tomando el cabello de Sofía-. Tienes un cabello rubio muy lindo. Es muy claro.

Sofía al sentir la presencia de Fernando tan cerca notó que todos sus sentidos estaban expectantes. Una caricia en su rostro no hizo más que sumergirla en aquel sueño. Su corazón golpeaba muy fuerte en su pecho.

  • Eres tan hermosa, Sofía –la halagó.

Sofía escuchaba las palabras y se dejó llevar por las frases de aquel varón. Cuando la tomó entre sus brazos, Sofía sólo atino a observarlo a los ojos como una tonta. El beso la sorprendió, pero fue tan dulce que cerró los ojos y se dejó llevar por una intensa emoción. Sin quererlo llevó sus manos al cuello del coronel y se colgó a su boca.

Sofía no supo cómo se sacó tan rápido el vestido de novia y el corsé. Los besos hacían que quisiera más. El la besaba con una dulzura que se transformó en pasión. Sus caricias la transportaron por el taller. Salieron del probador y entre besos y caricias buscaron un lugar para dar rienda suelta a su pasión. Encontraron entre risas una pequeña habitación con una cama muy pulcra. Sofía la observó con un intenso deseo creciendo en su bajo vientre.

Se desnudaron en silencio, buscando sus bocas y acariciando los cuerpos cada vez más expuestos. La piel blanca de Sofía contrastaba ligeramente con las manos de Fernando cuando este apretaba con cuidado sus glúteos o sus senos. Eran caricias llenas de una sutilidad que conseguían excitar más y más a Sofía. Su futuro esposo siempre había sido más posesivo y más bruto cuando le hacía el amor. Pero Fernando era tan diferente. Era tan delicado, pero sin dejar de ser masculino.

Se observaron unos segundos y sus ojos claros reflejaron complicidad. El la besó con dulzura, pero con masculina pasión. Ella respondió, dejándose llevar. A medida que el beso se tornaba más apasionado, las manos empezaron a recorrer los cuerpos. Fernando, más impetuoso, empezó a acariciarla con bravura y deseo. El plano vientre femenino quedó en contacto con el musculoso abdomen del hombre. Ella lo atrajo para besarlo, era un beso de una amante joven e inexperta.

El empezó a desnudarla por completo. Ella tenía unos pechos grandes y firmes, con unos pezones rosados y pequeños. El claro bello en el pubis no estaba recortado, pero era escaso, su abdomen era plano y sus piernas eran largas. El coronel enterró el rostro en el sexo de su joven amante, su olor era intenso y mientras lamía los labios vaginales empezó a escuchar la respiración agitada de Sofía.

  • No, por favor –pidió la rubia mujer-. Esto es indecente.

Sin embargo, la muchacha gimió y se contorsionó del placer. Él estaba desesperado, besó el abdomen y los muslos, acarició el coño con la lengua mientras trataba de alcanzar con sus manos aquellos hermosos pezones enclavados en los hermosos y grandes senos. Le robó un orgasmo enseguida. Sofía atrajo a Fernando, tomándolo del cabello y lo besó. Cayeron a la cama, desnudos. El cuerpo de la mujer se movía contra el del coronel, que acariciaba todo el cuerpo con desespero.

Entonces, llegó el momento. El se acomodó sobre ella y acercó la pelvis a la de la muchacha. El pene estaba completamente erecto. Un pene grueso y formidable a ojos de Sofía. Sintió el pene adentrarse a su cuerpo, el roce era tan excitante que pensó que perdía el conocimiento. Buscó la boca de su amante. Lo beso. Empezaron a moverse mirándose a los ojos, sin perder el contacto. Sus sexos se fusionaban en movimientos lentos y acompasados, como si estuvieran bailando con las miradas. Él llevaba el ritmo y ella se dejaba llevar.

Pasaron largos minutos donde sólo se escuchaba los gemidos de Sofía y la respiración agitada de Fernando. El se movió más rápido, abandonándose también al placer. Su amante besaba los senos y lamía su cuello. Podían sentir la excitación del otro. El la hizo girar, dejándola apoyada en sus extremidades, boca abajo, con su cola hacia el coronel, en una posición animal e indecente. La penetró y empezó a follarla de perrito con mayor intensidad. Ella estaba completamente avergonzada, pero también excitada. No podía parar de gemir. Había tenido al menos dos orgasmo más. Estaba en el cielo.

Finalmente, sintió que él se corría, pero continuó embistiéndola sin descanso. Hasta el último momento, hasta entregarle un último orgasmo a Sofía. Era tal como le había contado su amiga, había visto estrellas. Había sentido lo indecible.

  • Le amo, Sofía –le escuchó decir al coronel.

Sofía calló. La excitación reemplazada por vergüenza y culpa. Se empezó a vestir y sin decir una palabra escapó del lugar.

Días después, Sofía se casó. No había vuelto a ver al coronel hasta la boda, pero cuando lo saludo en la recepción su corazón le latió muy fuerte.

  • Que sea feliz en su matrimonio –le dijo.

  • Gracias –respondió nerviosa ella.

  • Si necesita cualquier cosa –respondió él-. Sea lo que sea. Estoy a su servicio, señora Bauman.

Era la primera vez que la llamaban por el apellido de su marido. Aquel fue el inicio de un romance que trajo el comienzo de un verdadero drama. Pero esa es otra historia.