La noche que conocí a Sonia

Jamás una mujer me había impactado tanto. En vez de tratarla de conquistar salí huyendo pero, gracias a Dios, ella me siguió.

Estaba sentado, tomándome una copa, cuando me la presentaron. No comprendí, en un primer momento, la razón por la que me afectó tanto su presencia. Sonia era una mujer atractiva pero soy un perro viejo que no se alborota fácilmente con un escote sugerente, por eso me resultó tan extraño que, al darle un cortés beso en la mejilla, todo mi ser reaccionara de esa forma. Era como si el reloj de mi vida, hubiera dado marcha atrás y volviera a ser un adolescente. Creo que incluso permanecí con la boca abierta mientras ella seguía saludando a mis amigos.

Confuso traté de analizar que es lo que me atraía de ella. Sin importarme que me pillara observándola, recorrí su cuerpo, fijándome en su piel, en su vestido, en la coquetería de sus movimientos, hasta que llegando a su cara, descubrí en sus ojos una mirada mezcla de picardía y curiosidad.

-¿Te gusta lo que ves?-, me preguntó echándose hacia delante para darme una mejor visión de sus pechos.

-Si-, le respondí descaradamente,- pero no es eso. Hay algo en ti que me provoca-.

Le debió hacer gracia mi comentario, por que levantándose de la silla, se dio la vuelta, y llamando mi atención, me dijo riéndose:

-¿Será esto?-, mientras sus manos recorrían su trasero, pegando la tela del vestido para que me fijara en la rotundidad de sus formas.

Tenía un culo perfecto. Duro y respingón, que en otra época hubiera sido suficiente para alterarme la hormonas, pero no para perturbar la tranquilidad de un cuarentón de esa manera. Debía haber algo más.

-Lo tienes precioso-, le dije galantemente. Realmente lo tenía, pero no podía ser esa la razón por la que tenía erizado todos mis vellos. Esa mujer me agradaba físicamente, incluso me resultaba atractiva la idea de poseerla, de levantarme de mi asiento y llevármela lejos para disfrutar de sus caricias, pero tenía miedo.

Miedo de saber que por primera vez en años, una mujer desconocida había hecho que mi sangre se alterara. Que sin casi haber cruzado con ella dos palabras, toda mi mente se replanteara mi vida de solterón, soñando con tenerla entre mis brazos. No me reconocía en el idiota que incapaz de soportar la tensión, tomó la decisión de marcharse.

Sin despedirme, salí del local. Ni siquiera aguardé como otras tantas veces que me trajeran el coche, sino que pidiéndole las llaves al aparca, lo saqué yo mismo del garaje. Todo me daba vueltas.

-¿Qué estoy haciendo?-, me preguntaba al detenerme en el semáforo. -¿Por qué huyo?-, trataba de comprender mientras esperaba que se pusiera en verde.

Esa mujer había derrumbado mis defensas. Con su sola presencia, mis muros alzados durante tantos años, habían caído hechos añicos, dejándome sólo la certeza de mi debilidad. La máscara de imbatibilidad que tanto me había costado forjar, se había deshecho en jirones, nada más verla.

Acelerando al llegar a la Castellana, una pregunta retumbaba en mis oídos, ¿por qué?, ¿por qué?.....

Mi propio apartamento, que siempre había sido para mí un refugio, me resultó deprimente. Los cuadros de las paredes, que hasta esa noche me recordaban mi éxito y que eran la envidia de mis conocidos, me parecían láminas sin ningún valor. Incluso el Antonio López, que era mi orgullo y que tanto me había costado adquirir, en ese momento me recordaba a una postal barata.

Cabreado, me serví un whisky. Con el vaso entre mis manos, traté de analizar mi comportamiento pero me resultó imposible. Nada me daba la clave que me hiciera comprender lo que me ocurría. Estaba a punto de caer en la desesperación, cuando escuché el telefonillo.

-¿Quién será?-, me pregunté al descolgar.

-Ábreme-.

Como un autómata obedecí. Era ella.

Nervioso, esperé, en la puerta del ascensor, su llegada. No sabía como me había localizado, ni siquiera que es lo que le había llevado allí pero supe mientras oía el ruido de la maquinaria subiendo que estaba hundido.

Convencido que tras esa noche, mi vida iba a tomar otro rumbo y que no podía hacer nada por librarme, abrí la puerta. Su sonrisa, al salir, no hizo más que confirmar mis temores. Sonia segura de si misma, entró en mi casa como si fuera suya y sentándose en el salón, me dijo riéndose que le había dejado a medias y que como estaba intrigada por saber que era lo que me atraía de ella, no se iba a ir sin descubrirlo.

-No lo sé-, tuve que reconocer y tratando de cambiar el tema, le ofrecí una copa.

No esperé su respuesta, huyendo por segunda vez de ella, fui a servírsela, pensando en que eso me daría tiempo de pensar. Pero de nada me sirvió porque al darme la vuelta, la encontré desnuda en el centro del salón y muerta de risa, me dijo:

-Volvamos a empezar, ¿Te gusta lo que ves?-.

Hipnotizado, me acerqué observándola. Estaba disfrutando de mi nerviosismo. Sin pensar en las consecuencias, acaricié sus pechos con mis manos, mientras ella sonreía. Sus pezones eran oscuros como mi futuro pero aún así acercando mis labios, no pude evitar el besarlos.

-¿Es esto lo que te atrae de mí?-, me dijo, mientras se los pellizcaba.

Absorto, vi como se erizaban sus aureolas. Convertidas en dos pequeños botones, me llamaban a su lado y, ya babeando, intenté volver a besarlas pero su dueña jugando se separó de mí, bromeando:

-¿O será mi espalda?-.

Levantó sus brazos y, ridiculizándome, me mostró su parte trasera. Con la respiración entrecortada, observé la perfección de sus curvas, su columna, su cintura y sus nalgas, sin atreverme a nada más.

-Tócame-, me ordenó.

Para aquel entonces, mi voluntad había desaparecido, la urgencia de mi deseo era mayor que mi reticencia a ser usado y por eso arrodillándome a su lado, mis labios y mi lengua recorrieron su trasero mientras ella no paraba de reírse. Mis dedos me ardían al tocar su piel, era como si una fogata se hubiera instalado dentro de mi cuerpo, quemándome.

Torturándome, me dejó hincado sobre la alfombra. Sentándose sobre la mesa, me llamó diciendo:

-¡Mira!-.

Había abierto sus piernas y, separando sus labios, me mostraba su rosado botón del placer. La lujuria con la que me ordenaba que me acercara, me transformó en su esclavo y gateando por el suelo, fui a su encuentro.

Su sexo perfectamente depilado y sus dedos ensortijados se unieron en una sensual danza de la que yo sólo era convidado de piedra. Teniéndolos a menos de un palmo de mis ojos, observé como sus yemas se hacían con su clítoris mientras yo era un espectador de sus maniobras. Quieto a su lado, vi como se licuaba, como temblaban sus piernas al ritmo de su orgasmo y como requiriendo mi presencia, me agarraba la cabeza acercando su vulva a su presa.

Saboreé sus pliegues. La penetré con mi lengua. Acaricié sus muslos. Bebí de su placer, hasta que cortando mi inspiración y dejándome sediento, me llevó a mi cama.

-Desnúdate-, me exigió, mientras se ponía a cuatro patas sobre mi colchón.

Mi ropa cayó al suelo. No hacía falta que insistiera. La visión de su desnudez era demasiado atractiva para oponerme y con mi pene totalmente excitado, me acerqué a ella.

-¿Qué esperas?-, me dijo moviendo sus caderas.-¿Necesitas ayuda?-, me preguntó mientras separaba sus nalgas, enseñándome el camino.

Recogiendo un poco de su flujo, le embadurné su hoyuelo tratando de no hacerle daño, pero ella agarrando mi extensión la puso en su entrada, gritándome que estaba lista. Sin voluntad, sentí como se clavaba mi miembro en su interior. Centímetro a centímetro lo vi desaparecer mientras sus músculos presionaban la piel de mi erección. Me pareció que estaba en el cielo y que sus chillidos eran alabanzas celestiales a mi virilidad.

La locura se desencadenó en cuanto sentí como se deshacía entre mis piernas y colocando mis manos en sus hombros, me di cuenta que la tenía en mi poder. Se había roto el hechizo, por fin sabía que era lo que me atraía de ella. Era su olor.

La mezcla de su esencia natural de hembra necesitada con Dune, un perfume carísimo de Christian Dior, era lo qué me excitaba.

Ya sabiendo la razón de tan insana atracción, forzando sus caderas, empecé a apuñalarla con mi pene. Ahora era yo quien mandaba y ella la víctima. Sonia se dio cuenta del cambio al sentir mis manos azotando su trasero. Intentó protestar pero no le di opción al marcarle el ritmo infernal. Primero se quejó de la virulencia de mis embestidas, luego gimió desesperada por los golpes, para deshacerse entre mis piernas al percibir que bajo mi mando su cuerpo se retorcía de placer, pidiéndome más.

-¡Date la vuelta-, le ordené.

Indefensa, vio su sexo violado mientras me apoderaba de sus pechos. Sin compasión, me vengué pellizcándole los pezones. Sus gritos ahora hablaban de sumisión, la bella mujer que me había poseído, se retorcía pidiéndome perdón mientras su sexo se anegaba al compás que yo le marcaba.

-¿Te gusta?, Putita-, le susurré al oído.

Cuanto más bestial me comportaba, más se excitaba. Su mirada reflejaba la tensión de la entrega cuando mis manos se cerraron sobre su cuello.

-¿Sabes lo que es la anoxia?-, le pregunté mientras empezaba a apretar.

-No-, alcanzó a gritar antes de que su garganta se cerrara.

-Es la falta de oxígeno-, su tez se estaba amoratando por la ausencia de aire, - y resulta que incrementa el placer de quien lo sufre-.

Aterrada, intentó zafarse de mi abrazo pero cuando ya creía que iba a morir estrangulada, notó como su cuerpo reaccionaba y que el placer reptaba por su piel, consumiéndola. Su espalda, totalmente encorvada, se retorcía buscando profundizar en el abismo que la dominaba mientras de su cueva emergía como un riachuelo el resultado de su deseo. Al desplomarse sobre la cama, la solté dejándola respirar pero el oxigeno al entrar en sus pulmones, lejos de calmarla, maximizó su orgasmo y gritando se abrazó a mí con sus piernas mientras lloraba pidiéndome perdón.

-¿Por qué te tengo que perdonar?-, le respondí mientras regaba con mi simiente su interior, -Has venido a mí sin que yo te lo pidiera, intentando someterme, pero ahora la esclava es otra y así te voy a mantener-.

Sus ojos repletos de lágrimas me hicieron saber que la había descubierto y que desde esa noche en la que ella había salido de caza, iba a ser adicta a mis caricias. Había querido entretejer una tela de araña alrededor de su cuerpo, y ahora sabía que se había enredado en su propia trampa, que ya era incapaz de escapar.