La noche que acepté hacer cornudo a mi marido: 5

Mi marido seguía con la manía de mostrar mi cuerpo y forzarme a tener relaciones sexuales con cualquiera que se le ocurriese. Pero........

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Jaime estaba tumbado en el sofá del salón, me acurruqué a su lado susurrando en su oído cualquier cosa que pudiera animarlo, pero él no reaccionaba. Hacía casi un mes que nuestra vida cambió para mal, en concreto desde aquella estúpida noche que pasamos con el chico de la camiseta y aunque para mí apenas era un recuerdo divertido a mi marido le afectó de un modo inusual, como una afrenta personal

Como corresponde a una buena esposa, trataba de estimularlo cada noche y sacarlo del abismo en el que se hundía, pero nada. Si como esposa  sentía tristeza y nostalgia, como mujer empezaba a sentirme indignada pues antes de aquella noche yo era un pelele entre sus manos, siempre hice lo que él me indicaba y después hacíamos sexo brutal. Aun así, seguía amando desesperadamente a mi marido.

—Anda cornudito mío, si quieres vamos a cenar al italiano, me pongo una de las camisetas que sueles comprarme, que se marquen las tetas y los pezones se aplasten contra la tela. Visto la falda corta de tubo, las medias grises e incluso sin braguita. Nos sentamos en el sitio acostumbrado y yo separo las piernas de par en par, como a ti te gusta. ¿Quieres cariño?

—Es... que estoy algo cansado y abatido, Julia.

—¿Estás cansado de follarme? Mira, Jaime, me tienes en ayunas desde hace un mes y a pesar de ello soy feliz a tu lado, pero necesito que tú también lo seas, que recuperemos la pasión de nuestras increíbles noches.

—Vale.

—¿Vale qué?

—Nos vestimos y cenamos en el italiano – se incorporó y yo con él.

Mientras Jaime se duchaba me vestí tal como había propuesto: la camiseta clara estrechísima, falda marrón oscuro de tubo que llegaba a la mitad de los muslos y la minúscula braguita negra que al sentarme mostraría los encajes y los lacitos rojos. Entonces miré mi cuerpo en el espejo y lo que vi me gustó, realmente parecía un “pendón” en vez de una esposa corriente, pero es que esta noche necesitaba poner “bravo” a mi marido y concluí que la braguita era una prenda innecesaria, pues cuando separase las piernas lo que se vería al fondo sería algo oscuro, así que me quité la braguita porque oscura es mi mata espesa de vello ondulado.

Nos recibió el camarero que siempre nos atendía y lo seguimos hasta la mesa habitual, pues como era martes el restaurante no estaba lleno de clientes, ni mucho menos. Pedimos los platos de pasta que solíamos cenar y la botella de vino chianti.

—Cielo, ve al servicio te lavas las manos y cuando regreses miras mi aspecto y me dices que tal estoy. Si separo más las piernas o así están bien – se lo decía al oído, juntando nuestras caras como dos enamorados. Se levantó y en segundos regresó y, obviamente, se sentó de nuevo a mi lado.

—¡Joder, Julia! esta noche te has pasado. Tienes una pinta de zorra que tira de espaldas.

—¿Las piernas?

—Muestran tu mata morena en primer plano, ¡bbuuufff!

—¿La camiseta?

—Ahí sí te has pasado, nena, llevas la que te compré hace cinco años y parece tu segunda piel. Tu torso es un revuelto de tetas y pezones que parecen querer huir de la camiseta.

—¡Entonces estoy bien, cariño! A punto para mi marido que esta noche va a dar refugio en su boca a ese revuelto de... de lo que sea.

El camarero nos sirvió los platos de pasta y llenó las copas con el chianti y brindamos por nuestro mutuo amor.

—Julia, no sé si has reparado en el hombre robusto de ahí enfrente.

—¿Te refieres al gordo que no para de mirarme?

—Sí, nena, el que te mira y babea. Quizá no sea hercúleo, pero se le ve fuerte y sobre todo ansioso por meter la cabeza entre tus piernas.

—¿No hay alguien más joven y menos baboso? – a la vez que preguntaba miraba la sala que ocupaban tan solo cinco mesas: familias de abuelos, hijos y nietos – Vale Jaime ¿qué quieres que haga con el “hombre robusto” ?

—Lo que siempre haces, nena. Meterlo en la cama y...

—Eso ya lo sé, Jaime. Quieres que me folle, pero estoy algo desentrenada ¿qué hago para que el gordo decida proponerme algo guarro?

—De eso tú sabes más que nadie, Julia. No sé si te has dado cuenta que come la pasta con la mano derecha, pero la izquierda no la tiene sobre la mesa, imagínate donde está. Pero bueno, de momento apoyas la espalda en el respaldo de la silla, abres a tope los muslos para que te vea bien las tetas y la mata oscura, le echas algunas de tus miraditas insinuantes y apuesto lo que quieras a que en minutos lo tienes babeando en nuestra mesa.

Mientras seguía las instrucciones de mi marido una tierna felicidad me embargó, lo hizo porque mi querido esposo al fin estaba despertando del largo y triste letargo que lo adormecía. A la tercera o cuarta mirada al señor que estaba sentado enfrente, se levantó, se acercó a nuestra mesa y me miró, bueno, en realidad miraba la camiseta.

—Disculpen mi atrevimiento, yo estaba cenando solo ahí en esa mesa de ahí – señalaba con la barbilla la mesa – y al ver que ustedes también están solos, pues me he acercado para ver si les importaría que... los invitase a una copa. – al fin respiró.

—Claro que sí, compartimos la copa y, de paso, tu soledad – antes de terminar de hablar, ya estaba sentado a mi lado – ¿Cómo te llamas?

—Nor... Pa... Pascual – soltó bastante nervioso, aunque sin apartar la vista de mis tetas a la vez que le hacía una seña al camarero que se acercó y él pidió una botella de cava.

—Mira Pascual, él es mi querido amigo Pepe, yo soy Merche y no te digo “para servir a dios y a usted” para que no haya un malentendido, por que ya sabes...

Continuamos hablando un rato mientras Pascual contaba su aburrida vida  y yo acariciaba con la mano la pierna de mi marido, aunque al llegar arriba no di un grito para no espantar al señor Pascual, pues aquello que acariciaba estaba duro y erecto, como en sus mejores tiempos.

—Vale Pascual, agradezco tu gentileza del cava, pero es que mi amigo y yo tenemos algo que hacer ¿verdad Pepe? – Jaime asintió repetidas veces.

—¿Vives lejos, Merche?

—¡Qué va! justo ahí al lado... te invitaría a tomar la última copa conmigo, en mi casa, pero no quiero que me tomes por una ”cualquiera” – le miraba directa a los ojos y, por pura casualidad,  el pecho derecho rozaba su brazo.

Minutos después caminaba muy orgullosa colgada del brazo de mi marido y mi mano agarró la de Pascual, tiraba de él hacia nuestra casa. Esta noche podría ser el penúltimo intento para recuperar a mi esposo; que todo volviese a ser como antes. Llegamos a casa y sin soltar la mano de mi acompañante lo senté en el sofá. Jaime ya había elegido el sillón de enfrente para ejercer de mirón.

—¿Qué te apetece tomar, Pascual? –  miraba las dos botellas de vino medio vacías que estaban en el aparador.

—Pus... pues, lo mismo que tomes tú, Merche. – le medio llené una pequeña copa del vino que quedaba en una de las botellas.

—Creo que no voy beber más, cielo. Estoy algo mareada y cuando estoy así me descontrolo – le entregaba la copa de pie, aunque inclinada hacia él con lo que mis pechos colgaban a escasos centímetros de su cara, pero me erguí y continué – lo que más me apetece es desnudarme, darme una buena ducha y colarme en la cama – dicho esto me dirigí hacia el dormitorio, abrí la puerta y me giré mirando al gordo – si os apetece, ahí me tenéis.

Mientras refrescaba mi piel con el agua de la ducha, pensé en mi marido, como siempre. Me ilusionaba saber que esta noche me volvería a destrozar, hacerme suya hasta el alba. Aunque para ello tendría que resignarme a aceptar que otro hombre entrase en mí, pues, contando a Pascual ya era el segundo que me follaba; entonces sonreí porque estaba dispuesta a que entrasen muchos otros con tal de satisfacer a mi marido, aunque debía ser cuidadosa porque la panza del chico podría aplastarme si me tumbaba de espaldas en la sábana, en plan misionero; escuché murmullos que procedían del dormitorio y salí decidida y desnuda.

Jaime se había desnudado y Pascual estaba descalzo, sin camisa, pero los pantalones seguían estando en su sitio, era evidente su nerviosismo, así que para romper el hielo me situé sobre la sábana hinqué las rodillas, algo flexionadas y apoyando los codos quedé en cuatro, mostrando el trasero de la preciosa hembra que se ofrecía. Mi marido se tumbó a mi lado, apoyaba la cabeza  en la mano del brazo doblado. Giré algo el cuello y susurré:

—¡Vale Pascual! eres el invitado especial de la noche y has sido tan amable que, aunque te cueste algo por los nervios, vas a entrar el primero en esta preciosa mujer.

Al momento noté que algo perforaba la vagina desde atrás, aunque lo que más notaba era su panza golpeando mis nalgas. Empecé a cimbrear la cintura intensamente, simulando el orgasmo que llegaba y entonces miré a mi marido y vi su cara aburrida, así que bajé la barbilla y lo que vi fue mis redondas tetas bamboleando por los embistes contra mi culo de Pascual. Instintivamente una de mis manos acarició el pecho izquierdo, amasándolo suavemente pero el otro pecho quedaba huérfano así que le di un lametón y de inmediato el pezón se desplegó y se coló en mi boca, desde ese momento era ajena a los golpes de la panza de Pascual concentrándome en el placer que me proporcionaba mis maravillosas tetas y comprendí por qué había tantas chicas a las que llamaban " bolleras" y es que la piel de una mujer es suave, tibia, dulce y cariñosa.

No pude evitar que mis ojos se desviasen al espejo colgado de la pared y la imagen que reflectó era alucinantemente bella: una preciosa mujer con la cabeza gacha y su bonita cara lamiendo las tremendas tetas que se peleaban por entrar en la tentadora boca. La polla del hombre seguía empalando desde atrás a la mujer con golpes frenéticos contra las nalgas.

A esa imagen respondió mi cuerpo con fuertes convulsiones y un orgasmo que, sin ser el más intenso de mi vida sexual, fue rotundo; curiosamente en segundos, Pascual empezó a soltar chorros en el fondo de la vagina, llenándola de líquido espeso. El primer paso ya estaba dado, miré a mi marido para obtener su aprobación y el muy tonto sonreía a la vez que se masturbaba y devolví la sonrisa. Aunque cuando yo creí que el polvo había concluido, Pascual agarró mi cintura y dio la vuelta a mi cuerpo quedando expuesto y a su merced y entonces se tumbó sobre mí e hizo algo que logró que me entregase a su desenfreno sexual: hundió la cara entre mis pechos lamiendo, mordiendo, chupando los pezones tiesos al tiempo que la polla que se había recuperado en tiempo record volvía llenar mi agujero tanto tiempo vacío y entonces no tuve que fingir:

—¡Chupa cielo! ¡muerde... fuerte los... pezones! trágate las tetas enteras que hoy son tuyas...  ¡Jo Pascual qué placer...... AAAAAAHHHHHHHHHH           – bueno, gritaba lo típico de una mujer bien follada pero no os quiero aburrir con las exclamaciones, prefiero que déis cuerda a vuestra imaginación.

Otro orgasmo tan intenso o más que el anterior, nos arrasó a los dos. Ahí seguía yo, enterrada bajo la panza de Pascual quien respiraba con dificultad entre mis pechos y miré a mi marido que continuaba pajeándose con los ojos cerrados, en éxtasis. Volví a sonreír a la vez que daba una suave palmadita en el glúteo del hombre que me aplastaba.

—Pascual, cielo, cuánto placer me has dado, pero ya ha pasado la hora y estoy destrozada – susurraba en su oreja – Vas a ser buen chico y marcharte  porque ya ha llegado la hora de Pepe.

Él susurraba no sé que, aunque se vistió a la vez que yo me puse la camiseta gris y lo acompañé a la puerta del piso, empujando suavemente su espalda con la mano. Pascual pulsó el botón del ascensor y su mano derecha hurgó en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó un billetero y extendió la mano con dos billetes de cien euros.

–¡Pero... pero tú qué te has creído! ¡No admito propinas, joder! – exclamé tan sorprendida como enfadada.

Él repuso los billetes en la cartera y me puso en la mano uno de quinientos.

Yo miraba boquiabierta el billete y la luz del ascensor que descendía “joder con el Pascual me ha pagado por el servicio, como si fuera una........                            ¿ prostituta?”.