La noche de Silvia (II)

Silvia y Sergio crean una complicidad basada en el sexo. Comparten sus fantasías y están decididos a hacerlas realidad.

Silvia quedó con Sergio unas cuantas veces durante las semanas siguientes. A veces en casa de ella, si no estaban sus compañeras de piso; otras veces en el apartamento de Sergio, un estudio en un barrio del centro de Madrid que había alquilado a un precio desorbitado.

Al principio solo follaban, se guiaban con gestos, caricias y susurros entre gemidos excitados. Silvia aprendió a conocerle, supo lo que le gustaba y lo que le volvía loco. Sergio también aprendió rápido de ella. Se compenetraban con una complicidad que Silvia no había experimentado antes.

Poco a poco fueron intercambiando confidencias y detalles de sus vidas. Entre ellos se creó una química especial, Silvia se sintió libre para hablar de todo con Sergio, no le ataba ninguna relación amorosa, solo sexo. Y eso hacía que se sintiese ella misma. Pedía cosas que nunca había hecho con sus parejas o sus ligues esporádicos. Se dejaba llevar como con ningún otro y notaba que Sergio hacía lo mismo. Disfrutaban como locos.

Él era algo dominante en el sexo, lo suficiente como para encender a Silvia, que nunca se había sentido atraída por los roles de sumisión y dominación, pero también era generoso. Cuando no estaba desnudo era un tipo gracioso y amable. A partir de su segundo encuentro desarrolló hacia él un cariño genuino. No dejó de acostarse con otros hombres las pocas veces que salió de fiesta en aquel lapso de tiempo, pero dejó a sus rollos habituales. Le excitaba hacerlo con desconocidos, un polvo de una noche y adiós. Pero si quería follar con alguien que la conociese, prefería a Sergio.

—¿Hay algo que te de mucho morbo? —preguntó ella una noche de sábado, después de follar, cuando ambos estaban acostados en la cama, acariciándose el uno al otro.

—No sé…—El meditó unos instantes.

—Oh, seguro que hay algo que siempre hayas querido hacer y no te has atrevido a pedirlo—dijo Silvia. Pasó sus manos por el pecho desnudo de Sergio. Le gustaba sentir su tacto. No era musculoso ni mucho menos, tenía un cuerpo normal. Delgado, de piel oscura y con algo de vello en sus pectorales. Era guapo, eso sí, con una barba corta y unos ojos de mirada penetrante que calentaban a Silvia cuando follaban.

—Es que a lo mejor no te gusta.

—Si no me gusta, no lo haré —terció Silvia—, pero quiero saber qué es lo que te pone.

—Bueno, me pondría follar a una tía en medias y tacones—sonrió al decirlo. Silvia no se extrañó, sabía que aquel deseo era bastante común en los tíos y recordó que guardaba un par de medias en un cajón que seguro le encantarían —. Y correrme en su cara — añadió.

No era la primera vez que Silvia se encontraba con aquella fantasía. Algunos, quizás pecadores de consumir demasiado porno, pensaban que lo normal era descargar sobre la cara de una mujer sin avisar y aguantaban sus mamadas sin decir nada para correrse sobre su cara. Silvia se cabreaba cuando lo hacían, aunque podía notar en sus pollas cuando estaban a punto de correrse y advertir en el momento oportuno que no quería que se corriesen sobre ella o apartarse llegado el caso.

—No sé por qué a los tíos os pone tanto eso —dijo.

—No sé —divagó él—. Quizás sea un rollo de sumisión.

Quedaron el viernes siguiente en el piso de Silvia, sus compañeras habían salido. Ella le recibió en medias, con tacones negros y ropa interior del mismo que realzaba sus pechos. Le encantó ver su cara de sorpresa y cómo mutó al instante en una mueca de excitación sin igual. La atrajo contra él, la besó. Ella jugueteó con su lengua en su boca y acarició su paquete. Su nariz captó aquella colonia que había aprendido a asociar con Sergio, fresca, con toques cítricos. Cada vez que la olía se ponía a cien.

Fueron a tientas hasta la habitación, pero solo pudieron llegar al salón. Silvia sentía los latidos del corazón de Sergio disparados, igual que los suyos propios, su respiración agitada y la lujuria que invadía cada centímetro de su cuerpo. Jadeaban.

Él desabrochó su sujetador y se abalanzó sobre sus tetas. Mientras lamía sus pezones, Silvia acarició su pelo. Le encantaba que Sergio la devorase así. Él llevó su mano a las bragas y comenzó a tocar su raja. Estaba mojada, excitada. Quería sentir a Sergio contra ella, se desesperaba por notar su cuerpo encima del suyo, pero tenía otros planes.

—No, espera —dijo ella y apartó con suavidad la mano de Sergio.

Quitó la camiseta de Sergio y se agachó con lentitud. Pasó su lengua por su pecho descubierto y su vientre. Besó cada centímetro de piel que pudo hasta que en su lengua se quedó el sabor de su sudor y quedó de rodillas frente a él. Desabrochó su pantalón y bajó los calzoncillos. El olor de la polla de Sergio la golpeó. Se acercó a su rabo y sintió en su nariz calor que manaba de él. Jugueteó con su pene, lo lamió hasta empaparlo en saliva, recorrió con su lengua el tronco de su rabo hasta asegurarse de que estaba tan húmedo como ella misma.

Levantó la mirada. Le excitaba encontrarse a Sergio imponente sobre ella mientras sentía su calor en la boca. Comenzó a mamar lentamente, con las manos apoyadas en la cintura de Sergio, acariciándole. Él llevó sus manos a su cabeza y comenzó a mover sus caderas. Le gustaba que hiciese eso. Otros tíos con los que lo había intentado eran demasiado brutos, egoístas. Pensaban que el truco era clavarla hasta la garganta. Pero Sergio era delicado, sus movimientos eran suaves, pero lo suficientemente firmes para que ambos supiesen quien llevaba el control.

—Quiero que te corras en mi cara —le susurró mirándole a los ojos cuando sacó por un instante su polla de la boca.

—Uff, ¿en serio? —él no terminaba de creérselo.

—Sí, quiero que lo hagas, que te corras en la cara de tu puta —y añadió algo que sabía que excitaría tanto a Sergio que no podría negarse—. Por favor.

Lo dijo en un susurro, tan lleno de lujuria como de clemencia. Como si estuviese pidiendo un vaso de agua en un día caluroso.

Siguió mamándosela lentamente hasta que Sergio dijo que estaba a punto de correrse. Silvia la sacó de su boca y la masturbó frente a ella.

—Uff, yaa —avisó Sergio.

Un chorro de semen cayó en su cara, cerró los ojos por instinto y no pudo evitar dibujar una mueca al sentir el tacto cálido y pringoso en su cara. Cayó más sobre su pecho. Sintió que resbalaba hasta las tetas y caía por su tripa. Siguió masturbándole con los ojos entrecerrados hasta que se aseguró que había terminado.

Abrió los ojos cuando comprobó que no había caído nada sobre sus párpados, se encontró con la mirada de Sergio. Ella estaba manchada, sentía el líquido espeso sobre su nariz, resbalando hasta llegar casi a sus labios, pero se limpió antes de sentirlo tan cerca de su boca. Sergio la miraba lleno de excitación. Silvia supo que le calentaba verla así, llena de su semen, marcada como si fuera su puta.

Fue al baño a limpiarse. No le había excitado demasiado sentir que se corrían en su cara, pero sí la expresión de Sergio, su deseo irresistible, la sensación de ser suya. “No es para todos los días, pero no está mal”, pensó al salir del baño.

Cuando regresó con Sergio, él la tumbó sobre la cama, le quito las bragas con delicadeza y le comió el coño. A Silvia le encantaba cómo lo hacía. Suave, como si disfrutase de cada pulgada de su rajita. La lamía de abajo a arriba, recorría sus labios como si fuesen una carretera de montaña. Llegaba a su clítoris, jugueteaba con él, bajaba y subía de nuevo, como si no supiese que aquel era el punto que volvía loca a Silvia.

Ella entonces gemía como si suplicase a Sergio que lamiese ahí, que ese era el punto, agarraba su cabeza y lo llevaba de nuevo hasta él. Sergio lo besaba con dulzura. Silvia se estiraba sobre la cama. Sentía la punta de su lengua sobre ella, dulce, cálida, húmeda. Recogía sus piernas y sacaba su cintura para ofrecerse. Notaba como Sergio movía sus dedos por su cintura, subía con lentitud sin dejar de mover su lengua. Acariciaba sus tetas, paseaba por su cuerpo. Silvia se dejaba hacer.

Poco a poco se iba excitando más, a medida que el orgasmo se acercaba él movía su lengua más deprisa. Pero cuando notaba que ella estaba a punto de correrse, volvía a bajar el ritmo, suave y delicado, pero sin parar. Intenso. Entonces Silvia se corría y él seguía lamiendo a pesar de que los músculos de Silvia que se tensaban bajo su lengua. Seguía hasta que ella quedaba agotada.

Aquella noche fue especialmente bueno. Silvia quedó tan rendida que apenas pudo moverse cuando Sergio recorrió su cuerpo con la lengua hasta sus tetas y su cuello después de provocarle el orgasmo. Ambos se abrazaron y quedaron tendidos sobre la cama durante unos minutos.

—Hoy has estado espléndido —le dijo ella en cuanto pudo articular palabra.

—No era para menos.

Cuando volvió a estar lista para la acción él se puso el condón, ella se acomodó sobre él y le cabalgó con ganas. Quería que disfrutase bajo su cuerpo, que la recorriese con las manos y se deleitase al sentirla sobre él. Sergio no paraba de gemir. Se inclinó sobre él y le ofreció los pechos, sabía que aquello le encantaba. Sintió su lengua en los pezones, los suaves mordisquitos que le daba y las manos fuertes que agarraban su culo y acompañaban sus movimientos.

Luego él se puso encima. Silvia abrió sus piernas enfundadas en las medias para él y lo abrazó con ellas. Los brazos de Sergio se anclaron a la cama junto a la cabeza acostada de Silvia. Su cadera se movía con embestidas fuertes, profundas. A Silvia le excitó el sonido húmedo del pene de Sergio en su coño, un chapoteo que se mezclaba con sus carnes golpeándose. Chop-chop. Agarró el culo de Sergio y lo impulsó a que fuese más duro con aquellos movimientos que la estaban volviendo loca. No podía parar de gemir, sentía que cada movimiento de Sergio se clavaba en su interior.

—Sigue, sigue, me encanta —acertó a decir en susurros. Captaba el olor del sudor de ambos que comenzaba a invadir la habitación. El perfume cítrico de Sergio se había desvanecido en una avalancha de olor a sexo y pasión.

Él se corrió antes que ella y en cuanto sacó su polla comenzó a masturbar a Silvia. No paró hasta que ella volvió a correrse. Eso le gustaba de él, disfrutaba y hacía que ella disfrutase.

—¿Y a ti que te daría morbo hacer? —Esta vez fue Sergio el que habló. Ambos estaban desnudos, tumbados en la cama mirando al infinito mientras recuperaban el aliento.

—No sé –Silvia repasó mentalmente sus fantasías. Su cabeza ordenaba las más realistas para poder hacerlas con Sergio. Se sentía segura con él, con el alivio de no tener ninguna relación amorosa que se complique por alguna pasada de frenada en el sexo, pero la seguridad de saber qué hará lo posible para complacerla.

—Venga, seguro que hay algo —insistió él.

—Bueno…siempre he querido follarme a un maduro —confesó ella. No supo porque lo dijo, ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Pero desde luego imaginar su cuerpo de veintisete años, recién abocado a disfrutar del sexo, contra el de un cincuentón o un sexagenario de pelo gris la excitaba.

Sergio quedó en silencio durante un instante. Silvia se llamó a si mismo tonta. “Por qué habré dicho eso? Él no puede cumplirlo y solo hará que se sienta mal”.

—Me gustaría verlo —dijo finalmente él.

—¿Cómo?

—Me gustaría ver cómo te follas a un maduro —repitió —. Me pondría mucho —Sergio hablaba con aquel tono de excitación que Silvia sabía reconocer.

—¿En serio? —En la mente de Silvia se agolparon un millar de escenarios posibles: Ella follándose a un maduro y Sergio escondido en un armario, o en un sillón junto a la cama, pajeándose. Comenzó a excitarse.

—Sí —dijo él con seguridad—. ¿Quieres que lo hagamos?

Planearon aquella fantasía, se calentaron tanto que volvieron a follar, agotados, envueltos en sudor.