La ninfa

Recuerdo del aprovechamiento humano en tiempos inestables

Unas alegres mariposas persiguen juguetonas como críos los destellos dorados del cabello de la joven, que brincan briosos y acarician la suavidad de los hombros redondeados.

El sol se filtra entre las copas de los árboles del claro de aquel estrecho valle, y se empecina en domeñar con su resplandor dorado las inquietas sombras que aparecen fugaces en las concavidades de las nalgas.

Volvió el rostro una sola vez, buscando sus ojos, retándolo con el brillo vital del zafiro de sus ojos inquisitivos. Redobló el paso, alcanzándola, cogiéndola por la cintura, buscando la esponjosidad de los labios entreabiertos y sonrosados.

Nota que sus labios tiemblan una sola vez, como si dudasen, y percibe en el pecho agitado, el filo rugoso de las lanzas enhiestas de las perillas de los pechos.

-Tócalas, son tuyas-le susurra, captando sus pensamientos y él no se hace de rogar y posa la palma de la mano, encallecida y rugosa, sobre la tersura de las colinas que quiebran la planicie del pecho.

Los estruja un poco y traza círculos hambrientos en torno a la cima rosada, deleitándose con el tacto, y ella le sonríe agradecida, susurrando con un extraño tono gutural el nombre que se adivinaba en la chapa del uniforme.

Domeña gustoso el pezón anhelado, rodeándolo con labios famélicos y agrietados, como si creyera que el néctar blanco que ansía que brotara pudiera sanarlos.

Un ligero gemidito escapa del abismo insinuado de los labios, y ella acaricia el cabello corto de su pelo, casi inexistente, mientras él continúa besando y acariciando con los labios sus senos y pezones.

Siente la presión de las garras sobre el elástico de las braguitas blancas y no se resiste a que se las baje, dejándola totalmente expuesta al escrutinio de los ojos negros y estrechos, que la llevaban persiguiendo y deseando tanto tiempo.

La joven mujer se finge vergonzosa y retrocede un pasito, tapándose las vergüenzas, o más bien acrecentando el deseo que corroe las entrañas del hombre, que se deleita al ver la prisión de los deditos de la mano rodeando el pezón, o como apenas se cubre el valle del sexo.

En ese momento, ella se decide a provocarlo un poco más y clavando la pupila de los ojos en los suyos, empieza el bailoteo de los dedos posados sobre el sexo, ascendiendo y descendiendo levemente, mientras con la otra mano juguetea con las tetitas.

Él la observa, pletórico, mientras aún sostiene sus braguitas en la mano. Avanza marcial un paso hacia ella, y no percibe la fugacidad del miedo que huye espantado de la claridad de los ojos, que han rehuido del ostentoso sable cubierto por el calzón.

Se arrodilla ante él, alzando el cuello, en un gesto que parece interiorizado, al tiempo que tiende los brazos hacia su entrepierna, y le permite que descubra la cabeza amoratada y henchida de la hombría.

Sus ojos parecen brillar un poco, pero los cierra y aproxima los labios hacia el calor que se aferra a sus dedos. La punta de la lengua triangular, que recordaba posarse delicada sobre los labios y el marfil de los dientes cuando ella sumaba la claridad de su voz en algún diálogo o canto improvisado, repta y seca la gotita que asoma en la punta del miembro.

No puede contener el gemido de su garganta cuando los labios acogen la punta de la hombría, y disfruta al sumarse la lengua al suave compás de la boca.

Escucha el sonido de unos pies cansados, parecen detenerse súbitamente, y luego continuar su avance. Se habrá topado con el cartel, habrá captado lo que sucedía y había decidido callarse y aguantar.

¿Lo habría escuchado ella también? Quién sabe, parece tan concentrada en otorgar a la lengua el ritmo que le está volviendo loco, y parece tan experta, desgraciadamente.

Acaricia su frente con la punta de los dedos, ella le mira con detenimiento, observa su rostro cuadrado y capta el sentido del mensaje de los ojos que la vigilan con ansiedad.

Se alza y parece buscar el refugio del sueño al tumbarse sobre la cama deshecha, pero ella se coloca a cuatro patas y le ofrece la senda oscura que se adivina en la oquedad de los muslos entrecerrados.

Acaricia la curvatura de las nalgas, amelocotonadas, níveas, prietas al contraerse los glúteos y se resiste a golpetearlas y celebrar con el tamborileo de las palmas ese encuentro.

La mujer le vuelve a mirar, y él entiende el velado mensaje de los ojos que le observan. Se enfunda el miembro, por seguridad, por higiene, por evitarse problemas, y se aproxima hacia el calor que se desprende de la grieta del sexo que se entreve entre los muslos.

Entierra el rostro en la almohada, mientras él acomoda la cabeza del miembro entre los labios del sexo que se adivina húmedo y cuyo interior se insinúa estrecho y ardiente y avanza pletórico, poco a poco, tanteando el terreno, propio de la veteranía adquirida.

Satisfecho, aparta los ojos de la imagen colgada de la pared blanca, ese irreal bosque que se le antoja plagado de ojos siniestros y peligros acechantes, y empieza el vaivén ancestral que le sumerge y aleja, que le atrapa y precipita sus dedos hacia la cintura de la mujer.

El repiqueteo de las nalgas reverbera embriagado en el hueco de la habitación, sumándose al quejido de la cama que cruje con los movimientos, delatadores de la profanación de la naturaleza femenina.

Una de las manos se aleja de la prisión de la cintura, y se aferra a la punta de los cabellos que saltaban jubilosos en la curvatura de la espalda. Tira de ellos hacia sí, y continúa penetrándola, con más firmeza e intensidad.

Ella no se contiene, tal vez porque no quiera o no pueda, y la cascada de gemiditos y jadeos entrecortados vuelan hacia sus oídos, embriagándolo.

Enardecido, da una cachetada a las nalgas expuestas, sumando el rastro de los dedos a las reminiscencias de arañazos dibujados en las colinas y ella enmudece un solo instante, para posteriormente, aumentar el clamor de los gemidos.

Prosigue embistiéndola, empujando cuanto puede, y ella solo atiende a regalarle la música celestial de los gemidos que acarician sus oídos, hasta que explota y, agitado, retrocede hasta volver a posar los pies en el frío suelo.

Ella se vuelve hacia él, agitados los senos, el cabello revuelto, las piernas contraídas y un poco separadas, permitiendo vislumbrar el escueto valle dorado del vello púbico, y el leve enrojecimiento de los labios entreabiertos. Parece despechada, alejada de su tiempo, prisionera y títere al son del ritmo invisible de otras voluntades.

Él no soporta la presión de los ojos, se viste apresurado, mientras ella le mira, confundida y sorprendida.

-Hasta la próxima-le susurra.

-No habrá otra más-corta él, tajante, acalorado, sofocado.

-No entiendo. ¿No le ha gustado?

Su voz flaquea. ¿Miedo, inseguridad?

Él inspira un par de veces, calmándose, se aproxima a ella, acaricia la mejilla ofrecida.

-Me has encantado. Pero no puede ser.

¿Entenderán esos ojos, que no son los suyos, lo que quiere decir?, ¿podía uno rememorar la dulzura marina de los ojos que brillaban enamorados y que se encuentran tan lejanos?

-Entiendo, señor-acepta ella, resignada, agachando el mentón, y le deja irse, dejándola allí, en cueros, abandonada, aturdida.

Y él se aleja a grandes zancadas, baja las escaleras y huye de la casa, sin detener su mirada en ningún habitante de la casa, ni en los maduros y entendedores de la mujer, ni en los inocentes y cándidos de la chiquilla que le mira boquiabierta saliendo del cuarto de la hermana.

Sin embargo, percibe por el rabillo del ojo que el fajo de billetes que dejó en la mesa ha desaparecido. Y cuando escuchan el retumbe de la puerta al cerrarse, entienden que están protegidos. Que no habrá más registros obligados, ni pillajes, ni vejaciones de los padres al ver desnudas a sus retoños, forzadas por la crueldad de los invasores.

El sacrificio carnal de aquella a la que llamaban ninfa los protegía de más ultrajes e incomodidades, mientras la joven mujer de cabellos rubios y límpida mirada fantaseaba con vivir en el valle que se adivinaba en la foto y en los mitos que le habían narrado.