La niña de Tumbes

Me llamo Jessie. Soy de Perú, y nací en un puerto pescador de la ribera marítima de Tumbes, cercano a la frontera con Ecuador. Actualmente vivo en Lima, donde curso cuarto año de medicina, y lo que deseo compartir me ocurrió tres años atrás, en el verano en que finalicé el colegio secundario.

Me llamo Jessie. Soy de Perú, y nací en un puerto pescador de la ribera marítima de Tumbes, cercano a la frontera con Ecuador. Actualmente vivo en Lima, donde curso cuarto año de medicina, y lo que deseo compartir me ocurrió tres años atrás, en el verano en que finalicé el colegio secundario y recibí la noticia de que me otorgaban la beca de estudio para la universidad.

Fui y soy muy buena alumna, tanto en la escuela primaria como en el colegio al que asistí desde primer año. Tal vez quienes opinan que soy brillante exageran un poco, pero la verdad es que instruirme siempre me sedujo y puse lo mejor de mí para alcanzar mis metas. La beca fue resultado de mi esfuerzo, aunque también del apoyo que me dieron las monjas del colegio y mis padres, para quienes verme en la mitad de mi carrera de medicina es tocar el cielo.

En aquel verano maravilloso lleno de emociones, y también de conmociones, las cosas se sucedieron de manera prodigiosa y llegaron una tras otra, como si todo se hubiese acomodado para ponerme en el límite de la adolescencia y alcanzar estatura de mujer, y de mujer plenamente despierta a la vocación de vivir y de sacar provecho de las circunstancias para tomar la felicidad y cargarla encima sin temores ni vacilaciones.

Además de buena alumna soy bastante atractiva, tal vez debido a la mezcla de sangres de quienes son mis padres: mamá, con ancestros aborígenes, negros y españoles, morena desde el pie al cabello, cuerpo ágil y voluptuoso, cumbiambero hasta en el modo de caminar; papá es sueco, muy alto, rubio, con sangre vikinga manifestada hasta en la sombra y carácter reconcentrado, viviendo para cumplir el sueño de publicar sus estudios acerca de la flora y la fauna de este rinconcito de mundo que, por lo menos para nosotros, se asemeja al paraíso.

Mamá posee una suerte de casa de comidas y bodega en el puerto, siempre llena de turistas que gustan saborear sus platos especiales, ayudada por mi hermana mayor y mi abuela, y papá lleva y trae gente en su lancha para visitar los lugares de atracción turística, siempre cargando sus materiales de trabajo con el objeto de utilizarlos en cualquier momento libre, filmando, grabando, anotando y acumulando conocimientos antropológicos, arqueológicos e históricos, convencido de que en cualquier momento el mundo hablará de su minuciosa obra.

Practico deportes, nado bien, me divierto paseando y conociendo, ayudo en todo lo que puedo con la bodega y la casa de comidas, pero nunca me sentí atraída por las diversiones adolescentes de bailes, presunciones con chicos y cosas por el estilo, y todo me llegó de golpe en el año nuevo de 2008, cuando papá se presentó en casa acompañado por el hombre que, con sólo mirarme, me derritió como helado puesto al sol. Recuerdo que en ese momento me había arreglado para visitar a las monjas del colegio y saludarlas por el nuevo año, además de mostrarles la comunicación oficial de que la fundación me otorgaba la beca y me invitaba a presentarme en Lima el próximo 12 de enero, a efectos de ultimar los detalles, y al enfrentarlo me sentí totalmente boba, sin capacidad ni siquiera para saludarlo como correspondía. A él le pasó lo mismo y quedó estático, sorprendido ante la aparición morena, alta y cimbreante que le clavaba sin piedad los relámpagos de sus ojazos amarillentos, dorados, tal vez lo mejor de mis bienes.

Cuando papá le hizo saber que era Jessie, su hija menor, el hombre pidió permiso y enfocó con su cámara fotográfica mi rostro: Eres más que una preciosura, toda una divinidad…, dijo, en cuanto el flash estalló en mis ojos, y si hubiese podido hablar le habría respondido que era así sólo para él, que desde la noche de mi pelo al rincón más sutil de mi cuerpo estaban destinados a su gozo, a su placer, a su amor. El corazón latió con sensaciones sísmicas y en mi entrepierna se sucedieron inundaciones ardientes que sólo se calmaron mucho después.

Papá y el turista partieron en la lancha y regresaron al atardecer, cuando el puerto se encontraba casi vacío y sólo había movimientos en los negocios aledaños. Yo acababa de volver de la ciudad de Tumbes y me di cuenta de que tanto mamá como mi hermana estaban cambiadas, arregladas, ¡maquilladas!, y que el local lucía más fresco y agradable que siempre, como si necesitaran halagar al huésped que se acercaba cargando su mochila y mostrando las consecuencias del solazo norteño. Papá lo hizo pasar a la parte privada de casa, para que se lavara, y ordenó que pusiéramos una mesa con lo mejor: Es hombre muy importante y merece que lo atendamos como a un amigo especial…, dijo, entusiasmado y feliz, sacando de sus rincones los cajones repletos con sus investigaciones, seguramente para mostrarlas y comentarlas con el desconocido.

El hombre volvió al negocio y buscó con mirada ansiosa, como si necesitara encontrarme por encima de todas las cosas, y al descubrirme abrió su sonrisa y lanzó un suspiro: Existías, realmente… A lo largo de toda la jornada pensé que eran un sueño…, susurró, y tanto mamá como mi hermana intercambiaron gestos por demás elocuentes, extrañadas de que un hombre mayor lanzara flores tan ostentosas a la niña pequeña de la casa, a la hija que la vida se llevaría a los peligros de Lima, a la hermana que conocería cosas que ella jamás podría ver, condenada a vivir y morir en el pueblo pesquero donde los hombres pasaban todos los días y sólo dejaban la luz del deseo bañando las piernas morrudas y los pechos fornidos, ya sin los atractivos de la juventud, porque al pasar los veinte años la mayoría de las muchachas de la región se vuelven machacadas, arruinadas, deformadas, carentes de las pequeñas glorias que la adolescencia entregaba con avidez y quitaba sin piedad. Mi hermana no es hija de papá, sino del primer hombre de mi madre, un tío paterno que la llevó a la maternidad antes de cumplir trece años, con una mezcla de seducción natural y violencia física que lo condenó a morir en manos de vecinos y parientes indignados por el abuso cometido a una nena. De todos modos, papá la considera hija de su sangre y la quiere tanto como a mí, que soy el resultado de la pasión entre dos personas tan distintas, tanto cultural como físicamente, que supieron encontrar el equilibrio exacto para amarse hasta el delirio: aún hoy, cuando el tiempo les maduró las ansiedades y los reclamos, se escuchan por las noches los embates del amor intenso que sólo se sosiegan por el cansancio acumulado durante las jornadas. Como la casa no es grande y las comodidades no sobran, tanto mi hermana como yo conocemos perfectamente la mecánica del sexo, por cuanto papá y mamá copulan de todas las maneras posibles y no se cuidan de nuestras presencias.

Fue en  ese instante que tomé la resolución de seducirlo, de no importarme nada de las posibles consecuencias: lo necesitaba para mí, en mí, para un momento o para toda la vida, y a los dieciocho años mi temperamento estaba tan afilado que podía cortar lo que se me presentaba, y si el hombre podía ser mi padre, o posiblemente mi abuelo, no era impedimento para intentar la aventura de ser suya, única y exclusivamente suya. No tenía experiencia en el trato con los hombres, pero si había llegado a ser la abanderada del colegio conseguiría arreglarme para alcanzar también esa meta.

Papá y el invitado cenaron solos, bebieron cerveza, discutieron y rieron como grandes amigos, pese a que se conocieron esa mañana, mientras mamá y mi hermana se desvivían por agasajarlos. Mi abuela, que tiene la sabiduría a flor de labios, las reprendía duramente: Parecen dos gatas calientes y desvergonzadas…, decía, conteniendo la risa, acicalando los platos con el mejor de sus gustos: … aunque a un hombre así se los disputaría a mordiscones…, afirmaba, logrando que detrás del mostrador se conformara un ambiente de jarana.

Haciéndome la seria, la mandona, tomé la bandeja con la fuente con ceviche de conchas negras y la acerqué a la mesa, plantándome con decisión al costado del hombre, dejando a propósito que mi pierna izquierda, debido a lo corto de mi pollera, rozara la rodilla que el short de baño dejaba desnuda. Ambos debimos sentir lo mismo: fue como si ráfagas eléctricas corrieran por nuestros cuerpos, sin que ninguno de los dos hiciera nada para separarnos. Como pude dejé la bandeja, me cercioré de que todo estuviese bien, y aproveché el momento para observarlo mejor: era grande, corpulento, con brazos poderosos, manos duras, cuello ancho, melena larga, espesa y del color del acero, lo mismo que la barba que se le insinuaba en las mejillas; el rostro era afable, distinto a los rostros conocidos hasta entonces. Para mi suerte, mi padre aprovechó mi presencia para contarle acerca de mi pequeño éxito intelectual, y el hombre mostró asombro y placer.

El mantel de la mesa cubría perfectamente la osadía de mi pierna izquierda, y también permitió que la mano del señor entrara por debajo de la pollera y me aferrara el muslo con autoridad, mientras yo hacía lo imposible para no gritar la alegría de la hembra soportando los embates del macho, por cuanto desde mis abismos surgieron humaredales de profundidades hirvientes, mucho más aún cuando la mano jugó con mi piel estremecida y subió hasta palpar el encuentro de mis muslos. Era mi primer contacto con alguien del otro sexo, también la primera experiencia de sentir las maravillas de las caricias a mis rincones íntimos: la mano subía, bajaba, presionaba, hacía a un lado la bombacha, encontraba mis partes femeninas, jugaba con el vello, pellizcaba descaradamente la dureza del clítoris, se mojaba con los jugos que se derramaban de mis interiores como ríos de lava. Simplemente por instinto separé mis piernas y simulaba escuchar la perorata de papá explicando mis merecimientos escolares, también mi fortaleza de carácter y mi dedicación al conocimiento, sin mostrar señales de todo lo que padecía ante la invasión certera que hasta se atrevía a hundir parte del dedo gordo en el comienzo de mi vagina. Para suerte mía el señor se llamó a sosiego, sacó la mano de mis piernas y pellizcó con los dedos húmedos una concha negra, se la llevó a la boca, se saboreó voluptuosamente: Deliciosa…, afirmó, y supe que lo decía por los jugos que se precipitaban como vertiente de mi concha, invadida por primera vez por ansias masculinas.

No pude pegar un ojo a lo largo de la noche, y buscaba consolarme como lo hacían mis amigas, la mayoría acostumbradas a masturbarse con cualquier objeto parecido al pene humano: pasaba mis diez dedos por los labios vaginales o pellizcaba con fuerza mis pezones; ponía el índice en el hueco de la vagina y trataba de hundirlo como lo hiciera el dedo gordo del señor, tomaba el clítoris y lo sacudía con movimientos urgidos, mientras mi mente se llenaba con la imagen que crecía más y más con el correr de las horas, cada momento más decidida a hacer hasta lo imposible para entregarme a las pasiones que seguramente él también ansiaba, porque en el instante de despedirse hasta la mañana siguiente me miró como si quisiera transmitirme el mensaje de que no partiría de Tumbes sin mí.

Los días posteriores fueron terribles, inciertos, y mi falta de experiencia en asuntos de amor se hizo notar. Oberdán, el señor que salía con mi padre a buscar señales o rastros de la entrada de Francisco Pizarro al continente, no reparaba en mí, me saludaba con indiferencia, bromeaba con mi hermana o con mi madre, y hasta con mi abuela, devoraba las delicias culinarias que le preparaban especialmente, ponía atención sincera en las investigaciones de mi padre, pagaba sin mirar la cuenta, marchaba a Tumbes prometiendo volver a la mañana siguiente y buscaba su 4 x 4 en el estacionamiento del puerto sin siquiera mirarme. No existía para él, y cuando conseguía acercarme a la mesa y ponerme a su disposición retiraba la rodilla y sus manos permanecían sobre la mesa, educadas y tranquilas. Deduje lo lógico: estaba asustado, temeroso de provocar un daño a la hija menor de su amigo, o quizá consciente de que relaciones así, tan dispares, podrían traerle problemas. Mis dieciocho años no bastaban para que un hombre como él se mezclara en amoríos peligrosos, aunque en mi pensamiento derivaba la idea de que luchaba para vencer los escrúpulos y continuar lo iniciado en el primer día, cuando ambos sentimos las necesidades del uno por el otro.

El ocho de enero fue crucial: en medio de la sobremesa mi abuela preguntó a mi mamá si ya sacamos los pasajes para Lima: Mañana irá Jessie a la terminal y lo hará…, afirmó, y Oberdán nos observó extrañado: Regreso a Lima en la madrugada y puedo llevarlas, siempre y cuando acepten que demoremos un día en visitar los museos de Chiclayo. Si salimos bien temprano podremos estar en el del Señor de Sipán a mediodía, y al día siguiente llegarnos al de Sicán. A la noche estaremos en Lima…, señaló con seguridad, dando por descontado que aceptaríamos. No se habló más: nos ahorraríamos los soles del viaje, que pesaban bastante en el presupuesto familiar, y nos relacionaríamos mejor, porque a lo largo de los kilómetros las circunstancias podían favorecer mi propósito de intentar un mayor acercamiento al hombre de mi vida.

Un taxista amigo nos dejó a las cuatro de la madrugada en el hotel Chilimasa, de Tumbes, y quince minutos después partíamos en la 4 x 4 de Oberdán por la carretera Panamericana con rumbo a Chiclayo. Mamá, que estaba agotada por pasar la noche en preparativos y ajetreos, me dejó ocupar el asiento del acompañante, y ella se repantigó en el trasero, durmiendo profundamente antes de llegar a Zorritos. Me había puesto, a propósito, la minifalda de tela de jean que dejaba al descubierto la mitad de mis piernas y la remerita que acentuaba las formas de mis pechos: Vas a conseguir que choquemos, querida…, aseguró Oberdán en cuanto observó el sueño de mamá: las luces del tablero permitían observar el espectáculo generoso de mis piernas largas, doradas, perfectas, admiradas por todos los ojos masculinos de Tumbes, pero jamás tocadas por nadie. Sonreí ante el comentario, y con toda intención recogí un poco más la falda.

Estaba fuera de mí, acelerada por demás, y sentía presiones en el corazón, en el encuentro de los muslos, en todos los rincones de mi cuerpo, y lo extraño era que me gustara hacerlo, cuando hasta entonces me molestaba ser admirada por ojos masculinos. Actuaba como mujer de mundo, tal vez como lo hacen las prostitutas que desean llevar al amante lo más pronto posible al lecho, y en ningún momento pensé que estuviese mal: era sólo una mujer en cierne dispuesta a todo con tal de conseguir al hombre señalado por el corazón y las vísceras. Sólo sabía que Oberdán debía ser mío, y lo antes posible, porque resultaría imposible soportar un día más sin él. Ignoraba su edad, desconocía si era casado o soltero, había escuchado en sus conversaciones con papá que en realidad era argentino, aunque vivía en Lima la mitad del año por exigencias de sus actividades intelectuales. Escribía sobre historia, sus trabajos se publicaban en España y México, y llevaba dos carpetas con materiales de papá para mostrarlos. En algún momento escuché que tenía una hija trabajando en las Naciones Unidas, pero hasta entonces sólo me interesaba percibir su olor de macho y extasiarme ante la armonía de su cuerpo amparador, tal vez joven, quizá viejo, posiblemente alcanzando la pendiente hacia el final, aunque tan exquisito que no hubo mujer en el puerto que no pensara en él como el amante ideal.

Oberdán mermó la intensidad de las luces del tablero, observó por el espejo retrovisor, estiró la mano derecha y aprisionó mi muslo izquierdo con fuerza increíble, casi hasta el dolor. Le tomé la mano, la levanté hasta mi boca y me puse los cuatro dedos en los labios, con tanta sensualidad que percibí cómo en mis pechos goteaban esquirlas de fuego. Me quité el cinturón de seguridad, giré, observé atentamente el sueño de mamá, y con decisión guié mi mano derecha hacia la bragueta del pantalón de Oberdán. El bulto me impresionó, casi rozaba el volante de tan erguido, y sin vacilar descorrí el cierre, bajé el calzoncillo y lo liberé de la presión. Saltó como serpiente, y sin vacilar lo aferré con deseos de estudiarlo, de descubrir por qué me atraía tanto y lo consideraba bello, mágico, osado como el tiburón que avanza hacia su presa con las mandíbulas abiertas y tierno como el pico del colibrí que se hunde en la flor sin herirla. A la escasa claridad de la luz del tablero parecía un mástil simbolizando la fuerza viril, el coraje del guerrero que no retrocede ni ante la muerte. Mi mano no hizo nada, sólo aferrarlo y sostenerlo, pero Oberdán pareció ahogarse, apretó el volante hasta querer romperlo, levantó el pie del acelerador, afirmó la cabeza en el asiento y suplicó al cielo. Sentí en la mano cómo el miembro lograba su dureza extrema, que por milagro de algo increíble se agigantaba el volcán que terminaría explotando, bañando de lava hirviente todo lo próximo, y guiada sólo por el amor y el instinto bajé la cabeza y encerré la punta palpitante en mi boca. El estallido del semen me llenó la cavidad bucal y golpeó mi garganta. No sabía qué hacer, pero mantuve anidado el glande hasta que la erupción terminó.

Tenía la boca llena de semen y busqué dónde escupirlo, porque desconocía que podía tragarlo, y Oberdán me señaló que aguantara hasta poder estacionar a orillas del camino. Mamá no se inmutó, siguió roncando, y pude abrir la puerta y liberarme de la tibieza que me había llenado de temor y placer. Oberdán también abrió su puerta, la cerró con cuidado, dio la vuelta acomodando el desorden de su bragueta y me obligó a bajar. Me llevó a la parte trasera, observando a través del vidrio el sueño de mi madre, y en cuanto estuvimos ocultos por la estructura de la 4 x 4 me abrazó con verdadero amor, tan sincero que supe inmediatamente que mi propósito estaba cumplido: me amaba. Me levantó la barbilla y se hundió en las sombras de mis ojos: ¿Sabes lo que estás haciendo?, preguntó, y como respuesta busqué sus labios y los llené con los anhelos de mi boca: Sólo quiero amarlo, como usted quiera y de cualquier manera…, dije, sintiendo los aleteos de su lengua, saboreando su saliva y su semen, y cuando volvimos a tomar asiento en la 4 x 4 ambos sabíamos que iniciábamos el largo viaje hacia el destino. Sólo entonces me atreví a cerrar los ojos para hundirme en el mejor de los sueños.

Desperté en Piura, cuando Oberdán mostraba los papeles correspondientes al policía caminero. Estaba amaneciendo y observé que mamá se había estirado a lo largo de los asientos traseros y nos daba la espalda, completamente dormida. Apenas arrancó besé a Oberdán en la mejilla y él me apretó la rodilla. Entre susurros me preguntó qué me llevó a obrar así, tan decididamente, y le respondí que no lo sabía, que nunca estuve en una situación semejante, pero que por él haría cualquier cosa. Le pasé la lengua por la oreja, puse nuevamente la mano en el bulto reposado de su bragueta, y sin palabras acordamos que nada nos detendría, que ambos nos necesitábamos por igual.

A las seis de la tarde Oberdán terminó la visita del museo del Señor de Sipán  y propuso quedarnos en Chiclayo para continuar viaje en la mañana, por supuesto que corriendo con los gastos. Mamá no hizo objeción, ya que faltaban tres días para la cita en Lima y le fascinaba estar en la ciudad pujante, ajetreada, en nada parecida a todo lo conocido hasta entonces. Oberdán buscó un buen hotel y a las ocho de la noche estábamos instalados, bañados y en condiciones de salir a cenar. Durante la cena nos acariciamos con pies, rodillas y muslos, y al volver al hotel ambos estábamos tan consubstanciados que sabíamos que en algún momento de la noche cometeríamos la locura de encontrarnos.

Para mi sorpresa fue mamá la que solucionó las cosas: Cuando tenía tu edad conocí a tu papá y me puse como tú lo estás en estos momentos. Tu hermana tenía cuatro años y me aterrorizaban los hombres, los esquivaba como si fuesen animales. Entonces apareció el gringo y sólo cuando te tuve a ti y hubo que anotarte supe que me llevaba treinta años. Para el amor no hay edad, querida, sobre todo cuando es sincero. Tanto tu papá como yo, y también tu hermana y tu abuela, nos dimos cuenta de lo que te pasaba, y de lo que le ocurría también a Oberdán, así que no te preocupes por mí y ve a su habitación, si ese es tu deseo. Eres demasiado inteligente para equivocarte…, dijo, y después de abrazarla la dejé y fui al encuentro del hombre de mi vida.

Oberdán casi muere del susto. Abrió la puerta envuelto en la toalla de baño y le costó abrazarme, como si temiera hacerlo. Le conté lo de mi mamá, le dije que yo estaba dispuesta a todo, porque lo amaba, y él afirmó que sentía lo mismo, pero antes de permitirme entrar salió al pasillo tal como estaba, fue a la puerta de la habitación de mi madre, tocó suavemente, y en cuanto la hoja se abrió entró con decisión. Volvió diez minutos después: Acabo de comprometerme ante tu madre de hacerte feliz y cuidarte. No sé cómo lo haremos, pero quería darle seguridad de que no cometía una locura de viejo verde…, contó, y sólo entonces me tomó en sus brazos, me levantó como si fuese una pluma y me tendió en la cama enorme, de tres plazas. Me besó tierna, largamente, haciendo que aprendiera a recibir y a entregar la boca. Me observó los ojos con inquietud de sabio, aseguró que por momentos dejaban de ser amarillo-verdosos y se volvían dorados. Pasó la lengua por mis mejillas, bajó hasta el cuello, me hizo estremecer al rozarla en mis lóbulos. Me quitó la blusa, también el corpiño, y suspiró ante la visión de mis pechos enaltecidos por el deseo y los pezones duros clamando su atención. No dejó un rincón de torso, brazos, sin lamerlo con lengüetadas exquisitas, y cuando la boca se apropió de mis pezones escuché el latir de mis entrañas. Se arrodilló entre mis piernas para quitarme la minifalda y la bombacha, dejándome en flor, y sólo entonces me atreví a deshacer el rollito que aseguraba la toalla en su cintura. Me costó reconocer el miembro que estuvo en mi boca llenándola con semen: era el aparato genital tantas veces observado en ilustraciones de libros, pero más poderoso, más pleno, más real, más desafiante, con los testículos colgando en medio de la maraña de vellos esponjados, y no me atreví a tomarlo, obnubilada por el respeto hacia algo que seguramente me pertenecería hasta siempre.

Oberdán puso sus manos en mis nalgas y las levantó para que su boca se hundiera profundamente en mi región vaginal. Su lengua bisbiseaba enfureciendo al clítoris y humedeciendo los labios verticales, penetrando urgidos centímetros en el hueco más y más húmedo por mis espasmos interiores. A veces, la lengua rozaba el botón quisquilloso de mi ano y sentía necesidades de abrirlo para que me invadiera, y aunque hasta entonces desconociera en la práctica las etapas del amor tuve el presentimiento de que una catástrofe se desencadenaba en mis regiones más íntimas: ¡Voy a morir!, creo que grité, y Oberdán no permitió que lo hiciera: al contrario, me hizo vivir aún más poniendo la mitad de la lengua en mi vagina y clavándola como si pretendiera alcanzar la compuerta de mis misterios. En días anteriores mis consolaciones me llevaron al orgasmo, en nada parecido al que me sobrevino con sensación de génesis, mucho más aún cuando el pulgar derecho de Oberdán presionó en el esfínter de mi culito y el placer se esparció por todas las células de mi cuerpo y se hizo mayúsculo. Entonces busqué desesperadamente alcanzar el pene de mi amor, lo encontré, lo tomé con fuerzas, le exigí aproximarse a las ansiedades de mi conchita, lo puse en la puerta y Oberdán me devoró la boca, empujó con suavidad, el glande se acomodó entre los labios, cabeceó tiernamente y se hundió sin mayor esfuerzo, ayudado por la mezcla de saliva y humores que me empapaban. Se detuvo un instante: Te quiero, muchachita, y serás mía para siempre…, dijo, y con un nuevo empujón desgarró el escollo que lo contenía y me convirtió definitivamente en mujer.

Después no recuerdo nada: sólo el gozo, el placer, mis lágrimas de amor, la hombría de Oberdán elevándome al cielo, mis necesidades de acariciar el bastón de mando que cuando comenzaba a empequeñecerse se recuperaba en el interior de mi boca y volvía a hundirse en la ansiedad de mi vagina: No, querida, el culito seguirá virgen hasta que estemos tranquilos en Lima. Mi armamento puede herirlo y debes estar bien para la entrevista…, afirmó en plena madrugada, luego de toda una noche de amor, y fue así: tres noches después y luego de una preparación adecuada le entregué el último rincón que quedaba sin amar.

Tenemos una vida tranquila, y el placer siempre está dispuesto, pero lo más importante es que nos llevamos bárbaro. Vivimos en Lima, en el departamento que Oberdán compró para nosotros. Sólo nos separamos cuando debe viajar a Buenos Aires o España, pero no pasa más de una hora sin hablarme. Sigo siendo estudiante aventajada y los hombres en general me comen con los ojos porque el amor me hizo aún más linda, especial, con un cuerpo que el tiempo va convirtiendo en espectacular, a tal punto que me llueven las propuestas para modelar ropa o animar fotografías. Sólo acepté hacerlo una vez, con honorarios donados a los niños más necesitados de Tumbes: quiero ser médica y curar a la gente de mi región, además de ser siempre especial para el hombre que el destino señaló como mi único amor.

Seguramente todos ustedes me conocen y me vieron alguna vez: soy la imagen de Perú en la propaganda turística que recorre el mundo, y la cubierta del libro que una editorial londinense publicó con el primer trabajo reconocido de mi padre: “Naturaleza peruana”, donde mis ojos amarillo-verdosos, ligeramente dorados, se confunden con las bellezas de pájaros y flores.