La necesidad obliga
Cuando la edad amenaza una buena vida sexual, hay que agudizar el ingenio
Soy María Inés. Tengo cincuenta y dos años y estoy casada con Gabriel, doce años mayor que yo. Nuestro matrimonio ha sido todo lo satisfactorio que un matrimonio puede ser, después de tres décadas de convivencia. Hemos atravesado crisis y tensiones, momentos felices y otros agradables. Hemos estado al borde del divorcio más de una vez, y nos hemos jurado amor eterno varias otras veces. Y siempre hemos encontrado en la paciencia y en el sexo la solución natural de casi todos nuestros problemas.
Hoy enfrentamos otra crisis, cuya particularidad reside precisamente en que afecta uno de nuestros pilares. A mi marido le cuesta cada vez más mantenerse firme…Los años, el estrés laboral y la inestabilidad económica de todos los días han contribuido decisivamente en este decaimiento, y ya nos afecta a los dos: a él, obviamente, en su amor propio, además de sus insatisfacciones; y a mí, en mis insatisfacciones, además de mi amor propio. Y como la situación parece que empeora, también nuestros problemas y nuestras preocupaciones crecen. No es que la situación fuese insostenible, pero las normales fricciones que toda pareja tiene en su convivencia cotidiana no encontraban ahora en nosotros ese lubricante natural y perfecto que es el sexo. Y más aún, las mismas frustraciones de nuestras relaciones sexuales actuaban ahora como fuentes de eventuales fricciones y malos humores.
Vivimos en las afueras de una ciudad del centro de la Argentina, en una zona serrana muy bonita y agradable. Y dada su posición, ha sido habitual que nuestros familiares y amigos que viven en otras ciudades utilicen nuestra casa como paso intermedio en sus viajes. A tal efecto, tenemos siempre preparada una habitación para nuestros huéspedes, la cual se encuentre en el otro extremo del pasillo que termina en nuestro dormitorio. Entre ambos ambientes, está el baño.
Entre los visitantes más habituales se destaca Guillermo, un primo de mi esposo, que es viajante de comercio. Un muchacho de mi edad, muy agradable y conversador, que nos mantiene al día con las noticias de toda la parentela. Pues bien, los hechos que les relataré comenzaron en ocasión de una de sus visitas, a comienzos del verano anterior.
Habíamos terminado la cena y la larga sobremesa, como ya era habitual, y cada uno se fue a su dormitorio: Guillermo al de huéspedes y nosotros al nuestro. Ocupamos alternativamente el baño para asearnos antes de acostarnos. Las puertas fueron cerradas. ¡Y a dormir!
A los pocos minutos sentí las manos de Gabriel comenzando a acariciarme, lentamente al principio, pero con más ímpetu después, cuando las metió por debajo de mi camisón. Por supuesto que lo dejé hacer, un poco resignada a afrontar una nueva frustración. Le devolví las caricias volviéndome hacia él, y ahí me llevé dos sorpresas sucesivas: mi marido estaba desnudo, y lo más importante, su miembro viril era una barra caliente y dura. Llena de esperanzas, le puse más entusiasmo a mis caricias, a lo que él respondió quitándome el camisón y dejándome desnuda también.
En ese momento, Gabriel se apartó y bajó de la cama y –dirigiéndose hacia la puerta – la abrió.
—¿Qué hacés? — le pregunté, algo intrigada y en voz baja.
—Tengo calor, y necesito más aire — me respondió, mientras se metía otra vez en la cama. A través del pasillo y por debajo de la puerta de Guillermo, se veía que aun tenía la luz encendida. Era la única y escasísima claridad. En seguida continuamos con nuestros juegos, cada vez más animados. Aunque yo estaba un poco nerviosa con esa puerta abierta. Se lo dije:
—¿Y si Guille viene al baño? Nos va a ver… — le susurré, mirando hacia la línea de luz bajo la puerta, mientras Gabriel besaba mis senos y exploraba entre mis piernas.
—¿Qué importa? — fue su respuesta. Y agregó: —me excita mucho que pueda vernos, que pueda abrir la puerta y vernos.
Ya me había dado cuenta. Su sexo rozaba mi concha con un brío que hacía mucho no tenía. Feliz, me deslicé hacia abajo, buscándolo. Se merecía la mejor de mis atenciones. Quedé encantada cuando me costó metérmelo en la boca, de grande que estaba. Mi lengua se concentró en su glande mientras mis labios imitaban las funciones de otros labios. Mis manos jugaban entre sus nalgas, explorando donde sabía que le gustaba. Mis ojos, de reojo, seguían atentos a ese filo de luz que no se apagaba. Si Guillermo abría esa puerta, nos vería cogiendo y desnudos, sin atenuantes…
En ese momento, veo que la luz de la cabecera de Gabriel se enciende. Quedé aterrorizada.
—¡Nos va a ver…! ¡Apagá…! — exclamé con un hilo de voz.
—¿Y no te excita eso…? — me respondió desafiante…— ¿no te excita la posibilidad de que abra su puerta y nos vea cogiendo…?
Y mientras me respondía de ese modo, con sus brazos me atrajo hacia arriba, hasta dejar su miembro a la altura de mi sexo. Y me penetró con un único movimiento, hasta el fondo. De golpe me sentí veinte años más joven, cabalgando a mi hombre, mientras lo sentía llenar mis entrañas. Y de golpe también dejó de importarme si Guillermo abría la puerta y nos descubría. Al contrario, comencé a compartir con mi marido también esa excitación adicional.
Hubo un orgasmo sensacional, fuegos artificiales, repetición y aplausos, y la puerta no se abrió. Pero desde entonces descubrimos un atajo, un camino secreto que nos llevaba a los placeres de diez años atrás. Nos volvimos adictos a tener sexo en condiciones de riesgo.
Comenzamos a buscar situaciones límites como marco de nuestros encuentros sexuales: en rincones del parque, en los arroyos en donde íbamos a bañarnos, en habitaciones de hoteles cuyas ventanas dejábamos abiertas, en el jardín de nuestra propia casa, colindante con los jardines de los vecinos. Incluso en el auto, aunque esto presentaba muchas veces problemas de elasticidad y de calambres. Nuestras relaciones mejoraron geométricamente, pero también los riesgos ciertos de ser vistos. Ya no pasaba una semana sin que lo hubiéramos hecho dos o tres veces al menos, quedando cada vez tan satisfechos ambos que nos parecía increíble que no lo hubiéramos intentado antes.
Y pasó lo que tenía que pasar. Una tarde nos bañábamos desnudos en el salto de uno de los arroyos cercanos. Si bien era el fin de la primavera, y el día no era feriado, solían concurrir ocasionalmente algunos bañistas. Ya habíamos cogido así en otra oportunidad, con dos parejas a menos de veinte metros, sin que ellas lo advirtieran. Sin embargo, esa tarde estábamos solos, y disfrutamos jugando un poco en el agua y retozando al sol sobre unas piedras. Y allí comenzamos a acariciarnos. Gabriel, con su miembro ya erecto y firme, me besaba y mordisqueaba mis pezones, mientras su mano se acercaba con suavidad y lentitud a los pliegues de mi intimidad. Ya estábamos calientes, listos para otra sesión de placer. En ese momento, los vi. Eran una pareja de un poco más de treinta años, que se acercaban al arroyo desde la margen opuesta, con la evidente intención de pescar. Cuando terminaran su descenso, estarían a escasos seis o siete metros de nosotros.
Gabriel no los había visto. Y ellos tampoco parecían advertidos de nuestra presencia. No sabía qué hacer. Sabía que eso podía pasar, desde que comenzamos con nuestros juegos. Pero temía que se le advertía a mi esposo, el clima de tremenda sensualidad se cortara, y terminara afectando las posibilidades a futuro. Por otro lado, el sentir que pronto, en forma inminente, nos iban a ver desnudos y cogiendo, me produjo una excitación que hacía mucho, muchísimo no sentía. Esa sensación, ese calor lleno de lujuria que me inundó, terminó por decidirme. No dije nada, no advertí a Gabriel de la llegada de esta pareja, y menos cuando sentí su lengua entre mis piernas, explorando mi sexo, mientras sus manos estrujaban mis senos. Mis ojos se clavaron entonces en nuestros imprevistos visitantes.
Ella fue la primera en vernos, deteniéndose en seco. Inmediatamente se lo comentó a su compañero, quien se giró hacia nosotros. Se quedaron inmóviles por un buen rato, probablemente hasta que se dieron cuenta de que yo los estaba mirando. Las caricias de mi marido y el calor de esas miradas me llevaron a mi primer orgasmo de esa tarde, sin controlar mis gritos de placer y de excitación. Y sin dejar de mirar a nuestros espectadores. Estos, seguramente más confiados y más excitados, continuaron su descenso al arroyo, llegando casi al borde, a unos siete metros de nosotros. Dejaron sus cañas y su canasta, y se sentaron en una piedra, como en un teatro.
Gabriel se estaba incorporando, tras haberme arrancado semejante orgasmo con el esfuerzo de su lengua en mi sexo. Creo que pretendía montarme en ese momento. Entonces me apresuré a voltearlo, tendiéndolo de espaldas en la piedra, ocupando el lugar que yo tenía hasta entonces, y descendí a buscar su miembro viril, duro como la roca sobre la que estábamos. Y comencé una mamada con todas las reglas del arte. Lamí su pene, que olía a macho en celo, caliente y lleno de jugos. Y cuando lo introduje en mi boca, sentí que se cuerpo se tensaba: acababa de descubrir a nuestro público.
—¡Inesita…! — me susurró. —¡Hay gente mirándonos…!
—mjm…— fue mi respuesta gutural, mientras lo miraba sonriente, con su miembro en mi boca.
Entendió inmediatamente. Su sonrisa así lo manifestaba. Y sentí cómo se endurecía aun más, a la vez que sus caricias crecieron en ardor. Sentí también que el sabor salado aumentaba de intensidad. Si seguía chupándosela, llegaría. Opté por dejar mis caricias, e incorporándome, me dispuse a montarlo.
Pero me volvió a sorprender.
—¡Mirá si serás puta…! — me dijo al oído, mientras hacía que me sentara sobre él, dándole la espalda. Es decir, de cara hacia nuestro impresionado público. Y sentí cómo me penetraba de un solo envión. Sus brazos me rodearon, y sus manos se aferraron a mis tetas, estrujándomelas. Pero la excitación mayor venía de la mirada de esta pareja, fija en nosotros, en nuestros cuerpos desnudos, en nuestros gestos y gemidos.
Me abandoné a ese cúmulo de sensaciones, sin pensar en otra cosa más que en el inmenso placer, en la ardiente excitación de sentirme mirada mientras me cogían con semejante intensidad. El orgasmo me vino como una inundación que llegaba desde mi vientre, incontenible y profundo. Y grité de placer, grité de ansiedad, mientras sentía que mi marido me llenaba con su semen caliente, y mientras miraba cómo ese desconocido muchacho, presa también él de la excitación, besaba y manoseaba a su mujer, que se dejaba hacer.
Aun con el cuerpo estremecido, con las piernas temblando, nos retiramos, dirigiéndonos hacia donde dejamos nuestras ropas. Las recogimos y seguimos caminando hacia el auto, desnudos todavía, a unos doscientos metros. Cuando llegamos, me volví para mirar de lejos a nuestros inesperados visitantes. Sus cuerpos desnudos, apenas distinguibles entre sí, se entrelazaban consumidos por la pasión.
Ya en casa, tomando unos mates, le expresé a mi marido las sensaciones de esa siesta en el río:
—Mi amor…he quedado deslumbrada por lo que hemos vivido…¿vos no?
—Me encantó, si a eso te referís…fue increíble que tomaras la actitud que tomaste…
—Si… — le respondí, agregando tras unos instantes: — pero me refería también a mi asombro respecto de lo que hemos cambiado nosotros, nuestra relación, nuestros encuentros sexuales. Parece que hubiéramos rejuvenecido veinte años, y no me deja de sorprender.
Él me miraba mientras terminaba su mate a sorbos cortos y lentos. Entonces continué:
—Hace unos meses, antes de que viniera Guillermo aquella vez de la puerta abierta, realmente estaba preocupada. Creí que las cosas se pondrían más difíciles para nosotros, al menos en este aspecto sexual. ¡Y miranos ahora…hechos unos libidinosos! — y no pude contener la risa.
Gabriel me devolvió el mate vacío, y con voz tranquila, pero que transmitía también una alegría intensa, me dijo:
—Inesita…lo que decís es cierto, pero lo que ha pasado hoy en el río fue distinto. ¿Te das cuenta que nos vieron coger, a escasos metros de nosotros? En realidad, dejamos que nos vieran, y lo disfrutamos…eso fue totalmente nuevo, para vos tanto como para mí…¿qué pensás de eso…?¿No te molestó…?
—A mi no, al contrario…me excitó muchísimo…me sentí distinta, y…me gustó…¿Y a vos…?
—A mí también, como habrás visto… — me replicó entre risas. Y agregó, ya más expectante: —¿Y no te preocupa cómo seguirá esto…?
—¿En qué sentido?
Me miró casi serio por unos instantes, antes de responderme con otra pregunta:
—¿Qué hubiera pasado si esa parejita, en vez de mirarnos, se hubieran acercado más…?¿Si hubieran querido participar…? Imaginate, Inesita, que repitamos lo de hoy, y aparezca nuevamente una persona…un tipo, digamos…y supongamos que no se conforma con mirar…¿qué haríamos?
No respondí en seguida, porque realmente me tomó de sorpresa. Hubo un largo silencio, durante el cual terminé mi mate, lo cebé nuevamente y se lo tendí a Gabriel. Realmente mi marido me había dejado con una serie de inquietudes que no solamente revoloteaban por mi cabeza, sino que recorrían todo mi cuerpo. Él esperó paciente, sorbiendo la bombilla con su modo tranquilo, aunque creo que también a él le revoloteaban las mismas sensaciones que me atravesaban a mí.
—No se, Gabriel…no se, mi amor, qué decirte o qué pasaría. Pero mirándolo así, en abstracto, sintiéndote junto a mí, sintiendo tus ojos en los míos…me parece que no me molestaría…creo que me gustaría…creo que me hubiera gustado que esos dos de esta tarde se hubieran atrevido a cruzar el río, a acercarse y a participar…No me vas a creer, pero la sola idea ahora, aquí, me excita…