La mujer más guapa del mundo
¿Tú también has sentido un impulso irrefrenable y te sentías como una marioneta en manos de alguien?
❶Pensando con la punta de la polla
De nuevo en la prisión madrileña de Republica de Soto, únicamente llevo unas horas en una de sus celdas y su olor me trae desastrosos recuerdos de momentos no elegidos. ¡Cuánto esfuerzo se ha ido por el garete, por dejar que la polla y el corazón controlaran mis impulsos! Todo por un coño, un buen culo, unas buenas tetas y el rostro más dulce que había visto jamás. No sé qué va a pasar conmigo, la posibilidad de una condena reducida se ha esfumado de golpe y porrazo y lo peor, ¿qué va a ser de mí ahora que ya no cuento con la protección del Barbas y Cinturón? Aunque mi aspecto sea completamente diferente del hombre que fui, el patio del presidio es un polvorín de rumores y no se tardara en saber quién soy realmente: Luis Barcelona, el puto rey de los chanchullos.
Pensar que todo empezó hace cinco años. En un tiempo donde la palabra crisis, en los ámbitos que yo me movía, se aplicaba solo a la relaciones de pareja. La economía española vivía un momento glorioso, todos los que arriesgaban ganaban dinero y los políticos corruptos como yo, íbamos de la mano de gentuza que parecían salida de una película de Martin Scorsese. Pero como mi moral era verde y se la comió un borrico, relacionarme con gente de la calaña del Barbas o Paco Cinturón me la traía floja. Mi ritmo de vida era el de ellos y a cambio de un favorcito aquí, una concesión allá, tenía acceso a privilegios que la gran mayoría no podía sino soñar y aquello, me hacía sentirme especial, muy, muy especial. Tanto gastas, tanto vales.
Pero como la felicidad dice que nunca es completa, todos los lujos y excesos materiales no cubrían todas mis carencias particulares. Mi mujer, más preocupada en aparentar que en ser, se había olvidado del hombre del que se enamoró y puede que ya no quedara nada en mí de él, pero tampoco ella hizo el menor intento de buscarlo. Aunque yo seguía deseándola, ella a mí ya no. Sus necesidades pasaban exclusivamente por estar a la última, ser una persona respetable en nuestro círculo social y despertar las envidias de unas hipócritas amistades. Para mi pesar, seguía siendo una mujer hermosa a la cual los años no la habían deteriorado, había traspasado ya los cuarenta y aparentaba apenas unos treinta y pocos.
Mis dos hijos, universitarios ya, tenían su vida y eran dos islas más en el mar de gente que me rodeaban. Mis conversaciones con ellos parecían salidas de un manual de protocolo y cualquier intento mío de acercarme a ellos, era contrarrestado con un: “Papá, perdona pero ahora no tengo tiempo”. Mis sacrificios y esfuerzos por conseguir que tuvieran la educación que por su estatus se merecían, se veían compensando por su parte con indiferencia y desaires.
Tenía más dinero del que había soñado, era alguien a tener en cuanta en el partido Liberal del país… Se podía decir que era un triunfador, pero cuando volvía a casa y sus paredes me recordaban mi fría realidad, me sentía el mayor de los fracasados. Si hubiera tenido el valor suficiente, hubiera visitado a un terapeuta, pero siempre me había creído un tipo duro y las cosas esas de los psiquiatras me parecían una mariconada.
Con una vida familiar tan deprimente, no fue raro que comenzara a salir de noche con el Barbas, un putañero como la copa de un pino. Al principio eran unas opíparas cenas acompañados de esculturales bomboncitos, más interesadas en el bulto de nuestra cartera que en el de nuestra entrepierna. Luego comenzaron las visitas a los sitios de alternes y por último las fiestas en su chalet de las afueras. Píldoras de placebo para una soledad, que cada vez se me hacía más insoportable.
Los cuarenta y ocho años que tenía por aquel entonces, me recordaron que mi cuerpo no era el de un niño y, o dejaba de abusar del alcohol, las drogas y el sexo o más pronto que tarde me vendría a visitar un infarto. Para evitar males mayores y porque aquella vida me aburría, deje de frecuentar al Barbas, coincidiendo con él solo en el Restaurante la Gaviota, un lugar discreto donde prácticamente se llevaban a cabo todos los trapicheos del partido. Era como mi segundo despacho. Allí era donde se concedían concursos a dedos a las empresas, allí era donde se entregaban los correspondientes maletines de dinero libres de impuestos.
Fue en aquel restaurante donde conocía a Mónica, la mujer más bella que había visto nunca. No creo en el amor a primera vista, ni en nada de esas gilipolleces que nos venden para aborregarnos, pero verla me hizo olvidar todas mis penurias hogareñas. Jamás había visto unos labios tan sensuales, jamás había visto unos ojos verdes que dijeran tanto. La dulzura y ternura eran protagonista de cada uno de sus gestos, cuando me sirvió la primera copa de vino, no pude evitar fijarme en la chapita identificativa que colgaba de su solapa y, haciendo gala de esa simpatia mía tan característica, le dije:
—Mónica, mira que el nombre es bonito, pues no hace justicia a su dueña.
Ella me miró y se río mostrando unos dientes perfectos (como todo en ella), una sonrisa que emanaba autenticidad por doquier y eso, para mí que era el León en la Selva de la hipocresía, me sedujo aún más. Respondí a su gesto con un ademán de complacencia y, sin darnos cuenta, iniciamos un sutil juego de seducción, que concluyó cuando el Barbas se percató de lo que ambos nos traíamos entre mano.
—Pero miren los señores a Don Luis, no pierde ocasión para ligar, ¡ya hasta con las camareras! —sus palabras estaban mecidas por el alcohol y seguramente unas cuantas rayas de coca, su voz, a pesar de que intentaba ser amable, sonaba enfangada y bronca.
La momentánea magia que surgió entre Mónica y yo se esfumó ante el abrupto comentario. Clavé violentamente mi mirada en el descarado crápula y, por ser yo quien era, calló, no volviendo a reiterarse en sus bromas de mal gusto.
Durante el resto de la noche, cada vez que la atractiva mujer pasaba por mi lado, no podía evitar sentirme dichoso ante su visión. Todo en ella era exquisito y, si alguna vez había tenido un ideal de mujer, lo acababa de encontrar hecho carne. Podría decir que verla me ponía cachondo como hacía tiempo que nadie lo conseguía, pero limitar lo que sentía en aquel momento, simple y llanamente, al plano sexual, sería ofender a Mónica y ofenderme a mí. Nunca en mi vida antes nadie había despertado aquellas sensaciones (ni mi mujer de la que cual me casé muy enamorado). Nunca me había sentido tan unido a una perfecta desconocida y a pesar de que solo habíamos intercambiado un par de frases, tenía la extraña sensación de conocerla bastante más.
El motivo de aquella reunión era de los importantes, los accionistas mayoritarios de las principales empresas constructoras del país, habían enviado a sus directivos y hombres de confianza para que, desde el gobierno balear, se comenzara a hacer las gestiones para la recalificación de unos terrenos en la costa. Aquella operación suponía un buen pellizco, tanto para mí particularmente como para la cúpula del partido, sin embargo, a diferencia de lo que hacía siempre, no estaba regateando al máximo el importe de nuestra “retribución”. Mi mente no estaba en aquella mesa, mis pensamientos acompañaban a la hermosa camarera en cada uno de sus paseos por el extenso salón del restaurante. Debí darme cuenta de que aquel despiste era como una especie de señal, y los miles de euros que perdí aquella noche eran solo un presagio de lo que quedaba por venir.
Repentinamente perdí la razón, deje que la lujuria gobernara mis actos y al verla entrar en los baños, la seguí. Las emociones que aquella mujer removía en mí, hacía que se me nublara el entendimiento. Comprobando que nadie me veía entrar en los servicios femeninos y, corroborando que quien únicamente se encontraba en el interior era ella, atoré la puerta de este para que no pudiera ser abierta desde fuera y aguardé a que saliera del pequeño habitáculo.
Al verme, una mueca mitad espanto y mitad sorpresa se pintó en su rostro, quedándose como petrificada. Haciendo acopio de todas mis armas de seducción, caminé con paso firme y me paré en seco, a escasos centímetros de ella. Mónica, para ser mujer, es bastante alta (medirá uno setenta y seis o setenta y siete), y si a eso, se le une unos centímetros de tacón, su rostro quedaba casi a la altura del mío. La tensión sexual que creció entre los dos en unos segundos, se podía cortar con un cuchillo.
Sin esperar alguna respuesta por su parte, llevé mis manos a su delgada cintura y apreté su cuerpo contra el mío. Fue sentir como se aplastaban sus senos a mi tórax y sentí como mi polla crecía dolorosamente dentro de mi ropa interior. Clavé mi mirada en la suya y la pasión que sus verdes ojos emanaban, me dejó claro que ella deseaba aquello tanto como yo.
Suavemente cogí su mentón y acerqué mis labios a los suyos, un sabor a menta invadió mi paladar al tiempo que un chispazo de placer recorrió mi espalda al percibir como nuestras lenguas se unían en una danza zigzagueante. Ella anudó sus manos a mi cuello y yo apreté su cintura a mi pelvis, dejando que mi virilidad presentará los respectos pertinentes a su entrepierna. Ella se abandonó a sus instintos y al notar la dureza de mi rabo, restregó su chocho libidinosamente contra este.
El tiempo pareció detenerse mientras nuestras bocas se fundían, deslicé mis manos por su delicioso y duro trasero, lo apreté fuertemente y un quejido de placer escapó de su garganta. Froté mi barba en su cuello, desnudé sus hombros y paseé mis labios por ellos. Sus manos abandonaron mi cuello, acariciaron delicadamente mis facciones y terminaron jugueteando con mi incipiente barba, ¡fue lo más tierno que había sentido en mucho tiempo! Nada que ver con los gélidos gestos de mi esposa, nada que ver con la fogosidad mercenaria de las mujeres que frecuentaba normalmente. Aquella mujer me tocaba como hacía años que nadie lo hacía y aunque sus atenciones hacia mí eran tan falsas como la de las prostitutas que frecuentaba, yo ingenuamente creía que estaban cargadas de sinceridad y me dejé llevar.
Mis caricias treparon desde su cintura hasta sus hermosos pechos, ni demasiado grandes, ni demasiado pequeños, un tamaño justo que al corroborar que eran naturales me motivaron aún más. Desabotoné el uniforme anhelando conocer la textura de su piel, al bajar el sujetador advertí que tenía los pezones duros de excitación (¡Qué buena actriz era la muy zorra!), y sin más preámbulos incliné mi cabeza sobre ellos y comencé a lamerlos.
Sus dedos como si fueran pequeñas hormiguitas descendieron desde mi pecho, a mi abdomen y de ahí a mi entrepierna, de un modo tan sensual como delicado, agarró mi tranca y comenzó a acariciarla sobre la tela del pantalón. Nadie, repito: ¡na-die!, me había sabido tocar así antes, no sé si porque no podía pensar con claridad o porque la tipa era realmente buena, noté como mi calzoncillo se empapaba de líquido pre seminal, hacía años que no gozaba tanto con los preámbulos del sexo.
Hábilmente su mano sacó mi polla de su cautiverio, la apretó magistralmente entre sus dedos mientras me dejaba mordisquear suavemente sus pezones. Los pechos de Mónica, que tendría unos veintiséis años por aquel entonces, emanaban el aroma de la juventud y su sabor, la más prohibida de las frutas.
Jamás olvidaré como gemía mientras saboreaba sus sonrosados senos, jamás olvidaré como sus manos acariciaban los pliegues de mi escroto, como se deslizaban por mi erecto tronco escrutando las hinchadas venas, como sus dedos empapados en mi fluido pre seminal, hacían círculos sobre mi glande.
Sin más dilación, desabroché el último botón de su bata y dejé que esta cayera a sus pies, me separé de ella un poco, con la intención de observarla detenidamente y su mera visión propició que mi pene vibrara de emoción. Si con el ajustado uniforme intuía que Mónica era una hembra para quitarse el sombrero, en braguitas y sujetador, vulgarmente hablando, era capaz de levantársela a un muerto.
Preso del descontrol llevé mi mano a su pelvis y acaricié su sexo por encima de las bragas, aunque quise ponerle más pimienta y dilatar el momento, estaba tan ansioso de tocar aquella raja que pegué un tirón de su prenda interior, tan fuerte, que estuve a punto de destrozarla.
Fue palpar su vulva mojada (¡Cómo se metía en el papel la muy puta!) y tuve la sensación de que lo bueno venía ahora. Metí un dedo en aquel caliente coño, lo empapé de sus efluvios y lo llevé a mi nariz. Esnifé aquel aroma y un libidinoso perfume empapó mis glándulas pituitarias, haciendo que mi cerebro se rindiera a la lujuria. Tras oler mi dedo, lo llevé a mi boca y lo lamí maliciosamente busqué su mirada y ella me respondió mordiéndose sensualmente el labio.
Introduje otro dedo más en mi boca, los empapé con saliva de un modo meticuloso y, con el beneplácito de mi acompañante, los interné en la rosada cueva. El ritmo de la respiración de Mónica, al sentir como la punta de mis dedos acariciaban su clítoris, aumentó de forma desmedida, ver como aquel pedazo de mujer se corría con solo tocarla, aumentó mi vanidad. Hoy, en perspectiva, no sé si fue un orgasmo real o fingido.
Movido por el deseo, busqué un preservativo en mi chaqueta, lo desenfunde apresuradamente y una vez lo coloqué sobre el asta de mi virilidad, la penetré de un modo casi violento. Cada empellón que mis caderas arremetían contra su cuerpo, era acompañado con una plegaria de gemidos que brotaban de sus labios. Cada vez que mi caliente tranca entraba y salía de su fogosa oquedad, mis labios buscaban los suyos y bendecíamos con un beso aquel carnal acto.
Era tanto el fuego que ardía en mi interior, que cinco minutos más tarde, tras un brutal y placentero quejido, mis cojones vaciaban su contenido al ritmo de una descompasada respiración que trataba de volver a su ritmo normal. Saqué mi pene de su interior y la volví a besar, regalándole con ello toda la ternura de la que era capaz.
Un instante después arrojaba el preservativo en la taza del wáter, limpiaba mi verga con una toallita desechable y recomponía mi aspecto. Mónica, por su parte, hacía algo parecido delante de uno de los espejos del baño, observé su hermoso rostro y no podía disimular la preocupación que la embargaba por lo que acabábamos de hacer.
—¡No te preocupes!, si tu jefe te dice que donde has estado, dile que quitándome una mancha de la chaqueta… Yo corroboraré tu historia.
—No, ahora mismo lo que menos me preocupa es mi jefe —su voz sonaba triste—, es esto que hemos hecho, ¡no está bien!
—¿Quieres decir que no te ha gustado? —mi voz estaba cargada de sarcasmo.
—No, simplemente que yo no soy así.
—¿Así…?
—Tan lanzada —hizo una pausa al hablar como si se sintiera culpable y prosiguió intentando justificarse tanto con sus gestos, como con sus palabras —. Nunca antes me había comportado así, ¡no sé qué me ha pasado!
—¿Tú también has sentido un impulso irrefrenable y te sentías como una marioneta en manos de alguien?
—Suena un poco cursi, ¡pero sí! —al decir esto sonrió y el desasosiego pareció desaparecer de su rostro.
Nos miramos como si fuéramos algo más que dos completos desconocidos, estuve a punto de volverla a besar más ella me frenó y, colocando los brazos extendidos con las palmas de las manos mirando hacia mí, dijo:
—Mejor volvamos al restaurante, antes de que alguien nos eche de menos.
Mientras quitaba el atoramiento que impedía abrir la puerta, se echó un poco de jabón en las manos, lo mezcló con agua y me lo echó en la solapa de la chaqueta.
—Por lo menos que la coartada sea creíble.
La miré y no pude más que reírme ante su ocurrencia.
Unos minutos después volvía a ocupar mi sitio en la concurrida mesa del restaurante, las miradas de todos los presentes se clavaron en mí cuestionando mi prolongada ausencia, con total desparpajo, respondí a su silenciosa pregunta:
—Me he manchado la chaqueta y una camarera me ha ayudado a quitármela.
El Barbas se me quedó mirando pensativo, me sonrió maliciosamente y añadió:
—Has hecho bien, porque esas manchas o se quitan en caliente o después no hay manera.
❷ La jodida trena.
¿Puede un acontecimiento volver una vida del revés? Pues sí, una jodida redada en el restaurante La Gaviota dio la vuelta a mi mundo personal, mostrándome lo que realmente era y quienes eran mis verdaderos amigos.
Las tormentas aparecen cuando está todo en calma, mi vida se había convertido en una balsa de aceite: los “negocios” del partido iban viento en popa y cada vez me permitían una comisión mayor, mi relación con mi familia era cada vez más soportable y llevaba un año manteniendo una especie de relación con Mónica, aunque no le tenía puesto ni un piso, ni le compraba cosas caras, era lo más parecido a una amante que había tenido en mucho tiempo.
La reunión del día de marras en el Gaviota era la “REUNIÓN”. No habíamos pegado una mordida tan grande en años y es que lo que estábamos “vendiendo” era todo un pelotazo. Nos habíamos dado cita el Barbas, Antonio Cinturón y los hombres de confianza de las principales constructoras del país. La recalificación de unos terrenos en la costa levantina, les iba a hacer ganar muchísimo dinero a todos los implicados y yo como siempre me llevaría una jugosa parte por hacer que todos los trámites burocráticos fueran, por así decirlo, un poco más fácil.
Junto con el sexo, lo que más me excita es ganar dinero y aquel día iba a ganar muchísimo dinero, como en el cuento de la lechera especulaba sobre lo que iba a hacer con todo aquella pasta, no obstante mis sueños se fueron al traste en el preciso instante que unos policías de paisanos irrumpieron en el salón VIP de La Gaviota, de no haber estado yo recibiendo un maletín con un millón de euros por parte de uno de los directivos de Ferroviaria Constructora, S.A., aquello hubiera sido meramente circunstancial y los picapleitos del partido hubieran hecho que la causa se desestimara, pero, como vulgarmente se dice: “Me habían pillado con las manos en la masa”, y por mucho que yo dijera: “¡No es lo que parece!”, lo cierto es que lo era.
Por lo que pude enterarme después, anti-corrupción llevaba tiempo siguiendo la pista a todos lo que se relacionaban con el Barbas y Cinturón, aunque en principio lo hicieron simplemente por indicios de delito fiscal a la vez que fueron conociendo más nuestros tejes y manejes, descubrieron que lo del blanqueo de capitales era solo la punta del iceberg, que tras la fachada de mi partido y el entramado de empresas de Antonio Cinturón había tejida una red de corruptelas que abarcaba desde el tráfico de influencias al de drogas, pasando por la trata de blancas. Una organización estructurada a base de testaferros y que nadie nunca hubiera sabido relacionar, como no hubiera sido desde dentro. ¿Cómo pude ser tan ingenuo? Aunque yo creo que más que ingenuo fui el mayor gilipollas del mundo, por confiar en quien no debía.
La redada del Gaviota fue noticia en todos los periódicos al día siguiente y aunque en un principio todo eran meras especulaciones, pues no hubo filtraciones judiciales como es habitual en estos casos. La gente al ver relacionado mi nombre, y por ende el de mi partido, con la trama mafiosa de Cinturón, comenzó a pensar que no estábamos tan limpios como presumíamos estar y que en la calle Turín, lugar donde teníamos la sede política, algo olía a podrido. Más por mucha imaginación que el público le echara, no tenían ni idea del verdadero alcance de nuestras fechorías.
El mismo día que la policía nos detuvo, todos los participantes en la reunión del restaurante pasamos a disposición judicial y el juez dictó prisión provisional sin fianza, la mayoría teníamos los suficientes medios, para que el alto riesgo de fuga fuera algo evidente.
Aunque en un principio mis compañeros defendieron mi presunción de inocencia, a la vez que se conocían más datos sobre la enormidad de las infracciones cometidas, poco a poco, fueron quitándome su apoyo y desvincularon mi actuación de la del partido, argumentando que desconocían mis actividades y que si había perpetrado algún delito lo había hecho a título personal. ¿De dónde suponían que provenían las gratificaciones bajo cuerda que recibían? ¿Acaso pensaban que aquellos viajes de lujo de los que disfrutaban ellos y sus familias caían del cielo? Si eran tan tontos como para desconocer cómo se financiaba su partido, no creo que estuvieran capacitados para dirigir un país. En fin…
Si con mi entrada en prisión creía que había tocado fondo, lo peor estaba aún por llegar. Si la traición de mis compañeros de política había sido un palo inesperado, el desentendimiento por parte de mi mujer y mis hijos fue tremendo. Marta vino una única vez a visitarme, sola y con un objetivo principal: decirme que iba a empezar a tramitar el divorcio.
—Mujer, cuando se aclare todo y vean que no tiene nada contra mí, desbloquearan nuestras cuentas y todo volverá a ser como antes…
—¿Qué no tienen nada contra ti? Luis te cogieron aceptando un soborno… —su voz no podía disimular su ira.
—Mi abogado dice que todo es circunstancia que la causa será sobreseída.
—Da igual, diga lo que diga la justicia no quiero seguir compartiendo mi vida contigo, ya no eres el hombre del que me enamoré…
—¿Qué yo he cambiado? Tú tampoco eres la mujer con la que me casé —mis palabras estaban cargadas de acritud.
—Pero no me he convertido en una mafiosa como tú —su respuesta fue un reproche en toda regla.
—Ponte todo lo digna que quieras, pero tú eres tan culpable como yo… ¿O de verdad no sabías que vivíamos muy por encima de mi sueldo como tesorero? ¿De dónde creías que salía el dinero? Has comido de mi plato, a sabiendas de que la cocina estaba sucia.
Marta colgó el auricular del locutorio, se recompuso la ropa y se marchó sin siquiera despedirse. No la volví a ver hasta que los abogados empezaron a tramitar nuestro divorcio, y entonces éramos dos personas bien distintas: a mí me había cambiado mi estancia en prisión y ella, sin los lujos a los que yo la tenía acostumbrado, se convirtió en una sombra de la hermosa mujer que fue.
Con la vida tan arriesgada que llevaba, sabía que era cuestión de tiempo lo de llegar al precipicio, pero aquello fue como las muertes anunciadas, nunca uno está preparado del todo. Había pasado de pasear por los paraísos más esplendidos, a internarme en el más profundo de los infiernos y si para disfrutar de las maravillas del edén nunca me había faltado compañía, en la penitencia de mis pecados la gran mayoría me había dejado solo.
Por temor a que la desesperación me hiciera cantar todo lo que sabía, los contactos del Barba y de Antonio Cinturón me hicieron la vida más o menos agradable en la cárcel. Si había algún recluso que intentaba hacerme la vida imposible y yo no me bastaba para ponerlo en su sitio, siempre había alguien que le recordaba lo peligroso que era meterse conmigo.
La única visita que tuve durante aquella época fue algún que otro periodista, más interesado en sacar los trapos sucios de mi partido que en mi persona, y mi fiel abogado Augusto, quien cuando ya nadie daba nada por mí, estuvo a mi lado hasta el final.
—…por lo visto tenían al dueño del Gaviota cogido por los huevos y no tuvo más remedio que admitir que pusieran todo un sistema de escuchas en el local, tienen ciento de grabaciones cada cual más comprometida…
—¿Quieres decir con eso que no voy a salir de aquí?
—A mi parecer lo único que te queda es hacer un trato con la fiscalía anti corrupción…
—¿Un trato? ¿A santo de qué?
Se echó orgullosamente sobre el respaldo del sillón, encogió el mentón y haciendo alarde de toda su maledicencia dijo:
—Piensa Luís, no eres el único que has vivido por encima de tus posibilidades. El pastel era grande y muchos han comido de él. ¿Vas a pagar tú solo por lo que ha hecho la gran mayoría?
—¿Has hablado con los abogados del Barbas y de Cinturón?
—Sí, y sus clientes “cantarán” si tú lo haces… De hecho hemos repartido los nombres para que todos os podáis beneficiar del trato.
—¿Y cuáles me tocan a mí?
Se metió la mano en un bolsillo de la chaqueta, sacó un folio doblado en cuatro trozos, lo abrió ante mí y me dijo:
—Todos estos.
❸Cambio de jeta.
Largar todo lo que sabía de los nombres que me facilitó Augusto, no me sirvió de mucho, pues argumentaron que no eran pruebas fehacientes y todo era meramente circunstancial, la fiscalía no pudo abrir ningún caso contra ninguno de nuestros compinches. Tras un largo año de litigio, nuestro juicio quedó listo para sentencia. A Cinturón le cayeron veinte años por su cumulo de delitos, al Barbas catorce años y a mí diez. Diez años como diez soles, cuando saliera de la cárcel tendría sesenta años y estaría más acabado que una colilla. No solo no podría codearme con la gente a la que encumbré, sino que sería un viejo carcomido por los años de encierro. A pesar de que mi abogado dijo de impugnar la sentencia, sabía que poco quedaba por hacer y que de la reclusión no me salvaba ni Dios.
Mi única alegría durante mis dos años en el presidio fue Mónica, aunque tardó un poco en hacer su aparición por República del Soto, una vez lo hizo sus visitas se volvieron de lo más cotidiano, rara era la semana que no sacaba tiempo para verme, era un rayo de luz en la oscuridad de mi encierro.
En nuestro primer polvo en los baños del Gaviota, la atracción animal que sentimos fue alimentada por el deseo de hacer realidad nuestras fantasías, en las posteriores ocasiones aunque estaba claro que el deseo jugaba una baza importante en nuestros encuentros, fue naciendo entre nosotros una especie de cariño, que si bien yo no lo llamaría amor, bien podría tratarse de una buena amistad.
Está claro que no conocía tanto la naturaleza humana como yo creía, pues ni había cariño en sus palabras, no había pasión en sus caricias… ¡Todo era una farsa! Más cada vez que aparecía detrás del cristal del locutorio, para mí era como un oasis de felicidad en el desierto de sinsabores que se estaba convirtiendo mi existencia. Aún me es difícil asimilar que todo fue una sarta de mentiras, que lo que compartimos era tan irreal como la contabilidad de mi partido. ¡Qué buena actriz se ha perdido el cine! Pues la hija de puta no solo sabe interpretar bien, sino que está buena para reventar…
Pese a que sé que en nuestra “relación” la sinceridad y el cariño poco tuvieron que ver, no puedo evitar recordar cada una de sus visitas a la trena como una gota de esperanza, pues para mí eran lo mejor del día. Su sonrisa era como un faro en medio de mi océano de soledad, sus palabras un bálsamo para todo el dolor que aquel presidio hacía nacer en mi pecho. Nos habíamos vuelto tan cómplices, que al hecho de practicar el sexo lo llamábamos “encerrarnos en el baño”, en recuerdo de nuestra primerísima vez.
—Le he dado a un funcionario dos libros nuevos para ti, espero que te gusten.
—Solo con saber que tú los has escogido, ya hacen placentera su lectura…
Sonrió agradecida y regalándome una picara mirada me dijo:
—¡Que cursi te estás poniendo entre estas cuatro paredes! A mí siempre me habían dicho que la cárcel convertía a los hombres en tipos duros.
—Los malos modos los guardo para los cafres de ahí adentro, para ti soy todo ternura.
Complacida ante lo que escuchaba guardó unos minutos de silencio y haciendo un gesto de como que recordaba algo, se acercó el auricular un poco más a los labios y comenzó casi a susurrar:
—¿Preguntaste lo del vis a vis?
—Sí —dije afirmando al mismo tiempo con la cabeza.
—¿Y qué te han dicho?
—El director tras examinar el informe que el psicólogo hizo sobre nosotros, ha concluido que reunimos los requisitos de comportamiento y ha dado curso a nuestra instancia. Si no hay ningún problema, el jueves que viene estaremos juntos.
Mónica apoyó sus dedos sobre el cristal, yo hice otro tanto. Nos miramos con la misma ilusión que dos adolescentes enamorados, me dispuse a comentar algo pero ella me interrumpió:
—Voy a contar todas y cada una de las horas que quedan para ese día.
—Yo también, no veo el momento de volver hacerte mía…
—Para eso no nos hace falta un vis a vis —una sonrisa bobalicona iluminó su rostro al decir aquello —, pero he de reconocer que yo también me muero de ganas de volver a “visitar los baños” contigo.
Hicimos uso de todos y cada uno de los encuentros íntimos que nos permitió el director de la prisión. En cada uno de ellos aumentaban los lazos que nos unían y, aunque, hacía ya tiempo que había dejado de creer en lo que todos llaman amor, era evidente que el afecto de aquella mujer había calado hondo en mi... ¡Nunca debí precipitarme y ser tan confiado! Pero si algo tiene los sentimientos es que nos atontan y entumecen la razón, arma que, con astucia, ella supo utilizar para embaucarme más en su trampa.
De no ser por mi abogado, la habría hecho participe sobre lo que maquinábamos, pero él, a diferencia mía, no estaba cegado por el ritmo que le marcaba su polla.
—Luis, si queremos que esto salga bien únicamente nosotros dos debemos conocer el plan completo, el resto de participantes solo conocerán la parte en la que intervendrá, así, en caso de traición, solo podrán dar datos inconexos.
Miré a Augusto, su sexto sentido para las negociaciones siempre me había funcionado y si él no quería que Mónica supiera de lo que iba a pasar, así se haría. Si hubiera seguido confiando en su instinto, las cosas me irían de otra manera bien distinta.
Nada podía fallar, todo estaba planificado al milímetro, un amago de infarto simulado y una ambulancia penitenciaria me tuvo que trasladar al servicio de urgencias más cercanos. Menos vigilancia de la normal propició que una emboscada fuera más factible de lo habitual, hora punta en la periferia de Madrid, dos furgonetas bloquearon el paso del vehículo en el que me encontraba, cuatro matones encapuchados de la Europa del Este (rumanos, según me contó mi hombre de confianza), sin miramientos de ningún tipo y armados hasta los dientes, me sacaron del vehículo y me llevaron con ellos.
Si bien todo era un simulacro, mis “secuestradores” lo desconocían, con lo que su “actuación” fue impecable y en vez (de cómo lo que en realidad era) una fuga calculada, aquello pareció una especie de vendetta por mis mafiosos tejemanejes.
A unos tres kilómetros de allí, en una especie de escampado sin cámaras de vigilancia, dos tipos de raza china esperaban la llegada de los dos vehículos, los rumanos me pasaron a ello como si fuera una especie de paquete, se quitaron las máscaras, dejaron su transporte abandonado y se fueron cada uno en una dirección distinta. Los orientales me obligaron a meterme en el maletero de su Mercedes y tras unos minutos de paradas, cambios de marchas y demás, fui consciente de que el automóvil se internaba en una autopista. El habitáculo en el que me habían metido era bastante amplio para acoger a una persona y estaba iluminado (yo diría que estaba modificado expresamente para ello), no obstante, la postura no dejaba de ser incomoda y no podía evitar sentir cierta claustrofobia. Aquello unido a el efecto de los fármacos que había ingerido para reducir mi ritmo cardiaco, propiciaron que el viaje fuera de todo, menos agradable.
Perdí el sentido del tiempo, un cambio de velocidad me bastó para entender que habíamos abandonado la autopista y que quedaba poco para nuestro destino final: el polígono industrial de Cobo Calleja. Tras un breve recorrido por la China Town madrileña, sentí como el coche era aparcado en una de sus calles, los dos orientales se bajaban del vehículo y, respondiendo al plan trazado por Augusto, se desentendían de mí.
Unos minutos más tarde, sentí el sonido de la apertura electrónica del coche y como alguien se montaba en él.
—¿Estás bien, Luis? —nunca me tranquilizó más escuchar la voz de mi fiel abogado.
—Un poco encogido y mareado, pero bien…
—¿Han sido muy rudos tus “secuestradores” contigo?
—Un poco, pero ya lo hablamos: ante todo debían ser convincentes.
Sin decir nada, arrancó el vehículo y comenzó a transitar por las calles del polígono industrial, como si se tratara de un comprador más. Me encontraba bastante mareado y los constantes giros no hacían más que acrecentar aquella circunstancia. Poco después, tras estacionar el auto, hizo una llamada telefónica y comenzó a hablar en chino. Una vez concluyó su ininteligible conversación, se dirigió a mí me dijo:
—Luis, está todo previsto, en un par de días pasaras a ser historia.
Arrancó el coche y poco después, por los ruidos que llegaban a mí, pude interpretar que entrabamos en una especie de garaje. Unos minutos después la puerta del portamaletas era abierta y lo que parecía una nave industrial apareció ante mis ojos. Junto a Augusto había varios chinos que me miraban atónitos. Mi abogado, con la ayuda de uno de ellos, me ayudó a salir del estrecho compartimento.
Me sentaron en una silla de ruedas y adentrándonos en lo que me pareció una inmensa nave, llegamos a lo que se asemejaba a una improvisada sala médica (El material quirúrgico y demás que había en una de sus repisas, daban buena fe de ello). Una vez allí, dos mujeres de avanzada edad, parecían ser las madres o abuelas de los acompañantes de mi abogado, se encargaron de lavarme y vestirme con un uniforme de trabajo. Me acostaron sobre la camilla que había en el centro de la sala y se marcharon, dejándome en la única compañía de mi hombre de confianza.
—Ahora viene lo peor, pero con la anestesia que te van a inyectar no creo que te duela mucho.
—Cualquier cosa menos pasar un día más en aquella cárcel de mierda.
—Recuerdas que a partir de este momento te llamas Bonifacio Robles Escribano, eres camionero y vives en el barrio de Lavapíes…
—¿Bonifacio? ¿No había otro nombre? —dije esbozando una sonrisa nerviosa.
—Es lo que hay, ¡así que no te quejes!
—
Me reprendió cariñosamente mi hombre de confianza —, y déjate de monsergas que tenemos mucho que repasar antes de que venga el médico.
Diez minutos más tarde había memorizado todos los datos que necesitaba de mi nueva identidad, un cambio que no estaría completo sin el siguiente paso del plan que minuciosamente habíamos orquestado, para ello vino un tío mal encarado que tras ponerse una bata blanca e, ignorándome por completo, me inyectó una buena dosis de anestesia general.
El tipo era un galeno al que las deudas de juego tenían asfixiado, Augusto dio con él a través de un contacto nuestro con las mafias chinas, aunque no estaba muy contento con lo que se disponía hacer, le hacía falta el dinero y haría cualquier cosa que le pidiéramos. Mi abogado se percató cuenta tarde de que podría ser un problema y aunque el efecto de los fármacos impidió que escuchara nada de la conversación que tuvo con él mientras me “intervenía”, ya se encargó posteriormente mi buen Augusto de informarme detalladamente de su contenido:
—Doctor Baena, no parece usted muy contento.
—Cuando hice el juramento hipocrático, no incluía cosas como esta.
—Creo que piensa usted demasiado.
—Lo que estoy haciendo no me hace sentirme orgulloso, así que no me pida que sonría.
—Creo que debería hacerlo, pues con esto queda saldada su deuda de juego… De no haber sido así, estaría usted muerto, y si de algo carecen los muertos es de problema de conciencia.
Me relató mi abogado que se le quedó mirando cabizbajo, después levantó la mirada llena de orgullo y sin decir palabra alguna comenzó a rajar mi cara con el bisturí, treinta y tantos cortes después y cualquier parecido de mi rostro con el que salían en los periódicos, era pura coincidencia.
—¡Ya está! Aunque puedo imaginarlo, no sé exactamente que pretendéis con esto, ¡ojalá no os salga bien!
—Pues reza porque sí, porque si algo de esto se sabe, las mismas personas a las que les debía dinero se encargaran de hacerte lo mismo a tu mujer, a tu madre, a tus dos hijos o a tu secretaria, ¿o prefieres que la llame tu amante?
No sé de dónde sacó la entereza mi abogado para hacer aquella amenaza, el caso es que tuvo su efecto pues si la policía me ha vuelto a atrapar, creo que no ha sido porque el puto medicucho le haya dado a la húmeda, sino por culpa de una cabrona que cuando la tocaba me hacía creer que se ponía toda húmeda. ¿Me podré perdonar alguna vez a mí mismo haber sido tan imbécil? ¿Cómo no sospeché nunca nada?
Lo siguiente que recuerdo es despertar en una cama, el fuerte olor a productos desinfectantes mezclado con acetona y alcohol, me dejo claro que según lo previsto estaba en un hospital. Percibí que tenía la cara vendada por completo, que mi única ventana al mundo eran dos pequeños agujeros que habían dejado alrededor de los ojos. Intenté incorporarme para poder ver mis manos y estas también estaban cubiertas por vendas. No pude evitar sonreír bajo mi blanca mascara, lo que me acarreó un tremendo dolor pues, como me temía, las heridas de mi rostro todavía no habían cicatrizado, por lo que desistí de hablar para evitarme el mal trago.
El rato que pasé en soledad se me hizo largo en exceso y la incertidumbre de que algo no hubiera salido todo lo bien que debiera, me empezó a agobiar. La llegada de una enfermera tarareando una canción de Melendi, sería mi oportunidad para saber cuál era mi situación. Incapaz de pronunciar palabra por los puntos de sutura de mi cara, hice un gesto con la mano para que supiera que estaba consciente.
—¡Estás despierto! —Su voz era amable, lo cual me tranquilizó un poco—Sé que con lo que te han hecho no puedes hablar, pero hazme una señal con la mano si me entiendes.
En aquel momento ignoraba porque aquella chica me estaba preguntado aquello de si la entendía, pero de todas maneras hice una señal con la mano en respuesta a su petición.
—¡Menos mal, con todo lo que has sufrido, los de psiquiatría nos advirtieron que podrías haber perdido el entendimiento! —La mujer hizo una inflexión al hablar y, como si se censurara a ella misma por hablar demasiado, continuó diciendo —¡Bueno, pero ya basta de cháchara! Voy a informar al doctor Aguilar de que se ha despertado y que sea él, quien le ponga al día de lo ocurrido…
El comentario de la enfermera disipó un poco mis dudas, por lo que pude intuir que todo lo que ideamos estaba saliendo según lo estipulado. El diagnóstico del cirujano plástico me dejó más satisfecho aún.
—Bonifacio, ¡ha tenido usted mucha suerte! De no ser por unos comerciantes chinos que escucharon sus gritos no lo habría contado, por si no lo recuerda, ha sido usted agredido y torturado por el “destripador de Chinatown”…
La verdad es que la idea de Augusto no tenía desperdicio. Desde hacía meses un asesino en serie se dedicaba a secuestrar a hombres de entre cuarenta y cincuenta años, tras torturarlo de mil y una maneras (en algunas ocasiones había constancia de que había abusado de ellos sexualmente), le desfiguraba el rostro y le quemaba las huellas dactilares con ácido para que no fueran identificables, en la mayoría de los casos eran vagabundos o gente que estaba de paso en Madrid. Mi abogado había movido los hilos necesarios en la mafia china, para que estos me llevaran al hospital como una víctima más del prolífico torturador, con el rostro deformado, sin huellas dactilares y una nueva identidad. Había dejado de ser Luis Barcelona, el puto amo de los chanchullos, y había pasado a ser Bonifacio Robles, un camionero sin familia del barrio de Lavapiés.
—…Ha sufrido alrededor de treinta heridas de arma blanca en su rostro, ha sufrido fuertes quemaduras en las extremidades, sin embargo, a diferencia de las anteriores victimas usted ha conservado la vida. No sé si decirle que ha tenido suerte.
Una vez los médicos consideraron que podía hablar fui interrogado por la policía y, de acuerdo con lo programado, mi declaración se limitó a un sinfín de vaguedades, de datos incompletos que, como era de prever, arrojó poca luz sobre el caso y fue de escasa ayuda para los agentes.
—Su enfermera tiene nuestra tarjeta, si recuerda algo más háganoslo saber.
Uno de mis largos días de convalecencia en el hospital, a través de una conversación de dos de las limpiadoras del hospital, me enteré de mi “muerte”:
—¡Tía te has enterado lo del cabrón ese del Barcelona!
—¡Cómo para no enterarse!, están dando más por culo con su muerte que con la visita del Papá.
—Por lo visto le dio un infarto y cuando lo llevaban a urgencias, unos rusos lo secuestraron…
—¿Has visto las fotos del cadáver en el “Interviu” ? Después de matarlo, intentaron destruir el cadáver quemándolo, dicen que de no ser por la ropa y la documentación no lo habrían reconocido, ¡ha quedado churruscadito, churruscadito!
—¡Pues ya hay que ser torpe para dejarle la documentación!
—¡Para mí que lo interrumpieron en plena faena…!
—Por cierto, Mari… ¿Tú piensas lo que yo? —la voz de la muchacha sonó intrigante.
—¡No sé qué es lo que piensas tú! ¡A ver si te vas a creer que yo soy el Sandro Rey ese de la tele ?
—¡Pues que va a ser lista! ¡Qué ha sido un ajuste de cuenta! —La muchacha contestó con cierta acritud ante la actitud burlona de su compañera.
—Cariño, eso lo sabe el más pintado... ¿Qué va a ser sino? ¡Quien se acuesta con niños amanece “cagao”!, y el Barcelona ese a saber con quién estaba relacionao y a quien se la había jugao…
—
Toñi, tú sabes que soy buena persona y todo eso…
—Pero te alegras, ¿no?
—Pues sí, que quieres que te diga.
Las dos limpiadoras abandonaron la habitación, sin dejar de opinar sobre mi supuesta muerte, como si se tratara del último cotilleo de moda. He de reconocer que me sentía molesto por sus palabras, ¿quién coño se creían que eran aquellas dos palurdas para hablar tan a la ligera de mí?, sin embargo saber que se me hacía en el otro barrio y que la policía no seguiría buscándome era un alivio. Si lo sentía por alguien era por el pobre Bonifacio, cuya identidad había usurpado, misma edad, casi idéntica complexión a la mía (decía Augusto que salvo el rostro era como una gota de agua). Con el rostro desfigurado y las huellas dactilares destrozadas, solo quedaba detalles como el grupo sanguíneo o el ADN, pero ese infortunio estaba cubierto: una importante transferencia en la cuenta del médico forense de la cárcel y su informe no daría lugar a duda alguna. Lo que no hacía más que acrecentar mi teoría de que todos tenemos un precio y que el dinero te abre todas las puertas… Lo que no está en venta, es porque nadie ha ofertado un precio por ello.
Mi estancia en el hospital fue de lo más rutinaria, hasta que, según lo programado, unos días antes de darme el alta, apareció en el hospital mi supuesta amante, que no era otra que una actriz venida a menos y, que debido a su afición a la coca, se prestó a hacer el papelito por un precio razonable. La verdad es que no sé dónde buscó Augusto a aquella tipa, parecía salida de una película de Almodóvar, lucía una melena rubio platino, un maquillaje que era lo contrario de discreto, un ajustado vestido rosa… Todo en ella era llamativo rozando lo hortera, sin embargo lo que era de nota era su voz, aguda, estridente y molesta como ella sola. Menos mal que tenía la cara vendada, porque la cara de pasmo que se me tuvo que quedar al ver aquel adefesio debió ser de órdago (Más o menos la misma que la de la enfermera que me acompañaba en aquel momento).
—¡Ay cari! ¡Por fin doy contigo! De no ser porque tu foto ha salido en todos los “telediarios” jamás me habría enterado de lo que te ha ocurrido. ¿Cuántas veces te dije que me tenías que llevar en tu cartera como contacto para caso de emergencias? ¡Pues esto es una emergencia! —cambió su actitud y adoptando una pose más solicita me preguntó en un tono bastante más bajo —¿Cómo te encuentras gordi ?
La enfermera miró a mi “amorcito” de arriba abajo, ella al sentirse examinada, procedió a presentarse con vulgar desparpajo:
—Perdone señorita, ¡no me he presentado! Soy Sole la novia del Boni…—alargó la mano para presentarse a la mujer, pero ella le dio a entender con un gesto que con los guantes no podía responder a su saludo —Llevamos más de cinco años de novio, pero como se pasa la mayoría de tiempo en el extranjero no hemos formalizado nuestra relación... Como he dicho, de no ser por las noticias, no me hubiera enterado de su desgracia.
Sin dejar de charlar como una cotorra, se sentó a mi lado, cogió una de mis vendadas manos entre las suyas y con un gesto compungido, propio de la peor de las telenovelas dijo:
—¡Ay gordi!, el maldito destripador ese no se ha contentado con estropearte tu hermoso rostro, también tenía que destrozarte tus manitas…
La pobre trabajadora sanitaria superada por tanto drama, puso cara de circunstancia y dijo:
—Veré si el doctor Aguilar está libre, para que pueda hablar con usted.
Nada más fue consciente que la enfermera se había marchado, mi novia se recompuso el pelo y esbozando una artificial sonrisa me preguntó:
—¿Qué tal lo he hecho?
—¡Un poquito sobreactuada! ¡Intenta ser un poquito más natural, bonita!
La ira de mis palabras tuvo efecto en la esperpéntica drogata y, poniendo la misma cara que un niño pequeño cuando se le riñe una falta, musitó un apagado: “De acuerdo”.
A los pocos minutos apareció mi cirujano en la habitación, tras las presentaciones y tal, relató el diagnostico de mi operación a mi “familiar” más cercano. Sole, una vez escuchó todo lo que tenía que decir el médico, adoptó una postura beligerante y bastante enfadada, se enfrentó al doctor:
—Entonces, ¿usted me quiere decir que mi Boni va a quedar hecho un eccehomo por siempre jamás?
El hombre asintió con la cabeza y, como si tratara de justificarse, dijo:
—Es lo más que podemos hacer en la sanidad pública…
—Lo que no quiere decir que no se pueda hacer nada, ¡no?
—Existen técnicas de cirugía reconstructiva que pueden devolverle su aspecto anterior, pero como le he dicho no tenemos los medios, ni es una intervención que cubra el servicio público.
La mujer, tras permanecer pensativa durante unos breves segundos, respondió con desdén al cirujano plástico.
—La verdad es que no me extraña que no haya dinero para los hospitales, ¡si todo el dinero se lo llevan calentito los putos políticos corruptos!
El doctor aguantó con resignación el chaparrón y no dijo nada, no obstante mi “novia” tenía todo un guion que interpretar y, en esta ocasión, no vino mal que fuera hortera a rabiar para darle más verosimilitud a la historia.
—Lo que usted me quiere decir que en una clínica privada, mi Boni volverá a ser tan guapo como antes, ¿no es así?
El hombre movió la cabeza en señal afirmativa.
—Pues sabe lo que le digo, que teniendo yo dinero mi hombre no va a ser el fantasma de la ópera y si en la clínica que me arreglaron las tetas y el culo no son capaces de ponerle la jeta en condiciones, en ninguna más lo hará —haciendo un gesto ordinario que rayaba lo soez, se cogió las tetas y mirando provocativamente a su interlocutor le preguntó —¿ O acaso ha visto usted unas domingas más bonitas que las mías?
El doctor violentado por la salida de tono de Sole, intentó salir del apuro con la mayor profesionalidad que pudo:
—¿Usted… lo que quiere… es tras… ladarlo?
—Sí, efectivamente. Si en este hospital no son capaces de solucionar el problema de mi Boni, ¡la Sole lo hará!
Aunque evidentemente no era el hospital donde supuestamente habían puesto la delantera y la retaguardia de Sole, en unos días mi “novia” había movido todos los hilos para que me trasladaran a la clínica de cirugía plástica más prestigiosa de España, la mejor que el dinero escondido en paraísos fiscales podía pagar.
Dos meses más tarde y unas cuantas operaciones después, los médicos me mostraban en el espejo mi nuevo aspecto.
—¿Cómo se ve señor Robles?
—¡Guapísimo!, ¿cómo se va a ver sino doctor? Si lo ha dejado usted mejor que estaba —dijo Sole, quien para hacer más creíble toda la farsa había seguido viniendo por el hospital, durante todo aquel tiempo, haciendo el papel de mi atenta novia.
—Si ella está contenta, yo lo estoy —dije sonriéndole al desconocido que me mostraba el espejo.
Lo cierto y verdad es que estaba bastante satisfecho con mi nueva apariencia, al reconstruir mi cara de acuerdo con las fotos del tal Bonifacio Robles, no solo me habían dado una nueva identidad limpia de polvo y paja, el camionero era bastante atractivo y, no es que tuviera quejas de mi anterior aspecto, pero puestos a ser feo, mejor ser guapo. Por primera vez desde que comenzó mi complicada fuga, pensé en Mónica y me pregunté si le complacería mi nuevo yo.
Una semana más tarde, haciendo acopio de toda la precaución de la que éramos capaz, mi abogado y yo nos reuníamos en un café en la periferia de Madrid. Se me hacía extraño estar rodeado de gente y no ser el centro de atención como había sido lo habitual en los últimos años, primero por ser un político de renombre, después por ser el chivo expiatorio de toda la corrupción política. El anonimato me resultó más agradable de lo que pude suponer.
—En ese sobre tienes toda tu documentación con tu nueva identidad, como pactamos está cerrado, por lo que pueda pasar, ninguno de los dos conocerá el nombre del otro. Te he hecho un pequeño ingreso en esta cuenta a tu nombre… Es una cuenta que tenía Bonifacio, con ella tendrás suficiente para el billete de avión para Panamá y para algunos gastillos. No lo olvides, paga el billete en efectivo y a nombre de quien quiera que seas ahora.
A pesar de que intentaba ser impersonal y no implicarse afectivamente, la mirada de Augusto brillaba de satisfacción. Aquel profesional había crecido a mi sombra y, aunque en esta sociedad egoísta nuestra el agradecimiento y la lealtad no sean monedas al uso, me había devuelto todos y cada uno de los favores que les presté en su momento. De él partió todo el complicado plan de fuga, él fue quien movió cada uno de los hilos para que hoy tuviera la apariencia que tengo. Todo hubiera salido perfecto, de no ser porque el deseo me llevó a comportarme como un adolescente, ¡el más descerebrado de los adolescentes!
—Augusto, verte ahí ahora, dándolo todo por mí, sin esperar nada a cambio… No hace más que refrendar que hice bien en confiar en ti.
—Lu… Bonifacio confiaste en mí, cuando nadie lo hizo, todo lo que tengo y todo lo que soy te lo debo a ti.
—Pero es que lo vas a entregar todo, de donde vamos no hay vuelta atrás y lo sabes —recalqué las dos últimas palabras, señalándolo con el dedo.
—Aquí nunca tuve nada que no fuera mi trabajo, no tengo ni novia, ni familia, ni perrito que me ladre… En unos días mi secretaria llamaran a mis clientes ofreciéndole los servicios de sus nuevos jefes, un bufete de abogados de alto prestigio que a cambio de mi cartera de clientes ha accedido a contratarla en el mismo puesto que tenía en mi despacho.
—Siempre pensando en los demás —dije al tiempo que movía la cabeza en señal de aprobación de su más que enorme generosidad.
—¡Es lo menos que puedo hacer! A mí me contrata una importante empresa de abogados de los Estados Unidos, yo dejo a mis clientes con unos buenos profesionales y a mí secretaria con un empleo.
—¿Has contado que te han contratado en un despacho norteamericano? ¡Te va a crecer la nariz como a Pinocho!—mis palabras estaban cargadas de sorna.
—Si no me ha crecido en los años que llevo trabajando contigo, ¡no creo que lo haga! —una amable sonrisa se dibujó en el rostro de Augusto.
—Debes de reconocer que muchas veces eras tú solito, él que metías las trolas. Yo creo que a los abogados os enseñan a mentir desde el primer día de Universidad.
Era la primera vez en mucho tiempo que me sentía realmente libre, hablaba con mi abogado como si nada hubiera pasado en los últimos meses y, aunque yo me empeñara en obviarlo, nuestra reunión para ultimar los pasos finales de nuestra confabulación, era como una especie de despedida.
—¿De verdad confías en que ninguno de los participantes, dirá nada?
—Completamente… A los rumanos se les contrató para que te entregaran a los chinos, así que al ver tu “cadáver” en las noticias, habrán supuesto que te liquidaron. Los chinos viven en su mundo particular y no tenían ni idea de quien era…
—¿Seguro? He salido en todos los periódicos y en todos los informativos cientos de veces.
—Créeme, ellos vienen a hacer negocios y punto, no se mezclan para nada con la población local… De hecho los que yo contraté, no hablaban ni una puñetera palabra en castellano.
—¿Y el doctor Baena?
—Ese por la cuenta que le trae no hablara, les hice creer que éramos los Al capone del Barrio Salamanca y sé que mis amenazas no cayeron en saco roto… En cuanto a Sole, creía que su interpretación formaba parte de una estafa a una aseguradora y en la clínica, han operado a Bonifacio Robles, al forense no solo se le pagó, sino que se le amenazó con revelar ciertas intimidades que de salir a la luz, acabaría en presidio por mucho y él, mejor que nadie, sabe lo que le pasa a los pederastas en la cárcel…
—La verdad es que lo tenías todo pensado… —pegué un largo sorbo de café y tras disfrutar profundamente de su sabor, dije —¡No sabes lo que me alegro de haber confiado mis asuntos a aquel chaval recién salido de la facultad, y por el que mis colegas de partido no daban un duro!
Mi hombre de confianza me miró orgulloso y sonrío complacidamente. Pero el gesto de satisfacción se borró de su rostro al escuchar lo que le dije a continuación:
—Sin embargo, chaval, hay una cosa que no me termina de cuadrar: ¿Era necesario matar al tal Bonifacio?
—Sí —su voz intentaba sonar contundente, como si intentará zanjar un asunto que deseaba que yo siguiera ignorando.
—No te voy a censurar que te hayas cargado al tipo, pero sé que eres muchas cosas pero no eres un asesino… Por lo menos hasta ahora.
Augusto encogió el mentón y frunció el ceño, se quedó pensativo durante un instante. Pegó un sorbo de café, como si este le fuera a dar fuerzas para lo que se tenía que enfrentar, y adoptando una postura solemne me dijo:
—Ese puto camionero estaba muerto antes de que yo planificara nada.
Hice un mohín de perplejidad y lo interrogué con la mirada, haciéndole saber que no me tragaba de ningún modo lo que me estaba contando.
—… aunque textualmente hablando seguía vivo, iba a morir de todos modos. Por lo que si lo hacía unos días antes o unos días después, era algo irrelevante.
—¡Te explicas como un libro cerrado!
—Todo ha salido bien, pero más que una genialidad mía, fue fruto de la casualidad.
Lo volví a mirar haciéndole hincapié con la mirada de que no me estaba enterado de nada.
—Como sabes tenía algunos clientes en el polígono Cobo Calleja, pues un día arreglando unos chanchuchos con el registro de aduanas, en el almacén de la tienda aparecieron un grupo de chinos con un tipo amordazado y que, como supuse, le iban a dar matarile. Intenté no prestar atención, pero es que si no hubiera sabido que estabas encerrado habría pensado que eras tú, el tío era una fotocopia tuya y al llevar la cabeza tapada por una capucha, el parecido era aún mayor.
—¿Tanto se parecía?
—¡Más! … No sé porque se me ocurrió que el tipo podía ocupar tú lugar en la cárcel y así me ahorraría tener que hacer un sinfín de apelaciones. Instintivamente le pedí a mi cliente que aplazaran lo que tuvieran que hacer con él unos días, treinta mil euros más tarde el chino accedió a mi solicitud sin preguntar siquiera porque.
—¿Treinta mil euros? Pues sí que venden caros los favores los amarillos esos…
—Bueno, en realidad fue el triple, porque a la vez que avanzaba en los pormenores de tu fuga, esta se volvía más complicada y yo intentaba perfeccionarla más, lo que en principio era unos días se convirtió en casi un mes.
—¿Por qué se querían cargar los chinos al tal Bonifacio?
—¡No lo quieres saber! —sus palabras más que una orden, eran un consejo.
—La verdad es que sí, ¡y tú me lo vas a contar!
—El tal Bonifacio era el destripador de Chinatown… Los chinos lo pillaron deshaciéndose de su última víctima y como no se fían de la policía, intentaron ellos hacer justicia por su cuenta.
La cara de pasmarote que se me tuvo que quedar al escuchar aquello tuvo que ser notable, toda la estructura de mi fuga giraba en torno a aquel asesino porque él era la génesis de todo. Aunque la idea de tener el rostro de un psicópata para el resto de mi vida no era lo que había soñado de pequeño, no dejaba de admirar la genialidad del hombre que tenía ante mí. Me tragué mi vanidad, y deje que mi corazón hablará por mí:
—La verdad es que te lo has currado, campeón.
Augusto me miró haciendo un gesto de condescendía y movió la cabeza afirmativamente.
—Verte aquí, aunque parezcas otro, hace que todo el esfuerzo haya merecido la pena.
Unos días después, tras cumplir mi promesa de hacer una transferencia de diez millones de euros a una cuenta a su nombre nos despedíamos en el aeropuerto de Panamá.
—Boni.. ¡Qué coño! Luís, aquí se separan nuestros caminos —me tendió la mano pero yo le abrí los brazos y nos pegamos un fuerte abrazo. Era la última vez que nos veríamos, y la verdad es que nos habíamos terminado cogiendo aprecio.
—Ha sido un placer trabajar contigo, aunque las cosas al final no salieran como quisimos.
—Luis con lo que me has transferido tendré las espaldas bien cubiertas, ¡no te preocupes!
—Es lo menos que podía hacer…
—Sabes que no lo he hecho por eso…
—Sí, pero deberás tener algo con lo que empezar a donde quieras que vayas.
—Con ese dinero tengo para empezar y terminar —dijo sonriendo y agarrándome afectuosamente el antebrazo en un gesto de agradecimiento.
—Pues con lo que te sobre, pégate unas cuantas huelgas a mi salud.
—Descuida que así lo haré —esta vez su sonrisa se vio enturbiada por una mirada tristona —¿Sabes cabrón, te voy a echar de menos?
—Yo también. ¡Cuídate, chaval!
Una nueva vida se abría para los dos, ninguno sabría jamás del paradero del otro, para que en caso de que algo fallara no pudiera delatarlo. Si las despedidas suelen ser triste cuando son un hasta luego, la de aquella tarde lo era aún más, pues era un “hasta nunca”.
❹ La más zorra de todas las zorras.
Conocer a Mónica en el restaurante, cambio el concepto que yo tenía del sexo, pues ella me recordó que todavía era capaz de sentir y de echar un polvo como Dios manda. Entrar en su coño era lo mejor que me había pasado en la vida… pero el precio que creo que voy a pagar por ello, la convierten en la puta más cara del mundo.
Tras despedirme de Augusto, mi siguiente destino fue Venezuela. Un país con en el que ni había acuerdo de extradición y las relaciones del gobierno de España con el suyo, no pasaban precisamente por su mejor momento diplomático. Caracas era una ciudad como otra cualquiera y salvo que, al principio, la dicción de sus habitantes me daba la sensación de estar inmerso en una telenovela, con la cartera repleta de dinero, ofrecía los mismos lujos y comodidades que en el mundo occidental.
Me instalé en una urbanización de lujo, un paraíso de very important people donde abundaban los “hombres de negocios a secas”, nadie sabía exactamente a que se dedicaba ninguno de los demás y entre ellos había una especie de código no escrito para no tocar nunca el tema.
Si alguna vez había fantaseado en cómo sería mi jubilación, la realidad estaba demostrando ser mejor: tenía más pasta de la que pudiera desear y mi única preocupación cada día era como gastar el tiempo libre que tenía. Fiestas nocturnas, barbacoas con los vecinos, en mi cama, mujeres de lo más apetecible y de la índole más variada… todo lo que el dinero podía y no podía comprar. Se pudiera decir que era feliz, pero no lo era, me faltaba algo y ese algo estaba a miles de kilómetros.
Dicen que todos tenemos una media naranja, alguien que completa nuestro yo personal. Ignoro si esa gilipollez será cierta o no, lo que sí sé es que por más mujeres que me follara y por más que aumentara el nivel sexual con ellas, ninguna era comparable a Mónica, ninguna me hacía sentir ese impulso irrefrenable de poseerla, ninguna convertía cada polvo en una fiesta especial, ¡no había otra como ella!
Tanto más pasaban los días, más la echaba de menos y, aunque sabía que el simple hecho de pensar en ella era, cuanto menos, peligroso, no la podía sacar de mi cabeza. Era tanta mi obsesión con ella que, yo que en la cama suelo tener bastante aguante y tal, empecé a sufrir gatillazos, un día sí y otro también. Con lo que el sexo en compañía más que un placer, comenzó a ser un suplicio. Únicamente llegaba al clímax cuando imaginaba estar con ella y, como si fuera un adolescente, el onanismo se convirtió en parte de mi día a día.
De creerme afortunado, pasé a sentirme el más desgraciado del planeta. Sonreía con los labios, pero en mis ojos brillaba una frustración cada día mayor. En un hábitat donde la amistad estaba vestida de conveniencias, una soledad interior me golpeaba cada mañana al despertarme y daba igual si al lado tenía una tía despampanante o no. Intentar echar un casquete era lo más descorazonador del mundo, si no pensaba en ella, no se me ponía dura y si pensaba en ella, después de correrme me invadía una enorme nostalgia.
Sopesé incluso visitar a un loquero con quien compartir mis demonios interiores, pero sospechando que me atiborrarían a Prozac, desestime la idea. Lo que más añoraba de estar con ella era sentirme vivo, y las malditas píldoras me convertirían en un puto zombi.
Como todas las locuras, la idea de traérmela conmigo se me ocurrió de un día para otro y pasé, de verlo como un imposible, a algo plenamente realizable. Siguiendo las mismas tácticas irrastreables de mi fiel Augusto, lo primero que hice fue comprar dos móviles de tarjetas (uno para ella y otro para mí) el cual pagué en efectivo. Cogí un tren y me fui hasta la ciudad de Santa Lucia, con la única intención de enviarle a Mónica el paquete con el teléfono, para que supiera que era yo quien se lo enviaba le puse una tarjeta el número que debía marcar, junto con nuestra pequeña clave: “¿Nos encerramos en el baño?”.
A pesar de que en la oficina postal me dijeron que tardaría en llegar a Madrid entre diez y quince días, transcurrió casi un mes y no había señales de Mónica. La espera se se me hizo tan insoportable que, suponiendo que el paquete se había perdido, estuve tentado de repetir la operación. Más no hizo falta, porque aquel mismo día recibí la llamada de la mujer de mis sueños. ´
—Hola
—¿Luis? —su voz al escuchar la mía sonó tan apagada, como desconcertada.
—Sí, soy yo guapísima.
—¿Estas vivo?
—Sí, cariño, lo que tienes en la mano es un teléfono móvil, no una guija —dije con cierto cachondeo, intentando tranquilizarla.
—Pero es que… en las noticias dijeron que habías muerto… que los rumanos te habían asesinado…
—Las noticias de mi muerte han sido exageradas.
Un agobiante silencio fue su única respuesta, intenté salir de aquella incertidumbre gastándole una broma:
—Al menos podrías decir que te alegras de que siga vivo…
—¡Por supuesto que sí, hombre! Pero es que me he quedado sin palabras… ¡Es todo tan extraño! ¿Por qué no has llamado antes? ¿Tienes idea de lo mal que lo he pasado?
—Lo entiendo… y lamento no haberte llamado antes, pero es que todo ha sido demasiado complicado.
Le relaté mi fuga, sin entrar en demasiados detalles. A decir verdad solo le conté lo del cambio de cadáver y lo de la cirugía estética, a pesar de que con solo escuchar su voz se me levantaba la tienda de campaña de la entrepierna, la vida me había enseñado a ser desconfiado, y una cosa era el deseo y otra “contar la verdad y nada más que la verdad”.
Le ofrecí unirse a mi nueva vida y ella aceptó sin reservas, como no las tenía mucho conmigo (creo que había una parte de mí que no se fiaba de ella en absoluto), en vez de darle la dirección de mi refugio de alto standing, decidí ir a recogerla a Madrid, pues con mi nuevo rostro y mi nueva identidad nadie sospecharía de quien era en realidad.
Fiel a mi dogma de “tanto vales tanto gastas” y con la única intención de deslumbrar a Mónica, reservé una suite en el hotel Ritz de Madrid y una vez estuve instalado la llamé para decirle donde la esperaba. Pedí una botella de champan del más caro, fruta fresca y unas ostras. Lo deje todo al lado de la cama, quería que el momento del reencuentro fuera lo más perfecto posible. Incluso para prolongar más el momento sexual, me tomé unas píldoras que me consiguió un vecino de Caracas en el mercado negro. Estaba tan ansioso por verla, que al ver que tardaba comencé a dudar de si vendría.
El sonido del teléfono móvil me sacó de mis cavilaciones: era mi chica.
—Ya estoy aquí.
—Habitación seiscientos doces. Cuando llegues dame un toque en la puerta —dije envolviendo a conciencia mis palabras en un halo de misterio.
Hay momentos en nuestra vida que no por largamente esperados, son menos satisfactorios. Llevaba dos años sin ver a la que, para mí, era la mujer más hermosa del mundo y oír su voz consiguió que la polla se me pusiera dura como una piedra. El deseo, en ocasiones, nos hace creer que caminamos hacia la felicidad, aunque en mi caso, solo estuviera dirigiéndome hacia el mayor de los desastres.
Unos minutos después, sus nudillos golpeaban suavemente la madera de la entrada. Estaba tan nervioso como un niño el día de su cumpleaños, su sola visión me tranquilizó. Se había maquillado y peinado a consciencia, una tenue capa de cosmético cubría su cara destacando aún más su natural belleza, llevaba la melena suelta, dejando que sus negros rizos cubrieran sus sensuales hombros. Vertía uno de los vestidos que le regalé, uno ajustado y negro que acentuaban la voluptuosidad de sus curvas y mostraban sus sensuales piernas en la justa medida. Observarla allí de cuerpo presente, me recordó lo mucho que me gustaba aquel ejemplar de mujer y que había merecido plenamente el riesgo de volver a España.
Nada más cerré la puerta de la habitación, se me quedó mirando absorta, sin decir palabra alguna.
—Hola cariño —dije moviendo la cabeza como un imbécil —, soy yo.
—Sí, la voz y el cuerpo son los mismos, pero tu cara… —fue acercando sus dedos a mi rostro y los posó sobre él, como si tuviera que cerciorarse de que era cierto lo que veía —es tan distinta.
— A mí también me costó trabajo acostumbrarme…
Sin motivación aparente, su gesto se truncó y me abofeteó. Cogí su mano entre mis dedos y mientras la acariciaba tiernamente, le pregunté:
—¿A qué ha venido eso?
—Te lo debía por los dos años que he pasado. No sabes lo desesperanzador que fue levantarme por las mañanas y saber que no te vería más —su voz pareció agrietarse y un presagió de llanto brilló en sus ojos.
—No tuve más remedio que hacer lo que hice —abrí mis brazos, invitándola a que se refugiara en mi pecho.
El calor de su rostro sobre mi tórax fue lo más hermoso que me había pasado en los dos últimos años, si las gilipolleces como el amor tuvieran una parcela en mi corazón, creo que sensaciones como aquellas serían de lo más parecido. Mónica irguió la cabeza, la tristeza se había borrado de su cara, me miró a los ojos directamente y me dijo:
—Ha sido escuchar los latidos de tu corazón, y no tener duda alguna que eras tú, pero es que estás tan cambiado…
—Lo sé, pero no te queda más remedio que acostumbrarte. A todo eso, ¿qué te parece mi nueva apariencia?
—¡No está mal! Aunque me gustabas más de antes —al decir esto la lujuria pareció encender su rostro —Si sigues siendo el mismo monstruo en la cama, por mi encantada.
—Eso es fácil comprobarlo —le respondí mordiéndome lascivamente el labio inferior.
Sin darme tiempo a reaccionar se abalanzó sobre mí, me anudó los brazos al cuello y me besó apasionadamente. ¡Dios, como había echado de menos el sabor de sus labios! Instintivamente pegué su cuerpo al mío y al mismo tiempo que sus pezones se clavaban en mí, deje que la dureza de mi entrepierna se restregara contra su pelvis.
Ni que decir tiene que la ropa nos duró puesta escasos segundos y un irrefrenable apetito sexual, igual al del día que nos conocimos, nos invadió (por lo menos a mí, porque lo de ella por muy convincente que me pareciera, solo era una puta falsa). Loco por acariciar sus pechos, casi le arranque el sujetador de cuajo. Fue notar la firmeza de su piel bajo mis dedos y creí que me corría de gusto, sin pensármelo, escondí la cabeza entre sus tetas y comencé a besarlas como si estuviera poseído.
Ella, por su parte, había metido la mano bajo mi slip y jugueteaba con mi verga, primero de un modo delicado y, al percibir como mi lengua circulaba por sus senos, infringió más fuerza a su muñeca y comenzó a masturbarme.
Anhelante de meterme en su cuerpo, la empujé suavemente sobre la cama y, una vez tendidos sobre ella, seguí lamiendo la aureola de sus pezones, que se endurecían a cada toque de mi lengua. Preso del deseo, le bajé las bragas y busqué con mis dedos la entrada de su gruta, estaba húmeda a más no poder, introduje el indicé en su interior, dejando que se impregnara de sus jugos vaginales y después, como si de un acto reflejo se tratara, lo llevé a mi boca para chupar golosamente el delicioso fluido.
Fue paladear aquel manjar y la cordura dejó de ser la dueña de mis actos, me agaché ante ella, hundí mi cabeza entre sus muslos con la única intensión de aspirar el perfume de su coño, un aroma que no hacía más que corroborar las razones de mi sinrazón. Posé mi nariz sobre su vello púbico y uní la humedad de mi boca con la de su gruta con un único propósito: degustar aquella ovalada fruta. Aparté delicadamente los labios vaginales, como si se trataran de los pétalos de una flor y froté mi lengua sobre su clítoris, cada lametada era correspondida por un placentero quejido de Mónica. Comprobar que aún era capaz de dar placer a aquel bellezón , alimentó tremendamente mi vanidad. ¿Dónde se habrá escondido mi ego, cuando he sabido que todo era mentira?
—¡ Cariño, súbete a la cama!, estoy deseando comértela…
Como no estaba dispuesto a renunciar a seguir saboreando aquella delicia, nos acoplamos rápidamente en un improvisado sesenta y nueve. No sé qué me pasa con esta mujer, fue notar el calor de sus labios sobre mi capullo y un colosal placer invadió mis sentidos, tan inmenso fue que, a pesar de la medicación para retardar la eyaculación, tuve que hacer un gran esfuerzo y concentrarme para no correrme en su boca. La muy zorra, seguramente porque tenía prisa por terminar, siguió dándome con la lengüita en los pliegues del prepucio, más sobrepasado el primer momento, mi cuerpo parecía haberse acostumbrado a las gratas sensaciones y aunque seguía disfrutando como un enano de la mamada que me estaba pegando, tuve la sensación de que tardaría un buen rato en alcanzar el orgasmo, así que sin temor a que todo se acabara demasiado deprisa, proseguí dejando que mi lengua se internara en aquella palpitante vagina.
He de reconocer que el sesenta y nueve es una de las posturas que más me gusta, y aunque poseer a una buena hembra ya sea por el coño o por la entrada trasera me complace una barbaridad, he de admitir que es una de las posiciones con la que más disfruto. Cuando follamos solo controlamos nuestro placer, ignoramos hasta qué punto disfruta ella (bueno tenemos una idea, pero egoístamente estamos más concentrado en nuestro goce particular), con el sexo oral es más fácil medir el placer que damos y según la respuesta obtenida dosificarlo o intensificarlo, si al mismo tiempo que nos comemos un buen coño, nos hacen un buen lavado de cabeza, el placer que nos dan lo devolvemos con creces y, paulatinamente, entramos en una espiral de placer que parece no tener fin.
Entre las muchas cualidades de Mónica, está la de saber chuparla como Dios manda, ella no me cogía la polla y se la metía con la única intención de que me corriera, ella procuraba que yo disfrutara a toda costa y sus labios parecían fusionarse con los pliegues del tronco del erecto miembro viril. Aunque hacía gala de una amplia variedad de técnicas, lo que mejor se le daba era improvisar y en aquel momento, para satisfacción particular mía se estaba dejando llevar como nunca.
Comenzó succionando mi glande como si se tratara de una bola de helado, lamiendo cada milímetro de aquel trozo de carne como si no hubiera otra cosa mejor en el mundo. Paseó la lengua por las venas de mi tronco, al tiempo que jugueteaba con mi escroto. Se la tragaba hasta el fondo y la retenía unos segundos dentro de su boca, dejando que el capullo rozara su campanilla. Todo ello, sazonado hábilmente para que el momento culminante no me visitara y mi esencia vital no inundara su insaciable boca.
Yo por mi parte, con la ayuda de mis dedos deje bien a la vista su clítoris, dirigí mi boca a él, lo atrapé entre mis labios y comencé a lamerlo muy despacito. Con la cabeza pegada a su entrepierna, situé mis manos agarrando la parte exterior de sus muslos, aumenté de forma gradual la velocidad de movimientos de mi lengua, de izquierda a derecha para producir un mayor frotamiento contra su botón de placer, luego en movimientos circulares y, finalmente, endurecí mi lengua todo lo que pude, al aplicar esa presión adicional, Mónica se sacó mi verga de la boca, gimió como una perra y, entre jadeos, me gritó:
—¡Luis, no puedo esperar más! ¡Fóllame!
Minutos después, tumbado sobre el respaldo de la cama, permitía que ella se sentara sobre mí, estaba tan húmeda que mi pene resbaló a su interior, apoyó sus manos en mi hombro y comenzó a cabalgarme, yo por mi parte me relajé, dejando que el coño de aquella mujer hiciera lo que placiera con mi polla. Me sentía en el séptimo cielo y la visión de su cuerpo retozando frenéticamente, con sus pechos danzando libremente, me hicieron creer por un momento que la insensatez de volver a España había merecido la pena.
Las paredes de su sexo plegándose en torno a mi verga, al ritmo de su incesante galopar, conseguirían más pronto que tarde que alcanzara la meta del placer, más no quería que aquel momento terminara tan súbitamente. Delicadamente aparté sus manos de mis hombros y, silenciosamente, le pedí que sacará mi cipote de su interior, una vez lo hice la abracé contra mi pecho y la besé con toda mi pasión.
Sin separar nuestros labios, fuimos incorporándonos sobre la cama, una vez la tuve de rodillas sobre esta comencé a mordisquear sus hombros y desde allí, paseé mis labios por toda su espalda hasta llegar a sus nalgas. Me acomodé como pude tras ella, hundí mi cabeza entre sus glúteos y los cubrí de mimos, separé los firmes cachetes en pos de localizar el rosado agujero, este se me mostró como el más apetitoso de los frutos y, como si el mundo se fuera a acabar después, froté compulsivamente mi lengua contra el caliente orificio.
Al sentir el roce del húmedo órgano, la muy zorra comenzó a gemir descontroladamente, llevó una mano a uno de sus senos y apretó este fuertemente, mientras que, con los dedos de la otra, aprovechaba para frotar su botón de placer.
Proseguí impregnando de saliva su ano, al tiempo que, con la única intención de empaparlo de sus jugos vaginales para que hiciera las veces de lubricante, uno de mis dedos acompañaba a los suyos en el interior de su vulva.
El primer dedo, excitada como estaba, entró en su ano sin ningún problema, el segundo tardó un poco más en hacerlo y cuando pude introducir el tercero, tuve claro que aquel boquete estaba preparado para contener algo de mayor grosor.
Mentiría si no dijera que ese pedazo de mujer me tenía hechizado, pero si había algo que me hacía perder el control por encima de todas las cosas, era encularla. A pesar de lo dilatada que se encontraba ya, tuve la sensación de que mi verga tenía que hacer las veces de un ariete, para conseguir derribar las defensas de su estrecha entrada trasera, una vez conseguí que gran parte de mi pene entrara y, mientras su esfínter se adaptaba al tamaño del invasor, sentí como las paredes de su recto se contraían contra mi viril dureza, poco a poco, fui introduciendo mi cipote en toda su dimensión.
Al comprobar que la babeante bestia de mi entrepierna entraba y salía sin dificultad, aceleré el ritmo de mis caderas, como si en cada envite pudiera introducir una porción más de mí en el interior de aquella hermosa mujer, como si con cada golpe de mis caderas mi cuerpo se fusionara al suyo. Mónica, por su parte, seguía masturbándose frenéticamente y encorvando su espalda, facilitando con ello que mi trabuco la atravesara de un modo notorio.
A pesar de la medicación, sentí que mi cuerpo estaba loco por correrse así que una de las veces que sentí que ella caía presa de las convulsiones propias de un orgasmo, la acompañé y vacié todo el contenido de mis cojones en su interior.
Intenté compartir el momento de éxtasis con ella, sin embargo se zafó de mi abrazo sutilmente, se levantó y se fue para el servicio, supuse que era debido a cualquier contingencia propia del sexo anal, por lo que no me llamó la atención que cogiera el bolso para entrar en el baño.
Complacido y extenuado por igual, me tendí en la cama pensando que a pesar de mis cincuenta y tres años todavía era capaz de hacer disfrutar a un bomboncito como Mónica. No sé qué tiempo estuve adormilado, sólo sé que me despertaron unos golpes en la puerta.
Como si fuera un autómata, cubrí mis vergüenzas con la bata y me dirigí hacia la entrada de la habitación.
—¿Quién es?
—Servicio de habitaciones.
—Ya me han traído todo lo que pe… —fue descorrer el pestillo y las palabras se atascaron en mi garganta, ante mí tenía la mayor de mis pesadillas: un grupo de seis o siete hombres apuntándome con una pistola, los dos primeros vestían ropas de calles y los demás el uniforme reglamentario de la policía.
—¡Bonifacio Robles, queda usted detenido por falsedad documental!
Instintivamente volví la cabeza hacia detrás buscando a Mónica, intentando protegerla de todo aquel embrollo y lo que me encontré destrozó mi mundo por completo: la mujer de mis sueños, completamente vestida, apuntándome con un arma y gritándome:
—¡No se mueva, sino quiere que le dispare!
❺La puta verdad.
Cuando el funcionario de prisiones ha venido para llevarme a la sala de interrogatorios, no he podido evitar tener una asquerosa sensación de deja vu, con la salvedad de que la primera vez tenía a mi lado a mi fiel Augusto y, en esta ocasión, no tengo ni perrito que me ladre. ¿Cómo he podido ser tan imbécil? ¿Cómo no me di cuenta que era una puta infiltrada? Porque es la única explicación que le veo… que su trabajo en el Gaviota, fuera una puta tapadera. Lo que sí está claro, es que a mí me gusta hacer todas las cosas a lo grande, ¡mi cagada ha sido de las que hacen época! ¿Quién me mandaría a mí regresar a España?
Mi acompañante me esposa a la barra que hay en mi lado de la mesa y se marcha, dejándome con la soledad de mi frustración y mis miedos. Otra táctica policial de manual que me conozco al dedillo: crear incertidumbre en el detenido para hacerlo más vulnerable. ¡Cómo si con todo lo que he pasado y he hecho, eso tuviera efecto en mí! ¡Gilipollas!
Puede que con cualquier otro, la estancia cerrada a cal y canto, la cámara de vigilancia espiando y el intencionado calor sofocante reinante en la pequeña habitación, pudiera ser motivo de desasosiego, pero para mí, que me había codeado con reyes, nobles de alta alcurnia, presidentes, ministros del gobierno, alcaldes, ejecutivos de los más altos niveles, mafiosos de todo tipo… esto me parece como un mero trámite burocrático. Mi suerte ya está echada, y ponerme nervioso o preocuparme, no va a solucionar nada.
Los minutos en aquel nefasto cuartucho se me hacen eterno, me armó de valor y empiezo a pensar en cosas bonitas, que me hagan aliviar la tensión mental ¿Por qué será que siempre que pienso en lo que me gusta, sale Mónica a coalición? Sera una maldita poli, pero eso no quita que este para reventar de buena y haya echado con ella los mejores polvos de mi vida. ¿Por cierto, será Mónica su verdadero nombre? ¡Coño!, va a ser que la puñetera espera me está poniendo más nervioso de lo que quiero reconocer, pues estoy empezando a divagar…
Veo abrirse la puerta y una sensación de tranquilidad y nerviosismo me invade por igual. Quien entra primero en la habitación es “Mónica”, ataviada con un uniforme de las fuerzas de seguridad del estado, la acompaña un oficial de policía de unos veinte y pocos años. Las tres ramas de laurel en la parte inferior de las divisas sobre sus hombros, me dan a entender que la mujer a quien me he estado follando no es una policía cualquiera, sino una que ostenta el cargo de inspector.
Debo estar mal de la cabeza, pues a pesar de todo lo que me ha hecho, de la puñalada trapera que me ha pegado, no puedo evitar sentirme salvajemente atraído por ella. No puedo reprimir el deseo de fijarme en como su voluptuoso cuerpo se marca bajo el oscuro uniforme y, sin poderlo remediar, nace en mí el irrefrenable impulso de poseerla. Igual que me pasó la primera vez que la contemplé.
Suelta la carpeta que trae en la mano sobre la mesa y se sienta frente de mí. Cuando nuestras miradas se cruzan le respondo con un gesto huraño, ella frunce el ceño, se yergue sobre el respaldo del sillón y de un modo frío se dirige al joven que nos acompaña:
—García, ¡quédese fuera, si tengo algún problema le aviso!
Una vez el muchacho cierra la puerta tras de sí, “Mónica” se dirige a la cámara de vigilancia y la voltea mirando hacia la pared. Con paso firme se dirige hacia mí, se sienta en mi lado de la mesa y cruzando las piernas, de un modo que se me antoja libidinoso, me dice:
—Ya estamos solo, nadie nos escucha y nadie nos ve. ¡Di todo lo que tengas que decirme!
—No sé qué esperas que te diga, soy un detenido y tengo derecho a guardar silencio.
—Sería mejor que aplicaras la máxima de las bodas: “Hable ahora o calle para siempre”.
Permanezco callado un momento, me parece mentira que unas horas antes, estando dentro de esta mujer, haya sido el más feliz de los hombres.
—…cualquier cosa que se me ocurre, pasa por pensar que he sido el tío más gilipollas del mundo y tú, la policía más entregada… Por cierto, ¿cómo debo llamarte? ¿Inspectora qué?, porque imagino que lo de Mónica era tan falso como todo lo nuestro.
—Con Ada bastara… y te equivocas, no todo fue mentira —su voz suena apagada, como si le costara trabajo hablar.
—¡Evidentemente que no! Contigo me he pegado los mejores polvos gratis de mi vida… Aunque lo de gratis lo quitaría, porque creo que me han costado bastante caro… ¡Muy, muy caro! —ella guarda silencio ante mis palabras, lo que hace que me vaya enervando más y más —¿Aunque sabes lo que creo? Creo que te has equivocado de profesión, con lo buena que eres fingiendo en la cama y lo buena que estás, te podrías hacer de oro en cualquier burdel de lujo… ¡Serías de las más cotizadas!
Ada me mira con el gesto fruncido, si no supiera que es una puta embustera y manipuladora pensaría que hay cierta tristeza en su semblante, como sigue sin decir nada y la “boca” se me está calentando cada vez más prosigo, y esta vez, sin cortapisas de ningún tipo:
—¿Y sabes lo que más me duele? No, el que me hayas engañado, ¡no! Lo que más me duele es que hayas jugado con mis sentimientos o, ¿acaso era necesario lo de ayer noche en el hotel?
—No, no era necesario… pero yo lo prefería así.
La miró escrutando en su rostro que demonios ha querido decir con todo aquello, la franqueza que emana su rostro me deja perplejo. Bajo las defensas por completo, a pesar de su felonía, a pesar de las mentiras, no puedo evitar sentir algo por ella.
—¿Se puede saber por qué lo preferías así?
—Porque añoraba estar contigo…
La miro buscando algún resquicio de falsedad en su expresión y no la encuentro. Estoy a punto de creerla, pero recuerdo que todo lo que sé de ella es incierto y, en vez de caer como hipnotizado bajo sus encantos, me aferro a mis recelos. Es muy difícil confiar en las palabras de alguien, cuando uno no lo hace ni en uno mismo.
—Sé que todo cuanto diga o haga, no va a servir de nada. Pero quiero que sepas que cuando supe de tu muerte, estuve a punto de coger una depresión… Era pensar que no te vería más y era como si me faltara un pedazo.
—¡A otro perro con ese hueso, bonita!
—¿Acaso crees que mi trabajo incluía acostarme contigo? Si no hubiera querido, conozco mil maneras de hacer que un hombre pierda la cabeza por mí, sin entregarle lo que quiere. ¿O acaso piensas que lo que pasó en los servicios del Gaviota no fue real?
La miro expectante, aunque sé que voy a pasar una buena temporada a la sombra, saber que ella ha sentido algo por mí y que lo que hemos compartido no ha sido una completa falsa, hace mi frustración más liviana. Le hago una señal con la cabeza, dándole a entender que me interesa lo que tiene que contar.
—En principio, cuando se planeó el operativo en el Gaviota no fue pensando en ti, a pesar de tu cargo eras una persona más o menos anónima. Simplemente, íbamos tras la trama de Cinturón y el Barbas, se sabía que había políticos detrás pero se pensaba que serían de poca monta, ya sabes concejales, algún que otro alcalde. La primera vez que te vi, no tenía ni idea de quien eras. Como te conté en su momento, el haber crecido sin una figura paterna propició que me sintiera atraído por los hombres maduros. Tú no solo me parecías seductor a rabiar, sino que tenías ese puntito canalla que tanto me pone en un tío. Fue verte y, aunque no te lo creas, despertaste en mí una pasión que no había sentido nunca…
—…sentiste el impulso de tener sexo conmigo como si te fuera la vida en ello —concluyó su frase con una sonrisa en la boca, ella me responde con una leve sonrisa de complicidad y prosigue hablando.
—Yo nunca había hecho nada como aquello, el riesgo que corría era doble pues no solo se podía descubrir mi tapadera, sino que me podía costar la expulsión del cuerpo. Pero la atracción que sentía hacia ti era tan salvaje e irrefrenable, que deje que mis instintos primarios me dominaran… ¡Fue la mayor locura que había hecho jamás!
Por inconcebible que pareciera, Ada y yo (¡Que extraño me resulta llamarla así!) nunca habíamos hablado de las circunstancias en que nos conocimos, nos habíamos limitado a llamar al estar juntos: “encerrarnos en los baños”. A pesar de lo bien que nos lo pasábamos juntos, nuestra relación no pasaba por ser un abanico de confidencias, hoy la verdad se encarga de responderme porque.
—…nunca planeé lo que sucedió, todo se me fue de las manos y aunque sabías que no estabas limpio del todo, desconocía por completo en la escala que estabas, ni mucho menos que era uno de los peces gordos. ¿Quién iba a suponer que el tesorero de un partido político era tan poderoso? La trama se fue destapando poco a poco, cuantos más datos teníamos del alcance de los negocios sucios que movíais, más interés tenían mis jefes en que prosiguiera con mi “romance” contigo. ¡No sabes la cantidad de información que se te escapa en una conversación telefónica a altas horas de la noche!
Abrumado ante tanta sinceridad, no puedo evitar pensar de nuevo lo imbécil que había sido no dándome cuenta de nada. De nuevo, nace en mi interior una rabia incontenible y vuelvo a cargar contra ella, esta vez en plan sarcástico.
—¡Ole mis huevos! Creía que me estaba acostando con una simple camarera y lo estaba haciendo con la jodida Mata Hari.
Haciendo caso omiso de mi comentario y tras dejar que una sonrisa de perplejidad ilumine su hermoso rostro, prosigue con su historia.
—Tras tu detención, se desmanteló el operativo y “nuestra relación” dejo de ser útil… ¡hasta que se descubrieron tus millonarias cuentas en los paraísos fiscales! Nada más mis superiores supieron de su existencia, me enviaron a prisión con la única intención de sonsacarte sobre ese tema…
—…Pero… Si tú nunca me has preguntado por ellas…
—Ni siquiera hice el intento…
—¿Y?
—Después de que Cinturón recusará al primer juez de la causa por escuchar las conversaciones con sus abogados, tanto la fiscalía como el nuevo magistrado no nos dieron los permisos que precisábamos para instalar los micrófonos en nuestros encuentros íntimos, así que se tenían que conformar con los que yo le contara —hace un gesto extraño con las manos, como si intentara justificarse —Y aunque yo sabía que me la estaba jugando, no estaba dispuesta a renunciar a ti. ¡Eras lo mejor que me había pasado! En vez de hacer lo que me pedían mis jefes, me limité a vivir el momento. Todo lo que vivimos en nuestros vis a vis era real…
Sentir toda la emoción que pone en sus palabras, hace que me estremezca a la vez que me invaden sentimientos contradictorios, aborrezco y deseo a la mujer que tengo a mi lado por igual y, aunque no le grito todo lo negativo que pienso de ella, puedo sentir como, involuntariamente, mi polla se llena de sangre.
—Pese a que quiero fiarme de ti, no sé si lo que me estas contando es cierto. Hay cosas que no me terminan de cuadrar —hago un pausa y buscando su mirada le pregunto —, ¿no es un poco ortodoxo que una policía se acueste con un preso para sonsacarle información?
—No es habitual, pero los infiltrados tenemos que hacer “lo que sea” con tal de no destapar el operativo, sé de compañeros que se han tenido que drogar cuando han estado con traficantes y algunos han tenido que pegar una paliza que otra, cuando lo han hecho en banda de neo-nazis… Lo mío era inapropiado, ¡pero no era delito!
—Inapropiado y bastante surrealista —sentencio, haciendo patente mi desconcierto.
—Creo que “esto nuestro” nos ha dado a ambos demasiado fuerte y los dos hemos hecho demasiadas locuras.
—¡Qué me lo digan a mí!, que estaba más a gusto que un arbusto en Venezuela y, visto lo visto, me parece que voy a tardar una buena temporada en salir de aquí—aunque hay cierta sorna en mis palabras no puedo ocultar mi amargura.
—Sí, tendrás que estar en la prisión de República de Soto, pero no por el tan largo tiempo que supones.
—¿Qué coño quieres decir?
—Que la fiscalía y el juez tienen planes para ti.
—Como no te expliques…
—¿Qué tiempo tardé en llamarte?
—Si el paquete tardaba como mucho quince días, como mínimo otros quinces.
—¿Y qué crees que estuve haciendo hasta entonces?
—No sé, ¡arranca ya de una puñetera vez! —respondo groseramente, harto de tanta intriga.
—El ministerio de Interior sabía desde hace un año que no estabas muerto, un tal Doctor Baena vino en busca de protección policial para su familia, por lo visto debía dinero a las mafias chinas y entre los muchos pecados que contó, se dejó caer con lo de tu fue participe de tu deformación.
«Intentamos seguir tu rastro, pero este se perdía cuando abandonabas la clínica. Mis superiores pensaron que, en el caso hipotético, de comunicarte con alguien, lo harías conmigo. Así, que al piso franco en el que yo vivía mientras estuve infiltrada le pusieron vigilancia. Cuando llegó el teléfono de prepago que me enviaste se fue preparando todos los pormenores de tu detención…
»Una vez estuvo todo cronometrado, se me ordenó que te llamara. Como exactamente no se sabía cuál era tu aspecto, ni cual era tu nombre tuvimos que movernos al son que tú nos marcaras.
»Nada más supimos el hotel, se preparó el operativo para una vez yo lo considerara oportuno fueran a detenerte a la habitación…
—Y eso pasaba por terminar de echar el polvo conmigo, ¿no?
—Sí —su voz suena apagada, como si se avergonzara.
—La verdad es que hay que tener muchos cojones para hacer lo que hiciste, ¿cómo pudiste disfrutar conmigo sabiendo que más tarde me detendrías?
—Sí te callaras y me dejaras terminar.
Ante su reprimenda y, no de muy buen grado, guardo silencio en espera de su explicación.
—Si se movió todo tan meticulosamente no fue por meterte entre rejas, fue por la información que todavía guardas sobre tus antiguos socios de partido…
—Pero si me dijeron que no eran pruebas fehacientes, que era todo meramente circunstancial y que no servía para nada—no puedo reprimir que el enfado camine entre mis palabras.
—¡Eso era antes! Ya no gobierna tu partido, ahora lo hacen los “otros” y fiel a la maniobra política que yo llamo el ventilador…
—¿El ventilador?
—Sí, airear la mierda de los demás para que la tuya no se vea—sonríe levemente como la que ha hecho una gracia y prosigue con su perorata—. Tenemos orden de sacar todo lo que podamos de tus archivos, de tus grabaciones y demás. Una filtración a la prensa de lo que nos interese, y antes de que los miembros de tu partido sean llamados a declarar, la opinión pública los habrá considerado culpables, con lo que la oposición estará más pendiente de limpiar su imagen de cara a la galería, que en la de ensuciar la de los miembros del gobierno.
—¡Muy bonito! ¿Pero qué gano yo en todo esto?
—Una reducción de condena bastante notable, ya te lo dirán formalmente el fiscal jefe, y unos privilegios durante tu tiempo en prisión, equiparables a los presos políticos.
Lo que Ada me estaba contando sobre mi futuro tiene muy, pero que muy buena pinta, pero yo de naturaleza desconfiada sabía que no me lo estaba contando todo.
—¡Y el premio de la lotería ha caído en la prisión de República de Soto! —el retintín que inculco a mi voz, hace que el gesto de mi “chica” se frunza.
—¿Qué te pasa ahora?
—¿A quién se la tengo que chupar? Porque te recuerdo que durante meses fui la imagen viva de la corrupción política en este país.
—A nadie. Simplemente tendrás que devolver todo el dinero que te llevaste a los paraísos fiscales y en cuanto a lo de tu identidad. Solo mis superiores, el fiscal del caso y el juez conocen quien eres realmente, para el resto eres el “testigo X”.
Aunque no me hace ninguna gracia devolver “mi dinero” (ya me inventaré algo para no entregarlo en su totalidad), lo de una identidad nueva me parece, junto con Ada, lo mejor que me ha pasado últimamente. Borrón y cuenta nueva no es algo que le ofrezcan a uno todos los días. Haciendo alarde de ese don de gente y ese saber estar intrínsecos en mí, me dirijo a la espectacular mujer que tengo sentada a mi lado:
—No me parece mal del todo, pero me gustaría pedir algo más.
—¿Algo más? ¿Qué?
—Todos los vis a vis que sean posible con la inspectora del caso.
Ada me mira complaciente y sonriendo pícaramente me dice:
—No sé, no sé… no creo que pueda esperar a que nos concedan dicho privilegio.
Pensar por un momento que, al igual que en otras ocasiones, se pase el reglamento por el arco del triunfo y sea capaz de hacer algo allí conmigo, tiene el efecto inmediato que la tienda de campaña de mi entrepierna se levante, ella se percata de ello y en plan broma me reprende:
—¡Qué guarro, te has empalmado!
—Como una mala bestia, pero a ti te faltan segundos para estar mojada como una perra…
Mientras seguimos bromeando sobre las banalidades del sexo, no puedo evitar pensar lo que seguir aquel impulso en el Gaviota cambió mi vida. No sé de haber reprimido aquel instinto dónde y cómo estaría ahora, lo que si tengo claro es que no me sentiría deseado y (porque no decirlo) querido por la que, para mí, es la mujer más guapa del mundo.
Querido lector, acabas de leer el décimo segundo relato del XXIV Ejercicio de autores, nos gustaría que te tomaras un tiempo para valorarlo y comentar qué te ha parecido y, si quieres, adivinar el nombre de su autor.