La mujer del lanzador de cuchillos

ADVERTENCIA: Este cuento NO contiene escenas de sexo explícito. Jijiji

Gloria tiene veintitrés años, y está casada hace cinco. Su marido, Bruno, es lanzador de cuchillos hace ya mucho tiempo. Aprendió ese oficio de su padre, cuando era un muchacho, y ha paseado por ferias y pueblos haciendo demostraciones de su arte.

Se conocieron hace algún tiempo, y se enamoraron repentinamente, como hacen los jóvenes. Ella lo siguió en la vida nómade de los artistas de circo: lo amó desde el principio, y no pensó en penurias ni sacrificios. Sólo pensó en su sonrisa altiva de gran señor, en su cabellera oscura como las noches de invierno y en la mirada ausente que siempre lo acompañaba, excepto cuando usaba sus cuchillos. Ahí sus ojos adquirían el brillo metálico y la frialdad de sus dagas, y todo él parecía transfigurarse, como un sacerdote celebrando un rito sagrado y terrible, ofreciéndole muchachitas dulces a los dioses siempre golosos y lúbricos de las puertas del infierno.

Él también la amó. Le gustó su cuerpo grácil, su sonrisa de chiquilla de pueblo, tímida y maliciosa, y que lo siguiera a todos lados, que lo mirara con admiración y que se mordiera los labios, sin apartar la vista, cuando él jugaba su juego de muerte.

Para la prueba del lanzamiento de cuchillos siempre resulta difícil encontrar candidatas. En el circo se hacía la función con una trapecista, pero era una mujer lánguida, que había realizado la prueba muchas veces y se presentaba como si fuera a hacer un trámite. No parecía sentir emociones, y en verdad los cuchillos la aburrían. Ella se quedaba quieta, como una muñeca de trapo, esperando nada más que todo acabase pronto. Había sido la asistente del padre de Bruno en sus últimos años, y había ensayado miles de veces la prueba, hasta que ya no le producía nada.

A Bruno le molestaba la mujer, pero no tenía a nadie mejor. A veces lo intentaba con voluntarias del pueblo, o con alguna puta del lugar a quien pagaba. Sin embargo, resultó ser peor: muertas de susto, se retorcían y temblaban todo el tiempo, poniendo nervioso al público e impidiéndole concentrarse como es debido. Por más que les explicaba que estaban bien sujetas, y que al moverse se ponían en riesgo a sí mismas, las pobres chicas sólo atinaban a retorcerse como peces, mirando con enormes ojos asustados, y pidiendo que las soltaran. Bruno se sentía avergonzado de su propia excitación ante el espectáculo –hubiera deseado poseerlas así, muertas de miedo y atadas a una tabla pintada, sintiéndolas manotear el aire y defenderse en vano-, pero la mayor parte de las veces terminaba liberándolas sin realizar la función. No servían para el espectáculo.

Aquellas noches, Bruno se iba a las tabernas, solo, y se emborrachaba lentamente, dejando disipar su ira por el mal espectáculo. No podía encontrar una mujer adecuada, no sabía imaginar una mujer adecuada para su arte. No quería una trabajadora acostumbrada a caminar al borde de la muerte, que le hubiera perdido el miedo al peligro y actuase de manera siempre igual, monótona y aburrida. Él quería una mujer que temblara ante la muerte, que se sintiera depender de él cada noche, que participara –como víctima- de la increíble escena del sacrificio que él realizaba todos los días, pero también del acto sublime de una pareja venciendo a la muerte, arrebatándole su presa una y otra vez. No lo sabía aún, pero buscaba una compañera que sintiera la emoción de la muerte soplando en su cuello, pero que fuese también una artista capaz de soportarlo todo con la elegancia y la serenidad de un cisne.

Buscaba luego a las prostitutas, o a cualquier muchacha inocente a la que pudiera echar mano, y tenía sexo de manera brutal, salvaje, abusando de las pobres chicas que a cambio de un par de sucias monedas eran tomadas por asalto y usadas de las maneras más serviles. Ellas eran carne, estaban ahí para ser sometidas. Se iba luego sin decir palabra, dejando a una mujer cualquiera tendida en la hierba, desnuda, llena de recuerdos infames y presa casi siempre de un llanto histérico en medio de la noche.

Fue por esos días que conoció a Gloria. Desde el principio le gustó la muchacha rubia con cuerpo de equilibrista que se iba siempre a mirar la prueba. Estuvieron pocos días en el pueblo de ella, pero al irse iba Gloria con ellos. Era una chica sin familia, que vivía con unos parientes lejanos, y lo mismo estaba aquí que allá, sin que la ataran lazos ni posesiones. Desde el principio, sólo lo tuvo a él.

Desde el principio se sintió atraída por la escena de los cuchillos. Siempre quiso estar ahí, atada e indefensa ante la muerte mientras alguien jugaba con su cuerpo, tentando al destino cotidianamente. Rápidamente aprendió el oficio, y aunque nunca perdió el miedo, siempre tuvo coraje y no le temblaron las manos al ser atada, ni le falló la sonrisa cuando su marido le arrojaba puñales a toda velocidad.

Rápidamente pasó a ser la mujer de la prueba. Teniendo una esposa, ningún lanzador de cuchillos debe usar a mujer ajena, y Bruno cumplía las leyes del circo. Cada noche de función, Gloria se vestía lentamente, como una princesa, disfrutando de cada segundo de la fiesta. El pelo corto pegado a las sienes, como Betty Boop, un vestido ceñido y negro, que realzaba su cuerpo dulce y lánguido, fino y flexible, pero capaz de los mayores esfuerzos. El vestido era corto, y sus muslos torneados quedaban a merced de quien quisiera mirarlos. La ataban abierta de piernas a un tablón, con los brazos extendidos, y ella sabía cuán expuesta estaba ante una multitud de sucios desconocidos, que iban a mirarla, buscando sus carnes con ojos torpes de campesinos.

Aunque el público era tosco y maleducado, e iban a mirarla porque para ellos Gloria era lo más bonito que habían visto nunca en sus vidas, nunca le gritaron un piropo o indecencia. A otras artistas sí, pero no a Gloria. Aún ellos comprendían la emoción de la muerte, la danza de los cuchillos en torno a esa carne tersa y joven que se ofrecía al acero todas las noches, y sabían que era imposible romper el equilibrio tenso de la arena con las palabrotas sucias que ellos usaban.

Todos los hombres del público soñaban con poseerla. Soñaban con encontrársela un día, ser galantes y caballeros, como en los cuentos, sorprenderla con su gentileza y besar su piel de nácar con labios suaves, buscando al fin su pecho, que se entregaba hacia el final de una noche de ensueño. Una dama como ella merecía ser tratada con toda la delicadeza capaz de sus almas de aldeanos, y ya se soñaban obsequiándole flores, llevándola de paseo o tocando una guitarra a la luz de la luna.

Pero Gloria tenía fantasías distintas. Ella sabía muy bien que estaba ahí para excitar a la turba, que sus miradas se escapaban por sus piernas y su pecho, que estaba ofrecida para la multitud. Pero también sabía que estaba ofrecida para la muerte, que los puñales pronto volarían buscando su pecho y su rostro, y que su marido estaría lanzándolos cerca de ella. Siempre temía que Bruno se equivocara e hiriera su carne, siempre sentía un cosquilleo de pensar que estaba a disposición de su esposo, que él podía hacerla morir. Gloria se entregaba gozoza, cada noche de función era una demostración más de su amor por él, y de su sumisión secreta. Cada vez esperaba, con las piernas abiertas, a los cuchillos que buscaban agredirla. Para ella eran todos testimonios del amor de Bruno, que querían traspasarla, hundirse en ella, abrirla y hacerle daño. Hubiera querido ser de cera, recibir a todas las dagas, recibir a Bruno y a todos los hombres del pueblo, que entraran a saco en ella como en una ciudad conquistada, violando sus secretos y exigiéndole todas las entregas. Ella se las daría, feliz de ser la más sucia de las putas, la más rastrera de las esclavas. Su sexo estaba chorreando para entonces, y temía que se le notara la excitación en el rostro o en el pecho agitado. Descubrirían entonces su secreto, y eso la inflamaba aún más. Sentía volar los cuchillos en torno suyo como ángeles del infierno, y se fundían para ella en la vorágine de sexo que soñaba, en que era la mujer de todos, la que cualquiera podía usar, pero al mismo tiempo también la hembra de su esposo, la que sólo a él pertenecía y por él se entregaba al mundo entero.

Pronto terminaba la función, y entre aplausos –que debía agradecer inclinándose- era desatada y luego despedida. Se retiraba con dignidad de reina (y es que eso se sentía entonces: Gloria Primera, la Reina de las Putas) y luego, presa de fiebre, salía casi corriendo a su alcoba de circo, para esperar a su marido desnuda e hirviendo.

Bruno sabía de esto, y se escabullía rápidamente también, para ir a buscarla, y poseerla febrilmente, como un demonio, clavándola en le piso, mordiéndola en sus rincones más íntimos y susurrándole inmundicias al oído. Ella gemía entonces, como una fiera herida, y sus uñas se clavaban en la espalda de su marido y dueño, durante una noche muy larga, caliente y mojada, como el sudor de la selva.

El lanzador de cuchillos, que nada sabía de estas fantasías de su mujer, siempre creyó con inocencia que a ella la excitaban los leones del circo.