La mujer de blanco
A veces la vida nos da sorpresas como esta.
¿Cómo había acabado allí?.
Ni yo mismo lo sabía.
Y eso que, al principio, cuando aún creía en que, de una forma u otra, acabaría salvándome, me hice esa misma pregunta un sinfín de veces. ¿Cómo podía haberse convertido en un pobre vagabundo un tipo como yo, con estudios, con idiomas y, hasta hacía unos meses, con un excelente puesto de trabajo?.
Primero había sido una reducción de plantilla. Luego dos años de paro sin encontrar otro trabajo, algo normal cuando uno tiene cincuenta años. Después, antes, mientras... la familia. La que creía tener. La que me dejó en el arrollo sin el poco dinero que me quedaba. Y por último, aquello: la calle.
Desde luego, tras cuatro años tirado entre cartones en aquella estación abandonada, encontrar una respuesta a esa pregunta había dejado de ser una prioridad. Encontrar comida y algo con lo que calentarme eran mucho más importantes. Hasta aquella noche.
El ruido del potente motor de lo que parecía más un avión que un coche deportivo nos puso en alerta a todos los habituales del "anden uno". Al menos a todos los que no estábamos borrachos. No eran ya habituales los ataques a vagabundos como años atrás, pero tampoco eran nada imposible. Por si acaso, me acerqué al bidón donde habíamos hecho una pequeña fogata para tirarlo de una patada a las vías si las cosas se ponían feas. Fácil y rápido. Lo siguiente, darse a la fuga a todo correr, a mis años, iba a ser harina de otro costal.
El coche, me pareció un Ferrari, había aparcado lo suficientemente cerca de la estación como para verlo con la poca claridad que nos daba la luna. Durante un rato, un par de minutos, todo permaneció en calma, luego, de pronto, vimos abrirse una de sus puertas y salir de ella la inconfundible silueta de una mujer.
No era muy alta, delgada, y vestía un vestido blanco corto y ceñido. Con aquella luz poco más podíamos ver. Lo suficiente de todas maneras como para saber que aquella no era del tipo de mujeres que solían frecuentar nuestro territorio.
Con paso decidido le vimos encaminarse hacia nosotros. Iba sola. Estaba sola. Decidimos no apagar el fuego. Estaría perdida y necesitaría ayuda. Nosotros le ayudaríamos y, de paso, nos alegraríamos la vista contemplando a una mujer limpia y elegante como hacía años que no habíamos visto ninguna.
Y vaya mujer. Ya en los pocos instantes que tardó en recorrer la distancia que separaba su coche de nosotros nos sobró tiempo para darnos cuenta de que se trataba de toda una hembra. Pero, aún así, cuando llegó hasta nuestro "campamento" y quedó a la luz del fuego todos sentimos un escalofrío de placer.
Era realmente guapa. Mediría casi un metro setenta, tenía la piel morena y el pelo largo y negro. Sus ojos, negros también, tenían un extraño brillo, aunque tal vez no fuera más que el que el fuego produce en los ojos de todos los animales salvajes. Del resto de su cuerpo, el ya citado vestido ceñido blanco, ahora de cerca aún más blanco y ceñido, dejaba poco al capricho de la imaginación. Estaba claro que no llevaba sujetador ya que sus pezones se marcaban de forma prodigiosa y, aunque tal vez aquello fuera ya cosa mía, cada vez más claramente. Y sus piernas, aquel par de piernas, eran sencillamente "el par de piernas". Unas de esas en las que todo hombre ha soñado perderse alguna vez.
Imagino que el resto de mis compañeros estaría pensando en lo mismo que yo, e imagino (a pesar de las muchas vueltas que le hemos dado al asunto después nunca hemos incidido mucho en este particular) que todos se quedarían tan de piedra como yo cuando ella, aquella diosa, nos sonrió pícaramente y sin decir nada, que, por otra parte ni puñetera falta que hacía, comenzó a subirse lentamente la falda de su vestido hasta dejarla arremolinada en su cintura mientras iba amaneciendo ante nuestros ojos unas diminutas braguitas de color igualmente blanco, para después permanecer allí mismo, quieta, de pie, casi desafiante, contemplando divertida nuestras caras, seguro que las teníamos, de besugo asombrado.
Por fin fue "Ratón", así llamado por algo que en nada tiene que ver con esta historia y menos con su climax, el primero que se atrevió a moverse. Con gran dificultad tragó saliva, se pasó la mano por la boca y lentamente, muy lentamente, se fue acercando a ella hasta que se plantó a menos de medio palmo de su figura. No tuvo que hacer más.
De pronto la mujer alargó sus manos hacia las de "Ratón", las tomó por las muñecas y, tras sonreírle dulcemente, se las acercó a sus pechos. Tampoco ella tuvo que hacer nada más, no eran ganas lo que le faltaban a "Ratón" de poder estrujar entre sus dedos aquel par de redondos pechos.
El resto tan solo podíamos contemplar absortos la escena. Ella mirando fijamente a "Ratón", a ratos sonriendo dulcemente, a ratos dejando salir algún suspiro de excitación, mientras él le masajeada el pecho primero y después su culo, su cintura... a la vez que le ponía hecho un asco su bonito vestido blanco. No tardó mucho en terminar de sacarle el vestido, dejando su bonito cuerpo vestido únicamente con unas braguitas ya no tan blancas.
Y fue entonces, en ese momento, cuando todos temimos que aquella bonita historia fuera a acabar allí, así. Pero no. En lugar de eso, de terminarse todo, ella nos hizo a un gesto con la mano a los otros dos vagabundos que estábamos absortos contemplándola y aún teníamos fuerzas para levantarnos para que nos uniésemos a la fiesta.
Debo reconocer que al principio me sentí fuera de lugar completamente. Antaño, en mi otra vida, había visto alguna que otra película porno en la que una chica era capaz de follarse de golpe a tres o cuatro tipos y de paso escribir una carta y hacer un bizcocho, pero allí, en la vida real, el panorama se presentaba mucho más confuso. Esa es la palabra.
Sin embargo, tras unos primeros instantes sin saber muy bien que tocar, o si tocar o lamer, o si lamer o morder y esto procurando acertar siempre en ella, cada uno de nosotros nos aplicamos con notable diligencia. Por mi parte comencé por besar su pecho derecho. Cerca de mí podía oír a "Ratón" sorbiendo su pezón izquierdo y un poco más abajo a Paco besando y acariciando su entrepierna. De fondo, cada vez con más nitidez, empezaron a llegarme los cálidos jadeos de ella.
Así estuvimos hasta que ella quiso, tal vez diez minutos, lamiendo, sobando, llevando nuestras sucias manos a su duro culo, pellizcándolo, haciendo de ella y su cuerpo a su antojo. Después, tras separarnos suavemente, se tumbó en el suelo y abrió sus piernas. Tenía el coño empapado, en parte por ella en parte por la saliva de Paco.
De nuevo fue "Ratón" el primero que se atrevió. La penetró sin más miramientos mientras nosotros dos permanecíamos a ambos lados de la pareja sobando a la chica cuanto podíamos. Los suspiros cada vez más profundos de ella comenzaron a tornarse en chillidos de placer. Auténticos chillidos. Tanto que por un momento temimos que todo el personal iba a acabar enterándose y arremolinándose en torno a ella, y quién sabe, tal vez fuera eso lo que buscaba.
"Ratón" se corrió dentro de ella tras una serie de sonoros espasmos, y creo que ella también llegó al orgasmo, aunque por el volumen de sus jadeos y grititos era difícil saberlo. Después llegó mi turno. Desde luego si a ella no le importaba usar condón no iba a ser quien se andara con remilgos. Un sidazo contagiado de esa forma me pareció una forma la mar de dulce de dejar esta perra vida.
Penetrar su empapado conejo no me costó nada, deslizarme dentro de él, mojado por sus fluidos y los de mi colega, menos aún. Entre el tiempo que llevaba sin follar y lo excitado que estaba, los pocos segundos que aguanté dentro de ella me parecieron horas y aún hoy me tiemblan las piernas cuando recuerdo aquellas acometidas.
Tenía su cara extasiada y la boca muy abierta. Era preciosa. La besé con todas mis ganas, ahogando contra mi garganta todos sus jadeos y suspiros, al menos hasta que el orgasmo que me vino me paralizó de un sablazo la cintura y la espalda por unos segundos. Jamás había sentido nada igual.
Salí de ella sin más y me dejé rodar un par de vueltas por el sucio suelo para que mi otro amigo la pudiera follar también. Y así permanecí, tumbado boca arriba sobándome los huevos y deleitándome con los jadeos de la mujer mientras era penetrada de nuevo hasta que la oí correrse de placer una vez más. O tal vez la primera. Desde luego la última.
Un silencio sepulcral se alzó sobre todos nosotros. Solo poco a poco fuimos recobrando la cordura. Primero ella, que se levantó lentamente y, tras recoger su vestido del suelo, se lo puso lentamente, como hipnotizada. Por las braguitas ni se preocupó. Mejor, ahora forman parte de mis pocos tesoros. Una vez vestida, nos sonrió, o simplemente sonrió para sí, giró sobre sus talones y se encaminó con su blanco vestido teñido de mugre y tiña hacia su coche, que permanecía allí dónde lo había dejado, cosa rara por estos pagos.
Aún estuve un rato más, exhausto y extasiado, tumbado, mirando al cielo que comenzaba a amanecer.
Al final iba a ser cierto que no solo da patadas la vida.
O casi.