La mujer de blanco
Se abandonó en el asiento, que se amoldó sumiso al candor de su vestido. Blanco, corto, casi diminuto, justo a la medida de su piel morena. Al sentarse sus muslos redondos escaparon al leve pudor que les ofrecía la tela.
Su abandono corporal me había sacado del sopor de la espera interminable. Llegó ajena al mundo que la rodeaba, algo ruidoso, impaciente, lleno de confidencias forzadas por el aburrimiento y sonrisas hipócritas. Su aparición trazó un oasis de belleza inmaculada en el ambiente graso de la repleta sala de espera. El desagradable aviso de llamada coincidía con la aparición en la pantalla de un nuevo número.
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Hacía mucho tiempo que me amoldaba al asiento plástico de la enorme sala de espera. Todo hacía prever que la jornada iba a ser larga.
La conversación de dos hombres sentados en la bancada de mi izquierda me había mantenido distraído. Un señor mayor con la boca encerrada en una hilera de paréntesis ordenados de menor a mayor. Su rostro tenía el aspecto de una ecuación, amable pero sin despejar. Frente a él un joven de cabello abundante desde cuyo entrecejo se abrían paréntesis hacia sus orejas. A veces reía y casi siempre resoplaba. Ambos se empeñaban en reorganizar el sistema que a su juicio era un desastre. Ya estaban allí cuando llegué. Seguramente siempre habían estado allí.
Una señora de caderas generosas, andar tambaleante y sorprendentemente ágil, se lanzaba cada cinco minutos hacia la ventanilla en la que un encogido operario toreaba sus historias con parsimonia. Hasta ahora el intento de saltarse la lista por agotamiento no le había dado los frutos esperados.
La mujer de blanco, envuelta en un viento del sur, llegó cogida de la mano de un chico robusto, algo entrado en carnes, de rostro agradable pero insulso. El chico mesaba sus espesas barbas y miraba constantemente alrededor. Ella lo escuchaba y miraba la pantalla de su telefóno. Parecía hipnotizada. Se sentó frente a mi.
Se abandonó en el asiento, que se amoldó sumiso al candor de su vestido. Blanco, corto, casi diminuto, justo a la medida de su piel morena. Al sentarse sus muslos redondos escaparon al leve pudor que les ofrecía la tela. MI mirada pudo penetrar su intimidad, también blana. El escote recto del vestido dicujaba la forma de unos pechos sedosos, llenos, abarcables. Un leve descuido deslizó el tirante por su hombro quedando exhausto sobre su brazo desnudo. Su mirada perdida en el horizonte de una pared deslucida. Parecía extraviada, fuera de su mundo. Demasiado hermosa para un lugar en el que su presencia se desvanecía.