La mudanza

Un muchacho deberá elegir entre respetar la amistad o dejarse tentar por la mujer de sus sueños.

La mudanza

Verano. Los días calurosos hacían olvidar la universidad y los exámenes. Usualmente hubiera estado disfrutando de la playa o el campo. Debería estar descansado y lleno de energía. Pero resulta que no era así. Tenía preocupaciones que no debía tener un hombre de casi veinte años. Y todo porque mi mejor amigo y su familia pronto se mudarían.

Con Juan de Dios habíamos crecido juntos, como un par de buenos hermanos. Nuestras casas quedaban muy cerca, en un condominio acomodado de la ciudad. Yo, un año mayor, lideraba los juegos y las travesuras. Juan, unos años menor que yo, siempre había sido un compañero excepcional. Incluso, cuando entré a la universidad, Juan continuaba invitándome a las fiestas de su escuela y a cambio yo lo llevaba a las celebraciones de mi facultad.

Por lo tanto la mudanza de Juan sería como separarse del hermano de sangre que ninguno de los dos teníamos. Los dos estábamos apenados.

Lo que no sabía nadie, ni siquiera mi buen amigo Juan, era mi otra razón para estar apenado. Porque el pesar que sentía yo era doble. No sólo sentía tristeza por mi amigo, sino también por la partida de la madre de Juan de Dios: Débora.

Desde hacía unos años, empecé a sentirme atraído por la madre de Juan. Había cumplido recientemente cuarenta y seis años, muy bien llevados. Se conservada tan bien que Débora lucía como si tuviera diez años menos.

Hasta mis once años, la mamá de Juan había sido como todas las otras mamás: una mujer cariñosa, sonriente y afable. Recuerdo que nos daba dulces y nos sacaba a pasear al parque. Sin embargo, todo cambió un día de vacaciones.

En esa ocasión, Juan me había invitado a jugar videojuegos. Sus padres nos dejaron ocupar la pequeña casa de invitados construida al otro lado del patio, junto a la pequeña piscina. Ahí nos sentíamos a nuestra ancha y podíamos hablar hasta muy entrada la noche, sin molestar a nadie. Esa noche, sin embargo, algo cambió. En mitad de nuestro trasnoche, después de casi tres horas de jugar videojuegos, sentí que mi cuerpo me pedía vaciar mis intestinos.

—Tengo que ir al baño —le dije a Juan.

Él estaba jugando en la consola, muy concentrado. Con suerte logré que mi amigo contestara.

—Anda al baño de la casa, Ricardo —dijo Juan—. El baño de la cabaña tiene la descarga dañada. No quiero que huela mal toda la habitación cuando nos vayamos a dormir.

Así que por petición de mi amigo fui al baño de la casa principal. Salí y crucé el patio. Lo hice en silencio, porque no quería molestar a los papás de Juan. Sin problemas, hice lo que tenía que hacer y me dispuse a volver. Lo que pasó justo en ese momento fue pura coincidencia. Al volver a la cabaña, al atravesar el patio, pasé por afuera de la habitación matrimonial y no sé por qué miré hacia adentro. Entonces, lo que vi hizo que me detuviera en el acto.

Adentro, en la cama, estaba la señora Débora con el torso desnudo. La mamá de Juan estaba balanceándose con un par de enormes y redondos senos moviéndose de forma sensual. Se movía sobre la cama. Tenía un cuerpo precioso, con una cintura estrecha y un vientre muy plano. Débora cambió de posición y ahora, arrodillada sobre la cama se movía mesuradamente. Sólo entonces noté que se movía sobre su marido que estaba acostado. Estaban haciendo el amor.

En ese instante no sé qué me llevó a espiar a los papás de Juan. Pero me mantuve ahí por unos minutos, mirando a la señora Débora, viendo a los papás de Juan de Dios follando como lo hacían seguramente las parejas casadas. Incluso pude ser testigo como Ella le practicaba una mamada. Pero aquello no se extendió demasiado. El papá elevó la voz, dijo algo y dio un grito; entonces, se corrió. El semen saltó sobre las enormes tetas de Débora. Aquella imagen me produjo un shock. Sentí como un mazazo en mi cuerpo y perdí el equilibrio. No sé si mi silueta se hizo notoria en la ventana, pero la mamá de mi amigo miró en mi dirección. Ella hizo un gesto de enfocar la vista, puso cara de sorpresa. No sé si me descubrió. Yo salí corriendo.

Al volver a la cabaña, con mi amigo, estaba yo muy alterado. Todo parecía un sueño.

—¿Estás bien? —preguntó Juan cuando regresé—. Te demoraste un siglo.

—Si. Estoy bien —respondí a mi amigo, algo inseguro—. Tuve que vaciar mis tripas.

—Entonces, me esperaré antes de ir yo al baño. ¿Viste a mis padres?

Me demoré un instante en contestar.

—No. No los vi —mentí—. Creo que estaban durmiendo.

Esa noche, esperé que el papá de Juan de Dios viniera a regañarme. Me imaginaba que me sacaría a patadas de su casa por espiar a su mujer. Esperé durante largo tiempo, pero nada pasó.

Después de jugar, Juan y yo nos fuimos cada uno a una habitación diferente. Gracias a dios estábamos separados. Esa noche, sentía un fuego en mí. Algo había despertado en mi cuerpo y me toqué por primera vez. El pene se me puso muy duro. Me abandoné a esas sensaciones. Pensando en la señora Débora, soñando con sus blancos y grandes senos, con sus ojos cafés encendidos, sus generosas caderas en movimiento; recordando las manos de su marido en su voluptuoso culo y en sus pezones oscuros. De esa forma me corrí por primera vez. Fue esa noche comencé a sentir verdadero interés por una mujer.

Sin quererlo, el interés por la Débora, la mamá de Juan de Dios, creció con los años. Lo mantenía en secreto, porque me hacía sentir extraño. Una mezcla entre culpa y excitación. Al fin, Juan era mi mejor amigo y yo había sido criado de la mejor forma, con ideas católicas como respetar la institución de la familia y la mujer del prójimo.

También estaba el hecho que mi abuela Rita había experimentado un mal matrimonio. El abuelo Saul fue un hombre licencioso, de rumoreadas infidelidades y de malos vicios como el alcohol. Su comportamiento causo gran dolor en la abuela y en mi madre  y sus hermanos. Por suerte o por desgracia todo terminó cuando el abuelo Saul murió en un accidente automovilístico causado por el alcohol y la imprudencia. El viejo estaba con su amante, Karen, una de las mejores amigas de la abuela. El abuelo murió en el acto, pero Karen se debatió por varios días antes de morir. Mi abuela acompañó al esposo y los hijos de Karen en el hospital; lo hizo a pesar de que sabía que su amiga estaba seguramente teniendo un amorío con el abuelo Saul.

Una cosa muy trágica y que marcó mucho a mi madre. Ella siempre me había enseñado a respetar el amor, la amistad. Mi madre, Gladys, solía llevarme a misa y repetirme un montón de sermones acerca de lo que es ser buena persona. Había que ser leal. Había que alejarse del alcohol y las drogas. Ser un hombre significa cumplir con la palabra dada. Porque era sagrada. Y que cosa más sagrada que las promesas de amor, en especial si estás se hacen ante Dios. Así era mi madre y ese tipo de cosas solía enseñarme.

Así que reunirme con mi amigo Juan era difícil a veces. En especial porque notaba que añoraba ver a la señora Débora. Debo decir que a veces sentía remordimiento. Especialmente, cuando iba a la casa de Juan y mi amigo no estaba. Lo normal hubiera sido volver a casa, pero yo me quedaba ahí, fingiendo que le esperaba. Era una forma de estar con Débora.

Realmente me sentía afortunado cuando don Julio estaba también ausente. Débora hacía sus cosas y yo “esperaba” a Juan de Dios. Aunque lo que hacía realmente era mirar a la madre de mi amigo.

Débora era preciosa. Su cabello castaño era abundante, sus ojos de color café tenían un brillo picarón y su sonrisa era amplia. Una boca amplia para una mamada generosa, pensaba muy en mi interior. Me encantaban los pantalones ajustados que llevaba usualmente y que destacaban su cola. Vaya par de nalgas redondas y grandes, y yo las suponía bien duras. Sólo un par de veces la había visto con falda corta, sabía que tenía piernas bonitas. Tenía unas ganas locas de acariciar las sinuosas caderas y el culo. Soñaba a veces con tomarla de la estrecha cintura y bailar con ella algo bien apretado. Una bachata o un reguetón, cualquier ritmo.

Pero lo que me traía loco de Débora eran sus tetas. La imagen de aquellos magníficos senos, de aquella noche en que la había espiado, había quedado grabada con fuego en mi mente. Sin duda, disfrutaba cada vez que podía ver a la mamá de mi mejor amigo con algo de escote. Me encantaba.

Por supuesto, ya sea por la diferencia de edad o por los consejos de mi madre, yo me comportaba. Por ningún motivo quería que se me notara la atracción que sentía por la madre de mi amigo. Hasta antes de la noticia de la mudanza de la familia de Juan, creo que siempre fui prudente y reservado.

La verdad era que sentía por Débora un amor platónico y mi enamoramiento no era una obsesión limitante. Había salido con alguna amiga de mi edad y ya no era virgen. Aunque era un cachorro en las lides del sexo y me encontraba deseando ser instruido. Por supuesto, quería que quién me enseñara a follar fuera Débora. Se me había metido en la mente que ella era la única que podía hacerme un hombre de verdad. Pero esos eran sueños, fantasías lujuriosas de un adolescente.

Sin embargo, todo cambió hace unos seis meses, cuando Juan me informó que se irían de la ciudad.

—Nos vamos —dijo mi amigo—. Mi papá encontró un nuevo trabajo y, si todo sale bien, a finales del verano nos mudamos. Por eso he elegido seguir mis estudios en esa universidad que te dije.

Al escuchar a Juan de Dios mi estómago se hizo un nudo.

Desde ese día, sentía una cosa muy rara. Una tristeza sorda que parecía contagiar al mundo. Al principio, traté de concentrarme en la universidad y en mis estudios. Pero después sentí deseos de ver a Débora, de aprovechar esos últimos meses.

Empecé a ir a la casa de Juan, pero trataba de hacerlo cuando Débora estaba sola en casa. Ella me recibía con la misma afabilidad de siempre, como buena vecina y mamá de su mejor amigo. Yo, en cambio, empecé a mirarla diferente. Lo hacía con menos prudencia, tratando de estar muy cerca de ella. Ofreciéndome a ayudarla, tratando de conseguir tiempo a su lado. Lo hacía casi siempre cuando estábamos solos, pero a veces también cuando su marido o Juan estaban presentes.

—¿No quieres ir a tu casa? —me preguntó un día la mamá de mi amigo—. No te aburres conmigo.

—No, nunca me aburro con usted. En mi casa lo único que hago es estudiar —le mentí—. Aquí me puedo dar un respiro de los estudios y, mientras espero a Juan, aprovecho de conversar con usted.

—Pero yo no creo ser una mujer muy interesante —aseguró Débora—. Mi marido siempre dice que las mujeres decimos cosas que a los hombres no le interesan.

—Tal vez otras mujeres pero usted no, señora Débora —le dije, tal vez demasiado galante para mi juvenil edad—. Siempre disfruto de su compañía.

Ella siempre me sonreía y me daba una caricia en el cabello cuando le decía algo así. Nunca se molestó, pero nunca pasó de ser algo maternal en su trato. Además, estaba todo el asunto de respetarla a ella. Era una mujer casada, con un hijo. Y yo no iba a romper un matrimonio. A pesar del deseo que Débora me hacía sentir, no me parecía correcto. De todos modos nunca sentí esperanzas de que pasara algo con ella. Ella era, para mi desgracia, como una segunda madre. Sin embargo, seguía yendo a su casa. Era algo masoquista, pero disfrutaba estar con ella.

Y vaya si su compañía se hacía más placentera a medida que llegaba el calor. A medida que el verano hacía subir la temperatura, la ropa de Débora iba haciéndose más ligerita y más corta. Iban apareciendo las camisetas delgaditas y ajustadas, los pezones marcados, las faldas más cortas, las sandalias, los muslos al aire. Realmente, estaba disfrutando esos últimos días.

Una tarde, sin embargo, casi acabo con mi buena suerte. Estábamos sentados en el salón de la casa de Juan. Supuestamente yo ayudaba en los preparativos de la cena, trozando frutos secos para un pastel. Pero en lugar de partir los frutos secos, yo estaba más concentrado en la falda corta que Débora usaba y en los muslos al aire que me tenían vuelto loco. Estaba perdido en la esplendorosa vista, esperando un descuido para ver la tanga que Débora usaba esa tarde. Entonces, sentí una voz.

—¿Ricardo? ¡¿Ricardo?! —escuché la voz de mi vecina—. ¿Qué miras?

—¿Qué cosa? —respondí, tratando de parecer del todo inocente.

—¿Qué estabas mirando? —me preguntó la madre de mi amigo.

Tenía un semblante muy serio y temí lo peor.

—Yo… bueno —traté de inventar una excusa—. Yo no miraba nada… estaba pensando en la universidad… es que tengo un examen.

—Pues me parecía que me mirabas a mí —acuso Débora.

—¿Mirarla? ¿A usted?

—Sí, a mí. Creo que mirabas mis piernas o mi culo esperando ver mi calzón.

—No, como se le ocurre —solté en una apresurada defensa—. Yo no haría eso, señora Débora.

—¿Estás seguro, Ricardo Martínez?

—Por supuesto, señora Débora —respondí—. Confíe en mí.

—No sé si creerte —dijo ella—. Todos los hombres son iguales.

Entonces, noté que me miraba de pasada la entrepierna. Yo estaba hace rato un tanto excitado. Se me había puesto la verga algo dura. Mi pene no estaba completamente erecta, pero si resaltaba en mi pantalón.

—Bueno, apúrate en separar los frutos secos —dijo la señora Débora—. Y después te vas a tu casa. Tengo que cocinar el pastel.

Me fui esa tarde avergonzado y también un poco apesadumbrado. No volví a casa de Juan por unos días. Por suerte, mi amigo me invitó a una fiesta en su casa. Era una celebración anticipada de su cumpleaños. O por la mudanza. La razón no importaba, dijo Juan de Dios. Quería celebrar con los amigos antes de irse.

Me encanto que me invitara a su casa. Tal vez todo volvería a la normalidad.

Durante el sábado de la fiesta todos estaban muy alegres. Estaba invitada toda la familia de Juan y algunos compañeros del colegio y amigos del condominio. A mí me hubiera gustado estar cerca de Débora, pero estaba en el patio con los de mi edad. Conversábamos y nos reíamos, era todo muy agradable.

Débora iba y venía desde la cocina. Aparecía y ofrecía bebidas o algo de comer. Yo no sabía cómo enfrentarla o mirarla a los ojos, pero luego de una hora noté que ella me trataba con normalidad. De hecho, Débora me sonreía de manera particular, con cariño.

Durante toda la celebración noté que me atendía de forma especial, separando un pedazo de torta y sirviéndome bebida cuando mi vaso estaba vacío. Tal vez lo hacía para reconciliarnos o tal vez ya no se acordaba de que yo había intentado espiarla. Me sentí aliviado y contesté a sus sonrisas y atenciones con unos pocos halagos y algún respetuoso piropo.

La noche continuó de forma agradable. Me uní a Juan de Dios y a otros chicos y chicas de nuestra misma edad y nos fuimos a conversar al patio. Éramos un grupito de amigos, sin adultos ni padres. Débora seguía presente en mi pensamiento y la buscaba en los alrededores. Pero no se había mostrado por el patio hace un buen rato. Seguramente dándole espacio a su hijo y sus amigos.

Juan de Dios aprovechaba la ausencia de los adultos para alardear de su próxima conquista.

—Sé que me iré pronto —dijo—, pero puedo asegurar que dejaré mi marca de semental en la población. Tal vez todos conozcan a un bombón de ojos turquesas y cuerpo de angel que vive no muy lejos de aquí. Les informo, queridos amigos, que la tengo en la palma de la mano.

—Y entonces, semental, si la tienes en la mano: ¿Por qué no invitaste a tu conquista a la fiesta? —preguntó Ramiro, uno de los amigos del condominio.

Hablaban de una vecina que estaba preciosa. Todos decían que tenía un cuerpazo y que era realmente linda. Algunos incluso pensaban que era modelo o algo por el estilo.

—La invité a venir —aseguró mi mejor amigo—. Pero no podía asistir. Puede parecer joven, pero es una mujer adulta, ocupada. Además, no quiero compartirla con ustedes. Ella es solo mía.

—No sé si creerte, Juan. Hace unos meses no te atrevías a hablarle a la vecina —dijo otro chico—. Y ahora resulta que eres su amante.

—Ningún chico se atreve a hablarle a esa mujer —dijo una de las pocas chicas invitadas—. Ni tampoco a su guapo esposo.

—Ni siquiera nuestros padres se atreven a hablarles —dijo Ramiro—. Es por su actitud, especialmente la forma en que ella te mira. Es demasiado altiva, como si fuera de otro mundo y nosotros fuéramos muy poca cosa. Mi mamá dice que es una zorra.

—Esa mujer estoy seguro que es modelo. Es el sueño de cualquiera. Incluso he escuchado hablar a mi padre de ella, y a mamá del esposo —dijo otro chico del barrio.

—Esa mujer es mucha hembra para ti, Juan de Dios. Hay demasiada diferencia de edad —dijo la chica.

—No es tanto mayor —aseveró Juan—. Tiene veintiséis.

—Pero el marido es enorme y muy guapo —agregó otra de las mujeres del grupo.

Me parecía increíble que mis amigos hablaran así. Incluso entre gente adinerada y joven los rumores podían animar una conversación. Yo no era muy adepto a los habladurías, así que no estaba muy enterado. Por lo tanto tuve que poner atención a la conversación. Al final comprendí que hablaban de una pareja joven y bastante popular entre mis amigos. Por alguna razón habían dado mucho que hablar, en especial ella. Eran modelos de catálogo, según Samantha Parker. Pero según Ramiro eran empresarios.

El matrimonio no tenía hijos y sin embargo habían comprado la casa más grande del condominio. Eran unos vecinos muy reservados que no se reunía con nadie; pocos habían cruzado palabras con ellos. Algunos los acusaban de ser algo estirados, snob, o al menos que miraban en menos a la gente del lugar. Y eso que era un condominio de gente de dinero. Cuando me mostraron la foto de la pareja (Juan de Dios y otros dos amigos tenían fotografías de ellos dos), descubrí que en verdad parecían una pareja de actores de cine o algo por el estilo, de esos que parecen vivir sólo en la pantalla o en las revistas de publicidad. La mujer era una rubia muy hermosa, de curvas sugerentes y sobretodo elegante. Noté que parecía muy joven, como de nuestra edad, pero Juan decía que tenía veintiséis.

Verdaderamente Juan de Dios estaba empecinado en seducir a la mujer de la fotografía antes de mudarse, lo que me parecía mal pues la vecina estaba casada. Yo siempre he sido muy correcto. En mi crianza católica y porque en mi familia no había separaciones ni escándalos. Por lo tanto, me pareció mal lo que hacía mi amigo. Sin embargo, no le dije nada.

A pesar de que todos creían que mi amigo tenía pocas posibilidades con una mujer tan guapa y elegante, Juan parecía estar muy seguro de sí mismo. Se rió de nuestra falta de fe en él.

—Lo que pasa es que ustedes no se atreven —dijo mi amigo—. Pero yo sí. Ya verán.

Parecía muy sobrado y envalentonado esos días antes de la mudanza. Parecía no tener ningún escrúpulo en cortejar a una mujer casada a espalda del marido. En verdad, estaba descubriendo una faceta de mi amigo que no conocía y que a mí no me gustaba nada. Como mi madre me había repetido: no había que meterse con las mujeres casadas. Había que respetarla. Por esa misma razón yo seguía respetando a Débora, la madre de mi amigo.

—No has pensado que el enorme y musculoso marido te puede moler a golpes si te descubre tratando de seducir a su esposa —dijo Ramiro a Juan de Dios.

—Además, si yo fuera ella no traicionaría a ese adonis —dijo otra amiga con un suspiro—. Ese hombre es realmente súper guapo.

—Bueno… el tipo será enorme y tal vez guapo, pero si no está nunca en casa por su trabajo hasta la mujer más paciente y leal puede caer en la tentación.

—¿Y esa tentación eres tú? —bromeó Ramiro.

—¿Por qué no? —contestó mi amigo—. Nuestra linda vecina está solita cuando llega del trabajo. Es una mujer que vale el esfuerzo y el peligro —siguió diciendo Juan de Dios, muy sonriente—. Me gusta mucho y haré todo por hacerla mía. Ya hace tiempo tengo su teléfono y me aceptó como amigo en Facebook. Incluso la estoy ayudando en su casa a ordenar su taller de pintura.

—Cuidadito, campeón. No te metas en problemas —advirtió Ramiro—. Esa mujer se nota mucha hembra para cualquiera de nosotros.

—El que no nada no cruza el río —replicó Juan—. A veces hay que atreverse y hacer una locura. Las mujeres se casan y tienen esposos, pero a veces tienen necesidades que sus parejas no logran satisfacer. Además, no está muerta y mientras estemos vivos puede pasar cualquier cosa.

—Entonces, Juan de Dios, dime algo —le pedí a mi amigo, interviniendo al fin en la conversación.

—¿Qué cosa, Ricardo?

—¿No crees que está mal romper un matrimonio? —pregunté.

Juan de Dios sonrió.

—Está mal si te descubren y si no pudiste gozar de la hembra de tus sueños —contestó—. Como mi tío Pedro decía: si ves un diamante al otro lado del río no te quedas parado mirándolo. Si quieres tener ese diamante en la mano debes cruzar el río. No vaya a ser que te quedes observando como otro lo toma antes.

Varios rieron de la soltura de las palabras de Juan de Dios. Yo no. Las palabras de mi amigo calaron profundo en mi mente. Si mi amigo no era capaz de respetar a la mujer de otro, tal vez yo debería seguir su ejemplo.

Esa misma noche, después de que todos se fueron, me quedé a ayudar en la limpieza. Por suerte Juan salió a alguna parte. Nadie supo muy bien donde. Así que al final sólo éramos don Julio, Débora y yo.

—Si quieres puedes irte a tu casa —dijo la mamá de mi amigo con la lengua algo pastosa por el alcohol.

—Termino de acomodar los platos en su lugar y me voy —respondí.

Esa noche, Débora usaba un jeans blanco, sandalias de taco alto y una remera amarilla de tirantes. Todo muy ajustado. Tuve que resistir estoicamente para no mirar su culo o el escote donde asomaban sus grandes tetas. Estaba preciosa.

—Yo me voy a acostar —dijo el papá de Juan—. Mañana tengo que trabajar temprano.

—¿Trabajar un domingo? —pregunté sorprendido.

—Es el problema de los médicos de urgencia —contestó Débora—. Siempre cansados y con turnos raros. A veces no está todo el día en casa.

—No seas así, mujer —reclamó el papá de Juan de Dios—. Tu eres ingeniera en informática y por tu trabajo puedes trabajar desde casa. En cambio mi trabajo implica atender personas, sanarlas en circunstancias difíciles. Por lo mismo es muy bien remunerado.

Don Julio dijo todo eso mirando la casa.

—Como si yo no aportara nada de dinero en esta casa —se quejó Débora, algo molesta con su esposo.

—Ya. No peleemos, mi amor —dijo don Julio—. Me voy.

El papá de Juan se marchó a la cama y nos quedamos los dos solos. En silencio, empezamos a guardar los platos.

—Gracias por venir a la celebración —me dijo Débora.

—No hay por qué agradecer —respondí—. Juan y yo somos amigos.

Seguimos en silencio. Estábamos muy cerca el uno del otro. A veces nuestros brazos se rozaban al ir colocando los platos en el mueble.

—¿Sabes con quién Juan de Dios está saliendo? —me preguntó Débora—. Está muy misterioso.

Yo no podía traicionar las conversaciones de su hijo, así que mentí.

—En verdad, no sé —contesté—. Parece que es una chica del colegio.

—Debe ser —dijo Débora—. Y tú, Ricardo, ¿Sales con alguien?

—No.

—No me mientas ¿Cómo puede ser que no salgas con nadie? Pero te gusta alguien ¿no? —preguntó Débora.

Me quedé en silencio. Se notaba que la mamá de Juan había bebido un poco. Jamás preguntaba esas cosas. Además, siempre mantenía las distancias. En cambio, en ese momento, se acercó mucho a mí. Me tomó de la camiseta y me acarició el pecho.

—Dime, Ricardo —me urgió Débora, casi encima—. ¿Quién te gusta?

Estábamos de pie, parados al lado del estante. Yo mido casi un metro ochenta y ella era unos diez centímetros más baja. Débora se pegó a mí y yo pude sentir sus senos contra mi tórax. Sentí que me faltaba el aire.

—¿Qué mujer te roba el sueño, Ricardito? —preguntó la mamá de mi amigo.

Sus manos se entrelazaron detrás de mi cuello. Era una actitud diferente. Tal vez realmente estuviera algo más que achispada por el alcohol de la celebración. Tal vez Débora estuviera borracha. No sabía muy bien qué hacer.

—¿Me dirás quién es esa mujer? —volvió a decir, contraatacando incansable.

Dudé. Mi mente era un maldito caos. Pero entre no hacer y hacer algo, preferí dejarme llevar a quedarme callado y paralizado como un imbécil. No sé de donde saqué el atrevimiento, pero la tomé de la cintura. Puse mis manos en su espalda, acariciando cada centímetro.

—Si le digo, señora Débora —dije—. ¿Guardará mi secreto?

—¿No le puedo decir a nadie? —preguntó, traviesa y con una sonrisa seductora en el rostro.

Ella se mantuvo en silencio un momento, esperando mi respuesta. Sus manos entrelazadas sobre mi cuello y ella muy pegada a mi cuerpo. Yo sentía sus tetas en mi pecho y mis manos acariciaban su cintura. Si mirada más abajo, podía ver el escote y los senos asomándose en el top amarillo. Me sentía en la luna y mi pene empezó a ponerse duro.

—No le puede decir a nadie, o tendré que hacer algo... tal vez castigarla.

Aquella frase se me había venido de alguna porno. No sé cómo me atreví a decir algo así. Aquello, sin embargo, sirvió para liberarme del calor y la tensión que sentía en ese momento. Pero Débora no rió. Abrió los ojos y se puso muy seria. Después curvó sus labios en una extraña sonrisa; se pegó más a mi cuerpo.

—Dime, no le diré a nadie —me susurró—. ¿Quién te gusta, Ricardito?

Afiancé mis dedos en su cintura. Ella y yo nos mirábamos muy cerca. Podía sentir su aliento, una mezcla del aroma de frutas y alcohol. Ella se movió y noté su cadera o tal vez su vientre, no estaba seguro, sobre mi entrepierna. Mi pene sintió la presión y se puso duro. Débora echó una rápida mirada en esa dirección, pero tal vez retomando cierto pudor regresó rápidamente su vista a mis ojos. Tenía que decir algo, tenía que hacer algo.

—Me gusta una mujer muy hermosa. Su nombre es… —empecé a decir.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó Débora, casi en un susurro.

Sentí su aliento sobre mis labios, el olor del alcohol y sentí que mi cuerpo se tensaba. Era un sueño estar así con la mujer que me gustaba. Me gusta, empecé a decir. Pero en ese momento los labios de Débora se posaron sobre mis labios. Su boca presionó y yo la besé. Besé a Débora y ella fue en mi búsqueda y cerró sus ojos. Estaba en la gloria.

Justo en ese momento, se escuchó la puerta. Débora y yo nos separamos con rapidez. Segundos después, Juan entró al salón.

—Ricardo, que bueno que estás acá —dijo—. Nos vamos a tu casa.

—¿A mi casa?

Yo estaba un poco acalorado y Débora estaba azorada. Pero Juan de Dios no notó nada de lo que pasaba entre su madre y yo.

—Si, a tu casa —dijo Juan—. Necesito hablar contigo. Voy a buscar un par de cosas y nos vamos.

—Hola, hijo —saludo Débora—. ¿No alojarás acá?

—Hola, mamá —respondió Juan—. Me voy a la casa de Ricardo, vuelvo mañana al medio día.

—Muy bien —dijo su madre—. Pero mantente en contacto.

—Sí, mamá —contestó Juan—. Voy a mi habitación y vuelvo.

Nos quedamos ahí, Débora y yo, en silencio. Se escuchaba a Juan ir y venir en su habitación.

—Otro día tendrás que responder mi pregunta —dijo la mamá de Juan.

Asentí afirmativamente, un poco decepcionado de todo. Sin embargo, Débora se acercó a mí. Lo hizo con cuidado, mirando constantemente hacia el pasillo.

—Debo estar muy borracha —me dijo—. Cuando bebo siempre hago locuras. No le digas a nadie.

—Claro —respondí.

—Ahora, me voy a acostar —dijo ella—. Estoy cansada.

Débora se acercó y me tomó la mano.

—Buenas noches, Ricardo —me dijo—. Sueña cosas bonitas esta noche.

—Lo haré —le aseguré—. Buenas noches.

Me dio entonces un beso en la boca. Y luego otro beso, y un tercero más largo. Yo le apreté la mano, no quería que se marchara. Pero al final se separó.

—Buenas noches —repitió, soltándome la mano.

No supe que decir. Justo en ese momento, apareció Juan.

—Nos vamos, mamá.

—Adiós, hijo.

Esa noche, Juan no durmió en mi casa. Era una excusa para marcharse a otro lugar. Al parecer, Juan se iba a reunir con la famosa vecina que lo tenía vuelto loco.

—Aunque esté casada —dijo Juan, antes de despedirnos—, haré mía a esa hembra antes de la mudanza. Lo juro. Si la hago mía podré marcharme en paz de esta ciudad.

—Ten cuidado —le pedí—. No te metas en un lío. Recuerda que está casada.

—El cuidado es para los perdedores —aseguró—. Recuerda amigo. Las mujeres casadas no son sagradas para los conquistadores como tú y yo.

Sus palabras resonaron en mi cráneo.

Pasó así más de una semana y nada similar volvió a pasar entre Débora y yo. Nos mirábamos y a veces nuestros cuerpos se rosaban. Pero ninguno de los dos se atrevía a hacer algo más. En verdad, yo me había arrepentido bastante de lo ocurrido. Juan era mi amigo y don Julio era amable con todo el mundo. Además, la señora Débora era una excelente madre y mujer. Nadie se merecía que yo hiciera algo indebido. Y sin embargo, deseaba que algo pasara. No sabía cómo hacer para que lo que había pasado volviera a suceder. Yo era inexperto y Débora me parecía una mujer inalcanzable. Incluso con lo que había sucedido yo era incapaz de atreverme a actuar de forma directa.

Al mismo tiempo, notaba que Juan andaba muy altivo y soberbio. Aunque no había pruebas, el decía que se había follado a la vecina. Supuestamente mi amigo no podía contarle a nadie por pedido de ella, pero había un rumor que se empezaba a extender. Un rumor que seguramente había empezado Juan de Dios.

—Te juro que la vecina es una fiera en la cama —me dijo Juan—. No hay nada ni nadie que se compare a Ana.

Así se llamaba la vecina.

—Si supieras como la chupa, Ricardo —dijo Juan—. Si pudieras sentir un coño así, apretado y caliente; muy mojado. Si pudieras ver y sentir cómo te monta. Si pudieras poner tus manos en ese culo, en esas tetas. Dios, me vuelve loco.

—Seguro que te lo inventas —dijo Ramiro—. Esa mujer es mucha carne para un perro roñoso como tú.

Estuvieron a punto de pelearse. Por suerte logré separarlos.

—Me haré una buena grabación de Ana y yo follando, ya lo verán —aseguró Juan—. Verán toda esa belleza someterse a mi verga. Verán esa carne en mis manos. Se los prometo.

—¿No te da remordimiento, Juan? —le pregunté a mi amigo—. Esa mujer está casada ¿Qué pasaría si alguien intentara ligarse a tu mamá, por ejemplo?

—Bueno, cada hombre debe saber defender lo que es suyo —contestó Juan—. Si un marido no puede alejar a los gatos de su gata es simplemente porque no es suficientemente macho.

Su respuesta dejó, como siempre, una impresión muy grande en mí. No es que creyera en sus palabras, que lo que decía Juan de Dios fueran verdad. Pero sentía que de alguna forma la forma de actuar de mi amigo me estaba dando vía libre para que yo cortejara a su madre.

Con las palabras de mi amigo en la cabeza, una noche marché a casa de los padres de Juan. Sabía que don Julio se había marchado fuera de la ciudad, preparando la mudanza, y Juan estaría esa noche fuera (según él, con la vecina). Había recordado lo que Débora me dijo la noche del cumpleaños de Juan: que con el alcohol hacía locuras.

Después de la universidad, pasé a comprar vino, duraznos y frutillas. Además de jamón serrano, queso, tomate dulce y aceitunas para acompañar la bebida que pensaba preparar. Siguiendo una receta de internet, preparé un vino con frutas y agregué un poco de ron. Sabía que a Débora le gustaba esa mezcla, ahora debía arriesgarme esa noche y esperar que: uno, aceptara mi regalo y dos, que me permitiera hacerle compañía esa noche. No sé de qué lugar saqué la valentía, pero marché decidido a casa de Débora.

—Hola —me saludó al verme—. ¿Qué haces aquí? Juan no está.

—Lo sé —le dije, con la boca seca—. Puedo pasar.

—Claro. Pasa —dijo la hermosa mamá de mi amigo.

Entré a la casa y pasamos al salón. Débora llevaba una falda negra y ajustada y un chaleco verde que marcaba bien su cintura y el contorno de sus senos. Además, los zapatos de taco realzaban sus imponentes glúteos.

—Como se irán pronto, he traído un regalo para usted —dije el discurso ensayado en casa—. Nunca le he cocinado nada. Así que hice esto para usted.

—Muchas gracias. Déjame ver —dijo ella, alegre.

Desenvolvió el papel que envolvía la jarra y observó el regalo con sorpresa.

—Es un vino con frutas —dije—. Lo hice yo mismo.

Y antes que dijera cualquier cosa, fui por unos vasos y los puse en la mesa. Ella miró las copas, dudando un instante. Pero después las sirvió.

—Vamos a probar el vino con frutas que me has traído —dijo ella—. Seguramente estará rico.

Lo probamos. Primero yo y después ella. Sonrió y volvió a darle un sorbo a la copa.

—Está muy rico —aseguró.

—Encontré un receta de mi abuela y me pareció buena idea hacerla. Traje algo para acompañar el vino —agregué.

Sin esperar a que dijera algo, empecé a preparar la mesa con el queso, el jamón, los tomates y las aceitunas. Débora se quedó mirándome, tal vez sorprendida de mi actitud. Al final, se rindió a mi entusiasmo y disfrutó de la sorpresa.

Nos sentamos en el sofá y nos pusimos a conversar de los viejos tiempos, de Juan y de mí. Disfrutábamos de la plática, de los trocitos de queso y del vino. Ella estaba cada vez más risueña y yo, pasada una hora o algo así, aprovechaba para arrimarme a su cuerpo.

Al rato, con los dos más relajados, me levanté y puse la televisión y puse música. A esa hora ya habíamos vaciado la jarra de vino (en realidad, ella había vaciado la jarra, yo había tomado menos de dos copas).

—Voy a sacar más vino, Ricardo ¿Te parece? —me preguntó.

—Buena idea —respondí.

Al regresar, sonaba una canción muy pegajosa en la radio. Débora empezó a girar, bailando con mucha sensualidad.

—¿Te gusta bailar?

—Me encanta.

Era imposible decir que no en ese momento.

—Pues ven a bailar conmigo —me pidió Débora.

Movimos una mesa y un par de sillones y nos pusimos a bailar. No era fácil seguirle el ritmo a Débora, pero lo hice lo mejor que pude. Tomábamos unos descansos cada tres o cuatro canciones. Ella bebía de su copa de vino, yo tomaba un sorbo de la mía y volvíamos a bailar.

El baile se volvía cada vez más íntimo y ella acercaba su cuerpo al mío, permitiendo que mis manos acariciaran su cintura y su espalda. No tarde en poder rosarle la cola, por contrapartida Débora me piñizcó una tetilla y el culo unas cuantas veces. Al final, después de tanto bailar, caímos al sofá. Ella se sirvió una copa más de vino y después se sentó a mi lado, colocando una de sus piernas sobre mis muslos. Yo estaba seguro que estaba borracha.

—Dime, Ricardo —preguntó Débora—. ¿Por qué viniste esta noche? ¿Sólo a darme el regalo?

—Quería venir a hacerte compañía —contesté.

—¿Sólo hacerme compañía? —Débora me miraba con incredulidad—. ¿O viniste a emborracharme para algo más?

Me infundí valentía y le respondí con todo el aplomo que sentía.

—Sabía que estarías sola y vine a estar contigo —le dije, menos formal—. Se que, ahora que Juan de Dios anda en las suyas, a veces estás muy sola. Se que querías compañía.

—¿Compañía?

—Sí, querías compañía ¿no?

Ella se acercó a mí, acariciándome el pecho con sus dedos. Luego, puso su boca sobre mi oído.

—Lo que yo quiero no es compañía —me susurró—. Lo que quiero es que me folles, Ricardito.

Ella retrocedió y me miró a los ojos. No sé de donde saqué la valentía en ese momento, pero la besé. Mis labios tocaron los labios de Débora y sentí al fin que cumplía un sueño. Al principio fue un beso muy dulce, pero noté cierto apremio en Débora.

—Vamos, Ricardo… bésame en serio.

La besé con pasión. Abriendo la boca y pasando mi lengua por sus labios. Pero no me conformé con eso, ahora debía estar a la altura de mis deseos y de su lujuria. Mientras las lenguas jugueteaban en la entrada de nuestras bocas, mi mano tomó un seno. Acaricié la carne, la apreté, la moví a un lado y luego a otro. Era una teta firme e imposible de abarcar por completo. Débora se quejó, quizás de placer o quizás de dolor. Yo la volvía a besar bien profundo y ella me devolvió el beso y me entregó su lengua.

—Me tienes caliente, Ricardito —me confesó.

—¿Si?

Le apreté la otra teta.

—Si —dijo entre suspiros—. Hace meses que me rondas como si anduviéramos en celo.

La besé y empecé a desabotonar el chaleco.

—¿Y te gusta que te corteje? —le pregunté.

Desabotoné tres botones y empezó a aparecer la carne de sus grandes senos en un sujetador de copa verde.

—No sé si me gusta, pero me pone caliente — reconoció—. Hay días en que me masturbo pensando en ti.

—¿En mí?

—Sí. En ti y en tu rica verga —admitió la irreconocible y desvergonzada madre de mi mejor amigo.

—¿En mi verga? —la pregunta brotó de la nada.

—Sí.

Desabotoné su chaleco y dejé la vista libre para observar el sujetador bien ocupado y el vientre plano. Podía admirar esas grandes maravillas en su torso. Los senos estaban perfectos: grandes, bien formados, blancos. Con los pezones bien marcados en el sujetador. Débora extendió la mano y con los dedos acarició mi pene en erección.

—¿Por qué piensas en mi verga? —pregunté.

—Pienso en tu verga porque sé que es más grande que la de Julio —confesó.

Débora acarició mi pene sobre el pantalón. Mi verga se endureció y creció dolorosamente en mi entrepierna.

—Déjame ver ese par de hermosas tetas —le pedí.

La mamá de mi amigo se enderezó y con rapidez desabrochó el sujetador. La prenda cayó y yo pude observar esos preciosos montes coronados con oscuros pezones. Me lancé sobre ella y empecé a chupar aquellas maravillas.

—Así, bésalas… chupa mis pezones… —dijo Débora.

—Que ricas están —afirmé.

Puse mi cara entre esas grandes tetas, las lamí a placer. Débora empezó a gemir, estaba súper entregada a mis caricias, a mis besos. Era el cielo. Estuvimos así unos minutos. Mi vecina me acariciaba la verga por sobre el pantalón y buscaba que se me pusiera muy dura. Débora comenzó a quitarme el pantalón.

—Vamos al escritorio de mi esposo—dijo.

—¿A dónde? —dije, pues pensé que no había escuchado bien.

—Al escritorio —repitió Débora—. Ahí donde Julio no me deja acompañarlo, donde nunca he follado con él. Quiero que me folles sobre la mesa donde lee sus libros, donde escribe sus documentos.

Me tomó de la mano y recorrimos los pasillos hasta llegar a una puerta que siempre permanecía cerrada. La abrió con una llave escondida en un librero, en medio de libros. Entramos. Era un lugar pequeño y oscuro, con una ventana que no iluminaba mucho. Débora encendió la luz y pude ver un escritorio, una silla de cuero negra y amplia y un enorme mueble con muchos libros. No había nada más.

—Vamos —dijo la mamá de mi mejor amigo—. Quiero que te saques la ropa.

Avanzamos al escritorio y Débora comenzó a desnudarse. Estaba desesperada, paraba para darme un beso y luego seguía quitándose toda la ropa hasta el calzón. Yo me quité también todo con rapidez. Quedé sin nada, en igualdad de condiciones con mi lujuriosa vecina.

Lo que vi me dejó sin palabras. Era una mujer hecha y derecha, de tetas grandes y masivas, con pezones oscuros, y un abdomen plano y una cintura estrecha que hacían de contraste. También esa cintura hacía juego con las amplias caderas, con el generoso y redondo trasero y con las piernas de muslos irresistibles. Gracias a dios, dije. Y sentí que la verga se me ponía muy dura.

Débora notó el deseo en mi cuerpo y se arrodilló pronto a observar y acariciar mi verga.

—Si —susurró—. Es más grande que la de Julio.

La tomó y empezó a masturbarme. Yo eché la cabeza hacia atrás de puro placer. Sus manos eran una bendición sobre mi cuerpo. Sus dedos agarraban cada vez más fuerte mi sexo y movían mi piel con una templanza que yo no conocía. Estuve a punto de correrme. Pero me contuve.

La tomé y la dirigí al escritorio. Ella se sentó sobre la mesa y luego tiró al suelo las lapiceras y los papeles, incluso un grueso libro. Débora se estiró boca arriba sobre el escritorio, dejando colgar abiertas las piernas desde las rodillas. Podía verle con claridad el sexo, las líneas de sus labios vaginales, el clítoris. Todo lo que yo deseaba estaba sobre la mesa del escritorio. Ella me miró.

—Ven —me dijo.

Y yo fui. Besé sus piernas, sus pantorrillas, sus muslos. Lamí su estómago plano, sus grandiosos senos. La besé. Mi lengua buscó su lengua y nos unimos en un beso mojado y caliente. Mi pene quedó sobre su sexo, rozándose intencionalmente uno contra otro.

—Fóllame —dijo.

Y ella misma tomó mi verga y la acomodó sobre su coño. Con su ayuda, la penetré. Intentando reprimir mi calentura y mi prisa, dándome una pausa para sentir todo aquel placer, empecé a moverme. La penetraba lento, yendo y después saliendo. Ella empezó a gemir, buscaba mi boca, diciendo mi nombre con fervor. Yo la besaba, le chupaba sus senos, acariciaba las formas sagradas de su feminidad. Al fin era mía.

—Te he deseado desde siempre —confesé.

—Yo también —dijo ella.

Nos besamos con lascivia, con las bocas abiertas y las lenguas jugueteando como bestias felices. Mi pene entraba y con cada envestida mi vientre se llenaba de sensaciones que hacían implosión por todo mi cuerpo. Mi instinto me pedía que acelerara, que me diera prisa. Pero por el contacto con su piel yo sabía que debía ir paso a paso. Notaba que sin duda todas las caricias, los besos, mi pene sobre su coño, terminaría siendo un puro caos y fuerza. La prisa y el desenfreno era inevitable. Pero quería alargar el momento, controlar el ritmo y a mi amante. Quería cumplir con Débora.

Continué con lo mío, logrando arrancarle grits de placer. De alguna forma nuestros cuerpos sabían lo que debían hacer, como cuando me atreví a meter una mano entre sus nalgas para acariciar su ano.

—Dios, Ricardito —dijo Débora—. ¡¿Qué haces?!

Y mi sensual vecina cerró los ojos en un corto orgasmo. Seguí follándola, sin parar. Débora abrió los ojos para mirarme con devoción, su oscura mirada prendida en deseo.

—Cariño, eres todo un hombre —dijo la mamá de mi amigo—. Te deseo.

—Yo también te deseo, amor —me atrevía a decirle.

Nos besamos otra vez. Mi pene se movía a la misma velocidad, aguantando la corrida.

—Córrete, amor —dijo Débora—. Córrete en mi coño.

Aquello fue el permiso que necesitaba para aumentar el ritmo. Ahí estaba yo, follándome a la mujer que más deseaba en el mundo: penetrándola, lamiendo sus senos, besando sus labios. Mis manos la acariciaban, apretaban sus nalgas y sus tetas. La estaba haciendo mía. La follé rápido y profundo, tal como había visto en algunas películas porno. Aguanté un poco más, pero de pronto no pude resistir.

—Me corro —avisé.

—Si… córrete… tírame toda la leche en mi coño… dame todo tu… —decía mi vecina y entonces sufrió otro orgasmo.

Era increíble. Débora puso los ojos en blanco y lanzó un grito. Yo me empecé a correr. Mi semen iba siendo expulsado de mí en chorros cortos hasta quedar vacío. Salí del coño de Débora y me senté en la silla en que sólo se sentaba Julio, el esposo de Débora. Desde ahí la observé a ella, madura y perfecta.

Ella se incorporó y se puso de pie. Se miraba el cuerpo y la entrepierna desde donde empezaba a escurrir mi semen blanco transparente. Débora sonrió.

—Me ha encantado —dijo.

Caminó hacia mí y se arrodilló frente a la silla, entre mis piernas. Entonces, empezó a lamerme la verga. Vaya guarra más maravillosa, pensé.

—Pronto nos mudaremos ¿Nos iras a visitar? —preguntó.

—Siempre y cuando repitamos esto —respondí.

—Por supuesto —aseguró Débora—. Lo repetiremos antes de la mudanza y después también. Siento que te deseo y que no podré vivir sin esto.

Atrapó mi pene entre sus labios y chupo mi verga como si se tratara de un chupetín.

—Esta noche será el comienzo —le dije—. Ahora vamos a tu cama. Quiero follarte donde don Julio suele follarte.

Débora abrió los ojos y sonrió. Luego con devoción besó mi verga otra vez antes de pararse y conducirme al cuarto matrimonial. La noche sólo empezaba y yo ya me había olvidado de mi mejor amigo y de las lecciones de mi madre y la abuela. Era hora de aprovechar el tiempo. Había mucho que quería hacer antes de la maldita mudanza.