La muchacha gordita

Un divertimento de sol y playa.

La muchacha gordita estaba acostumbrada a solucionar por sí misma sus propias necesidades. No es que fuera una foca, solo gordita. Además, era guapa. Tenía una expresión dulce y rasgos sensuales: pómulos marcados, labios gruesos, unos grandes ojos verdes y expresivos, y la piel blanca inmaculada. Pese a ello, en el Instituto, había encontrado un muro de incomprensión, se había sentido marginada. La gente guapa de allí, tendía a ignorarla, cuando no a ofenderla a causa de aquella abundancia carnal. No es que no encontrara con quien mantener algún encuentro esporádico, de haberlo deseado. Siempre hay un chico dispuesto. Pero a ella no le gustaban los muchachos que hubieran yacido encantados entre sus muslos, o entre los de cualquiera que se hubiera mostrado receptiva a sus deseos. La cosa es que a ella no le servía cualquiera, así que había aprendido a solucionar sus problemas sin ayuda, a gestionar sus necesidades, que vaya usted a saber por qué, eran muchas, e imperiosas.

De manera que allí estaba, en una cala preciosa, al pie de un cabo escarpado cuyo emplazamiento concreto no precisaremos, un poco incómoda por la abundancia de guijarros, aunque recogida y coqueta, y con fondos abruptos, ideales para contemplar la miríada de peces de vivos colores que habitaban sus aguas y que gustaba de observar con sus gafas de esnórquel.

Conociendo sus debilidades, había buscado un rincón discreto entre dos rocas enormes, que le proporcionaban sombra, una buena vista de la orilla anfractuosa donde el agua dibujaba ondas y estallaba a veces -una ola cada siete-, salpicando de espuma su piel, y esa mínima intimidad que reducía la incomodidad que le causaban siempre en los primeros momentos los lugares donde se practicaba el nudismo.

Extrajo de su canasto de paja la mandala grande con motivos hindúes; colocó sobre ella la toalla azul marino, y se despojó del vestido blanco de amplio vuelo y hasta los tobillos con que solía ir a la playa, las braguitas blancas de algodón, y el sostén encargado de dominar en la medida de lo posible sus senos ampulosos, evitando al menos que se balancearan en exceso al compás de sus pasos. Buscó el spray de leche solar factor 50 que debía proteger su piel pálida del castigo de la radiación -su madre siempre se lo recordaba- que podría quemarla incluso donde el sol no acariciara directamente su piel, y comenzó el proceso lento y metódico de extenderla sobre su cuerpo.

Primero las extremidades: desde los piececillos, pantorrillas arriba, hacia los muslos, carnales y suaves, que acarició como amasando la carne mullida, entreteniéndose quizás más de lo conveniente en su cara interna, cuya caricia le proporcionó un estremecimiento de mínimo placer.

Había llegado temprano y, al dirigirse hacia su habitual refugio, la había sorprendido la presencia de aquel muchacho moreno, rubio y musculoso que dormitaba sobre una toalla exhibiendo una erección de notables dimensiones al sol templado de la mañana.

Mientras untaba la leche protectora sobre sus hombros, descendiendo brazo abajo, pensaba en su cuerpo torneado, de músculos duros y delgados y en su piel cobriza y brillante de humedad; en su cabello rizado, mojado; en las dos gruesas venas que dibujaban un relieve seductor sobre su sexo, que parecía desafiar la gravedad elevándose firme sobre su vientre. Debía estar soñando, y un sutil movimiento de vaivén animaba su culito apretado.

Sabía cómo acababa aquello. Se entretuvo engrasándose despacio por prolongarlo. Los hombros, el cuello, la barriguita, que cedía a la presión de sus dedos ondulándose. Tardó en alcanzar los pechos amplios, generosos, y se entretuvo en ellos amasándolos, dibujando líneas en la crema con las yemas, jugueteando con los pezones sonrosados, grandes, de amplias areolas que respondían a la caricia poblándose de gruesos granitos sutilmente más oscuros, contrayéndose hasta dibujar un óvalo evidente, apretado. Se los pellizco haciéndolos resbalar entre los dedos mientras su mente se poblaba de la imagen repetida del muchacho, del surfista, como decidió llamarle: el surfista, dormido, culeaba en su imaginación sobre la toalla sacudiendo su polla en el aire, acariciándola sin saber que lo veía. Expiró profundamente y sintió un temblor que recorría su espalda anticipando el resultado inevitable de aquella caricia.

Alcanzó por fin el vientre y, tripita abajo, sus dedos lubricados resbalaron sobre el pubis lampiño, depilado, causándose con ello un estremecimiento. Sentada sobre la toalla, con los muslos separados, deslizó un solo dedo entre los labios lisos, ligeramente inflamados, mientras los índice y pulgar de su otra mano pellizcaban, ahora fuerte, uno de sus pezones. Tembló. El surfista de su imaginación mordía su cuello ahora, y su mano acariciaba aquella polla dura, que escapaba entre sus dedos engrasados.

Vertió más crema en su mano, se recostó sobre el cojín hinchable, sacó los pies de debajo de los muslos, y continuó la caricia obligándose a temblar. Sus dedos se deslizaban ahora a un ritmo que, lo sabía, cada vez le iba a costar más contener. Un estremecimiento violento, un primer calambre, y clavó dos de ellos, los aventuró más bien, con suavidad, profanando el húmedo interior de su vulva. Los labios se entreabrían invitándola a seguir. Rozó el botón inflamado y duro entre los pliegues tan solo por sentirlo, y disparó con ello una sensación violenta, eléctrica, un calambre arrasador que la incomodaba. Lo presionó ligeramente, jugó por un instante empujarlo antes de envolverlo entre los pliegues de piel buscando la caricia indirecta que le causaba una forma del placer más sutil, menos enervante. Ya no había marcha atrás. Entornó los ojos para visualizar de nuevo el motivo de su fantasía. El surfista imaginario susurraba en su oído, mordía su cuello y se acomodaba entre sus muslos buscando el calor y la humedad de su coño empapado. Como siempre, su propio lenguaje imaginario, su diálogo de ensueño, se endurecía, se tornaba procaz, casi soez. La llamaba puta, la invitaba a tragarse su polla rígida. Apoyando la palma en el pubis, jugueteó con los dedos a tirar de la piel a tironcitos haciéndola envolverlo, tensarlo, apretarse entre los pliegues. Gimió. Sus tetas se balanceaban sobre el pecho ondulándose a medida que aligeraba el ritmo de las caricias. Sus dedos comenzaron a chapotear entre los labios, y ahora era la palma de la mano la que presionaba el monte con fuerza imprimiéndole un vaivén violento. Los talones, casi juntos, empujaban los muslos hacia atrás separándolos, como ofreciéndose, y su pelvis se movía rítmicamente separando del suelo, para después dejarlas caer, aquellas nalgas pálidas, carnales y amorosas. Gemía.

Al entreabrir los ojos, le vio frente a ella, apenas a dos, tres metros en el peor de los casos, el surfista rubio la observaba. La miraba fijamente apoyado en una de las grandes rocas que delimitaban aquel pequeño espacio privado en un rincón de la cala. Su mano acariciaba lentamente la polla firme, morena.

No pudo detenerse. Sin dejar de mirarle, sus dedos siguieron acariciando, ya frenéticamente, su coño empapado. Se estremecía viendo la mano que, sincronizando el ritmo al suyo, envolvía su polla y tiraba del pellejo cubriendo y descubriendo el grueso capullo violáceo y brillante. Se sintió temblar. Un escalofrío violento cruzó su espalda. Se corría. Su carne generosa dibujaba ondas que, a medida que la ola crecía, se tornaban asíncronas, como el movimiento que impulsaba sus caderas adelante y atrás, adelante y atrás. Clavaba ya los dedos en su coño mojado como si quisiera hacerse daño. Temblaba, gemía en voz alta, inconteniblemente. Un par de lágrimas le enturbiaron la mirada. Tras aquel velo leve, el surfista, sin dejar ni por un instante de mirarla fijamente, acariciaba su polla ya despacio, escupiendo al aire un flujo intermitente de leche espesa. Justo en el momento previo a cerrar los ojos jadeando, apretando los muslos en un movimiento automático, atrapando entre ellos su mano, todavía clavada, crispada y temblorosa, pudo ver el rostro del hombre contraído, y adivinó la tensión de sus músculos largos y duros. En aquella fantasía absurda que se solapaba con la realidad absurda, la llamaba puta, y su esperma tibia manaba en su boca, atravesaba su garganta.

Durante un tiempo más, un par de minutos quizás, tembló estremecida, encogida, con los ojos cerrados, dejándose llevar por aquella oleada de placer intenso, inesperadamente intenso que parecía recorrerla. La dejó amansarse entre espasmos que tendían a espaciarse y, sin embargo, volvían a sorprenderla cuando creía que habían terminado, obligándola a sacudir la pelvis una vez más, dos.

Cuando recuperó la consciencia, aplacado ya el ardor incontenible, se sentía avergonzada. Agradeció que el surfista no siguiera allí. Con esa sensación extraña de irrealidad, se sumergió en el agua dejando que su frescura le templara la piel, todavía sensible. No había rastro de él. Una pareja follaba en la playa: vestidos, sin toalla. La muchacha, de cabello de un rubio violento, con la falda remangada y restos de rimmel corrido sobre la cara, cabalgaba a un hombre maduro. Evidentemente borrachos ambos, jadeaban ante la vista de las tres o cuatro personas más que habían llegado a la cala. Los hombres exhibían sus pollas erectas sin disimulo. La única chica los miraba con aire de fastidio.

Recogió sus cosas y tomó la vereda que, serpenteando por la ladera del acantilado donde la pendiente se suavizaba, la condujo hacia la explanada, al pie del camino, donde había dejado escondida la bici. Se sentía extraña.

Tras un día largo y raro, inquieto, de atmósfera absurda, pasó la noche en vela dejándose ir en un carrusel emocional desde el deseo a la culpa, y vuelta a empezar, abierta de piernas resistiéndose a tocarse, revisitando la escena avergonzada, casi jadeando a veces de deseo y sin querer apaciguarlo. Al amanecer, la muchacha gordita preparó su cesta, subió a su bicicleta, y se encaminó a la cala con la imaginación desbocada, la cabeza alborotada y un barullo de firmes decisiones abiertamente contradictorias pugnando por imponerse a su voluntad escasa.

Ocupó su lugar tras atravesar las rocas desiertas y, una vez hubo colocado sus enseres, cuando se disponía a ungirse, más serena tras constatar su soledad, le vio de nuevo. Estaba allí, en el mismo preciso lugar donde, apenas un día antes, se había corrido mirándola. La esperaba. Como ayer, su polla aparecía firme, dura.

Inexplicablemente, no sintió vergüenza. De alguna manera, interpretaba aquel regresar como una cita, como si el muchacho, tácitamente, hubiera quedado con ella. No solía pasar. A sus dieciséis años, había mantenido escasos encuentros reales, siempre a escondidillas, y siempre seguidos por disimulos avergonzados, como si follarse a la gorda resultara humillante y fuera preferible que no lo supiera nadie. Una fiesta en el insti, o en uno de los bares que frecuentaban sus alumnos; alcohol; un chico borracho, locuaz y animoso, impelido por una urgencia física y desinhibida; un rincón discreto; aliento de borracho; unas manazas magreando sus tetas, sobando su culo; la falda arremangada; una mínima resistencia simbólica; y una polla en el coño moviéndose torpemente, de pie, hasta terminar escupiendo su leche en la mano (“No te corras dentro, por favor”) antes de desaparecer; y un frotarse a solas, rabiosa y humillada. Después, miradas furtivas, avergonzadas, y silencio.

El surfista había vuelto, y la miraba con lo que parecía la sombra de un deseo febril. Le observó inmóvil, procurando evitar cualquier mínimo gesto que hubiera podido interpretarse como hostil, como si fuera un animalito al que no quería asustar, buscó el bote de crema y, mirándole, comenzó el ritual de engrasar su piel, de recorrerla moldeando la carne bajo los dedos. Su polla cabeceaba en el aire. No la agarraba. Del agujerito en su capullo manaba un hilillo transparente que goteaba mansamente sobre la grava. La muchacha gordita, con la mirada fija en él, amasó sus tetas grandes y blancas. Tenía los pezones endurecidos desde el instante inicial. El surfista la miraba fijamente, sin parpadear. Entornó los ajos al sentir sus propios dedos deslizarse entre los pliegues de su vulva y él se acercó. La muchacha gordita sintió una angustia entre el miedo y el deseo intenso. Continuó acariciándose cuando él se arrodilló a su lado; y cuando sus manos se apoyaron con delicadeza en su pecho ansioso, que parecía ir a estallar; y cuando mordió su cuello y sus labios. Continuó hasta que fueron los dedos del muchacho los que ocuparon el lugar de los suyos, gordezuelos, y, entonces, separó los muslos cuanto dieron de sí y extendió tímidamente el brazo hasta sentir el contacto de aquella polla firme y lúbrica. Resbalaba entre sus dedos, y su aliento se le volvía espeso en la boca.

Se dejó acariciar. Las manos del muchacho amasaban su carne delicada y firmemente; la estrujaban sin hacerle daño. La lamía, amasaba sus tetas, sus nalgas, sus muslos abundantes, su tripita mullida. La muchacha gordita se dejaba hacer gimiendo, jadeaba. Fantaseaba con su voz, lo imaginaba llamándola puta, hablándole de su polla, de sus tetas, del deseo que tenía de follarla. Como siempre, su fantasía se tornaba soez. Se dejaba hacer gimiendo. Se dejaba manejar hasta que se encontró a cuatro patas, mirando hacia el mar. Dejó que se enterrara en ella. Resbaló dentro sin dificultad haciéndola gemir.

Gimoteaba a medida que el surfista aceleraba el ritmo de sus atenciones. Sentía el cacheteo de su pubis en el culo. Lo amasaba. Sentía el bamboleo de sus tetas, que colgaban bajo el pecho. Gimoteaba sintiéndola entrar, sintiéndola casi salir. Gimoteaba en voz alta, sin disimulo alguno, queriendo responder a sus jadeos, hacerle saber el placer que experimentaba.

Y, de pronto, los vio a su alrededor, aunque ya era tarde: no supo si eran tres, o cinco, siete quizás… Un grupo de hombres rodeaba la escena, les miraban. Acariciaban sus pollas de una manera hipnótica, en silencio, como ausentes. Pero ya era tarde. Ya no se podía parar. Ya temblaba, se estremecía. La polla del surfista rubio la taladraba, impulsaba su cuerpo redondeado, hacía balancearse su carne, ondularse. Nada podía detenerla.

Ni siquiera los pasos de acercarse, ni la imagen de una de aquellas pollas frente a su cara, ni la mano que agarró su pelo conduciendo su boca hacia ella. Comenzó a chuparla sin pensar. Emitía gemidos ahogados mientras resbalaba dentro. La mamaba sintiendo las manos que amasaban sus tetas con fuerza.

  • Dentro no… Den.. tro… nooooooo… Ahhhhhhhhhhhh!

La notó estallar, llenarla de calor, de leche tibia. Se corría como en un mudo distinto, irreal. Seguía mamando y, sin saber cómo estaba rodeada por los mirones que, animados por las atenciones que prestara a aquel primero, la sobaban como si pelearan por ella. Sintió la leche en la garganta al tiempo que los dedos en su coño, que manaba un flujo blanco y denso. Otro le sustituyó, otros. Galopaba sobre otro desconocido que bombeaba su coño con fuerza. No podía detenerse. Un sin fin de manos la estrujaban, la manoseaban sin cuidado.

  • No pares, putita. Chúpala así.

Sintió azotes, pellizcos, magreos que, a veces, llegaban a hacerle daño, y le gustaba. Los escuchaba insultarla como a lo lejos, casi inconsciente. Sintió dedos en su culo dilatándolo, resbalando en la crema que le untaban.

  • No… Eso… No… Eso… Nooooooooo!!!

Chilló al sentirla. No pudo parar. Siguió cabalgando a aquel potro que perforaba su coño empapado. Siguió mamando cada polla que aparecía ante su cara, sacudiendo las de aquellos que no conseguían llegar. Las sentía inflamarse a veces, palpitar, y recibía sus chorros de leche en la cara, en la boca, en el coño, en el culo. Se turnaban para follarla.

Desmadejada, rendida, su cuerpo respondía por instinto, casi sin fuerzas ni para moverse. Se dejaba llevar, zarandear, agarrar del pelo, azotar, follar, sodomizar. Se ahogaba a veces, cuando uno clavaba con fuerza su polla en la garganta agarrándola del pelo, a veces hasta el borde mismo del desmallo. Se corrían sobre ella, dentro de ella.

Y ella se corría. Se corría, podría decirse, una única vez, en un orgasmo intenso, infinito, ondulante, como una montaña rusa que la hacía temblar. Chillaba mientras tuvo fuerzas. Les gritaba, les animaba.

  • ¡Follamé así, cabrón! ¡Dámela… da… me… láaaaaaaaaaaaaaa….!

Se tragaba su leche y sacudía sus pollas para obligarles a disparar sobre su cara sus chorros de leche tibia y abundante, y se corría. Se corrió hasta el desmayo.

Cuando reaccionó por fin, el sol estaba alto y ella sola. Se dirigió al agua para quitarse en encima los chorretones que la cubrían por todas partes. Tenía huellas de dedos dibujadas en la piel. La gente que se bañaba en la cala la miraba. Sentía miradas burlonas, de desprecio, de extrañeza. Se lavó deprisa, muerta de vergüenza. Le dolían el coño y el culo, y manaba esperma de ellos como si estuviera llena.

Se marchó tan deprisa como pudo, sin secarse, metiendo la mandala en la cesta mientras caminaba por la vereda arriba. Subirse a la bici fue un suplicio.

A la mañana siguiente, el sol apenas asomaba por el horizonte cuando comenzó a untarse la crema, la rodeaban quince, quizás veinte hombres, desconocidos ansiosos de pollas erectas. El surfista no estaba. Ante ellos, asustada, temblorosa, se recorrió con las manos haciendo brillar de nuevo su piel blanca.

  • ¡Así, putita, untate bien el culo!

Abierta de piernas, lubricada, se dejó caer de espaldas en la toalla, los muslos abiertos, los brazos extendidos, esperando la hecatombe.