La monjita inocente 4
Puede que sea el final porque el electricista está seco
Elisa la mangosta
Salimos del colegio con un tufo a mierda que nos precedía y delataba. El Marianin iba como hipnotizado y solo atinaba a decir.
- Como se lo cuentes a alguien te corto los cojones.
Yo, a mis cojones les tengo en mucha estima... pero el dinero es una bendición del cielo y conté la experiencia a todo aquel que lo quiso escuchar y es que había que dar publicidad al incipiente negocio en el que el destino - aunque supongo que el cielo también tendría algo que ver - me acababa de poner en las manos.
Me sentía un chulo puta de lo más afortunado. Había encontrado, sin quererlo, un filón de oro que parecía no tener límite.
Gracias a mi indiscreción, la popularidad de mis 'chicas' se había corrido como la pólvora y eran muchas las peticiones de hombres que me solicitaban que aceptara su dinero a cambio de mis 'favores'.
Pero la solicitud más insólita me llegó de Emilia Ruiz de Calabria, a la que llamábamos la Mangosta, porque era como el bicho, peligrosa, carnívora y siempre llevaba abrigos de piel que debían ser de Mangosta porque eran oscuros e indefinidos. Emilia Ruiz era la esposa del promotor de viviendas para el que trabajábamos. De vez en cuando aparecía por la obra y todos nos sentíamos como la próximas víctimas que iba a devorar con su chocho insaciable.
Era una mujer alta, algo gruesa pero, las pocas veces que la vimos sin su sempiterno abrigo de pieles, nos mostró un escultural cuerpo de grandes tetas.
Un día, estaba yo acarreando un saco de cemento, cuando me paró en medio de la obra.
- Me he enterado de que tienes un negocio extra.
Yo la miré extrañado.
¿Negocio extra?
No me disimules, ese del Convento.
No supe reaccionar muy bien ni me explicaba como había llegado a sus oídos mis andanzas en el Convento. Me hizo prometerle que esa misma tarde sería ella la que le acompañaría. Puse mil pegas y reparos diciéndole que, al tratarse de una mujer, sería difícil justificar su acompañamiento ni como aprendiz de nada, pero ella solucionó todos los problemas poniendo frente a mis ojos ávidos, veinte mil pelas del ala que hubieran convencido al más pintado.
Acompañado por la parienta del jefe me presenté esa misma tarde en el Convento cuando las últimas niñas salían de las clases y pregunté por mi querida Sor Julia. Sor portera para aquel tiempo ya se había acostumbrado a mis visitas profesionales pero estaba vez puso cara de no entender nada cuando me presenté acompañado de tan elegante señora. Pese a todo me anunció a Sor Julia que tardó apenas unos segundos en presentarse en la entrada. También ella puso cara de asombro ante la presencia de la Mangosta pero tampoco dijo nada y nos guió hasta el cuartucho donde normalmente arreglábamos sus desperfectos.
Nada más entrar en la habitación, la Mangosta se abrazó a la monja y le buscó la boca con la lengua.
- Querida, me vas a hacer pasar una tarde memorable, ¿verdad? - le preguntó mientras estrujaba sus tetas por encima del hábito.
Sor Julia nada dijo y simplemente le metió la mano bajo la falda e hizo suyo el coño de la Mangosta que para aquel entonces debía estar ya más mojado que el coño de la Bernarda. La patrona no se amilanó por tal intromisión sino que ella misma forzó a mi pupila a que se quitara el ropaje que molestaba que, como descubrí al segundo, era todo y quedó la monja en pelota picada en brazos de la Mangosta que se relamía la boca ante el manjar que se iba a comer. Se tumbaron las dos en el suelo en un excitante 69 y tanto una como otro se dedicaban a meter sus lenguas en el coño de la otra mientras con una mano masturbaban el ano abierto de la compañera.
Yo miraba caliente como una burra la escena pero no sabía muy bien como le sentaría a mi patrona el que yo participara pero llegué a tal estado de erección que o metía la polla en algún agujero o allí mismo me podía estallar en mil pedazos. Me decidí por la monja, primero porque era la que estaba arriba y su culo quedaba más disponible y segundo porque estaba seguro de que no iba a protestar porque metiera mi minga en su ano conocido. Así lo hice y sin ningún esfuerzo le endilgué el trabuco por el ano ante la atenta mirada de la Mangosta a la que oí susurrar algo así como que luego le debía hacer a ella lo mismo.
Estuvimos follando un buen rato hasta que ellas dos se pusieron a cuatro patas frente a mi culo y me hacían endilgársela en el ano de cada una compartiendo embestidas mientras ellas se comían la boca y se sobaban las tetas. En aquella tarde ninguna de las dos me dejó metérsela por el coño y solo me dejaban follarlas el culo pero de mi boca no salió ninguna queja.
Cuando ya aquello iba oliendo a final de función, me pidió la patrona que me corriera sobre la cara de Sor Julia mientras ella le comía la lengua y allí estaba yo disparando la poca reserva de leche que me quedaba sobre la cara de la monja cuando, de repente, se abrió la puerta del cuartucho y apareció una monja mayor con cara de pocos amigos. La reconocí al momento: era Sor Casilda, la madre superiora del convento, una mujerona sesentona y mofletuda que siempre andaba con el entrecejo echado y una cara de cabreo de las que echan para atrás. Me temí lo peor y supe que en aquel momento le habían puesto el cartel de 'cerrado' a mi negocio de putas pero en menos tiempo que tardó en escribir esto, aquella putona sesentona estaba tan en pelotas como nosotros y se había arrumado al coño de la Mangosta que no protestó nada la intromisión.
La vieja mujer se conservaba de puta madre y aunque tenía las tetas flácidas y algo caídas y un incipiente estomago, tenía un culo poderoso al que no dudé ni un segundo en acercarme para acariciar. Ella no puso ningún reparo y pareció agradarle mi audacia, es más, ella misma se abrió las nalgas para mostrarme su agujero oscuro. Sor Julia, solícita ella, se aproximó a su retaguardia y le endilgó la lengua por el ano en un claro gesto de deferencia hacia su superiora facilitando la entrada de mi trabuco en tan estrecho lugar.
CONTINUARÁ (?)