La monjita inocente 1

La historia de un electricista que la enchufa en el convento

Habituándome al hábito

Tenía por costumbre hacer de tarde en tarde, cuando el tajo en la obra me lo permitía, unas chapuzas extras a la gente del barrio en lo mío, que es la electricidad. Muchas de estas chapuzas las hacía en un colegio de monjas cercano a mi casa que, por mis tarifas tan económicas, les venía muy bien a las monjitas.

Una tarde de verano, poco tiempo antes de que empezaran las clases, me encargaron que revisara una instalación eléctrica de uno de los pasillos superiores.

Y allí estaba yo, subido a una escalera apoyada contra la pared, reparando la instalación eléctrica cuando de repente sentí un golpe en la escalera que la agitó violentamente. Asustado miré hacia abajo. Era la hermana Julia. Siempre me había fijado en ella y es que la susodicha hermana siempre me había atraído. Era una mujer que rondaría los cuarenta años con unos ojos grandes de color café que se le salían de la cara y, aunque con el hábito no se podría asegurar, sospechaba que debajo de tanta tela debía esconder un cuerpo exuberante. Aquella tarde caminaba distraída leyendo un pequeño libro y se me había llevado por delante con la mala suerte, para ella y para mí, que su rostro golpeó justo en mi bulto.

Yo me quede mirándola dolorido atrapándome mis partes con la mano y ella me miraba alternativamente la cara y el bulto. Parecía estar algo avergonzada por la situación y en tono quedo me pidió disculpas y salió caminando apresuradamente.

Fue tal la cara de susto que había puesto que me apresuré a bajar de la escalerilla y la seguí con la intención de asegurarle que no se preocupara que no era para tanto el golpe recibido. Cuando di la vuelta a la primera esquina me la encontré parada en un rincón medio en penumbras y me quedé atónito. Estaba con el hábito remangado masturbándose frenéticamente. Lo curioso es que no me quedé atónito por la velocidad con que había pasado a trabajarse el chocho con sus dedos sino porque una monja, una tímida y formal monja, estaba en un  pasillo más o menos transitable haciéndose una paja como una putona en el estrado de un espectáculo de streap-dancer.

Sonriente y haciendo como que no me daba cuenta de la situación, me acerqué raudo y le pregunté si se encontraba bien. Se ruborizó como una colegiala y dejó caer el hábito disimulando con que se lo estaba limpiando de una mancha imaginaria. Me contestó tímidamente con un escueto - si - sin apenas mirarme a la cara. Indolentemente me volví para dirigirme nuevamente a la escalera cuando la oí decir, en un tono algo más alto:

  • No

La miré y la interrogué sobre lo que le ocurría. Me dijo que estaba confundida, le pregunte por qué y, de improviso, me encontré oyendo una confesión sobre sueños eróticos con hombres, deseos insatisfechos y yo que se cuantas barbaridades más, que era más habitual en una sección de Cartas al Director de una revista porno que no una declaración de una remilgada monjita de un colegio de niñas. Con esta putona nada ya me tenía que asombrar pero lo cierto es que nuevamente me quedé atónito. Me contó, escueta y tímidamente, que había entrado al noviciado de niña y que nunca había tenido una relación sexual con un hombre y estaba deseosa de pasar por esa experiencia. ¡Con lo difícil que es en éstos días meter la polla en un coño desconocido, ahí estaba recibiendo de una monja virgen la oportunidad en bandeja de follarla hasta que se me cayera la polla en trocitos.

Miré a un lado y otro del pasillo y presuroso la tomé de la mano y literalmente la arrastré hasta el baño de niñas. No había aún cerrado la puerta detrás de nosotros cuando ya le estaba comiendo ansiosamente la boca. Ella, en un principio, se quedó pasiva pero cuando percibió que mi lengua se introducía en su boca comenzó a imitarme hábilmente. Nos comimos la lengua con deleite mientras mi mano comenzó a acariciarle la espalda y el culo por encima del hábito.

Ella se frotaba mimosa contra mí. Mi polla empezó a crecer pero, y de esto estoy seguro, con el espesor de sus hábitos difícilmente podía notarlo.

La empujé hacia un habitáculo donde se ubicaba uno de los retretes y rápidamente la levanté el faldón del hábito, operación en la que ella participó sujetando este en su cintura. Ahora si podía notar la dureza de mi polla contra sus horrorosas bragas de monja. Ahora si podía frotar su chumino que debía estar a punto de desbordarse contra una polla real, ansiosa de follarla.

La dejé a ella en la tarea de frotamiento de bajos y dediqué mi atención a sobarle las tetas. El retirarle el peto fue bastante más complicado porque no atinaba a hacerlo pero ella, impaciente, me retiró las manos y se despojó rápidamente de su hábito quedando frente a mi con una especie de camiseta blanca de la que también se despojó pasándosela por encima de la cabeza, momento que aproveché para sobarle concienzudamente las enorme tetas que dejó a mi alcance. Eran tan grandes que hacían inútil mi intención de abarcarlas con mis manos. Sus pezones se endurecieron automáticamente entre mis dedos y los lamí con fruición. Ella solo atinaba a decir.

  • ¡Señor, señor, que gusto! - No se muy bien quién sería el señor del que hablaba, pero en ese momento me importaba un carajo y me dediqué a lamer sus tetas por debajo de los pezones.

La muy cabrona tenía un cuerpo realmente espléndido. Era una lástima desperdiciarlo ocultándolo bajo unos ásperos hábitos religiosos y no dedicarlo a funciones más mundanas y venderlo al mejor postor, porque unas tetas como aquellas valían un potosí y que decir de un espléndido chocho oculto entre una maraña de pelo que le crecía incontrolable. Su culo era algo excitante, redondo y firme, sus prietas nalgas cerraban un pequeño ano que acaricié tiernamente.

  • Hermana, podíamos ganar una pasta con tu chocho y de paso tú saciarías tus apetitos carnales.

  • Lo que tu quieras, pero sigue mal hombre, sigue que me gusta.

Ella estaba con los ojos cerrados, supongo que disfrutando de cada momento, y de vez en cuando se humedecía los labios. Cuando notó que me estaba desprendiendo de los pantalones abrió los ojos dispuesta a no perderse detalle. Orgulloso mostré mi polla en todo su esplendor. Ella lo miró sonriendo como una boba, la tomé de la mano y la conduje hacia mi polla que estaba exultante. Comenzó a masturbarme tímidamente - algo en su actitud me hizo pensar que la mosquita muerta ya había tenido entre sus manos anteriormente alguna que otra polla - y se dedicó, de forma  concienzuda, a subir y bajar el prepucio poniéndome al borde de la corrida.

Empujándola por los hombros la obligué a sentarse en el retrete y, sin apenas opción por su parte, le acerqué mi carajo a su boca. Ella lo lamió con curiosidad. Luego, ante mi empuje, abrió la boca y se lo tragó hasta la raíz. Yo estaba que no podía aguantar más, así que tomé su cabeza entre mis manos y con un '¡trágate todo cabrona!' me corrí en su boca. Fue una corrida larga y electrizante - que para algo uno es electricista -. De su boca no salió una queja ni una gota de leche y la muy puta se lo tragó todo con gran deleite.

Aún con las piernas temblando por el placer al que había llegado, me arrodillé frente a ella, la hice abrir las piernas y metí mi lengua entre tanta maraña de pelos de su coño hasta alcanzar los labios de la vagina que sobresalían, de un rojo intenso. La muy puta estaba chorreando jugos sobre la tapa del retrete y con mi lengua le deje la panoja limpia como una patena. Unas veces le lamía el clítoris, otras los labios, por fuera y dentro de ellos y por ultimo, forzando un poco la lengua, le lamía el agujero del culo que le sabía algo a mierda.

Ella, caliente como viuda veterana, se corrió sobre mi lengua que parecía que se estaba meando. No había terminado cuando me incorporé y le endilgué mi polla en su coño. Yo había olvidado que era virgen - al menos eso supuse por su confesión previa - y nada me recordó que lo fuera porque mi aparato entró, como quién dice, como Pedro por su casa. Allí no había himen que desvirgar ni coño que desflorar, aquella puta ni era virgen ni la madre que le parió... y lo único que atinaba a decir era:

  • !No pares que esto es el cielo!

Cuando estaba a punto de correrme me desprendí de ella y la hice darse la vuelta y apoyar el estómago en el retrete. Sin dudarlo encaminé mi polla al agujero de su culo mientras le decía.

  • Ya que has conocido el placer del cielo, ahora vas a conocer el sufrimiento del infierno.

Y le metí la polla en el culo hasta el fondo. Pero ni infierno, ni sufrimientos, ni vainas. Mi trabuco entró con una facilidad asombrosa. Los jugos que le habían chorreado del chocho le habían dejado el agujero del culo pringoso pero suave como la miel y entré hasta el fondo sin ninguna dificultad y la cabrona movía el culo como si le fuera en ello la vida. Como digo, le metía la polla hasta el fondo y lentamente se la sacaba por completo y otra vez la volvía a penetrar hasta alojar toda mi polla en su culo. Mientras, le pellizcaba con sarna los pezones sin que ella se quejara en ningún momento. Cuando no pude más, se la saqué algo sucia con su mierda y la hice arrodillarse ante mí y le follé la boca.

  • Puta de mierda, déjeme como los chorros del oro la polla - y la monjita lamió y lamió hasta que no pude más y eyaculé como un semental en su boca. Cuando terminé, le restregué la polla por las mejillas, dejando que mi leche le embadurnara las comisuras de la boca.

  • Maricona, usted ya ha probado antes una polla, ¿eh?

Y la monjita virgen, que ni era virgen ni hostias en vinagre, me sonreía tímidamente sin decirme nada.

  • A una puta como usted le podemos sacar una pasta - insistí nuevamente y como ella callaba supuse que consentía.