La mirada
Erika es prisionera de una inquietante y perturbadora mirada.
La mirada.-
Erika sintió esa mirada que la traspasaba. Tuvo la precisa conciencia de ella. Una mirada que era como de láser o bisturí, que se ahondaba bajo su piel apoderándose de cada minúscula gota de sangre, de cada nervio.
Una mirada que se abría paso por sus lugares más secretos, desdeñando la pudicia de su ropa alba; una implacable invasión que desconocía el ancestral derecho de asilo de la intimidad. Una mirada directa que se reía de las convenciones y convicciones, que la magreaba con un deleite tal que era capaz de humedecerla por completo sin una pizca de misericordia. Una mirada que la dejaba inerme y ehhausta, los sentidos exacerbados y a un tiempo atentos, pues ya se sentía esclava de ella. Una mirada que la traspasaba como si fuese de vidrio o celofán, que la hacía reina a la vez que prisionera, que la ponía en vilo antes de dejarla destrozada, opaca y desmadejada. La sentía recorrerla como un tren recorre las paralelas vías en busca de estaciones y andenes anónimos donde recobrar su carga con más ahínco, si cabe. Una mirada de fuego y agua, de tierra y aire, de metal ansioso hurgando valles, praderas y lagunas en la geografía plena de su carne. Pero se adentraba todavía, cada resquicio, cada poro era presa fácil de esa mirada que no se contentaba en superficies sino que la invadía con saña. Sentía cada hueso del mayor al más pequeño deshacerse y transmutarse en la mirada; cada ligamento, cada célula seguir el mismo rumbo y terminar convertida en una misma cosa, toda la energía de su cuerpo convertida de pronto en un único objeto: esa mirada...
Erika notó como sus manos, ávidas y mojadas, seguían incesantes las órdenes de la mirada. Quería contornear sus muslos y allí iba, sin oponer nunca resistencia; deseaba hundirse en su sexo y ahí se dirigía, dominada siempre por la orden tácita de la mirada. Ya le pedía, no, le exigía rozarse los pezones con dos dedos expertos, se apresuraba a hacerlo como si de ello dependiese su vida. Ya las dirigía al cuello, a esa nuca coronada de cabellos suaves y finos como de adolescente, y las llevaba, desplazando los dedos en busca de caminos dirigidos por la tenacidad infinita de esa mirada.
Nada era capaz de distraerla, nadie capaz de desafiarla: esa mirada era todo, exigía, ordenaba, comandaba. Esa mirada envolvía, seducía, ahondaba. Unas veces se comportaba en modo superficial, exigiendo apenas contornear, hacer dibujos y proyectos, recorrer la piel como si se tratase de un pincel muy susve que cubriese de calor los tejidos. Otras, quería brusquedad, y ordenaba adentrarse como un filo, desgarrar, someter, invadir, poseer.
Era una mirada ambigua que de tierna pasaba a dura; de lasciva y densa a una especie de ternura...pero jamás permitiría ignorarla. Transmitía las órdenes tan solo en la vital energía que desplegaba, y Erika no sabía desdeñarla.
Entonces de pronto, como si se tratase de un minúsculo fogonazo de luz en su cerebro (tal vez desde algún punto remoto adonde no llegara la mirada) se dio cuenta que sólo había una posibilidad de derrotarla: cerró de un solo golpe la puerta del armario con su luna de cristal empotrada, y dejó en la oscuridad, sumida en un mar de prendas de vestir, la poderosa voluntad de su propia mirada.