La melodía
Nuestro protagonista al fin obtiene la satisfacción de su mayor fantasía sexual.
Estábamos en la salita viendo la tele. Él estaba sentado, acariciándome el pelo y ojeando el móvil de vez en cuando, mientras yo permanecía tumbado en su regazo sin prestar tampoco mucha atención a la película. Podía sentir su nerviosismo en el movimiento repetitivo de su pierna y me esforzaba por aplacarlo refrotando mi cara contra su paquete, besando su pantalón y cerrando mis labios entorno al bulto de tela y carne morcillona que contenía. El timbre del portal resonó y me giré para mirarle a los ojos.
—Última oportunidad para arrepentirte —le sonreí.
Noté en la desviación de su mirada cómo titubeaba.
—¿Estás seguro?
—Cariño —le respondí mientras le tomaba la mano—, tiemblo sólo de pensarlo. Me pone muchísimo, de verdad. Pero si te incomoda lo dejamos y ya está.
El timbre del portal volvió a sonar y noté en sus ojos cómo se preparaba para dar marcha atrás. Sin embargo, para ser sincero conmigo mismo, me apetecía mucho consumar ese momento de egoísmo y no estaba dispuesto a perder la oportunidad. Me incorporé para deslizar mi lengua sobre sus labios y no tardó en abrirlos, dejando que sacara sus palabras para hacer hueco a mi saliva mientras mi mano se deslizaba sobre su paquete y entre sus piernas, tanteando entre sus nalgas. Podía percibir su incomodidad, sí, pero también la tensión de su miembro.
—Métete en el papel y déjate llevar, cielo —le susurré en el oído mientras me levantaba—. No pienses, sólo disfruta.
Me acerqué hasta la puerta y pulsé el botón del telefonillo. Él se acercó a mi espalda, me rodeó con sus brazos, marcó su paquete entre mis nalgas y me besó detrás de la oreja, en el exacto lugar en el que más me gusta. Me dejé querer un instante y luego me giré para hundir mi cara en su cuello, para poder esnifar aquel aroma que me ponía tanto como me relajaba. Mis labios describieron un sendero de besos que se detuvo en su oreja.
—Por favor, hazlo por mí.
Resopló.
—Vale…
Me abrazó con fuerza una vez más y se apartó. Cerró los ojos e inhaló profundamente. Sus pupilas se agitaban nerviosas bajo sus párpados cerrados mientras pensaba y se debatía consigo mismo. Sus rasgos se cambiaban y perdían aquella dulzura ingenua, dando paso a un gesto más marcado: los ojos entrecerrados, el ceño ligeramente fruncido, la mandíbula apretada, una sonrisa ligeramente perfilada. Y su mirada, por Dios, qué mirada. La mirada de un depredador. Intenté darle una palmada en el culo pero me agarró de la muñeca y tiró con brusquedad de mí hacia su pecho; con la otra mano me giró el rostro en un gesto violento y acercó lentamente sus labios a mi oído.
—No te he dado permiso para tocarme, perra —carraspeó, intentando encontrar el tono.
Aflojó la tensión de sus dedos sobre mi mentón y me permitió girarme hacia su rostro. Le sonreí, asentí y sus hombros se relajaron una poco con mi aceptación. Entonces el timbre de la puerta nos interrumpió. Él siguió el guión y se retiró a la salita, yo esperé unos segundos de cortesía antes de abrir la puerta. Allí estaba nuestro invitado, no era mi tipo en absoluto pero tenía que aceptar que no estaba nada mal. Era más alto que yo, ancho de hombros, con la camiseta dibujando tímidamente la curva de sus pectorales; el tipo rondaría los cuarenta y la edad se le notaba en la barbita plateada, pero tenía un rostro agradable y unos ojos bonitos.
—¡Buenas! —saludé tendiéndole la mano y apartándome de la puerta —, pasa, por favor.
Su apretón era firme y su ropa ajustada.
—¿Qué tal estás? —me devolvió el saludo plantándome un beso en cada mejilla mientras cerraba la puerta del apartamento —, he traído esto, espero que no os importe —añadió pasándome una bolsa con una botella de ginebra.
—Oh, justo la que más nos gusta. Pasa al salón, por allí, ahora voy con las copas.
Mientras entraba en la casa le seguí con la mirada, analizando aquella espalda fuerte, las mangas de la camiseta tensas sobre los bíceps, la estrechez de su cadera y la curva de los vaqueros sobre aquel culo prieto y respingón. Escuché a mi chico recibirle y me encaminé a la cocina. Mientras llenaba las copas de ginebra, tónica y limón, ellos hablaban en la salita preguntándose por el día; uno comentaba la faena en su oficina, el otro sus problemas en la obra y yo luchaba por contener el temblor incesante de mi pulso desbocado, incapaz de creerme que por fin hubiese logrado engatusar a mi chico y arrastrarlo a una de mis fantasías absurdas. Tomé aliento e intenté calmarme, notaba cómo sudaba de pura excitación y la impaciencia se me apoderaba, pero debía ser paciente. La paciencia era importante por tres motivos: no quería que mi novio se arrepintiese, no quería asustar al invitado y, sobre todo, tenía que degustar cada segundo de la experiencia porque probablemente no lograría repetirla nunca más. El anticipo formaba parte de la diversión.
Entré en la salita con la bandeja y les ofrecí sus copas. Estuvimos hablando tranquilamente. El tipo era maduro, sensato, razonable y tenía su encanto; mi chico tenía un don para socializar del que yo carecía y llevaba la voz cantante. Podía notar en los ligeros temblores de su voz que estaba nervioso, pero no le quitaba la vista de encima y era evidente que había cierta química entre ellos. Yo no era el único que se estaba desesperando por pasar a la acción.
Hablando de todo y de nada, las copas se fueron vaciando y el invitado se fue acercando a mi pareja. Durante la conversación la distancia se había ido acortando, durante la mayor parte del tiempo de una forma inocente, luego simpática: una palmada en la espalda, un toque en el hombro, una mano apoyada en la rodilla. Y ahora estaban hombro con hombro. La mano grande de nuestro invitado se posó sobre el muslo de mi pareja, que contuvo su reacción y mantuvo la serenidad aún cuando la caricia se deslizó, primero amistosa, hacia la rodilla, luego atrevida, tanteando cómo de alto podía subir. Mi pareja le agarró por la muñeca. No dejó de hablar ni me apartó la mirada, continuó con su conversación como si nada salvo por el hecho de que distanciaba sus rodillas la una de la otra y arrastraba la mano del invitado directa al paquete que se le abultaba bajo la bragueta. Le mantuvo la mano quieta allí mientras continuaba su charla, acompañada de los movimientos de cadera cada vez menos discretos.
—Veo que te estás aburriendo de hablar, ¿no? —le espetó cuando terminó de hablarme.
—Bueno, me gusta mucho hablar con vosotros, tíos, pero ahora me apetece otra cosa.
—Levántate.
El tono de voz de mi chico hizo que me estremeciera de gusto y la disposición de nuestro invitado me hizo resoplar. Se levantó y miró a mi pareja.
—Acércate —le ordenó sin levantarse del sofá.
Y en cuanto lo tuvo al alcance de sus manos, sus dedos se lanzaron hacia el botón de la cintura, bajándole los pantalones hasta los tobillos. Volvió a recostarse en el sofá, extendiendo los brazos sobre el respaldo mientras inclinaba con levedad la cabeza y le examinaba el cuerpo con una mirada frívola. Bajo el pantalón llevaba unos jockstraps con motivo de camuflaje que retenían un trozo de carne hinchado cuya silueta comenzaba a percibirse a través de la tela. Las gomas blancas y planas abrazaban aquellas dos nalgas redondas, firmes y depiladas, dignas de ser envidiadas, que se exhibían a apenas un metro de mi cara. Con un gesto de la mano, mi pareja le ordenó que girase sobre sí mismo y se luciera frente a nosotros, así que el invitado consideró adecuado tomar la iniciativa desprendiéndose de la camiseta ceñida. De lo que se podía observar, todo estaba depilado: los brazos marcaban venas gruesas, los pectorales eran amplios, el abdomen no estaba definido pero se notaba duro y fuerte, los muslos eran gruesos y firmes, la espalda era un valle suplicando una riada de leche.
En aquel mismo instante rectifiqué mi opinión sobre aquel individuo: sí que era mi tipo.
—No te he dado permiso para quitarte la camiseta —le espetó mi pareja mientras tiraba de la cinturilla del suspensorio.
El tipo se dejó llevar. Mi novio lo agarró por las caderas y lo hizo girar con cierta brusquedad, luego extendió cada una de las manos sobre cada una de las nalgas y las apartó. Allí mismo, delante de mí, hundió su cabeza en el culo respingón de nuestro invitado, arrancándole un gemido inesperado. Me reí, captando la atención del invitado, que se doblegaba lentamente hacia el frente mientras abría las piernas y exponía su trasero; me sonrió con una mirada cómplice mientras contenía los suspiros de placer que le propinaban la lengua hábil y hambrienta de mi pareja.
Me hizo un gesto con la mano, me invitó a acercarme, y yo siguiendo el guión previamente acordado me levanté como si tuviera la intención real de unirme a aquellos dos maromos; y siguiendo el mismo guión, mi pareja se apartó un instante de aquel trasero fornido para dedicarme una mirada agresiva.
—¿Qué cojones te crees que haces? Siéntate.
No gritó, ni siquiera levantó un poco el tono de voz. Lo dijo con naturalidad, tal vez con un ligero gallo, pero con la suficiente seriedad para que la polla me palpitara bajo el calzoncillo. Obedecí, por supuesto.
—Uno se desnuda sin consentimiento, el otro no espera su turno. Sois un poco impacientes.
Contuve la risa y me mantuve en el papel, porque sabía que mi chico era el más impaciente de los tres; si hubiera sido por su decisión, me habría follado la garganta mientras veíamos la tele y me habría besado apasionadamente mientras su corrida aún bajaba por mi garganta. Me parecía un milagro el aguante que había demostrado, probablemente sólo posible porque una parte de él no quería hacer aquello o, al menos, no de aquel modo. Sin embargo, cuando algo me obsesiona puedo resultar muy convincente.
Hundió la cara otra vez entre aquellas nalgas. Podía escuchar el ruido húmedo que las caricias de su lengua le propinaban a aquel agujero y notaba cómo se frotaba el paquete por encima del pantalón sin despegarse de su merienda. La parte de él que no estaba de acuerdo con el guión estaba perdiendo el control y el espectáculo resultante me hacía temblar como una puñetera gelatina. Se apartó del invitado y giró bruscamente su cadera, poniendo aquel trasero maravilloso frente a mi cara; miré a mi chico frunciendo el ceño, dudando de cuáles eran sus planes. Entonces azotó una nalga, luego la otra, luego apoyó sus dedos y los deslizó en un recorrido descendente por aquella raja. Era más que evidente que el tipo había dilatado muy rápido y mi chico me regalaba un anticipo de lo que iba a suceder a continuación: su dedo corazón se hundió lenta pero continuamente en aquel agujero hasta que los nudillos rozaron la piel del invitado. Mi chico me miraba con ese gesto que tanto me encanta: las cejas ligeramente inclinadas, los ojos desafiantes, el rostro ligeramente enrojecido y las venas del cuello hinchándose débilmente a medida que su dedo corazón salía y se hundía cada vez más rápido, apuñalando rítmicamente la próstata de nuestro invitado. Toda sutilidad se había desvanecido y aquel cuarentón grandullón se derretía sobre mi pareja con las piernas tan temblorosas como su voz, pidiendo más.
Y mi chico, como buen anfitrión, le dio lo que pedía.
Se levantó, hundió su mano bajo el elástico del suspensorio y agarró la verga corta y gorda que había allí abajo. No pude distinguir los detalles en el breve instante que pude disfrutar la imagen, apenas pude deleitarme en la mata de pelo rizado que rodeaba aquel cacho de carne morena acabada en un capullo hinchado y brillante que había comenzado a gotear. Agarrándolo por la polla, mi novio arrastró a nuestro invitado fuera del salón, perdiéndose de mi vista al girar en el pasillo. Desde la habitación contigua pude escuchar claramente su voz:
—Ni se te ocurra levantarte del sofá hasta que yo te lo diga.
Y desde luego, no lo hice.
—Creía que íbamos a…
Mi pareja interrumpió a nuestro invitado.
—O hablas o comer rabo, elige.
No volví a escucharle ninguna queja a partir de aquel momento. Lo que escuchaba era un ruido húmedo y frenético acompasado con arcadas de asfixia y gemidos de placer. Yo permanecía sentado en el sofá, obediente, cerrando los ojos y agudizando el oído en busca de los pequeños detalles de aquella sinfonía que provenían desde el cuarto contiguo. Aquel sonido ahogado se prolongó durante más de cinco minutos en los que mi polla palpitaba con violencia contra mi ropa interior y mis piernas temblorosas no respondían al deseo creciente y cada vez más difícil de controlar de levantarme y asomarme a la habitación. Pero igual que el preámbulo, esto también formaba parte de la diversión.
Escuché el ruido del somier doblándose bajo el peso de sus cuerpos seguido de un silencio prolongado, apenas interrumpido por los gemidos ocasionales del invitado, y el impulso de quitarme la ropa crecía dentro de mí. Mis pensamientos se obnubilaban en una mezcla de deseos encontrados: quería unirme, quería mirar, quería masturbarme mientras escuchaba, quería aguantar aquel suplicio sin hacer nada. Quería saber cuánto era capaz de soportar aquello.
Un gemido distinto captó mi atención, seguido de un ritmo de somier muy característico. No me costó imaginar qué estaba pasando allí al lado. Mis emociones se agitaban y se desataban cada vez con más fuerza de una forma frustrantemente satisfactoria que muy pocas veces había podido disfrutar con anterioridad. Sabía que podía ir a la otra habitación y mi chico se mantendría en el papel de macho alfa el tiempo que tardase en hundir mi lengua en su culo o en arrodillarme a sus pies para compartir su rabo; porque por mucho que disfrutase sintiéndose deseado, a quién más deseaba era a mí. Sabía que podía levantarme y aproximarme a hurtadillas hasta el umbral: tal vez estuviera de espaldas y pudiera espiar aquella espalda pálida pero fuerte sobre las nalgas que se contraían con cada embestida, tal vez viera aquella cara de concentración salvaje, con las venitas de su frente marcadas, mientras agarraba las piernas o las caderas del invitado para que no se escapara a sus embestidas brutales. Tal vez me viera y me amenazase con un castigo, tal vez y mucho más probable, demasiado concentrado en el ritmo, siguiera empotrando a aquel tío mientras me lanzaba un beso silencioso y describía con los labios las sílabas “te quiero”. Pero no eran las cosas que yo quería paladear con aquella experiencia.
Podría haberme masturbado con el coro que formaban los gemidos del invitado, los bufidos de mi amado, los crujidos de la cama y el repiqueteo constante del cabecero contra la pared y muy probablemente me hubiese corrido de una forma salvaje en menos de un minuto, mucho antes de que aquellos dos lograsen su propio éxtasis, pero no es lo que quería. Por algún motivo me encantaba sentirme así: salidísimo, excitado como nunca ante la frustración de negarle a mi cuerpo el placer físico e inmediato que exigía, agitado por una pizca de celos que condimentaba el orgullo que sentía al saber que el enorme rabo de mi hombre estaba partiéndole el culo a otro tío sin que yo pudiese intervenir, removiendo un sentimiento de envidia por aquel trasero que se dilataba tan rápido acompañado de la satisfacción de darle a mi chico la oportunidad de ser violento de vez en cuando. Me gustaba, no, me encantaba ese torbellino de emociones irracionales que volvían mi respiración irregular, agitaban mis extremidades con viveza, secaba mi boca y hacía arder mis entrañas con una pasión que pocas veces era capaz de experimentar. Absurdo e inconcebible para otros, lo sé, pero para mí ese tormento era un placer salvaje que amenazaba con hacer que me corriese sin siquiera haber tocado mi ropa.
La melodía se prolongó unos veinte minutos con varias interrupciones a medida que aquellos dos cambiaban de posición, y durante los veinte minutos permanecí en silencio, quieto, sentado en el sofá, disfrutando el cosquilleo que me recorría el cuerpo cada vez que escuchaba aquellos ruidos tan cerca de mí y tan lejos de mi alcance, tan intensos o más como cualquier caricia, cualquier susurro indecente o cualquier mamada que hubiera recibido con anterioridad. Y al fin escuché los resoplidos entrecortados del invitado.
—¡Me corro, me corro! ¡Me corro!
Escuché tres golpes consecutivos del cabecero de metal contra la pared y cada uno de ellos iba acompañado de un quejido de dolor y éxtasis que interrumpía a los anteriores. Luego se hizo el silencio. Un silencio que duró unos minutos en el que apenas podía advertir la respiración agitada, cada vez más pesada, de ambos hombres. Después de aquello vinieron los pormenores: escuché cómo mi chico le indicaba dónde estaba la ducha y los pasos amortiguados, probablemente descalzos, del invitado dirigiéndose al cuarto de baño; antes de que aquella puerta se cerrase y sonase el flujo de agua, mi novio se asomó a la puerta de la salita todavía desnudo y sudoroso, con la verga morcillona y descapullada, respirando del mismo modo que cuando terminaba sus rutinas de ejercicio.
—¿Lo has disfrutado, cariño? —le pregunté sin levantarme, mis cuerpo aún se sacudía como un flan.
—Sí, bueno —masculló con discreción mientras se acercaba para abrazarme —. ¿Y tú?
—Ha sido una pasada —susurré con toda mi pasión agitando mi voz.
Se separó un momento para mirarme de arriba abajo y luego frunció el ceño.
—¿No te has corrido?
—No te preocupes —me reí para que no se preocupase mientras acariciaba con dulzura sus testículos, haciendo que su miembro describiera un par de latigazos—, ¿y tú?
Negó con la cabeza, abrazándome para hundir la cara en mi cuello. El agua seguía corriendo al fondo del pasillo, el tronco de su verga seguía endureciéndose entre mis dedos y mi polla seguía palpitando bajo mi bóxer.
—¿Habéis usado condón? —le pregunté al oído.
—¡Claro!
No le dejé terminar. Me arrodillé, me llevé aquel capullo empapado en precum a la boca y lo hundí hasta la campanilla. Rodeó mi cabeza con sus manos, enredó los dedos en mi pelo y se dejó hacer, cerrando los ojos y relajando el cuerpo mientras los gemidos se escapaban entre sus labios. No nos dimos cuenta de cuándo me quité la ropa, ni cuándo dejó de sonar el agua, ni prestamos atención cuando escuchamos la puerta de la calle cerrarse; en aquel momento éramos sólo nosotros dos en nuestra salita: él desbordándome la boca de leche mientras mi propia polla temblaba y escupía sus disparos empapándole la mano. Después nuestros cuerpos se relajaron tanto y tan rápido que sólo recuerdo abrir los ojos un instante y descubrirnos tumbados y abrazados sobre el sofá en la penumbra de las farolas de la calle. Le besé un pezón, escuché un murmullo dormido, sentí sus labios en mi coronilla y ambos volvimos a caer completamente rendidos.