La melancolía de Lucifer

Un modesto relato con temática vampírica. Un poco cruel al principio, quizá, pero sentimental al fin de cuentas.

Apenas se hubo ocultado el sol tras el horizonte, Lucía abrió las persianas del sucio piso que estaba rentando en el pueblo. No valía la pena gastar en lujos, pues su estancia aquí no sería muy prolongada, según sus planes. Sus ojos eternos se posaron melancólicamente en los últimos resquicios de luz dorada que se fundía con el violeta tras las montañas. ¿Cuántos ocasos así habría visto en su vida? A pesar de que habían pasado ya cuatrocientos y quién sabe cuántos años, los ocasos aún le ocasionaban una pequeña y secreta tristeza. Y desde hacía muchas décadas, además le producían también un malestar desagradable e inefable: como una mezcla desvaída de de incertidumbre, desazón, angustia y vacío. La eternidad sabía amarga.

Bajó con cierto desánimo las maltrechas escaleras del edificio de departamentos en que se hospedaba y apenas hubo pisado la calle adoquinada, el viento le trajo algunos aromas interesantes. Lucía había aprendido, a través de varias décadas, que la gente de diferentes zonas geográficas comparte ciertos aromas y sabores particulares, aún cuando de hecho el aroma y el sabor de cada persona sean distintos. Así pues, ella había adoptado, en el último lustro, la afición por alimentarse de la gente de los pequeños pueblos.

Lucía llevaba unas medias caladas, una minifalda roja ajustada y una pequeña blusita. Había aprendido que una forma fácil de conseguirse a una presa era haciéndose pasar por puta. Su aspecto adolescente solía atraer, sobretodo, a viejos verdes, que suelen tener cierto sabor un poco rancio y amargo, pero la melancolía que la había invadido hacía tanto tiempo le había hecho perder el interés por disfrutar realmente del proceso de alimentarse, de tal modo que ya no le importaba quién cayera en su red. Y así, sólo cazaba para sobrevivir y tenía sexo únicamente para no aburrirse demasiado.

Después de un rato, se le acercó al fin una presa potencial: era un hombre de mediana edad no muy mal parecido. "Al menos esta noche la cena no me sabrá rancia y amarga", pensó al mismo tiempo que el tipo se dirigía a ella.

-Hola, niña… ¿Disfrutando de la brisa nocturna?

-Sí, señor –dijo agachando la mirada como si fuese una niña asustada. Obviamente, era una farsa.

-¿Cuántos años tienes? –preguntó el tipo mientras acariciaba el lacio pelo negro de Lucía, con una sonrisa perversa dibujada en los labios.

-Tengo… 18 –dijo con fingida inseguridad. A los tipos usualmente les excitaba la idea de que mintiera sobre su edad, creyéndola más joven. La sonrisa perversa del tipo se acentuó.

-Jeje, bueno… ¿Cuánto me costaría pasar un rato a solas contigo?

-Sólo quiero comida… señor -dijo mientras fingía que se le quebraba la voz.

El sujeto se sorprendió un poco ante la respuesta, pero enseguida el rostro se le iluminó con satisfacción y la llevó a su casa. Era muy común que habiendo fijado aquél precio, los tipos tuvieran la idea de llevarla a sus casas, quizá con el propósito de retenerla, a cambio de techo y comida, y poder follársela tantas veces como quisieran. No les parecía un mal trato, pues Lucía resultaba ser una jovencita muy hermosa. Sexo sólo por comida, pensaba el tipo. Sólo Lucía comprendía lo irónico que resultaría ser… y dentro de las no muchas cosas que disfrutaba, disfrutaba siempre de esta ironía, como un perverso chiste privado.

Apenas el tipo cerró la puerta tras de sí, abrazó a Lucía y la empezó a besar lascivamente, al tiempo que sus manos rudas exploraban sin el menor decoro las tersas y redondas nalgas de la eterna joven. No pudiendo contenerse, arrancó su blusa dejando al descubierto sus hermosos y redondos senos culminados en dos bellos botones rosados y erectos y procedió a amasarlos, besarlos y morderlos con violencia. Lucía sentía algunas punzadas de placer, pero aún debía mantener su papel de niña inocente. Sólo un poco más

El tosco hombretón metió la mano bajo la falda de la joven e introdujo con violencia un dedo en el rosáceo ano que se ocultaba tras las suculentas y carnosas nalgas. Sobaba, mordía y penetraba con los dedos sin indulgencia, y finalmente la botó violentamente a la cama. Se desabrochó el pantalón y sacó su enorme falo palpitante.

-Quiero que me la mames, niña

Ella lo miró con sus ojos grandes y claros, tratando de reflejar un temor que no sentía. Era la parte final de su acto.

El sujeto la tomó de sus cabellos y restregó el rostro de Lucía contra su verga, como obligándola a meterse el pito en la boca. Era muy común que sus "clientes" empezaran así. Una vez entró en su boca, empezó a chuparlo vigorosamente, mientras el tipo simulaba movimientos copulatorios en su boca. Lucía dejó pasar medio minuto, y empezó a empeñarse más en su tarea. Sentía llenarse aquella mole de carne con sangre tibia.

-Oh, niña… ¡Qué bien la mamas! ¡Quién lo diría!... con la carita tan inocente que tienes, pequeña putita. Te voy a hacer mía, te voy a destrozar

Ella volteó a mirarlo, aún con la verga dentro de su boca, y le sostuvo la mirada. Su expresión era insondable y parecía ya no estar asustada. Empezó a masajear el pene con sus dos manos mientras chupaba, lamía y acariciaba con los labios la punta del miembro. Una sensación intensa de placer hizo arquear la espalda del anónimo bandido, mientras Lucía aumentaba el ritmo, y las rosadas caricias de sus tiernos labios eran más ardientes y apasionadas.

El sujeto sintió como si le estuvieran succionando el alma. Sentía oleadas de un placer nunca antes experimentado por él. Definitivamente, la "niña" era más experimentada de lo que parecía.

Temiendo terminar antes de follársela, el sujeto trató de detenerla, pero entonces, Lucía lo sometió con su fuerza sobrehumana y lo tumbó boca arriba, mientras el tipo comenzaba a tener los espasmos del orgasmo, sintiendo una confusa mezcla de miedo y excitación.

-No… espera… ¿¡Qué está pasando!? –fueron sus últimas palabras.

Lucía lo miró. Sus ojos relampagueaban con una maldad poco acorde con sus facciones finas e infantiles e hizo que sus colmillos salieran. Dando una larga lamida al pene del tipo que forcejeaba inútilmente, sonrió, dejando ver sus colmillos afilados y blancos y un destello carmesí iluminó levemente sus pupilas, dándole una apariencia definitivamente no humana. El hombre la miró lleno de terror, retorciéndose como un animal herido y asustado; la mosca había caído en la telaraña. Este era el momento favorito de Lucía.

Al momento en que el infausto hombre comenzó a eyacular, Lucía clavó sus colmillos en el palpitante miembro. Su boca se inundó del sabor alcalino del semen mezclado con la sangre, y lo succionó con tal fuerza que dejó semiinconsciente al infortunado sujeto.

Sangre y semen escurrían de la comisura de sus tiernos labios juveniles, mientras miraba con expresión ausente cómo el sujeto se retorcía débilmente. Bebió más sangre de la que necesitaba, así que dejó al tipo medio muerto. En realidad, no era necesario matarlo. Otros de su especie habían aprendido a través de los siglos a moderarse para no hacerse notar (la inquisición y los cazadores fueron una verdadera molestia hace algunos cientos de años…) y así sólo bebían lo necesario para el día a día sin matar a sus presas. De hecho, había quienes tenían varios amantes "mortales" que les permitían alimentarse de ellos periódicamente. Un estilo de vida muy cómodo y conveniente que Lucía disfrutó alguna vez. "Maldita sea… tenía ya una semana sin pensar eso…", dijo para sus adentros. Pensar en el tema le producía angustia y malestar.

Impulsada por una fugaz necesidad de ser compasiva, se acercó al moribundo y tomó su rostro entre sus blancas y suaves manos.

-Lo siento… -dijo con tristeza en sus ojos.

Besó suavemente los labios del sujeto y con un rápido movimiento, le rompió el cuello.

"Me estoy volviendo sentimental", pensó.

Se echó encima un abrigo del recién fallecido, buscó dinero y se marchó.

Era aún bastante temprano, quizá las 8 de la noche. Hacía una brisa fresca que provenía del bosque a las afueras del pueblo que la invitaba a caminar sin rumbo. Pronto se encontró a las afueras de lo que parecía ser un patio conventual. La brisa le trajo esta vez un aroma familiar y lleno de nostalgia que la hizo sobresaltarse. Volteó para buscar la fuente de dicho aroma. Provenía del convento. Era una joven monja que echaba llave a las rejas del patio. "Está menstruando", dijo Lucía Fernanda para sí misma.

Las miradas de ambas jóvenes se cruzaron. La joven monja saludó a Lucía con una seca cabezada y se dirigió al convento con paso veloz.

Lucía quedó sobrecogida ante ese aroma. Le traía demasiados recuerdos. Bellos recuerdos que ahora le resultaban dolorosos. Su aroma era tan parecido a… no, no se permitiría pensar en ella otra vez. Era demasiado doloroso

Continuará, creo.